En el mantenimiento del régimen del general Franco no cabe la menor duda de que jugó un papel decisivo la propia tenacidad defensiva de quien le dio nombre, el fracaso de la oposición y la reacción visceral de una parte de la sociedad española ante la mera eventualidad de un cambio. No obstante también la coyuntura internacional, con el desarrollo de la Guerra Fría, tuvo una influencia de primerísimo orden en la subsistencia de la dictadura. Como muestra baste citar tan sólo dos ejemplos: en primer lugar debe recordarse que en el mismo momento en que se planteó el conflicto de Corea, en 1950, España inició una rápida rehabilitación internacional que alcanzó su punto culminante en 1953, fecha cumbre del conflicto coreano y de los pactos españoles con los Estados Unidos. Tan sólo un día antes de la intervención norteamericana en Corea, se produjo una renovación del acuerdo relativo a las facilidades aéreas concedidas por el Gobierno de Franco al final de la Segunda Guerra Mundial. Resulta evidente, por tanto, que en la política de la primera nación occidental primaron los factores estratégicos sobre los políticos señalándose con ello un camino para que España recuperara, aun en peculiares condiciones, un papel en la política internacional.
Si el aislamiento del régimen Franco tuvo lugar a través de la aprobación de una serie de expulsiones (o de vetos) en los organismos internacionales, su rehabilitación siguió un proceso semejante pero en sentido inverso. En noviembre de 1950 se revocaron las recomendaciones contenidas en la resolución de 1946; paralelamente se inició el ingreso de la España de Franco en las agencias de la ONU que, por su carácter técnico, y no político, podían evitar una discusión de este último carácter en relación con el caso español. A fines de 1950 España entró en la FAO, en 1951 lo hizo en la Unión Postal Internacional, en la Organización Mundial de la Salud y en la Organización Internacional de la Aviación Civil y, en 1952, en la UNESCO. En estos momentos el propio secretario general de la ONU estaba ya dispuesto a favorecer la presencia de España en la organización internacional, cuya política de embargo de Corea del Norte y China siguió puntualmente por coincidencia ideológica a pesar de no ser miembro de la organización. Si el ingreso español en las Naciones Unidas se dilató fue sencillamente porque requería un acuerdo previo entre las dos grandes potencias para admitir a todo un grupo de naciones de significación ideológica contrapuesta. En noviembre de 1955 España presentó su candidatura, que inmediatamente fue apoyada por Estados Unidos. La admisión tuvo lugar, junto con una quincena de naciones, a mediados de diciembre de ese mismo año, después de un discurso en defensa de la citada proposición de nada menos que el representante soviético. Al mismo tiempo, sin embargo, alguna nación del bloque occidental se abstuvo significativamente de votar en el sentido deseado por el régimen. Ese mismo año de 1955 hubo una representación española en muchos otros organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento y la Organización Internacional del Trabajo.
A esas alturas se puede decir, de todos modos, que la aceptación de la España de Franco en parte de los medios internacionales era plena, porque había sido asegurada por un procedimiento indirecto, el de la firma sucesiva, pero casi coincidente, del concordato con la Santa Sede en agosto de 1953 y del pacto con Estados Unidos, suscrito un mes más tarde. Aunque estos dos acuerdos diplomáticos obedecían a procesos y razones diversas, tuvieron en común que su ratificación hubiera sido sencillamente inconcebible tan sólo unos años antes y que supusieron para el régimen un puro y simple reconocimiento de su admisión como un miembro más de la comunidad internacional.
Lo que más sorprende del Concordato con el Vaticano es, dadas las ventajas obtenidas por la Iglesia, que su iniciativa surgiera, en realidad, del propio Estado español. Fue Joaquín Ruiz Giménez, nombrado embajador ante el Vaticano en 1948, quien desde un principio anunció su voluntad de cumplir con este propósito que, según él, habría de servir para consolidar el papel del catolicismo en la sociedad española y, al mismo tiempo, para refrendar y mostrar la confianza de la Iglesia respecto al franquismo. Por descontado, una postura como ésta no puede entenderse sino dentro de la mentalidad característica del catolicismo de la época, que tenía una pretensión integral y repudiaba como «minimistas» e insuficientes las versiones que acerca de él y, en especial, de su relación con la política, daban otros países europeos. Después de solucionar algunos problemas menores, como los relativos a la demarcación de las diócesis y a la jurisdicción castrense, Ruiz Giménez empezó la negociación de un concordato en la que se encontró con dificultades inesperadas, pues en el Vaticano no se compartía su visión. Sin embargo, la verdad es que, en muchos aspectos, el Concordato negociado por Ruiz Giménez fue diferente del luego aprobado. En el fondo, el embajador tuvo siempre una voluntad de autonomía de la Iglesia con respecto al Estado que difícilmente hubiera podido aceptar un falangista: el nombramiento de los obispos no sería por la fórmula de presentación acordada en 1941, habría algún tipo de tolerancia religiosa, aún parcial, e incluso se planteaba la eventual reconstrucción de un patrimonio eclesiástico independiente que no hiciera necesaria la periódica ayuda del Estado a la Iglesia. Todo ello resultaba poco aceptable para Madrid, donde algunos dijeron que Ruiz Giménez era, en realidad, embajador del Vaticano en España y no al revés.
A partir de 1951, cuando el ex embajador ocupó la cartera de Educación, las negociaciones fueron ya llevadas por Castiella, su sucesor, aunque se creó una comisión para ese objeto de la que formaba parte el propio Franco. Ahora toda la negociación se enfocó con un sentido más regalista, más propio del enfoque habitual en el régimen y del mismo embajador Castiella, de pasado falangista. Si la iniciativa fue del Estado, el Vaticano parece que optó inicialmente por una postura de voluntaria lentitud, presentando lo que ahora se quería conseguir como la simple coronación de los acuerdos anteriores, sin dar a los nuevos especial relevancia. A partir de un determinado momento, en un ambiente en que la Guerra Fría tuvo también su lógica influencia sobre los ambientes eclesiásticos, desaparecieron las reticencias de Roma. En definitiva, cuando se firmó el Concordato, en España todo fueron alabanzas a su texto, especialmente en los círculos de los católicos que colaboraban con el régimen. Martín Artajo habló de la «perfecta colaboración» entre las dos potestades, Martín Sánchez Julia, la figura más destacada de la Asociación Católica de Propagandistas, lo consideró modélico y en todos los medios católicos españoles se señaló la enorme diferencia entre un Concordato como el que en aquellos momentos se suscribía y los que hasta entonces habían sido habituales en la historia de la Iglesia, pues si antes se habían firmado acuerdos que eran «tratados de paz», esto no podía decirse del caso español, caracterizado por la íntima compenetración de ambos poderes desde una fecha temprana. Un tratadista en derecho canónico, Montero, llegó a decir que el español era el concordato «más conforme» con la doctrina católica, pero todavía fue superado por Fernández Regatillo, para quien «se llevaba la palma entre todos los de todas las naciones y todos los tiempos de tal modo que la lástima es que este concordato no sea el más adecuado para las demás naciones, porque no todas están capacitadas para soportar tanta bondad».
Sin embargo, no es correcto pensar que los factores políticos implícitos en la fórmula concordataria intervinieran de manera decisiva en el juicio de los más significados representantes del catolicismo español. El cardenal Pía i Deniel, por ejemplo, seguramente era sincero cuando consideraba que el acuerdo suponía el mantenimiento de la unidad social católica. Pero, al mismo tiempo, ese factor político partidista pudo ser esgrimido por otros relevantes personajes de la vida pública española. Para Gonzalo Fernández de la Mora la firma del concordato tenía «un alcance estrictamente político: era el solemne y definitivo respaldo de la legitimidad de origen y de ejercicio del Estado español; era la proclamación de la concordia ejemplar entre las dos soberanías, una de las cuales, con su suprema autoridad moral, confirmaba la rehabilitación internacional del Estado español». Estas afirmaciones pudieron repetirse una y otra vez hasta el momento en que se inició la crisis de las relaciones entre la Iglesia y el Estado ya a fines de los sesenta.
Por supuesto una afirmación como la citada no hubiera sido suscrita por el Vaticano (ni tan siquiera habría sido proclamada como única razón de la bondad del Concordato por el Ruiz Giménez de la época), pero es cierto que la Iglesia dio la sensación de apoyar, de modo inequívoco, al régimen político de Franco en el momento en que estaba dispuesta a aceptar numerosas concesiones de parte del Estado. Se consagró la unidad religiosa, aunque los disidentes tuvieran derecho al culto privado, así como una dotación económica para la Iglesia, aprobada de modo oficial y completada con importantes exenciones fiscales para sus actividades asistenciales y educativas. En segundo lugar, las órdenes religiosas lograron un estatuto jurídico como nunca habían tenido a lo largo de la Historia española. Se admitió la existencia de un fuero eclesiástico y la competencia de la Iglesia en las causas matrimoniales; se negoció, además, un calendario de fiestas litúrgicas para convertirlas en profanas de modo directo y quedó reconocida la Acción Católica (y cualquier otro asociacionismo de este género) siempre que realizara su misión en el plano de sus competencias.
La contrapartida obtenida por el Estado fue relativamente parca. Se mantuvo el sistema de nombramiento de obispos ya existente, pero la Iglesia nunca tuvo la menor esperanza realista de alterar la situación previa. Además se estableció la obligación de rezar en los actos religiosos públicos por las autoridades políticas de la Nación. Todo esto, como los diversos honores pontificios y litúrgicos que recibió Franco y las prerrogativas logradas por su régimen, no fue en realidad más que puro formalismo, pero, aun así, el Concordato resultó, de cara al exterior, un triunfo diplomático estatal. Sí bien su texto no añadía nada sustancialmente nuevo, confería un aparente carácter pactado a actitudes adoptadas previamente por el Estado y, en consecuencia, podía proporcionar a los observadores la impresión de que contribuía a apoyar a un régimen cuyas relaciones con el Vaticano fueron siempre mejores en la apariencia que en la realidad. Pero, para completar la descripción de su contenido, es preciso remitirse a otro rasgo más de lo pactado para explicar el futuro de su aplicación y el sentido mismo de su aprobación en 1953. El Concordato fue anacrónico, incluso para la España de la época, pues más recordaba el pasado que anunciaba el porvenir. Es cierto que sirvió de modelo para el firmado entre el Vaticano y la dictadura dominicana de Trujillo, pero con ello concluyó su virtualidad como tal y, además, muy pronto empezaron a plantearse problemas de interpretación concreta de su contenido como, por ejemplo, los relativos al nombramiento de obispos auxiliares, que le servirían a la Iglesia para librarse de la tutela estatal más adelante. En última instancia, el Concordato sólo contribuyó a superar el aislamiento internacional que pesaba sobre la España de Franco porque en realidad esta situación ya había quedado resuelta en gran medida por la misma evolución de las circunstancias. La firma a la que se llegó en 1953 resultó una ratificación satisfactoria para la España de Franco más porque conformaba las argumentaciones empleadas por ella que por ser un argumento para los momentos más difíciles, ya superados.
Algo parecido puede decirse de los tratados con Estados Unidos. Cuando en 1945 había comenzado la presión contra el régimen, el ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, había enviado a las representaciones diplomáticas en el exterior unas instrucciones recomendando «esperar que pase el cadáver de los enemigos derrotados en 1939»; lo que llama la atención es cuánto tiempo tardó en suceder eso (que, además, propiamente no fue la llegada del reconocimiento sino de la pura aceptación internacional). En efecto, en 1950 Estados Unidos había empezado ya a prestar ayuda económica a un país comunista como Yugoslavia, mientras que, en el caso de España, hubo que esperar al pleno desarrollo del conflicto coreano —hasta el punto de que una vez iniciadas las negociaciones con España se detuvieron con la estabilización del frente— y a la sustitución de la Administración Truman por la de Eisenhower. Truman siempre fue muy alérgico a todo lo que representaba el franquismo y puso dificultades a que se tradujeran en la realidad las ayudas que votaba el legislativo norteamericano para España. Como anabaptista, le preocupó muy seriamente la libertad religiosa, respecto de la cual dijo mantener «diferencias fundamentales» con un Franco que veía detrás de cada capilla protestante un centro de conspiración masónica. A pesar de todo, en los primeros meses de 1951 se había producido ya el cambio definitivo en la postura norteamericana, con predominio absoluto de los factores estratégicos sobre los estrictamente políticos.
Resulta muy significativo que en los últimos meses de 1950 Estados Unidos obtuviera bases en el Marruecos francés y en las Azores portuguesas: en estos momentos, el Estado Mayor norteamericano sentía la imperiosa necesidad de bases en todo el mundo para contrarrestar el expansionismo soviético. En el caso español, sin embargo, este propósito chocó inmediatamente con la posición de algunos países europeos, como Gran Bretaña y Francia, que no entendían que se produjera un cambio tan brusco de actitudes. En realidad, la negociación comenzó con motivo de la visita a España, en julio de 1951, del almirante Sherman, a cuyo desarrollo se ha aludido en páginas anteriores.
Ya desde entonces, ratificados los propósitos norteamericanos de obtener bases en España, quedó definida la postura española. Franco, que trataba siempre de forma despectiva a otros países europeos (como Francia, que afirmaba que no combatiría en caso de invasión rusa), decía que su país no quería entrar en la OTAN (en realidad era perfectamente consciente de que no podía hacerlo, dadas las características políticas de su régimen), pero que estaba dispuesto, en caso de un ataque ruso, a enviar un ejército expedicionario a combatir al frente europeo. Cuando la negociación descendió a términos más concretos se pudo apreciar que la diferencia entre las dos partes era considerable: Estados Unidos deseaba una cesión territorial para construir sus bases, mientras que los españoles preferían bases de utilización conjunta. Por parte española, los militares parecen haber jugado un papel más decisivo en la negociación que los diplomáticos; quizá la personalidad más relevante del Ejército en el proceso negociador fue el general Vigón. En cualquier caso, parece obvio que el grado de reconocimiento al que llegó la España de Franco fue en la práctica mucho menor del que deseaban los altos cargos del franquismo. Carrero, por ejemplo, afirmó, con razón, que por parte norteamericana se concedía a España «un trato completamente distinto» al otorgado a otros países europeos. Lequerica, desde Washington, trataba de influir en los medios parlamentarios norteamericanos (el bufete del abogado Clark, del que se servía, llegó a cobrar por estos servicios hasta cien millones de pesetas) mientras simulaba una pudorosa resistencia ante las pretensiones norteamericanas, precisamente por esa citada diferencia de trato. La realidad es, sin embargo, que, dadas las dificultades que el representante de Franco percibía desde Washington para llegar a un acuerdo más estrecho, recomendó la firma cuanto antes, en el mismo año 1952, mejor que aplazarla hasta el siguiente. Lequerica ni siquiera se fiaba de quien iba a ser presidente en esta fecha —Eisenhower— porque, en realidad, era de los republicanos más moderados. Es posible que la parte española hubiera logrado más con la dilación pero tenía un interés político por una decisión rápida. Además, en definitiva, los norteamericanos sabían de sobra que en el caso de un ataque ruso España no podría ser neutral.
No hay mejor prueba de la diferencia de trato citada que el contenido de las disposiciones suscritas entre ambos países. Lo firmado fueron tres agreements relativos a defensa y ayuda económica. Este término, en terminología constitucional norteamericana, designa a los pactos suscritos por el ejecutivo que no necesitan de ratificación por parte del legislativo. En éste hubiera sido imposible que, por mucho interés que tuviera el Pentágono, se hubiera aceptado un compromiso con una potencia que no constituía amenaza alguna, pero cuyas instituciones políticas se asemejaban demasiado, al menos en la apreciación pública, a los países del Eje, vencidos en la guerra mundial. Los pactos preveían la utilización, en régimen conjunto, de una serie de bases durante un período de diez años, renovable por otros dos de cinco años. Las bases serían construidas en Rota, Morón, Zaragoza y Torrejón y, además, un oleoducto unió Rota con Zaragoza. La guarnición norteamericana establecida en estas bases fue relativamente reducida: unos 6700 hombres, que, con la población civil, alcanzaron un total de 15 000 personas en 1958. Un aspecto complementario de los pactos fue el compromiso adquirido por la parte española de estabilizar la peseta y equilibrar el presupuesto, y la paralela obligación norteamericana de ayudar económicamente a España. En este aspecto no se ha subrayado suficientemente el importante papel que desempañaron los norteamericanos de cara a la transformación de la política económica española.
Quizá la mejor descripción del contenido de los pactos la dio el propio Franco cuando afirmó que eran «en su origen militares, con derivaciones políticas y, en definitiva, de contenido económico». No es momento aquí de abordar este último aspecto; baste con decir que, aun siendo la ayuda concedida a España muy inferior a la que llegó a otros países, tuvo un papel crucial en la transformación de la economía nacional. En términos estratégicos, la defensa europea logró una apoyadura aérea y marítima de primer orden y una profundidad de la que carecía, pero los avances en la tecnología y en la estrategia quitaron sentido, con el tiempo, a buena parte de las bases españolas: así, la de Torrejón, con la mayor longitud de pista de Europa, perdió efectividad en el momento en que los misiles se convirtieron en la principal arma de disuasión nuclear. A medio plazo Rota fue la adquisición más valiosa de los norteamericanos y la defensa occidental, al proporcionar apoyo logístico a los submarinos nucleares. Por su parte, la España de Franco obtuvo, ante todo y sobre todo, un triunfo diplomático por cuanto el tratado suponía un reconocimiento semejante al logrado con el Concordato, cuya proximidad en el tiempo resultaba muy significativa (los pactos se firmaron un mes después, en septiembre de 1953). Esa victoria suponía el reconocimiento de la contribución española a la defensa de occidente, la estabilidad de un programa de ayuda con la desaparición de la discriminación más flagrante respecto de otros países europeos, el indudable interés de los Estados Unidos por la estabilidad política en la España de Franco y, en fin, el mantener, al menos teóricamente, el mando militar en las bases.
En sus términos estrictos, como documento diplomático, los pactos tuvieron también obvios inconvenientes para la parte española nacidos, como se ha señalado, de la evidente falta de igualdad con que España era tratada en comparación con otros países europeos. Era muy imprecisa la disposición relativa a la utilización concreta de las bases por los norteamericanos, pero también las obligaciones a que quedaban sometidos los norteamericanos. En realidad España carecía de una explícita garantía de defensa propia, no podía controlar las operaciones que se hicieran desde su territorio y, además, dependía, en lo relativo a la efectividad de la ayuda económica, de las asignaciones votadas por el Congreso norteamericano. No obstante ese residuo de desigualdad no sólo era de esperar sino también inevitable y nacía, como es lógico, de la peculiaridad de las instituciones políticas españolas, que impedían una auténtica identidad entre los aliados, sustituida por el carácter auxiliar y puramente estratégico de la participación española en la defensa de Occidente. España podía ser objeto de represalias y carecía de las ventajas que se hubieran derivado de su consideración como igual por parte de los aliados. Pero no hay razones para asombrarse de esa diferencia de trato. A fin de cuentas nada cambió en relación con las sustanciales diferencias que ambos países mantenían respecto de su organización política. En Estados Unidos la alianza con la España de Franco pasó de tremendamente impopular a simplemente poco popular mientras que Franco, una vez aliviada de forma definitiva la presión exterior, se permitió convocar un Congreso de la Falange.
Con este punto de partida ya se puede imaginar que en los años siguientes aparecieran motivos de fricción entre los dos países. Se refirieron, en primer lugar, a las contrapartidas norteamericanas en materia de defensa. Las autoridades españolas parecen no haber sido conscientes del peligro nuclear existente para los núcleos de población situados cerca de las bases, que pronto se hicieron evidentes. Cuando se negoció, en 1962, la renovación de los tratados no se consiguió otra cosa, por parte española, que una vaga alusión a la necesidad del mantenimiento de la integridad territorial de ambos países y la realización de consultas en caso de amenaza exterior.
Por otro lado, la diferencia de trato era también perceptible en la propia asignación de los recursos concedidos por los norteamericanos a España. El Ejército español vivió, en adelante, del material norteamericano, pero eso tan sólo le sirvió para limitar su envejecimiento técnico; España recibió ayuda económica, pero incomparablemente inferior a la que habría obtenido con el plan Marshall, para el que no reunía las condiciones políticas necesarias. Desde una fecha muy temprana los dirigentes españoles dijeron, con razón, pero sin poder evitarlo, que la ayuda norteamericana era muy inferior a la concedida a otros países. El primero en protestar en público fue el propio Martín Artajo, ministro de Exteriores, cuando los pactos fueron suscritos. Castiella, que le había sustituido, pidió disculpas al embajador norteamericano por lo sucedido pero, en el fondo, estaba de acuerdo. La mejor prueba de ello es que a Areilza, embajador en Washington, le insistió siempre en la necesidad de «lograr que las contrapartidas materiales de los acuerdos de 1953 fueran lo más amplias posible». Pero esto dependía del Congreso y las cifras testimonian que no se logró, al menos en términos comparativos. Entre 1946 y 1960 España recibió 456 millones de dólares en ayuda militar, lo que suponía una décima parte de lo recibido por Francia, un cuarto de lo obtenido por Italia y Turquía y la mitad que Luxemburgo; sólo Portugal, entre las naciones europeas, recibió menos ayuda que España. En el mismo período la ayuda económica se situó en los 1013 millones de dólares, cifra que era inferior a la recibida por Holanda o Turquía y que representaba un quinto de la ayuda a Francia, un séptimo de la lograda por Gran Bretaña y un cuarto de la obtenida por Alemania. En estas condiciones no puede extrañar que la relación con Estados Unidos permaneciera constantemente viciada por los malentendidos, aun partiendo de una apariencia plácida.
En 1959 visitó España Eisenhower, el presidente norteamericano con el que Franco parece haber tenido más afinidad. Ésta, sin embargo, no bastaba para que España consiguiera un trato de igualdad. En la posterior renovación de los pactos (1962), España logró un portaaeronaves, pero no que se elevara el rango de la relación entre ambos países a la condición de verdadero tratado, con aprobación de las Cámaras legislativas norteamericanas. Había, por tanto, razones objetivas para que la incomprensión se mantuviera.