España ante Europa
La descolonización: Marruecos

Por más que los pactos con Estados Unidos no sólo contribuyeran a estabilizar y consolidar el régimen sino también a admitirlo en el escenario internacional se mantuvo un trasfondo de incomprensión perceptible en los puntos que acaban de mencionarse.

Pero, para los norteamericanos la España de Franco era un país lejano con cuya evolución no estaba familiarizada la mayor parte de la opinión pública y que, por tanto, podía ser objeto de un interés tan sólo estratégico, al contrario que los países democráticos europeos, para quienes el recuerdo de la Guerra Civil seguía siendo un factor importante en la política interna. Intereses económicos, realismo a la hora de juzgar improbables las posibilidades de la oposición o la idea de que el bloqueo era una mala política para llegar a un buen resultado contribuyen a explicar el mantenimiento de unas relaciones correctas entre la España de Franco y los países democráticos. Pero esto en absoluto quiere decir que la España de Franco fuera admitida como uno más de los países europeos. Siempre fue considerada como un caso aparte, una especie de enfermo perpetuo de quien cabía esperar la curación a largo plazo pero no de forma inmediata.

En el fondo el mismo régimen se sintió periódicamente agobiado por el temor al aislamiento. Tanto en las relaciones bilaterales como en las que nacieron de los propósitos fundacionales de una Europa unida hay numerosas pruebas de la existencia de esa peculiaridad española que mantenía a la dictadura en una especie de ghetto, aunque a menudo fuera benevolente.

Las relaciones con los diversos países europeos dependieron mucho, como es lógico, de la configuración de sus respectivos gobiernos. Sin embargo dos buenos ejemplos de que, incluso en el caso de gobernantes conservadores, había una distancia abismal provocada por la divergencia entre las instituciones políticas españolas y las del resto de Europa nos los proporcionan Francia y Alemania, cuyos dos dirigentes, De Gaulle y Adenauer, fueron partidarios de la entrada de la España de Franco en el Mercado Común, ya a comienzos de los años sesenta. No obstante la prueba de que la política suponía un abismo se encuentra en el hecho de que el embajador español en la capital francesa durante esa época, Areilza, encontraba serias dificultades en los medios oficiales españoles para que no se ayudara de una manera ostentosa a quienes tenían la pretensión de desestabilizar la V República francesa y derribar a De Gaulle. Con la Alemania Federal España estableció relaciones en la primavera de 1951, pero si en esa misma fecha fue nombrado un embajador en la capital alemana hubo de pasar un año hasta que Adenauer hiciera lo propio en Madrid. Además, a comienzos de 1960, Alemania trató de llegar a un acuerdo con España para obtener de ella facilidades logísticas en materias militares. Bastó que la prensa internacional lo descubriera para que, de forma inmediata, resucitara el fantasma de la colaboración entre Franco y Hitler y se desvaneciera de forma automática esa posibilidad.

Con ser significativos esos dos casos todavía lo es mucho más lo que le sucedió a España en el momento en que empezó a gestarse el Mercado Común Europeo.

Cuando, en los inicios de los cincuenta, Franco fue preguntado por los norteamericanos acerca de la unidad europea respondió que no veía en quienes la intentaban buena fe y sí, en cambio, proclividad socialista. De hecho, como resultaba inevitable, los únicos españoles que participaron en los primeros congresos del europeísmo fueron miembros de la oposición. Los países europeos estaban dispuestos a mantener relaciones bilaterales con España e incluso a aceptar que mantenía las reglas de la coexistencia entre naciones, pero no la consideraban como una compañera más. La mejor prueba nos la proporciona un dato. En marzo de 1957, es decir, antes de la firma del Tratado de Roma, que dio lugar al Mercado Común, existían diez organizaciones regionales europeas y España sólo pertenecía a tres (aquellas relativas a cuestiones en la que su presencia resultaba imprescindible como, por ejemplo, los transportes o la emigración).

Todavía resulta mayor la diferencia desde un punto de vista comparativo. Un país como Austria, que tenía entonces un estatus de neutralidad muy peculiar, estaba en cinco y Turquía en siete. La paradoja es que, en ese mismo momento, España dirigía el 61 por 100 de sus exportaciones hacia Europa.

En el momento en que ya se fue perfilando en el horizonte la creación de más amplios espacios económicos en Europa la reacción del régimen fue titubeante y dividida optando finalmente por un largo compás de espera que tardó mucho es despejarse de modo definitivo. En el seno del régimen hubo quienes no estaban dispuestos a reconocer la evidencia de que España necesitaba alguna forma de integración o asociación con Europa. De ahí que, por ejemplo, en medios falangistas, se propiciara una especie de «Iberomercado», en realidad inviable porque las economías española e iberoamericanas carecían de la complementariedad imprescindible como para convertir este propósito en un proyecto con sentido. Una comisión interministerial dedicada a estudiar la relación con estas materias se empantanó en la indecisión. Pero más grave que esto fue el hecho de que los principales dirigentes del régimen siempre tuvieron serios reparos políticos en contra de la Europa unida. Carrero, por ejemplo, juzgó que esa cooperación económica acabaría por suponer una sumisión política; veía al mundo controlado por una serie de internacionales y esa visión conspiratoria siempre concluía en peligros inminentes para los intereses españoles. Franco participaba de esta misma concepción pero, más pragmático, juzgó también que «sería castigar al pueblo español de esta generación y de la siguiente» prescindir de cualquier contacto con el Mercado Común.

La relación con éste, sin embargo, fue propulsada principalmente por una nueva generación de políticos, caracterizados por su rigor profesional en materias económicas o diplomáticas, que sin otro programa político que un muy genérico realismo, se dieron cuenta de que no había otra solución que un acercamiento a Europa. De esta manera por los caminos, coincidentes y tortuosos, de los Ministerios de Asuntos Exteriores y de Comercio se fue abriendo camino una decisión sobre esta materia a partir de 1957. En el primero Castiella hizo un viaje de acercamiento a los países europeos y desde 1960 España dispuso de una representación diplomática ante el Mercado Común. Por otro lado, la política comercial de Ullastres en el segundo de los ministerios citados, pretendió inicialmente abrirse camino a través de pactos bilaterales pero acabó por pedir una decisión acerca de las instituciones europeas. En la práctica el peso de la realidad. Ya desde 1955 la diplomacia española había descubierto que la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) era «la única posibilidad para engranar» en este terreno con Europa. A lo largo de la segunda mitad de 1958 España ingresó tanto en esa organización, luego denominada OCDE —Organización de Cooperación y Desarrollo Económico— como en el Fondo Monetario Internacional, lo que tuvo importantísimas consecuencias en lo que atañe a la formulación de una nueva política económica. De todos modos, a comienzos de los sesenta todavía no estaba clara qué determinación tomarían los dirigentes españoles. Finalmente se adoptó una decisión en 1962, pero el hecho de que, por el momento, no tuviera respuesta positiva, obliga a tratar de esta cuestión en el próximo capítulo.

A estas alturas, por otra parte, después de haber roto el aislamiento a que había quedado sometido nuestro país en 1945, la España de Franco había empezado a enfrentarse con nuevos problemas en el marco de las relaciones internacionales, como fue el de la descolonización. En torno a ésta siempre mostró una indudable falta de adecuación al espíritu de los tiempos, por carencia de una doctrina clara, capaz de traducirse en decisiones rápidas, lo que explica que los resultados a menudo fueran muy poco satisfactorios. Así se demuestra en el caso de Marruecos.

Como sabemos, la España de Franco había mantenido, en el peor período del aislamiento, una cierta proximidad con los países árabes, que continuó a partir de 1951 y de la que es muestra el viaje realizado en 1952 por Martín Artajo a algunos de ellos.

Esta política, aún impuesta como sustitutivo inevitable del imposible acercamiento a los países occidentales, tuvo una cierta fundamentación en la peculiaridad de la acción española en Marruecos. De hecho durante la Guerra Civil la participación de tropas indígenas en el Ejército de Franco —sucesivamente algo más de 60 000 hombres con un máximo de 35 000— estuvo justificada porque Franco, a través de Beigbeder, hizo vagas promesas de que los marroquíes obtendrían «las mejores rosas del rosal de la paz». Cuando estalló el conflicto de 1939 elementos del nacionalismo marroquí del protectorado español tuvieron contactos más o menos importantes con los alemanes.

Después de la Segunda Guerra Mundial la enseñanza se impartió en árabe mientras que en la zona francesa se hacía en francés. Frente a lo que sucedía al sur y en la propia España en la zona de protectorado español hubo libertad de prensa y de partidos. Desde 1947 existía el Partido de la Reforma nacional de Abdeljalek Torres y el Partido de la Unidad Marroquí. Franco siempre pudo esgrimir en favor de su política el hecho de que había militares de alta graduación, como el general Mizzian, nacidos en Marruecos (pero, como no debía fiarse por completo de él, le colocó al frente de la capitanía general de Galicia en el peor momento de conflictividad marroquí).

En estas condiciones, la reivindicación de la independencia, no se inició en el protectorado español, sino en el francés. Desde 1947 las autoridades de este país tuvieron serios problemas con el sultán Mohamed V, quien recordaba las promesas de independencia realizadas por los norteamericanos en el momento de su desembarco en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial. Entre 1952 y 1953 hubo violentos incidentes con centenares de muertos. Sin duda la transformación de la sociedad marroquí propició el nacimiento de una actitud nacionalista que encontraba precedentes en un pasado lejano: en 1947 Abd-el Krim huyó de la prisión francesa en la que estaba y se refugió en Egipto, desde donde hizo propaganda. Estos hechos coincidieron con la realidad de que la cuestión palestina, que unía a los árabes pero también limitaba sus reivindicaciones nacionalistas, dejó de estar en el primer plano de las relaciones internacionales en el Medio Oriente planteándose de manera más acuciante el problema de la independencia marroquí. Por otro lado, la efervescencia del mundo árabe era general, como lo demuestra la proclamación de la República en Egipto y la lucha por la independencia en Argelia.

El momento en que la política española verdaderamente entró en crisis fue cuando, por un lado, las reivindicaciones nacionalistas arreciaron y, al mismo tiempo, se pudo constatar una completa falta de sintonía con la otra potencia colonial. Marruecos había seguido siendo para España una carga económica después de la Segunda Guerra Mundial, aunque por el momento no planteara ya problemas de orden público o sublevaciones. En 1952 se concedió una cierta autonomía a la población indígena en el protectorado español, lo que parecía contrastar por completo con la política seguida en el protectorado francés. Ese mismo año el Jalifa visitó España y hubo rumores de que se le iba a conceder una virtual libertad política interna absoluta, incluso desvinculándose de la otra zona. La realidad fue que las autoridades indígenas del protectorado español jugaron a varias bandas y, al final, se decantaron por el nacionalismo. Los problemas más graves se produjeron a partir de 1953, momento en que la política seguida por el Gobierno español fue arriesgada y concluyó mal. Ese año los franceses expulsaron al sultán Mohamed V y lo sustituyeron por una personalidad, Ben Arafa, anodina y sometida a ellos. La reacción española fue, entonces, de indignación, por motivos que nacían, a la vez, de mantener una política distinta y de sentir ofendido su sentimiento nacional. La autoridad española era, en estos momentos, el general García Valiño que había sustituido en 1951 a Várela y que mantuvo siempre una política mucho más vehemente y arriesgada que la suya. Ante la noticia de la destitución del sultán el general español declaró que «se ha ignorado nuestra presencia en esta tierra… difícil será en lo sucesivo que un clima de confianza permita la colaboración». España, en consecuencia, mantuvo su reconocimiento al Jalifa nombrado por Mohamed V en la zona española y, además, propició el establecimiento en ella de organismos de propaganda nacionalista. En 1954 se habló incluso de la posibilidad de una separación total entre las dos zonas y desde comienzos de 1955 elementos nacionalistas participaron en el gobierno de la zona española. Esta política del Gobierno español fue, al parecer, obra coincidente de Franco y García Valiño, pero con matices importantes entre ambos. El segundo, por ejemplo, no dudó en mantener una actitud tolerante con el comercio de armas que iban a parar a los nacionalistas. Franco pensó en destituirle pero no lo hizo. Esta política, cuyo riesgo era patente, concluyó de la peor manera y acabó suponiendo la ruina de la relación entre ambos. Años después García Valiño trató de organizar un golpe de Estado militar contra el régimen.

Pero ya antes se evidenció el fracaso de la política española en Marruecos cuando los franceses modificaron de forma brusca la propia. En efecto, mucho más preocupado por Argelia que por Marruecos, en 1955 aceptaron una fórmula transicional —la «interdependencia»— y, a fin de año, permitieron el regreso de Mohamed V. En marzo de 1956 Francia acabó aceptando la independencia marroquí y España se vio obligada a hacerlo al mes siguiente. Si para el vecino país eso no significaba mucho, sí en cambio para España, por la vinculación biográfica de Franco al norte de África y por las permanentes reivindicaciones marroquíes sobre territorio considerado como español.

El mismo día en que el jefe del Estado español aceptó la independencia marroquí se dirigió a los norteamericanos señalando que la nueva situación entrañaba un grave peligro por suponer la difusión de la ideología comunista.

Pero, por otro lado, la cuestión no quedó solventada con la declaración de la independencia de Marruecos. La nueva nación tuvo desde sus inicios, como tantas otras, una dirección política muy nacionalista. Ocho de los ministros pertenecían al partido nacionalista Istiqlal, uno de cuyos ideólogos, El Fassi, promovió la idea de un gran Marruecos que abarcaría todo el Sahara. Además, en la zona sur del país actuó un sedicente Ejército de Liberación Nacional, en realidad bandas incontroladas armadas en parte con los suministros conseguidos gracias a la benevolencia de las autoridades españolas del protectorado. En noviembre de 1957 hubo enfrentamientos armados en Ifni y el Norte del Sahara (un mes antes Marruecos había reivindicado la zona de Tarfaya en la ONU) y muchas de las pequeñas posiciones españolas en la primera de las posesiones citadas cayeron en manos de esas bandas. Quizá con exageración se pudo decir que lo sucedido era un «pequeño Annual», aunque el número de bajas se limitó a unos 200 o 300 muertos. Ayudado por los franceses, el Ejército español consiguió restablecer la situación en el Sahara aunque no tanto en Ifni (operaciones Ecouvillon y Teide). El restablecimiento de la situación en febrero de 1958 permitió abrir conversaciones con los marroquíes en la localidad portuguesa de Sintra, lo que permitió ceder a Marruecos a fines de año la zona de Tarfaya.

Sin embargo, se mantuvo la reclamación marroquí sobre Ifni, el Sahara y las plazas de soberanía, Ceuta y Melilla; sólo en 1968 se cedió la primera de las posesiones citadas, cuyo interés resultaba a estas alturas muy limitado, incluso desde el punto de vista de la pesca que lo justificó en algún momento. En definitiva, la descolonización de Marruecos, llevada a cabo bajo presión y nunca concluida satisfactoriamente para ambas partes, no propició en los años siguientes una buena colaboración entre las mismas. Es cierto que los errores franceses fueron, al principio, mayores, pero en este caso la superioridad material de este país hizo posible una posterior colaboración entre la metrópoli y la antigua colonia. La posición de Franco y, sobre todo, la de Carrero parecen haber sido, en adelante, muy renuentes a aceptar el proceso descolonizador, que retrasaron cuanto pudieron. En 1960, todavía se mantenía una importante guarnición española en zona marroquí cuando los franceses ya habían abandonado este país; los españoles sólo lo hicieron de manera definitiva en 1961. España vivió peligrosamente aislada e inerme ante el Marruecos independiente. Franco hubo de hacer llegar a la OTAN, a través de Portugal, repetidas notas informativas acerca de lo que reputaba como el peligro comunista en los países independizados del norte de África, pero no pudo hacer nada para evitar que los propios norteamericanos, sus aliados, dieran armas a Marruecos, con potencial amenaza para la situación estratégica española. España, que en el momento de la independencia marroquí había asumido la representación diplomática del nuevo país en Hispanoamérica, descubría así las limitaciones de la llamada política de tradicional amistad con los países árabes.

En cambio precisamente en la América española la política exterior del régimen franquista testimonió originalidad y adaptación a las circunstancias. La posición ante la revolución cubana no fue, como en principio podía imaginarse, decididamente conservadora y alineada con los Estados Unidos. España estaba muy presente en la sociedad cubana a través de institutos religiosos. El paso del mundo católico cubano a la oposición tuvo como consecuencia que el embajador Lojendio cobijara en la embajada a muchos de los perseguidos en la fase final de la dictadura de Batista. En realidad el embajador no veía en Castro y en su movimiento más que una re-edición de Durruti y la CNT. Cuando el nuevo régimen empezó a actuar de forma represiva, precisamente contra los católicos, se produjo en enero de 1960 un sonado incidente entre el propio Castro y Lojendio. El primero, sin ningún fundamento, acusó a la embajada española de estar vinculada con la oposición en el transcurso de una intervención en televisión y el segundo trató de responderle. Aunque Lojendio debió abandonar Cuba las relaciones diplomáticas no se interrumpieron y tampoco España participó en el bloqueo económico patrocinado por los norteamericanos. Esta posición, en suma, testimonia que el régimen de Franco —quien en ocasiones no dudó en hacer alabanzas al autoritarismo de los sistemas comunistas— podía tener una cierta ambigüedad ideológica en materias internacionales. Si la descolonización de las posesiones propias se sufrió por muchos de los más altos dirigentes como una tragedia, en cambio los falangistas vieron con regocijo el triunfo ante Gran Bretaña y Francia de un líder nacionalista y no demócrata como Nasser. Como veremos más adelante, a lo largo de los años sesenta la posición española proclive a la descolonización, aunque fuera esgrimida pensando en beneficios propios —Gibraltar— pudo tener también alguna ambigüedad.