Cultura y sociedad en la primera posguerra

En el momento del estallido de la Guerra Civil la situación de la cultura española puede ser calificada, desde muchos puntos de vista, como óptima en su creatividad hasta el extremo que a ella se le ha dado, no sin razón, la denominación de «Edad de Plata» de la Literatura española. Mientras que todavía estaban en plena madurez los miembros de la generación finisecular, los más directos herederos de la misma y las nuevas generaciones se demostraban merecedores de tan insignes maestros. Aunque la politización había invadido el escenario cultural, probablemente desde el siglo XVII no había existido en España un elenco de calidad semejante. Además, por vez primera, se percibía un esfuerzo por parte del Estado para ponerse a la altura de las circunstancias. La Guerra Civil, que produjo un desgarramiento en tantas familias españolas, lo hizo también en el seno de todas estas generaciones intelectuales. El trauma bélico supuso, por supuesto, el exilio de buena parte de las figuras de primera fila en la intelectualidad española, pero también una peculiar interpretación, por parte de ellas, de la vida española y una temática muy específica en la labor creativa, científica y humanística de quienes marcharon fuera de su patria, al otro lado del Atlántico.

Así fue, en efecto. La experiencia del exilio jugó un papel decisivo en la vida y la trayectoria de buena parte de la más brillante intelectualidad española. Como escribió Alberti, representando con sus versos a la totalidad de exilio español, los que cruzaron el Atlántico lo hicieron con la esperanza puesta en una nueva y prometedora vida a la que entregarían sus afanes:

«América, por caminos de plata hacia ti voy

a darte lo que hoy

un poeta español puede ofrecerte».

No era poco porque, como ya se ha dicho, entre quienes se exiliaron estaban algunas de las figuras más destacadas de la cultura española de la época. Hacer en estas páginas la nómina del exilio español sería tarea imposible y, además, innecesaria, pues a ello se han dedicado ya algunos libros de investigación profunda y completa. Baste con decir que en ella figuraban personalidades como los músicos Falla y Casáis; filósofos como Gaos, Ferrater, Nicol y Roces; especialistas en ciencias sociales como Jiménez de Asúa, De los Ríos, Recasens, García Pelayo y Ayala; investigadores en Historia de la literatura y filología como Casalduero, Montesinos, López Morillas o Guillermo de la Torre; educadores como Castillejo y Jiménez Fraud; dramaturgos como Casona y actrices como Margarita Xirgu; historiadores como Altamira, Ots Capdequi, Madariaga, Bosch Gimpera, Sánchez Albornoz o Américo Castro; novelistas como Aub, Barea, Andújar, Sender o Rosa Chacel; poetas como Alberti y un largísimo etcétera en cada una de las ramas de la creación intelectual.

Pero lo que importa no es tanto elaborar un elenco como determinar en qué sentido pudo influir sobre los intelectuales españoles exiliados esa circunstancia inédita que fue el exilio. Lo primero que es preciso advertir es que, si bien la recepción de los exiliados fue hospitalaria en muchos lugares, no siempre mereció tal adjetivo. Éste, ha escrito Ayala en sus Memorias, sería «un lugar común como tantos otros tópicos, cualquiera que fuera su realidad, (pero que) resulta en último análisis falso y hasta un poco irritante». La correspondencia de todos ellos en el momento de iniciar su exilio lo prueba sin la menor duda. Muchos de los exiliados vieron interrumpida su obra y todos ellos, por lo menos hasta 1945, sintieron la emigración como una mutilación lacerante: «De todo me arrancaron» —escribió Cernuda— «me dejan sólo el destierro». Quizá, sin embargo, fue León Felipe quien mejor expresó esa sensación de ruptura civil y de alejamiento de las propias raíces cuando escribió, refiriéndose a España, que «en esta tierra no hay bandos; no hay más que un hacha amarilla que ha afilado el rencor». Muy a menudo la nostalgia protagonizó sus actitudes vitales, como en el caso de Alberti que escribió: «Hoy las nubes me trajeron, volando, el mapa de España».

Pero a ese dolor hubo que sumar también otros rasgos más fecundos en la experiencia intelectual de los exiliados. Muchos de ellos descubrieron, con su propia experiencia, la condición planetaria de la cultura española y supieron que este rasgo de nuestra cultura les hacía vivir en un mundo idéntico al que les había visto nacer, a pesar de estar separados nada menos que por todo un océano y un conflicto fratricida. Por eso Juan Ramón Jiménez pudo escribir que «no soy un deslenguado ni un desterrado sino un conterrado»; otros emplearon la expresión «transterrado». En este sentido merece la pena anotar la diferencia de los exiliados españoles con los de otros países que tras el establecimiento de una dictadura acudieron más allá del Atlántico y se integraron perfectamente en las universidades norteamericanas (el caso de Marcuse, por ejemplo).

Los intelectuales españoles exiliados se sintieron inmersos en el propio mundo y, por lo tanto, no rompieron con sus raíces sino que, por mucho que ahora estuvieran más en contacto con otras corrientes intelectuales y espirituales, supieron mantener fija la preocupación por aquellas tierras que no habían tenido más remedio que abandonar.

Así se explica que en dos campos en donde el número de los exiliados fue abundante y la calidad muy considerable la reflexión sobre España y su pasado inmediato apareciera con la misma insistencia que pasión. Historiadores y ensayistas eligieron como objeto de reflexión propio la experiencia que había vivido su patria.

Como también sucedió en la propia España, el ser de España se convirtió en un motivo de preocupación y reflexión fundamentales. Aparece, por ejemplo, en Fernando de los Ríos, identificado con «todos aquellos españoles fieles al principio de la libertad de espíritu, la libertad de conciencia, la libertad del hombre» a lo largo de la Historia, en Ayala que insistió en la condición universalista de lo hispánico, o en Nicol, aunque se rebelara contra los estereotipos con los que se suele identificar lo hispánico, y diga ser sólo capaz de «pena y sonrojo» ante la estepa castellana. Pero, sobre todo, el peso de la guerra española, y en general de todo nuestro pasado, resultó especialmente perceptible en Américo Castro, quien, originariamente filólogo, se lanzó a partir de 1948 a una interpretación del pasado español, definiendo este intento como «un rebose de un sufrir hispánico». Lo que le interesaba a Castro era la «morada vital» o la «vividura» de lo español, que juzgaba basada en la supremacía de la fe sobre la razón o del predominio de la intolerancia. El pasado de lo español se habría caracterizado por la existencia de una triple realidad cultural y religiosa —cristiana, musulmana y judía— y por la radical intolerancia respecto de la minoría disidente. Eso, según Castro, no habría sido por completo negativo pues en la angustia de los conversos estaría el origen de gran parte de la creatividad en la cultura española. En su famosa polémica con Claudio Sánchez Albornoz, lo que pasado el tiempo resulta más relevante no es la razón que le pudiera corresponder a uno u otro, desde ópticas muy distintas, sino la coincidencia en esa misma dramática preocupación por el pasado español, expresada con inusitada violencia. Sánchez Albornoz, historiador positivista cuya obra había tenido poco que ver con el ensayismo, combatió las tesis de Castro repudiando la supuesta arabización española y remontando los orígenes de lo español nada menos que hasta los visigodos y los iberos. En el fondo, aunque ambos pertenecieran a una generación europeizadora, por lo que se sintieron atraídos en esta polémica fue por la singularidad española nacida de una especie de trauma original de resultados tan aterradores.

En los pensadores y ensayistas exiliados hubo, en lo filosófico y lo político, puntos de coincidencia básicos, como el común «orteguismo» o el liberalismo de fondo con unas muy escasas excepciones marxistas. Pero, como queda dicho, el centro de gravedad de unos y otros fue la reflexión sobre España y, si bien se mira, este género de preocupaciones tiene mucho que ver con la novela del exilio, en donde la guerra es también protagonista fundamental de la obra de muchos escritores. Así sucede con La forja de un rebelde, de Barea, o Vísperas, de Andújar, pero de manera menos directa aparece también en Aub, Sender y tantos otros, mezclada con la rememorización del pasado, el recuerdo de la infancia o los problemas del exilio y del problemático regreso. Lo que no hubo, lógicamente, entre estos escritores fue un tratamiento idéntico de todas estas cuestiones. A Sender «le atrae siempre lo que directamente confronta o roza el sentido trágico de la existencia»; por eso su literatura tiene a veces un evidente paralelismo con el «tremendismo» cultivado en la Península. Ayala, cuyos temas hispanoamericanos mantienen, sin embargo, un evidente recuerdo de España y sus conflictos, crea un tipo de narración más cercana a la novela intelectual de la preguerra. Es fácil pretender que, dada la calidad de quienes partieron, especialmente brillante no sólo en estos dos terrenos (pensamiento y narrativa) sino también en otros como la poesía o las ciencias naturales, lo que quedó en España fue, simplemente, un yermo radical, con la sola presencia de una literatura o un arte oficiales de valor más que dudoso. Sin embargo tal caracterización sería simplificadora y ahistórica. No hubo un yermo porque el exilio intelectual, por más que resulte patente su extraordinaria calidad, no cubre, ni mucho menos, el total de la creatividad cultural española, porque es dudoso que hubiera un arte o una literatura oficiales verdaderamente vigentes como tales y porque también entre los vencedores hubo testimonios de brillante capacidad literaria o artística.

Los que quedaron no fueron tan sólo los vencedores ni tampoco los conversos a nuevas actitudes a partir de un pasado simplemente liberal o izquierdista. Este último caso, no obstante, puede identificarse con la personalidad de Morente, del que Marías ha escrito que «se excedió en su humildad, creyó que debía hacer rectificaciones» y concluyó en «gestos innecesarios y no verdaderamente propios». De haber sido un modelo de pensamiento liberal se convirtió en un exaltado defensor de una Hispanidad vinculada abrumadoramente con el sentimiento religioso. Ayala ha recordado, aludiendo al mismo caso, que la guerra produjo «incongruencias sorprendentes, actitudes de un grotesco patetismo, imágenes personales rotas y torcidas como en una pesadilla» como la de Morente. En el fondo lo que mejor justifica estas actitudes es el sufrimiento que parece adivinarse tras ellas. Pero hubo también quienes, como Marías, optaron por «vivir con la escasísima libertad existente, pero, en todo caso, ser libre». Cuando se escribía, no se podía, en ocasiones, decir todo lo que se pensaba pero sí, al menos, una parte de lo que se opinaba. No sin dificultades, por supuesto. El propio Marías no pudo ser profesor universitario porque no le aprobaron su tesis doctoral. Pero los peligros eran más inmediatos y cotidianos. Ya se ha narrado en qué consistió la censura de prensa de la época y la de las manifestaciones literarias, aunque no tan absorbente, no le fue muy a la zaga. Baste con recordar que muchas de las novelas más importantes de la década fueron censuradas. A Cela le prohibieron La familia de Pascual Duarte y por La Colmena lo expulsaron de la Asociación de la Prensa prohibiendo que su nombre apareciera en ella.

No se crea que ésta sea tan sólo una anécdota. En los primeros años de la posguerra, por citar tan sólo algunos casos, fueron prohibidas las obras completas de Baroja, o la primera novela del falangista Torrente Ballester, más del 10 por 100 del conjunto de las obras teatrales presentadas a censura, novelas de conocidos falangistas, como García Serrano, que presentaban en toda su crudeza el ambiente bélico inicial en Pamplona, incluso, durante años, que se mencionara el nombre de Jacinto Benavente quien, siendo de significación derechista, había estado durante toda la guerra en la zona republicana. Sin embargo, en palabras de Marías, «había un coeficiente muy apreciable de libertad personal y social», en parte por la condición nunca por completo totalitaria del régimen y en parte por su despreocupación respecto de las cuestiones culturales. Así se explica, por ejemplo, que volviera Ortega y quisiera establecer un hilo de continuidad con el pasado liberal; el propio Marañón lo había hecho antes, en 1942. Los casos de estos herederos de la tradición resultaban bastantes distintos en su origen. Marañón había prestado apoyo propagandístico a la causa de Franco aunque, sobre todo, por el procedimiento de contraponer la posición liberal a la comunista. Ortega, de una forma mucho más elusiva, criticó con dureza la visión simplificadora que muchos extranjeros, viajeros circunstanciales por España, ofrecían de lo que acontecía aquí durante la Guerra Civil. Durante la posguerra mundial el peso de la trágica experiencia española parece mucho más perceptible en la obra de Marañón (a través de sus biografías, en las que aparece con frecuencia la temática del exilio o de la ambición de poder político), que en el mucho más púdico y reservado Ortega. Es muy posible que ambos consideraran posible una evolución del franquismo en un sentido liberalizador pero, en ese caso, tuvieron pronto razones para desesperar. Si Ortega, en un principio, dijo quedar sorprendido por la apariencia de salud que ofrecía España luego fue consciente de que ésa no era la realidad de fondo. Madrid se había convertido en «el eterno aldeón manchego» de siempre, el «indeleble Madridejos». Pasado el tiempo se quejó de la «radical parálisis» que parecían haberse instalado en la vida española y por la «hiperestesiada» censura eclesiástica, omnipresente ya al comienzo de los cincuenta. Conviene hacer un balance de la presencia de los herederos de la tradición liberal en el seno de la España franquista. En 1947 pudo fundarse un Instituto de Humanidades inspirado por Ortega y teniendo como segundo a Marías, aunque no subsistiera más allá de dos cursos; también fue posible, en otro terreno, la aparición de Insula, una revista que, a partir de 1946, puso en contacto el mundo literario del interior de España con la literatura del exilio. Pero el gran inconveniente de las dificultades que experimentaron estos sectores de pensamiento liberal es que no tuvieron la posibilidad de ejercer un magisterio (las nuevas generaciones se quejarían, precisamente por ello, de no haber tenido maestros) y que, además, muchas de las instituciones culturales de la preguerra habían quedado en una situación de precariedad cuando no habían sido borradas por completo. Esto, obviamente, era un signo de la voluntad de ruptura con respecto al pasado intelectual español que se impuso como consecuencia de la victoria de Franco. De los dos grandes patriarcas del pensamiento español de la época anterior ha escrito Marías que «Unamuno era muy mal visto (pero) no tanto como Ortega (pues) al fin y al cabo estaba muerto y era menos riguroso». Pero en esa España del franquismo inicial estuvo presente, aparte de los indicados y muchos otros de relevancia menor, por ejemplo, Ramón Menéndez Pidal, concluyendo su obra intelectual con un período de brillantes síntesis polémicas, como también vivía Vicente Aleixandre. Cuando, pretenciosamente, León Felipe, desde el exilio, escribió respecto de la España vencedora y de quienes habían permanecido en ella, «¿Cómo vas a recoger el trigo y alimentar el fuego, si yo me llevo la canción?», no tenía en cuenta la realidad viva de cuantos habían quedado aquí. Además no cabe la menor duda de que, por más que las posibilidades de acción fueran limitadas, los intelectuales liberales contribuyeron, en una labor callada y lenta, a una transformación que finalmente acabó por producirse. Carlos Barral, en sus memorias, ha podido escribir que en los años de la posguerra «el país se puso a hacer penitencia y una transformación que, al cabo de los años, parece inimaginable, se operó a una velocidad vertiginosa». En el terreno intelectual esta realidad resulta plenamente perceptible aunque durante los años cuarenta no se hubiera acabado de traducir en la realidad. Tómese, a título de ejemplo, el caso de José Antonio Maravall, uno de los mejores historiadores de la posguerra, formado junto a Ortega y en un catolicismo progresista y convertido en entusiasta falangista en torno a 1940. Sin duda la presencia en España de su maestro Ortega le sirvió para desandar el peligroso camino que había emprendido.

Al mismo tiempo se debe tener en cuenta otra realidad, no ya desde el punto de vista de ese mundo cultural liberal sino de la situación política que toleraba su existencia. Más que una ortodoxia intelectual y cultural el régimen de Franco tuvo varias, más o menos superpuestas, con sus parcelas de poder en ámbitos distintos; por eso pudo escribir Ridruejo que «si el Estado dogmático convirtió la educación y la cultura en empresa oficial también muy a menudo delegó en una Iglesia de Cruzada». La misión de reconstruir la investigación científica le correspondió al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, creado en 1939 y dirigido durante muchos años por José María Albareda. Dependiente del Ministerio de Educación Nacional, el Consejo tuvo un componente directivo clerical y de derecha tradicionalista que mantuvo siempre una manifiesta falta de sintonía con el mundo de la Falange. Desde el comienzo mismo de la gestación de la Ley Universitaria de 1943 en la propia Universidad existió una especie de reparto de funciones entre el Partido y los medios clericales. Ya la comisión redactora careció en la práctica de falangistas radicales. Luego, si la Comisión de Educación en las Cortes estuvo presidida por un obispo, Garay, el secretario era el falangista Elola: quienes más intervinieron en los debates fueron el primado Pía i Deniel y el falangista Tovar. El resultado fue un texto que, en lo esencial, no rompía con la tradición de la Universidad decimonónica española, a pesar de que en este nivel de enseñanza el acuerdo resultaba mucho más difícil que en los más bajos, entregados más fácilmente a un catolicismo integrista.

La continuidad en la Universidad se pudo apreciar en el centralismo —y no en la aplicación del modelo autonómico de 1919— y el mantenimiento de un sistema de selección basado en las oposiciones. Lo único que cambió de forma decisiva fue la multiplicación exponencial del control en el sentido de que el rector, nombrado por el Gobierno, era concebido como un «jefe de la Universidad y delegado del mismo», de modo que podía proponerle en terna los nombres para los puestos de decano mientras que el claustro apenas si tenía capacidad de acción. El reparto de poder político, sin embargo, subsistía entre el sector más conservador, clerical o reaccionario y la Falange, en el sentido de que ésta disponía del SEU y de los Colegios mayores para influir sobre la juventud. En cuanto al profesorado habría que señalar un general predominio de la primera línea. En Historia, por ejemplo, lo que triunfó en estos momentos fue la línea conservadora y antiliberal de la Restauración que ahora radicalizó sus contenidos y promovió una vuelta «al ser auténtico de España». En materias jurídicas solió existir esa misma duplicidad de mundos. Muy a menudo el trauma bélico hizo que la vertiente más liberal del pasado fuera aquélla que ahora hizo una profesión más entusiasta de falangismo. De los naturalistas, por ejemplo, Legaz fue el mejor y el más cosmopolita pero también el más proclive a declaraciones de adhesión al falangismo o al fascismo. En todo caso, pese a la existencia de valores objetivos y a lo explicable de muchas conversiones y actos de penitencia, en el sentido expresado por Barral, no puede dejar de tenerse en cuenta la descapitalización de una institución como la Universidad que en la posguerra contaba con tan sólo 365 profesores, cuando en los años republicanos tenía 553. Muchos de los estudiantes y de los profesores que en estos años pasaron por sus aulas han dejado en sus memorias un recuerdo muy negativo de sus experiencias. Para Barral los estudiantes no eran otra cosa que una pandilla de «abatidos y mangantes» que acudían a un expediente para acabar obteniendo los imprescindibles «galones» que les habían de servir para su vida profesional. Carlos Castillo del Pino asegura que en cada especialidad hubo después de la guerra una persona dispuesta a partir del nivel conseguido con anterioridad para «retrogradarlo a límites que parecían imposibles en la mitad del siglo XX». En muchos terrenos esto pudo ser cierto, en efecto, pero la generalización también puede resultar abusiva. De cualquier modo el predominio general del sector más conservador, aún a menudo más intolerante con respecto a una cultura laica, permitió con el transcurso del tiempo una «destotalitarización». En la práctica el clericalismo, aunque infinitamente más prosaico, podía ser también una barrera frente al peligro de supremacía absoluta del Partido.

El entorno de Falange ocupó principalmente, después de concluida la Guerra Civil, aunque siempre de una forma incompleta, lo que podría denominarse como la alta cultura. El Partido tuvo dos vertientes, una, de menor calidad y más directamente dominada por inmediatos intereses políticos, que puede estar representada por Juan Aparicio y las revistas por él inspiradas (El Español, La Estafeta Literaria) y la otra, representada por la revista Escorial (1940-1950). En esta última no sólo se llamó a «todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de esta condición», sino que aparecieron firmas como las de Menéndez Pidal, Marañón o Zubiri. Laín Entralgo escribió en sus páginas que la revista pretendía hacer «propaganda en la alta manera», pero la calidad primó sobre esa voluntad de convencer aunque, una vez más, el contenido de la revista y aún su mismo propósito esencial derivó de ese deseo de Falange de asumir como propios y «nacionalizar» los valores de mayor enjundia en el escenario de cultura nacional. En las revistas juveniles falangistas iniciaron su primera singladura algunos escritores que, con el transcurso del tiempo, adoptarían una posición muy crítica con respecto al régimen de Franco desde una óptica de izquierda. Aunque, como veremos inmediatamente, esta actitud de apertura derivaba de un tipo de planteamiento que pretendía la asunción de una postura sincrética con respecto a los valores culturales de la disidencia, no cabe la menor duda de que en el medio falangista hubo mayor inteligencia, sensibilidad y generosidad que en otros de corte clerical.

Incluso en esos medios falangistas se supo a veces apreciar la novedad de ciencias que hasta el momento no habían tenido cultivadores en España. La Revista de Estudios Políticos, destinada en teoría a la fundamentación doctrinal del régimen, sirvió, en realidad, para introducir la sociología en España. La labor en Editora Nacional de Laín Entralgo también debe ser juzgada en términos positivos.

A esta pluralidad de las ortodoxias culturales se debe sumar, para completar la panorámica general del escenario cultural del momento, una pronta autonomía de estos medios o un desvío de quienes, en un principio, adoptaron posturas beligerantes en favor del régimen hacia posiciones mucho más apáticas. Existió, por supuesto, toda una literatura que eligió como temas aspectos relacionados con el ambiente de la Guerra Civil, pero perteneció a la derecha tradicional (León, Concha Espina…) y no fue tan duradera; por eso los intentos de probar la existencia de una «literatura fascista» en España se han demostrado un tanto baldíos. En última instancia tiene un interés limitado (y desde luego no invalida su obra, ni permite calificarla de fascista) el hecho de que Cela fuera censor, o que Torrente Ballester escribiera un libro exaltando al partido único, como tampoco lo tiene la atracción por la poesía épica «del Imperio» o la de carácter religioso de Rosales o de Vivanco en la primera etapa del nuevo régimen. Otra cosa es el juicio moral que puedan merecer actitudes como ésas, al menos en algún caso. La explicación más clara y sincera de estos hechos siempre parecerá mejor que la pretensión de simular una temprana disidencia que, en realidad, no existió o se dio mucho más tarde. Cela, por ejemplo, ha explicado que fue censor de revistas intrascendentes y que lo hizo «para comer». De todos modos eso hubiera exigido en sus memorias una explicación distinta de la que da sobre su posición en la Guerra Civil: él habría sido intelectualmente de izquierdas y eso no gustaba a las derechas, socialmente conservador, y eso no satisfacía a las izquierdas, y políticamente liberal, y eso no gustaba ni a unos ni a otros. Otro realidad digna de ser mencionada es, en fin, que, con alguna excepción, los novelistas e intelectuales más caracterizados del área ideológica del régimen fueron más beligerantes antes de que adviniera éste que durante su existencia. Resulta característico el caso de Rafael Sánchez Mazas, muy pronto entregado a la evocación, como se aprecia en La vida nueva de Pedrito de Andía. Si en ese caso no hubo ningún género de despegue del régimen tampoco fue este palmario, ni mucho menos, en otras importantes figuras de la intelectualidad española del momento.

Castilla del Pino ha podido describir de una de ellas que su posición respecto de la dictadura era un «estar y no estar o estar cuando no se está o estar en parte sin dejar de estar del todo». Pero también se debe tener en cuenta que para muchos intelectuales la política tuvo un interés muy circunstancial después de la tragedia de 1936.

Tanto en el exilio como en el interior de España su ser y el de lo español fueron tema no sólo dominante sino incluso obsesivo en el ensayismo del momento. Así se aprecia en la última parte de la obra de Menéndez Pidal, en especial en Los españoles en su Historia en la que, como otros historiadores de procedencia liberal y castellanista, remonta a un pasado muy remoto el origen de la Nación y juzga la pluralidad como algo muy parecido a la dispersión y, en definitiva, a la decadencia. Pero también la más sonada polémica fue la que se produjo en los medios culturales oficiales entre las diversas ortodoxias existentes al final de los años cuarenta. El debate enfrentó a Laín Entralgo, a quien en estos momentos cabe describir como la figura más destacada de la intelectualidad falangista, autor de un libro titulado El problema de España (1949), con el sector católico integrista y monárquico representado por la revista del CSIC Arbor, fundada en 1944 y en la que escribía Rafael Calvo Serer, autor de un libro titulado España sin problema. La polémica, cuajada de claves secretas, resulta, desde una óptica actual, prácticamente ininteligible. La posición falangista pretendía un mayor acercamiento a las actitudes intelectuales de la izquierda liberal, pero para integrarlas en las opciones propias. La otra tendencia, en cambio, negaba desde 1939 la problematicidad de España, porque —decía— Menéndez Pelayo «nos dio una España sin problema» y ésta había sido definitivamente conquistada con la victoria de 1939; de acuerdo con ello lo que debía hacerse respecto del mundo intelectual exiliado era mantener «diálogo, pero para convencer, para asimilar». El juicio de Laín era tan diferente que partía incluso de una distinta visión de Menéndez Pelayo, presentado como más liberal y tolerante que en la versión opuesta. La tesis del sector tradicionalista era, en definitiva, que de la llamada civilización moderna los españoles debían tomar los medios pero que los fines debían ser los de la España multisecular. En suma, la polémica testimonia el decisivo papel desempeñado por la reflexión acerca de España en el mundo cultural de la posguerra, también en la Península y dibuja, además, los caminos de la muy lenta recuperación de los principios liberales. En el caso de los falangistas fue esta voluntad de atracción de la intelectualidad exiliada la que llevó a la asunción, a la larga, de este talante de pensamiento, aunque en su origen sus planteamientos fueran totalitarios, por falangistas. El otro sector que originariamente no tenía nada de liberal sino que precisamente procedía del grupo de extrema derecha Acción Española, era, sin embargo, antitotalitario y monárquico y esto último le hizo evolucionar —al menos, al propio Calvo Serer— en el sentido indicado. La contienda tuvo siempre un contenido parapolítico porque, en el fondo, obedecía a una alternativa de este tipo: se trató de confrontar un Estado católico con otro fascista.

Si de los debates intelectuales y culturales pasamos a la vida literaria encontraremos un cambio de actitud importante con respecto a los años de la República, que no se fundamentó tan sólo en la ausencia de nuestro país de una parte de la creatividad cultural obligada al exilio. La generación de 1927, antes de su politización en los años treinta, se había caracterizado por el experimentalismo formal y la brillantez metafórica. La denominada «generación de 1936» sustituyó aquellas actitudes con densidad retórica y sentimental y con preocupación centrada en el destino del hombre.

A ella —como ya se ha dicho— no cabe atribuirle un papel beligerante inmediato en los entusiasmos colectivos de origen político. De manera más o menos exacta vale para ella lo que ha escrito Gullón: habría sido una generación «moderada, tolerante, comprensiva, enemiga de convencionalismos y de banderías», poco proclive a fomentar la división de España en dos, precisamente por haber presenciado ese espectáculo y haberlo sufrido en sus carnes. En muchos de estos escritores, ya sea del exilio o del interior de España, jugó siempre un papel muy influyente Ortega y Gasset. Esta caracterización general, por otra parte, se puede desdoblar en muy diversas vertientes estéticas, tanto como el «neorrealismo áspero y el intimismo poético».

Mucho de cuanto antecede quizá valga especialmente para la poesía. Aparte del interés inicial por la poesía religiosa o imperial la revista Gracilazo representó, en su origen, la búsqueda de una lírica «neoclásica (en la forma), intimista y nacionalista». Sin embargo ni García Nieto, principal mentor de ese grupo, se mantuvo siempre en esa actitud, ni cabe reducir a él la totalidad de la poesía de la época, a pesar de que resulte coincidente en algún aspecto como la vuelta, al menos temporal, a la disciplina formal clásica (lo que fue denominado como el «escándalo de la rígida disciplina»). En Rosales La casa encendida, 1949) como en Vivanco y Panero encontramos una rápida superación tanto del compromiso político como de ese neoclasicismo. Por otro lado, Hijos de la ira, de Dámaso Alonso (1944), significó la «rehumanización de la poesía» (Alarcos) al presentar, de una forma un tanto desgarrada, que tiene paralelos con lo sucedido en estos momentos con la narrativa, a Madrid como «una ciudad de más de un millón de cadáveres». También la revista Espadaña representa una vuelta a la realidad frente al «embalsamamiento» de quienes habían tratado de integrar el mundo poético en el clasicismo. Por su parte, ya antes de los años cincuenta, Gabriel Celaya había optado por una poesía comprometida en contra del régimen, en la que «lo social» era «un eufemismo para designar esa mezcla de indignación, asco y vergüenza que uno experimenta ante la realidad en la que vive».

En cierta manera también en la narrativa hubo una vuelta hacia lo clásico, al menos si se entiende por éste, en la novela, la tradición representada por Galdós, primero, y Baroja, después. Fue éste mucho más que Azorín, el gran maestro de las nuevas generaciones como habría de recordar Camilo José Cela, quizá el autor más brillante de los surgidos en la década de los cuarenta. En cambio lo que no hubo en la novelística de la posguerra fue experimentalismo ni tan siquiera prosa intelectualizada, con algunas excepciones como pueda ser, quizá, Torrente Ballester. Aparte de los prosistas de épocas anteriores, quienes representan mejor ese género de novela de raigambre realista del siglo XIX son Zunzunegui y Agustí. Fue, sin embargo, La familia de Pascual Duarte (1942), de Cela, la que, con su versión desgarrada de la realidad, introdujo el olor y el sabor de la posguerra en una literatura que no parecía haber pasado por esa experiencia. El «tremendismo» nació, en efecto, de esa experiencia y se convirtió en una moda arrasadora: «No puede ser almibarado» —se dijo— «quien sólo sabe de la miel que le untaron para que le devoraran las moscas» (Borras). Menos desgarrada y más humildemente apegada a «la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad», como se dice en el prólogo, fue La Colmena, escrita en 1946, pero que sólo pudo ser publicada en 1951 y en el extranjero, quizá el mejor testimonio de la España de la posguerra Nada, de Carmen Laforet (1945), presenta a través de una historia prosaica la degeneración general de la moral humana y colectiva en la posguerra civil y ya en estas fechas inicia su carrera como escritor, que seguirá un proceso lento, ascendente y seguro, Miguel Delibes. Los dos últimos autores obtuvieron el premio Nadal, el más prestigioso de las letras españolas durante mucho tiempo.

El teatro, por sus especiales características, difícilmente podía autorizar la presencia de fórmulas incluso levemente discrepantes. Respecto de él se ha escrito que los años cuarenta fueron protagonizados por «la pelada enajenación de la carcajada o la ternura sensiblera» y que «sólo un teatro de humor aporta algo de novedad y desconcierto y una velada crítica social a la banalizada situación española». Así es, en efecto. El teatro burgués habitual se caracterizó, en ésta y posteriores épocas, por una sólida construcción, una dosificación de la intención crítica, una tendencia cómica y un escenario lujoso o, como mínimo, confortable en donde la temática solía ser repetitiva.

En estas condiciones, a pesar de que aparecieron nuevas figuras como Ruiz Iriarte, cabía esperar un triunfo de Benavente cuando se le autorizó a estrenar de nuevo en 1945. Las novedades, ocultas en apariencia, estuvieron representadas por el teatro, hecho de ternura y humor, de Mihura, autor de Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario (1943) y Tres sombreros de copa, estrenada en 1952, veinte años después de ser escrita. Sólo en 1949 se estrenó Historia de una escalera, iniciándose así la trayectoria del teatro trágico y moral de Buero Vallejo. La vanguardia estaba refugiada exclusivamente, de momento, en el exilio donde, en 1944, Alberti estrenó El adefesio.

Si en literatura no puede decirse que existiera una verdadera ortodoxia oficial, lo mismo puede afirmarse de la arquitectura y las artes plásticas, salvo un brevísimo momento inicial y a pesar de los esfuerzos del Partido. Se debe tener en cuenta que en la posguerra apenas si existió la posibilidad de construir edificios, que en los monumentos conmemorativos de la contienda se utilizó casi exclusivamente la cruz y que no existió prácticamente censura en lo que respecta a las artes plásticas. Es cierto que hubo algún teórico, como Giménez Caballero, que pretendió hacer del «clasicismo cristiano» la doctrina oficial y que el arquitecto Gutiérrez Soto quiso afirmar el valor emblemático de la arquitectura como fachada del régimen. Sin embargo, también en arquitectura, el arte más evidentemente destinado a tener un directo resultado político, existieron gustos cambiantes sucesivos e indefinición práctica en algunos de los grandes monumentos.

Este puede ser el caso del Valle de los Caídos, iniciado en 1940 y proyectado bajo la muy directa inspiración de Franco, que incluso hizo algunos dibujos de él. En un primer momento pudo haber existido un deseo de imitación de la arquitectura de la Alemania nazi, de la que hubo una exposición en Madrid, y, de acuerdo con estas pautas estéticas, se proyectó, por ejemplo, el Ministerio del Aire; a esa misma actitud correspondieron muchas de las utopías arquitectónicas de la época, que incluso previeron la destrucción de la Gran Vía madrileña, como calle que sería la expresión misma de la burguesía.

Pero todo ello quedó en nada, en parte debido a las debilidades económicas del momento y en parte también a los propios cambios en la contextura del régimen. En este sentido es significativo que el citado Ministerio del Aire fuera al final edificado siguiendo criterios inspirados en fórmulas arquitectónicas vinculadas con la tradición nacional. Sánchez Mazas escribió que «El Escorial nos dicta la mejor lección para las Falanges del futuro» y, en efecto, su construcción siguió esas pautas arquitectónicas. El monumentalismo de ladrillo y piedra a partir de fórmulas neopopularistas o casticistas aparece también en otras muestras muy relevantes de la arquitectura de la época, como la iglesia de la Ciudad Universitaria de Madrid o la Universidad Laboral de Gijón, obra de Moya. A partir de 1951 no se puede hablar ya, en manera alguna, de una arquitectura oficial del franquismo, sino de una pluralidad de arquitecturas bajo un régimen que, sin cambiar, no dio en ningún momento la sensación de querer imponer ninguna como propia y oficial.

Si todas esas afirmaciones pueden hacerse acerca de las doctrinas oficiales sobre arquitectura más radicales son las relativas a la pintura y la escultura. Sobre ellas no hubo censura alguna y la misma actitud de los intelectuales relacionados con Falange respecto de la vanguardia osciló mucho, desde la rotunda oposición hasta su plena aceptación, incluso del surrealismo, que en los años republicanos no pasó de muy minoritario. A lo sumo cabe decir que existió un cierto arte oficial en materias como la ilustración (Sáenz de Tejada) o el muralismo (Aguiar) pero fue siempre circunstancial y poco duradero.

Se ha dicho que los años de la posguerra presenciaron un retorno del clasicismo, pero ello sólo en parte es cierto. Sin duda los gustos oficiales estaban próximos a él y, además, tendía a imponerse en la escultura (Pérez Comendador, Monjó, Ciará…). Pero más que producirse una vuelta al clasicismo lo que se dio fue una perduración de algunas muestras de la vanguardia de otro tiempo en el contexto de un mercado en general muy reducido, en el que la propensión clasicista convivió reductos de permanencia del recuerdo del pasado. Debe tenerse en cuenta, por otro lado, la influencia que para las nuevas generaciones representó la permanencia en España de algunas de las más destacadas figuras de la pintura anterior: los casos de Vázquez Díaz, en Madrid, o el de Sunyer y Pruna, en Barcelona, pueden considerarse paradigmáticos.

Hay otro dato importante, como la permanencia de algunos de los grandes artistas del pasado, como Zuloaga, o la consagración final de pintores hasta entonces malditos, como Solana, con tanta vinculación con la literatura tremendista del momento. Quizá las pruebas más evidentes de esa conexión con el pasado las encontramos en la llamada Academia Breve de Crítica de Arte y en la denominada Escuela de Vallecas. La primera fue inspirada por D’Ors a partir de 1942 y tuvo el mérito de, a un tiempo, poner en contacto el ambiente artístico de la capital con el pasado y de estar atenta a la evolución más reciente de la pintura y la escultura sin pretender la imposición de una ortodoxia.

En ella expusieron Miró, Tapies o Zabaleta géneros muy diferentes de pintura vanguardista, pero también pintores de calidad más próximos a los gustos del momento.

En general puede decirse que la obra de D’Ors elevó el nivel y la calidad de la información sobre materias artísticas contemporáneas en la capital. La Escuela de Vallecas no fue tampoco una disciplina ni una tendencia, sino que consistió en la atracción sentida por jóvenes pintores como Delgado, Sanjosé y otros por la figura de Benjamín Palencia, eslabón de contacto con la vanguardia de los años treinta. Como estos pintores muchos otros (Caneja, Martínez Novillo, Redondela…) sintieron la atracción por el paisaje y el bodegón y, en condiciones precarias, mantendrían una meritoria actividad que no obtuvo éxito de público hasta los años sesenta. A partir de 1948 empezaron a surgir las primeras muestras de arte abstracto, inicialmente muy vinculadas al surrealismo, por influencia de Klee y de Miró, o con cierto gusto por el primitivismo (Escuela de Altamira). La desaparición de D’Ors en 1953 y la celebración de la primera Bienal hispanoamericana de arte que reconoció la valía de un pintor joven como Palencia constituyeron, junto al fenómeno citado, el principio de una nueva época. La Bienal, en efecto, constituyó una alternativa a las ya muy anquilosadas Exposiciones Nacionales. Pensada como vehículo de propaganda política de cara a Hispanoamérica tuvo una larga gestación hasta inaugurarse en Día de la Hispanidad de 1951. Su importancia en la Historia del Arte español radica en que, a partir de este momento, se aceptaron en el mundo oficial español las opciones artísticas más variadas. Si Sotomayor, entonces director del Museo del Prado, se opuso de forma rotunda a esta apertura artística, Dalí aprovechó la ocasión para ratificar su regreso a España y Picasso fue el centro de una protesta contra el régimen político español como lo venía siendo desde el final de la Segunda Guerra mundial. Pero más decisivo fue el hecho de que se reconociera un arte ligado de forma más o menos directa a la vanguardia y que incluso acabara siendo promovido en el exterior.

Resulta preciso hacer alguna alusión a la cultura popular, a los espectáculos y al ocio, pues todos ellos reflejaron de forma clara el espíritu de una época. Sobre estas materias nos centraremos en los tres ámbitos en los que se dio un mayor y más perdurable grado de cambio: el cine, la canción y la radio.

En la Historia de la cinematografía nacional estos años fueron los de la definitiva popularización de este medio de expresión y de diversión. El número de salas de exhibición se fue multiplicando y no llegaría a estancarse hasta la segunda mitad de la década de los sesenta. Gerald Brenan, el conocido hispanista británico, afirmó en 1952 que en ningún país se observaba una pasión semejante por el cine y, aunque esta afirmación puede parecer exagerada resulta confirmada por el hecho de que la proporción de salas por cada mil habitantes resultaba semejante a la de Estados Unidos.

En estos años, además, se configuró un sistema industrial muy característico y que estaba destinado a tener un profundo efecto sobre la cinematografía española del futuro. El contenido de este marco no puede entenderse sin tener en cuenta que se generó en una época de estatismo intervencionista, al margen de que, como en otros terrenos, existiera una única fuente de información política, el noticiario NODO. En primer lugar, en 1941, se estableció el doblaje de las películas, medida de carácter nacionalista que, en realidad, perjudicó a la producción española y creó un hábito que resultó permanente. Desde esa misma fecha se crearon también cuotas de pantalla para el cine español y un sistema mediante el cual quienes produjeran películas españolas al mismo tiempo podrían importar extranjeras. Además se consideró el cine como industria de interés nacional y recibió créditos oficiales, rasgos todos ellos destinados a perdurar en la industria cinematográfica española hasta la actualidad.

Todo esto favoreció la creación de alguna empresa, como Cifesa, propiedad de una familia de aceiteros valencianos, que tuvo durante una década una sólida estructura industrial e incluso fue capaz de montar una especie de sistema de producción y comercialización que venía a ser un tímido reflejo de Hollywood. Además llegó a superar la competencia extranjera cuando, en 1945, se produjo la inevitable invasión del cine norteamericano. España produjo en esta época una media de 37 películas por año.

Los directores eran personas consagradas en los tiempos republicanos, como Benito Perojo, pero a veces también jóvenes formados junto a Buñuel, como José Luis Sáenz Diez. Los medios oficiales siempre concedieron un papel importante al cine como «arma terrible para la difusión de las ideas» pero eso no quiere decir que abandonaran la pura diversión, pues fue la comedia el género más frecuentado en la primera mitad de los cuarenta. El cine histórico, sin embargo, adquirió mayor relevancia. Se le consideraba especialmente importante de cara a la «formación del espíritu nacional» y tuvo como temáticas principales las biografías heroicas, la gestación del Estado español o la aventura colonial en América. De él pueden ser ejemplo Raza (1941), sobre guión de Franco, Locura de amor (1948) o Alba de América (1951).

También en la canción y los espectáculos con ella relacionados se produjeron cambios importantes durante los cuarenta. En primer lugar, se produjo una ofensiva moralizante respecto de los espectáculos de variedades que, de acuerdo con un cronista de la época, habían convertido la canción española en una sucesión de «engendros rijosos». Al mismo tiempo tuvo lugar, en el mundo de la música popular española de más pretensiones, un último resurgimiento de la zarzuela grande cuyos dos soportes básicos fueron Federico Moreno Torroba y Pablo Sorozábal, decayendo el género a partir de mediados de los años cincuenta. Su crisis final se produjo como consecuencia de un doble proceso: desde el punto de vista de los creadores, que dejaron de interesarse por el género, y por parte del público, como consecuencia del desprestigio social gestado por una crítica elitista que menospreció la zarzuela por sus características esencialmente populares y por su música muy accesible ante un público al que se consideraba no especialmente exigente. Triunfó, en cambio, una fórmula de folclore, implantada por los poetas Antonio Quintero y Rafael de León, aliados con el compositor Manuel de Quiroga. En realidad, pese a sus pretensiones omnicomprensivas, este folclore fue siempre casi exclusivamente andaluz. El éxito de esta fórmula ahuyentó, por el momento, a los cuplés de la vieja ola, al tango argentino y a los corridos mejicanos que habían hecho más cosmopolita el espectáculo musical de tiempos anteriores. En la difusión de esta música jugó un papel de primera importancia la industria fonográfica y las emisiones radiofónicas.

Surgida en los años veinte, la radio sólo se convirtió en fenómeno social en la década los treinta. Durante ellos su difusión fue amplia y muy rápida y estuvo acompañada del prestigio de lo novedoso y dotada, en la percepción popular, de un plus de veracidad respecto de los restantes medios de comunicación. Pero los años transcurridos entre 1936 y 1945 fueron beligerantes, primero entre los propios españoles y luego frente a un supuesto enemigo exterior, y eso supuso la conversión de la información en propaganda. Resulta muy significativo que, entre los vencedores, los dos locutores de mayor popularidad, Queipo de Llano y Fernández de Córdoba, fueran militares, mientras que en el adversario subsistió siempre un mayor grado de pluralismo que entre los vencedores. La intervención gubernamental sobre la información política se instaló desde estos años y durante mucho tiempo en el conjunto la radio española.

Tras la victoria de Franco, anunciada el 1 de abril de 1939, con la lectura del último parte bélico por Fernández de Córdoba, surgió una ordenación legal nueva destinada a tener una larga duración. Al margen de la cadena privada de mayor implantación, Unión Radio, ahora rebautizada como Sociedad Española de Radiodifusión, apareció otra de carácter estatal, Radio Nacional, y una tercera del partido. Pero la información —el llamado «parte», en término de resonancia militar— fue estrictamente monopolizada por la segunda y, al mismo tiempo, se introdujo un sistema de rigurosa censura que alcanzaba a la misma publicidad, donde se prohibían los «efectos cómicos de burda naturaleza». Pero esto, como ya se ha apuntado, no supuso un paréntesis en la difusión del medio. Se puede calcular que, a estas alturas, ya había un millón de receptores, triplicando la cifra de comienzos de los treinta. Al margen de las informaciones políticas llama la atención en la radio de posguerra el peso de lo religioso. Pero, aún con todas las dificultades, ya a mediados de los cuarenta se había hecho patente la supervivencia de una radio privada de tradición liberal, la citada cadena, y la aparición de unos programas de entretenimiento —los «seriales»— que permitirían enfrentarse a este medio a condiciones tan difíciles como las descritas. La retransmisión de música popular estaba destinada a tener un impacto de primera importancia, tanto desde el punto de vista comercial como para consolidar una forma de ocio masivo.