Los años centrales de la historia del franquismo pueden ser calificados, con plena justicia, como los de plenitud y apogeo del régimen. Para ellos —y no para otros— vale la paradoja de que, siendo el régimen una dictadura, parecía resultar lo bastante estable y aceptada de forma pasiva como para poder decir que existía un consenso en la sociedad por mantenerlo. No hace falta insistir en que sólo la represión y la desarticulación de la oposición explican ese resultado. En efecto, a la altura de 1951, el régimen de Franco había superado ya el peor momento de su existencia en los años de la inmediata posguerra mundial, debido a la simultaneidad de la presión interior y de la guerrilla con la exterior. De todas maneras durante los cuarenta el franquismo seguía siendo una dictadura personal de difícil e incluso aparentemente imposible definición doctrinal, y España era, en el contexto europeo, un país marginal que parecía condenado al subdesarrollo económico.
Ahora, en cambio, empezó por conseguir la confirmación de un estatus internacional que, si no le concedía en toda su plenitud la condición de igual respecto de los países de su entorno, por lo menos suponía una radical mutación de la etapa previa en que del exterior sólo podía esperarse el peligro para un régimen cuyo pasado le condenaba al ostracismo. El nuevo concordato con la Santa Sede añadió muy poco a las relaciones existentes entre ambos poderes, pero el mero hecho de que fuera firmado venía a ser una especie de reconocimiento para un país que se decía esencialmente católico. El pacto con Estados Unidos, por su parte, no fue de igual a igual, pero puso de manifiesto el predominio, en la primera potencia occidental, de los factores estratégicos, que favorecían a Franco, sobre los ideológicos. La misma independencia de Marruecos que, dada la biografía de Franco, hubiera podido pensarse que significaba una grave crisis en la vida del régimen, se saldó de forma bastante satisfactoria y, en todo caso, no traumática.
En gran medida esa evolución se debió a factores derivados de las relaciones internacionales mundiales que nada tenían que ver con la voluntad de los dirigentes españoles. En menor grado el apogeo del régimen se debió al declive de la oposición, que había visto pasar su mejor época en la posguerra mundial y que nunca recuperaría sus posibilidades hasta la muerte de Franco. La década de los cincuenta fue el peor momento de su historia, reducida, en el caso de los monárquicos, al colaboracionismo, más o menos vergonzante, y en el de la oposición de izquierdas exiliada, a la fragmentación y al recuerdo del pasado republicano. Es cierto que durante los años a los que nos vamos a recibir a continuación se produjo por vez primera, en 1956, el nacimiento de una oposición que no estaba formada por los vencidos sino por los hijos de los vencedores; también por vez primera, en 1962, con ocasión de la reunión europeísta de Munich, pareció que era posible una reconciliación entre la oposición interna y la del exilio. Sin embargo, la realidad es que uno y otro fenómeno presagiaban más el futuro que no una influencia inmediata sobre la política interna española. La relevancia de los incidentes de febrero de 1956 o de la reunión de Munich en 1962, puede ser fácilmente exagerada, pero no parece que quepa atribuirles un papel tan decisivo como para que alteraran, por el momento, la estabilidad del régimen. Otra cosa es que tuvieran una importancia decisiva desde el punto de vista generacional o incluso cultural.
El régimen de Franco seguía careciendo de institucionalización, pero esto, lejos de testimoniar debilidad, era muestra de su capacidad de adaptación. En efecto, la vuelta de la Falange al primer plano de la presencia política no significó, en absoluto, que el régimen se vertebrara de acuerdo con sus principios políticos, como habría de demostrarse con el fracaso de los proyectos de Arrese en 1956-1957. La posterior ley de Principios del Movimiento fue vaga, genérica y polivalente, pero ya indicó un camino hacia un género de dictadura distinta de la exclusivamente falangista. Incluso una cuestión que luego, en la historiografía, estaba destinada a despertar una profunda atención, como es la de la apertura en el terreno cultural y educativo, produjo, por el momento, unos cambios más bien modestos en la vida política.
El apogeo del régimen se aprecia también en lo que se refiere a los planteamientos de política económica. Además el experimento iniciado por el régimen al modificar su trayectoria en este aspecto contribuyó a incrementar su apoyo social, aunque éste fuera exclusivamente de carácter pasivo. La imagen que tuvieron los visitantes extranjeros en la primera etapa de la España franquista fue la de un país que parecía haber quedado condenado a una irremediable miseria después de la Segunda Guerra Mundial. El crecimiento económico de la etapa posterior a 1948 fue inflacionario y desequilibrado, y España no alcanzó una posición semejante a la que tenía antes de la Guerra Civil hasta mediados de la década de los cincuenta. Sin embargo, ya en estos años y, sobre todo, a partir de 1957, inició un crecimiento que, además, fue especialmente intenso en la primera mitad de los sesenta. Con ello se iniciaba un cambio decisivo en la Historia de España, el más trascendental de los que tuvieron lugar en nuestro país durante el régimen de Franco. De él ha podido decirse que fue la verdadera revolución española, mucho más que la acontecida durante la Guerra Civil. Además, así como más adelante, ya entrada la década de los sesenta y sobre todo en los setenta, la transformación de la sociedad española tuvo un inmediato correlato en términos políticos, éste no fue el caso durante los años finales de la década de los cincuenta y comienzos de los sesenta, pues la transformación económica daba la sensación de producir tan sólo conformismo político. Con todas las limitaciones que se quiera bien se puede decir que para Franco estos años fueron, como para Mussolini los anteriores a la Segunda Guerra Mundial, «los años del consenso».