En realidad, si bien se mira la singladura política interior y exterior del régimen de Franco a lo largo de los años de la primera posguerra muestra una indudable coherencia que da lugar a la perduración del mismo. A fin de cuentas, durante la guerra mundial el régimen de Franco no hizo otra cosa que tratar de ser aquello a lo que espontáneamente tendía, dados sus rasgos originarios, la actitud y mentalidad de sus dirigentes y las circunstancias de la Europa en que desenvolvía. Cuando el entorno mundial y del Viejo Continente cambió, su sistema político no lo hizo en absoluto y tan sólo procuró adaptarse cosméticamente a las nuevas circunstancias, sin modificarse de manera sustancial. Hubo, por tanto, una continuidad que la evolución en la política interior y exterior podría ocultar a los pocos versados en las cuestiones españolas.
Esta sensación de continuidad se aprecia todavía más claramente en lo que respecta a la política económica y social. España había quedado, como consecuencia de la Guerra Civil, en una situación que bien puede calificarse de penosa aunque, como ya sabemos, el grado de destrucción que se había producido estaba lejos de ser equiparable al de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Aunque cuando se aprobó el primer plan de desarrollo —nada menos que a comienzos de la década de los sesenta—, su preámbulo contenía algunas referencias a las destrucciones producidas durante la Guerra Civil, esta persistente idea no tuvo nunca justificación en términos comparativos. Veamos algunos de los datos que así lo atestiguan. España perdió una décima parte del ganado bovino en la Guerra Civil mientras que Grecia, durante la Segunda Guerra Mundial, perdió la mitad. Francia y Grecia perdieron las tres cuartas partes de su flota mercante, por sólo la cuarta parte España. La reducción de la producción de electricidad en esos dos países fue un 50 por 100 y un 300 por 100 superior y la destrucción de viviendas el doble y el quíntuple, respectivamente. Lo característico, por tanto, del caso español no fue el grado de destrucción del aparato productivo en 1936-1939 sino la lentitud con que se produjo la reconstrucción, hecho que no puede atribuirse más que a la propia política económica y social del régimen.
Ésta no se modificó de forma sustancial a lo largo de todos estos años, sin que, por tanto, la fecha de 1945 supusiera nada verdaderamente decisivo en su Historia. Se intentó, antes y después de esa fecha, una política de autarquía y de intervencionismo estatal, aderezada, desde el punto de vista de la política social, con un tono revolucionario que, en no pocas ocasiones, entraba en contradicción con las disposiciones tomadas por los ministros económicos, pero que satisfacía, con su contenido sedicentemente revolucionario, al componente falangista del régimen.
Empleando las palabras de Sardá, podríamos decir que en el período de la Segunda Guerra Mundial la española fue «una economía rígida de racionamiento, sin posibilidades de intercambios exteriores, con descenso de la productividad y que tuvo como resultado una baja de la renta nacional per capita… en un cuadro de estancamiento económico». Después del final de la guerra mundial, «las dificultades y estancamiento económico del país continuaron de forma semejante al período anterior: el paro, el subconsumo, la baja productividad industrial y agraria» se mantuvieron, pero «no así el índice de precios que empezó a experimentar un alza muy marcada». En este momento perdió hasta el más mínimo atisbo de justificación la política económica hasta entonces seguida. De haber estado España más conectada con la política exterior europea, bien porque sus circunstancias políticas lo hubieran permitido bien por no haberse empecinado en mantener los viejos principios de carácter económico, no cabe la menor duda de que se hubiera producido una profunda transformación, semejante a la que tuvo lugar en Europa a partir de 1945 y, en especial, a partir de 1947.
Todo ello nos lleva a considerar hasta qué punto la política económica seguida en la España de Franco a lo largo de la Segunda Guerra Mundial fue la mejor posible y si, dadas las circunstancias, obtuvo para España aquel tipo de beneficios que se lograron en otras ocasiones, como durante el primer gran conflicto mundial. Como puede imaginarse es el comercio exterior el que mejor permite describir la política económica seguida por la España franquista. Si ésta había visto crecer su comercio exterior con Alemania durante la Guerra Civil, el estallido de la mundial supuso una inicial dificultad para mantenerlo, por evidentes razones de carácter geográfico y militar, que impusieron una relación más estrecha con Francia y con Inglaterra. Con esta última se llegó a acuerdos en marzo de 1940 que, como sabemos, fueron utilizados por sus dirigentes políticos como instrumento de presión sobre la política exterior española.
Todo el comercio español dependía de los navicerts o, lo que es lo mismo, de la aceptación o tolerancia de las potencias aliadas para que circularan los barcos españoles. Ello se aplica también al caso de Argentina, con la que se mantuvo un comercio creciente a partir de 1940, pero en buena medida de puro trueque, de maíz por productos siderometalúrgicos.
Lo más significativo del período, desde el punto de vista del comercio exterior, fue la relación existente con Italia y Alemania. Con el paso del tiempo el intercambio con esos dos países se fue haciendo cada vez más negativo para España, a pesar de que ésta pagara una parte de la deuda contraída durante la Guerra Civil precisamente por este procedimiento. No sólo hacía esto sino que también se armaba: en 1943 España recibió más material de guerra de Alemania que la propia Italia. En suma, puede decirse que estos dos países ocuparon la posición de primer adquirente de productos españoles en 1941 y no lo abandonaron hasta 1943. En 1941 las exportaciones hacia el Eje eran cinco veces superiores a las de los países aliados; en 1942 las duplicaban y en 1943 las superaban en un tercio. Sólo en 1944 se produjo un verdadero cambio en el panorama de la política comercial exterior española en beneficio de los aliados. Hubo, por tanto, una dependencia comercial del Eje debida principalmente a factores políticos y que revistió una especial trascendencia teniendo en cuenta que el comercio español se había reducido a poco más de la mitad a consecuencia del conflicto. Se ha calculado que un 12 por 100 del valor de las importaciones fue transferido a Alemania y un 3 por 100 a Italia, todo ello como consecuencia de la deuda adquirida durante la guerra. Otro aspecto de la cuestión es el que se refiere a los gastos militares realizados durante el período por el Estado español, bien para mejorar sus defensas bien para preparar su intervención en el conflicto. Según cifras oficiales durante la guerra el gasto presupuestario en estas materias fue siempre superior al 50 por 100, alcanzando un máximo del 63 por 100 en 1943; como sabemos, el principal proveedor de armas era Alemania. Todos estos datos revelan hasta qué punto podría haberse beneficiado la España de la época de haber optado por una posición verdaderamente neutral. Téngase en cuenta que, en general, los países no beligerantes del sur de Europa se beneficiaron de la guerra por su situación relativa, cosa que no sucedió con otros, como Suecia y Suiza. En estas circunstancias, España podría haber mejorado su producción industrial abriéndose más al comercio con los aliados, en función de su neutralidad, pero no lo hizo. En 1945 la producción industrial española estaba un 10 por 100 por debajo de la de 1935 y la tasa de crecimiento anual durante la guerra no alcanzó el 1 por 100. Pero no todo dependía de la política exterior española en torno al conflicto. La política económica era culpable de lo sucedido. Durante este período otros países sustituyeron la dependencia de los hidrocarburos por la energía eléctrica, pero España, entregada a una política de industrialización autárquica no lo hizo, desaprovechando de esta manera sus oportunidades.
De todas formas, una vez más, el mejor modo de percibir la ocasión perdida en estos años por la economía española consiste en comparar su comportamiento y el de las demás naciones europeas neutrales. Todas ellas mejoraron en el sector exterior, en el ámbito industrial y en la balanza de pagos, mientras que España obtuvo los resultados más negativos de todas ellas: fue el país con menor expansión industrial cuando podía pensarse que, como recién salido de un grave conflicto interno, hubiera podido utilizar las energías infrautilizadas durante él mismo y a consecuencia de su estallido. Suiza, Suecia o Turquía tuvieron dificultades objetivas mucho mayores desde el punto de vista geográfico y comercial pero España se las creó ella misma por sus malas relaciones con los aliados y por el desprecio a la financiación exterior pues, en aquellas ramas de la actividad industrial en las que se disponía de materia prima propia —lana, por ejemplo— el desarrollo fue importante. Por otro lado, los recursos públicos se emplearon en implantar una serie de industrias de interés bélico que absorbieron importaciones, energía y divisas en tanto que no se construían presas que hubieran podido aliviar el déficit energético y se limitó de hecho la capacidad de expansión de las industrias que podían haber exportado.
Así pues, todo señala la enorme responsabilidad en lo sucedido de la política económica seguida por el Estado español. Autarquía e intervencionismo eran dos tendencias persistentes de la economía española desde comienzos de siglo, pero ahora alcanzaron un desarrollo y una magnitud desconocidas, fundándose mucho más en concepciones nacionalistas que en razones de pura conveniencia relacionadas con la circunstancia bélica. Por si fuera poco, el intervencionismo que se llevó a cabo fue incompetente en extremo. Importa subrayar hasta qué punto la mentalidad que subyacía en esta política económica coincidía con la del propio Franco, mereciendo así su denominación de «autarquía cuartelera». La simplicísima opinión de Franco era que «España es un país privilegiado que debe bastarse a sí mismo», según declaró en una ocasión. La consecución de la autosuficiencia venía a ser, por tanto, un símbolo de la rebelión que él protagonizaba contra los males del degenerado liberalismo económico.
No se debe pensar que este género de reacción fuera exclusivo de quien estaba al frente de los destinos del Estado pues una buena parte de la clase política de su régimen compartía enteramente esta opinión. Para el elemental nacionalismo de la época los precios de los productos y de los actores de producción podían fijarse por decreto al margen del mercado; el propio Fuero del Trabajo preveía, con fórmula muy significativa, que «se disciplinarán y revalorizarán los precios de los principales productos agrarios». Un comportamiento no acorde con esta voluntad disciplinaria suponía un delito contra la Patria con sus correspondientes culpables individuales a los que sería preciso castigar. Y este verbo no tenía una significación puramente teórica pues ya sabemos que, en efecto, en muchas industrias militarizadas las faltas laborales se traducían en arrestos. La extrema simplicidad de este ideario ha hecho que un historiador de la economía —García Delgado— haya podido decir que el Caudillo político era un cabo furriel en lo económico.
El intervencionismo económico de esta época era poco original, pues sus principios doctrinales se remontan a la época de la dictadura «primorriverista» e, incluso, al comienzo de siglo. Tampoco se puede decir que en él se produjera ahora un cambio de cualidad, que lo transformara de tradicional en fascista. A lo sumo lo que hubo fue una cierta imitación de la política económica de los países fascistas mediante la creación de instrumentos para la participación directa del Estado en la vida económica, como el Instituto Nacional de Industria. Hay numerosos ejemplos que se prodigaron en la propia legislación española: ésta, por ejemplo, denominó al Instituto Español de Moneda Extranjera «Instituto de Cambio y Divisas», utilizando el título que la legislación italiana empleaba e incluso citó a Goering, el impulsor fundamental de la economía nazi. Pero lo más probable es que todo eso se debiera, más que a nada, a la necesidad de dotar de un barniz cié modernidad a la «autarquía cuartelera». Otro rasgo de la política económica derivó del carácter extremoso y el celo ordenancista con que fue aplicada; las agobiantes y casi exhaustivas disposiciones dictadas de hecho resultaron en gran parte de los casos prácticamente inaplicables. Flores de Lemus había hablado en 1929 de que la economía española vivía en «régimen de expediente», como en los tiempos de decadencia del viejo mercantilismo, pero esta expresión es mucho más acertada en relación con esta época. Por otro lado, la política económica intervencionista creó una especie de «barrera legal de entrada» que no tuvo otro resultado que el de favorecer la existencia de prácticas monopolísticas y, en consecuencia, comportamientos antieconómicos que no tuvieron en cuenta algo tan elemental como la necesidad de lograr la reducción de los costes. Finalmente, otra característica de la misma fue la multiplicidad y la fragmentación de los órganos decisores y asesores de la política económica, lo que generó un radical desbarajuste y, además, permitió favorecer a los más adictos a un régimen que practicaba la distinción entre vencedores y vencidos como fundamento y base sustentadora de su propia existencia.
En cuanto a la autarquía o autosuficiencia intentadas, nunca como en esta ocasión se demostró hasta qué punto carecían de sentido en España. No sólo faltó caucho, algodón, abonos y petróleo sino incluso también trigo, producto en el que, como sabemos, se había alcanzado el autoabastecimiento en la época precedente: en el quinquenio 1941-1945 se importó cinco veces más trigo que en 1931-1935. La autarquía fue, pues, una empresa descabellada que no tenía tras de sí ningún fundamento económico y que nacía, como el intervencionismo, de la nueva realidad política constituida por las ideas de los dirigentes y responsables de la economía de entonces.
Resulta muy característico que un Estado tan intervencionista como el de la posguerra española careciera, sin embargo, de un plan de reconstrucción propiamente dicho. Desde la guerra existió un Servicio Nacional de Regiones Devastadas que luego (en 1940) se convirtió en Dirección General. Hubo también un Instituto de Crédito dedicado a esta específica función y se dispuso que determinadas poblaciones que habían sufrido especialmente los efectos bélicos, como Brunete y Belchite, fueran «adoptadas» en un régimen especial. Para reconstruirlas se utilizaron prisioneros de guerra o condenados por responsabilidades políticas.
Pero el intervencionismo no sólo se produjo en este aspecto, en el que resultaba lógico, sino también en muchos otros. Por ejemplo, desde los primeros momentos se dictaron nuevas disposiciones relativas a la agricultura. Como escribió un ministro del nuevo régimen, en ellas «se huyó del engañoso término de reforma agraria que inconsciente o conscientemente se asocia siempre a una redistribución de la propiedad agraria». El Ministerio de Agricultura y la mayor parte de sus cargos estuvieron siempre en manos de falangistas, al menos durante esta época, pero, en realidad, el programa que desde él se llevó a cabo no fue en absoluto revolucionario, ni siquiera verbalmente, sino una reproducción de los esbozados por la derecha tradicional durante la Segunda República. Aparte de devolverse las tierras que habían sido expropiadas por la Reforma Agraria republicana se pretendió conseguir un aumento de la producción a través del progreso en la forma de explotación y en fórmulas de colonización que no afectaran a la propiedad de la tierra. De ahí la creación, en octubre de 1939, del Instituto Nacional de Colonización, que tuvo tras de sí una serie de disposiciones legales como el Plan General de Obras Públicas (1939), la Ley de Bases para la Colonización de grandes zonas (1939) y la de Colonización de grandes zonas regables de 1949. Pero este conjunto de disposiciones —y otras complementarias que permitieron, por ejemplo, la expropiación de la tierra para esa labor colonizadora— tuvieron un efecto francamente modesto sobre el conjunto del campo español.
Durante la etapa inicial del franquismo el Instituto se dedicó casi exclusivamente a comprar tierras (162 000 hectáreas), pero apenas llevó a cabo las obras propiamente dichas de colonización por lo que el número de asentados fue escaso y un coste muy alto. Se ha calculado que entre 1939 y 1951 el ritmo anual de asentamientos fue de tan sólo unos 1500 por año, cifra cuya parquedad se revela al compararla con la labor llevada a cabo por la República en su más corta existencia y a pesar de que ya en este caso se puede hablar de fracaso. En realidad, la tarea de colonización más importante se llevó a cabo en el período inmediatamente posterior (1956-1960) en que los asentamientos, gracias al Plan Badajoz, llegaron a ser unos 2000 anuales. De todos modos la limitación de este tipo de medidas se aprecia teniendo en cuenta que la labor del Instituto de Colonización no afectó, hasta 1975, más que a unos 48 000 colonos y unos 6000 obreros agrícolas; de ellos unos 10 000 se asentaron en Badajoz mientras que cifras menores consiguieron tierra en Cáceres, Sevilla y Córdoba, provincias todas ellas latifundistas. Las disposiciones relativas a la colonización, como las referentes a la repoblación forestal, fechadas asimismo en 1939, pueden ser consideradas como una derivación de la política seguida por las derechas durante la Segunda República.
Aunque cuanto antecede forma el cuerpo principal de la política declarada por el régimen en torno a materias agrarias, no agota la referencia que a esta materia debe hacerse. Existe una profunda contradicción entre la vuelta al campo que significó el final de la Guerra Civil y el interés de la política del Nuevo Estado respecto de él. Por un lado, en los años posteriores a 1939 la sociedad española se «ruralizó»: de un 45 por 100 de la mano de obra activa dedicada a la agricultura se pasó a un 50 por 100, rompiendo una tendencia secular. Los censos llegan sugerir la existencia de un millón de personas más en el medio rural. Este hecho se explica por una razón simple: las dificultades de abastecimiento provocaron la marcha de la población hacia allí donde estaban los alimentos. Pero, además, hay autores que señalan que los grandes propietarios cultivaron sus tierras directamente en un porcentaje muy superior a la época de la República, cuando la mayor parte estaban ya en manos de arrendatarios. En cualquier caso, lo que interesa subrayar es que esta ruralización no indicaba en absoluto una preferencia de los rectores de la vida económica por las inversiones agrarias. Por descontado la ruralización tampoco fue el resultado de una crisis de transformación en la agricultura sino, por el contrario, de una especie de contramarcha en la evolución histórica.
Se han atribuido las deficiencias de la producción agraria en la primera posguerra a las destrucciones del período 1936-1939 y a la llamada «pertinaz sequía». Sin embargo, la realidad es que las destrucciones, que no fueron en ningún caso tan grandes, afectaron poco a la agricultura (pero más a las comunicaciones). Aunque hubo años pésimos por culpa de la pluviosidad (1941 y, sobre todo, 1945, en que la cosecha de trigo fue sólo el 53 por 100 de la media lograda en la preguerra) un factor mucho más decisivo fue, desde luego, la falta de inversiones, que no superaron un porcentaje mínimo del total, pues el esfuerzo del Estado se dirigió de manera casi exclusiva a la industrialización forzada y autárquica. Sólo en 1952 la agricultura recibió el 19 por 100 de las inversiones, cuando ya un año antes había habido una gran cosecha.
Este factor contribuye a explicar las dificultades de abastecimiento, aunque tan sólo parcialmente. Ningún sector estuvo tan profusamente regulado como éste y ninguno tampoco presenció un fracaso del intervencionismo del régimen como el comercio interior. En 1939, antes de la conclusión de la guerra, fue creada la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes, a las que se sumaron, en 1940, la Fiscalía de Tasas y, en 1941, la Junta Superior de Precios. Inmediatamente después de la guerra se implantó la cartilla de racionamiento, al principio familiar, y, desde 1943, individual. Nacida con carácter «provisional» habría de durar nada menos que doce años. En realidad el rígido control establecido sobre la agricultura equivalía a que el trabajador entregara un cupo forzoso de la cosecha a un precio irrisorio mientras que sólo podía comercializar el resto. Las carencias en el abastecimiento provocaron, como inmediata reacción, la voluntad gubernamental de intervenir con mayor autoridad e incluso dureza, pero aquélla, basada en criterios no económicos (Franco expresó su deseo de que «el espíritu de codicia no entre en el campo llevado por la ciudad o los especuladores»), hizo que fuera peor el remedio que la enfermedad. En efecto, el intervencionismo no sólo no resolvió nada sino que provocó el mercado negro o el «estraperlo». Es difícil exagerar la magnitud del mismo: Barciela ha llegado a escribir que el mercado negro del trigo superó al oficial mientras que el del aceite se aproximó mucho a él. Los productos «estraperlados» multiplicaron, por término medio, por 2,5 o 3,5 los precios oficiales (en ocasiones, hasta por 5) siendo su calidad con frecuencia ínfima. A mayor «estraperlo» mayor deseo de intervención estatal, pero que resultaba tan inútil como una disposición que prohibía «terminantemente» las colas.
Algunos teóricos de la economía de entonces (Torres) o algún Gobernador Civil (Barba) se daban perfecta cuenta de que era inútil enfrentarse con los problemas de abastecimiento por procedimientos administrativos. Los alcaldes, como Marcet, que lo fue de Sabadell, percibieron el problema angustiosamente —a veces se consumía lo que el propio ganado rechazaba— y se enfrentaron con graves problemas de higiene pública como consecuencia de la alimentación mediante productos no adecuados para ella. Sin embargo, hasta los años cincuenta la política económica no cambió: su fracaso fue tan absoluto que ni siquiera puede decirse que las estadísticas oficiales de la época sirvan de nada. Por supuesto, el sistema de intervención no afectó a todos los agricultores por igual. Fueron los grandes propietarios, que tenían influencias para evitar las sanciones y conseguían superávit agrícola, los que más beneficiados se vieron por una situación como la descrita. Hubo, por otra parte, provincias y regiones más perjudicadas que otras. En Alicante, por ejemplo, como en el resto de Levante, la agricultura de exportación y la industria ligera se vieron perjudicadas por la decisión gubernamental de concentrar las inversiones en el cereal y la llamada industria básica. El puerto quedó reducido al cabotaje, las restricciones de electricidad fueron enormes y la limitación de las materias primas pesó gravemente sobre la industria. Sólo pudo contar con un tercio de la materia prima que necesitaba y en algún caso con tan sólo el 5 por 100. Éste fue el caso de la industria del calzado mientras que, en cambio, se favorecía a la empresa Segarra, situada en Castellón (años después Franco murió como consecuencia de trastornos de circulación vinculados con un callo causado por utilizar un tipo de calzado demasiado duro de esa procedencia). De cualquier modo el estraperlo se convirtió en una pauta de comportamiento tan habitual que Dionisio Ridruejo pudo concluir que «todo el mundo estaba en el ajo»; a fin de cuentas servía para aliviar los peores rasgos del insolvente intervencionismo gubernamental.
Al tratar de las cuestiones de abastecimiento hemos abordado ya de forma indirecta la política industrial. Si tratamos de reducir a términos escuetos lo acontecido con la misma en este período veremos que, en realidad, se produjo, a expensas del mundo agrario y de una forma compulsiva, una acumulación de capital en beneficio de los propietarios y de la industria básica. Como ha escrito Manuel Jesús González «la manía de grandeza nacionalista de los políticos de la época encontraba más satisfacción inmediata en grandes fábricas… que en modestos proyectos dotados de eficacia económica». Fue, en efecto, la política industrial la predilecta del régimen que pretendió llegar así al engrandecimiento nacional y demostrar su superioridad sobre cualquier otra fórmula política y que, por supuesto, tenía muy en cuenta la relación directa existente entre industria y capacidad militar. Las disposiciones relativas a la industria fueron todas ellas tempranas, intervencionistas y guiadas por criterios meramente productivistas. Ya en septiembre de 1939 se exigió permiso para la instalación de cualquier industria nueva, disposición que adquirió pleno sentido con la aprobación, en octubre, de la Ley de Protección y Fomento de la Industria Nacional y con la Ley de Ordenación de la Industria Nacional de noviembre del mismo año. El panorama legal quedó completado con la creación de las comisiones reguladoras de la producción industrial en 1940. Franco parece haber jugado un papel de primera importancia en la promoción de todas estas medidas.
No obstante, la obra predilecta del régimen en el terreno de la política industrial fue el Instituto Nacional de Industria, que data de septiembre de 1941. En su decreto fundacional se señalaba que estaría dedicado a «propulsar y financiar, en servicio de la nación, la creación y resurgimiento de nuestras industrias, en especial las que se propongan como fin principal la resolución de los problemas impuestos por las exigencias de la defensa del país y que se dirijan al desenvolvimiento de nuestra autarquía económica». Es posible que la idea de la creación del mismo fuera del propio Franco, pero la disposición imitaba tanto la legislación italiana (país donde existía un Istituto per la Ricostruzione Industríale) que la propia disposición creadora de la entidad mencionaba en alguna ocasión al IRI en vez de al INI. Es posible que se pensara en poner al frente de la misma a una persona ducha en conocimientos económicos, como Larraz, pero finalmente se optó por Suances, marino y amigo personal de Franco, que había sido ministro de Industria entre 1938 y 1939 y, posteriormente, autor de esas disposiciones legales ya mencionadas en un momento en que era ministro de Industria otro militar, Alarcón de Lastra. En 1945 volvió a la responsabilidad ministerial en Industria Suances, haciéndola compatible con la Presidencia del INI.
No hay nada más significativo que la condición militar de los principales responsables de la política económica. De Suances se ha escrito que «trataba al capital privado como un maestro a unos pupilos a los que hubiera que enseñar patriotismo por considerarlos cobardes»; era un «maestrescuela, paternal y severo» que, con la actividad de un funcionario probo y eficiente, se lanzó a la tarea de aprovechar «los recursos nacionales desaprovechados» ignorando muy a menudo los costes, como si su único fin fuera crear una industria sin tenerlos en cuenta. Su mentalidad era la típica del nacionalismo autárquico y así dirigió sus esfuerzos hacia planes de los que puede decirse que no sólo no eran necesarios sino que constituían un despilfarro: «En un país en que reinaba el hambre, escaseaba el vestido y faltaba el cobijo se decidió invertir grandes sumas para que pasado mañana no faltase la gasolina obtenida de pizarras bituminosas» (Schwartz). Nacido en El Ferrol, en una familia vinculada a la Armada, como la de Franco, al que conocía desde la niñez, Suances estuvo durante muchos años dedicado a la construcción naval militar y pasó por una experiencia en la empresa privada en los años republicanos que se saldó con un fracaso y que favoreció su reticencia ante la iniciativa privada. De carácter duro y enérgico —lo que le hizo chocar con Serrano Suñer e, incluso, con el mismo Franco— el inspirador durante muchos años de la obra del INI, tras su primera experiencia como ministro, se hizo responsable de la construcción de una flota de guerra. El propósito era tan nacionalista como megalómano pues consistía en dotar a España de nada menos que 4 acorazados y 14 cruceros.
Esta anécdota ratifica los rasgos de la personalidad del Presidente del INI y de la propia obra intentada. Para entenderla, sin embargo, es necesario completar esta descripción teniendo en cuenta que a la entidad se la dotó de una capacidad financiera propia y de un régimen mercantil y operativo flexible, aunque su propietario fuera el Estado. El equipo de Suances estuvo formado, sobre todo, por ingenieros y financiado a través de obligaciones colocadas en las Cajas de Ahorro y garantizadas por el Estado.
Dependía directamente de Presidencia de Gobierno, es decir, de Franco. Su objetivo principal eran los «centros vitales y nerviosos de la producción» hasta asumir un auténtico «papel director» del conjunto de la economía española.
La gestión era centralizada, disciplinada y vertical e incluso algún texto interno del Instituto la calificó como «totalitaria». El proyecto más importante durante su primera etapa de existencia fue el que se fundamentaba obtener gasolina a partir de las pizarras bituminosas de Puertollano (Empresa Nacional Calvo Sotelo), un intento basado en criterios nacionalistas pero poco aceptable desde el punto de vista económico: Los resultados fueron malos, pues en siete años no se logró ni un solo barril y los costes fueron enormes. Mayor éxito se obtuvo en el terreno eléctrico a través del empleo de carbones de baja calidad para la industria termoeléctrica (empresas ENDESA y ENHER) y, en la segunda mitad de los cuarenta, gracias al impulso dado a la explotación de los recursos hidroeléctricos. Un tercer aspecto del INI fue, ya desde esta etapa inicial, el carácter que tuvo de «hospital de empresas»: aquéllas que tenían problemas de rentabilidad pasaban por el INI que, de esta manera, llevaba a cabo una auténtica socialización de las pérdidas. En diez años se convirtió en la única empresa productora de vehículos, era mayoritaria en los abonos y el aluminio y jugaba un papel muy importante en el refino y en las fibras artificiales.
Al concentrarse en muchos casos en actividades de un interés más que a menudo discutible la política económica del Nuevo Estado no prestó la atención que debía a la industria privada que, en un contexto de mediatización, intervencionismo y precariedad de los intercambios comerciales, debió recurrir a procedimientos extraordinarios para enfrentarse con frecuentes situaciones de emergencia. Un alcalde de Sabadell en esta época reconoce en sus Memorias que nada menos que dos tercios de la lana empleada en las fábricas textiles catalanas no procedía de los circuitos comerciales oficiales. A ello hay que sumar las graves deficiencias energéticas. En 1940 España había consumido un millón de toneladas de petróleo pero, dada su actitud partidaria del Eje, sufrió restricciones en el aprovisionamiento por parte de los aliados —principalmente por Estados Unidos—, de modo que no volvió a disponer de esta cantidad hasta 1946, y en 1942 sólo recibió un tercio de la misma. El problema, una vez terminada la guerra mundial, fue la dificultad de obtener divisas para comprar petróleo, al mismo tiempo que las disponibilidades de electricidad eran insuficientes. La falta de instalaciones y la práctica congelación de las tarifas (otro testimonio más de intervencionismo) llevaron a la denegación sistemática de autorizaciones para crear fábricas que necesitaran de electricidad. En años como 1945 y 1949 la oferta eléctrica estuvo un 30 por 100 por debajo de la demanda y lo habitual fue que permaneciera un 10 por 100 por debajo en los años normales de pluviosidad.
De todo ello deriva el más que mediocre resultado de la evolución del índice de producción industrial, en especial si se compara con el de otros países de nuestro entorno. Se ha podido decir que el desarrollo industrial en España mantuvo siempre paralelismos con otras naciones del entorno, como Italia, pero la curva de producción testimonia que el abismo producido en los años cuarenta fue en el caso español mucho más profundo y duradero; en este sentido esta época puede denominarse «la década ominosa» y de ella proviene el origen del atraso español, la «noche oscura de la industrialización española» (Carreras). Así se aprecia teniendo en cuenta tanto datos sectoriales como globales. Todavía en 1955 el nivel de consumo de electricidad en España estaba muy por debajo del de otros países europeos, y el crecimiento industrial permanecía en la misma situación. Entre 1935 y 1940 la producción industrial española creció a un ritmo de tan sólo un 0,6 por 100 anual frente al 2,7 de Europa. Sólo en 1950 llegó España a alcanzar los niveles productivos industriales de 1930. La causa fue la disminución de la productividad industrial y, de forma más genérica, la pérdida de una ocasión inmejorable para que España, aprovechando las oportunidades aparecidas al término de la Segunda Guerra Mundial, siguiera un ritmo evolutivo semejante a otros países de su entorno, como Italia, cuyo «milagro» se adelantó al español por las mismas razones primordialmente políticas que lo hacían inviable en el caso de España. Ésta no sólo aumentó su distancia respecto Italia sino que hasta 1963 no empezó a recuperarla y en 1975 era la misma que en 1947. Entre 1946 y 1950 Grecia y Yugoslavia duplicaron su producción industrial mientras que España sólo lo hizo por 1,1. En 1950 la renta per cápita era un 40 por 100 inferior a la italiana cuando la diferencia era tan sólo del 10 por 100 en 1930. Si nuestro país hubiera seguido la trayectoria italiana (de lo que no fue capaz por razones políticas) hubiera tenido un crecimiento superior en un 26 por 100.
Todo ello ha de tenerse muy en cuenta cuando se afirma que fue el régimen de Franco el gran propulsor del desarrollo económico y la industrialización españolas.
Un importante aspecto de la política económica del momento es el que se refiere a la Hacienda Pública. Los historiadores parecen coincidir en el juicio positivo que les merece la actuación del ministro Larraz, autor de la reunificación monetaria de la posguerra, que evitó los efectos inflacionarios que de ella pudieran haberse derivado.
Otros aspectos de su gestión parecen mucho menos positivos. Desde el punto de vista fiscal la etapa se caracterizó por el «raquitismo de la imposición personal directa», prácticamente inexistente, y la «generalización de la insinceridad tributaria», aunque se logró un éxito recaudador considerable con la imposición indirecta a través del Impuesto de Usos y Consumos. También tuvo buen éxito la fiscalidad sobre los beneficios extraordinarios. Aun así, las estimaciones de fraude fiscal calculan que sólo se recaudó un tercio de lo que debiera haber llegado a las arcas públicas. El mantenimiento del statu quo bancario creó un verdadero numerus clausus que se intensificó con la Ley de Ordenación Bancaria de 1946 que, además, favorecía el negocio bancario mediante la aceptación de lo que en la práctica eran tendencias monopolísticas e intereses bajos e invariables. Así no puede extrañar que la banca obtuviera en algunos ejercicios unos beneficios del 700 por 100. En unos momentos económicos que tenían muy poco de positivos no eran infrecuentes dividendos anuales de títulos bancarios del orden del 12-13 por 100. Además concentró un creciente poder en el terreno industrial.
La Ley de Ordenación Bancaria, por otro lado, tuvo un efecto manifiestamente inflacionista. La Deuda se colocaba a través del sistema bancario y era automáticamente pignorable en el Banco de España. Pero no era ése el único mecanismo que empujaba a la inflación que tuvo tres brotes agudos en 1941-1943, 1945-1947 y 1950-1951. Carente de capacidad para conseguir recursos por la vía fiscal el Estado se dedicó a la emisión de Deuda. Llama la atención el hecho de que en un Estado tan intervencionista el papel de control que le debería haber correspondido respecto de la Deuda emitida por organismo autónomo fuera mínimo. Las propias emisiones del Estado fueron tan frecuentes como cuantiosas: 2940 millones en 1940-1945 y 6720 millones en 1945-1952; se puede calcular que se triplicaron a lo largo de la década. No puede extrañar, por tanto, que Larraz dimitiera principalmente por estar en desacuerdo con el papel que otros ministros atribuían al dinero en el seno de la economía nacional. Tampoco puede decirse que existiera propiamente una política monetaria o presupuestaria o relativa a las inversiones extranjeras. En cualquier caso, los límites del intervencionismo eran obvios si se tiene en cuenta que al menos un tercio del presupuesto quedaba reservado a las Fuerzas Armadas y un quinto a la Deuda. Como ya se ha indicado, el bajo porcentaje de ingresos impositivos impedía que el Estado jugara un papel relevante (mientras que en Gran Bretaña significaban el 33 por 100 de la renta nacional, y el 21 por 100 en Italia, en España sólo eran el 14 por 100). En cuanto a la inversión extranjera baste señalar que una inversión minera emblemática —Riotinto— fue considerada como un «Gibraltar económico» y se hizo todo lo posible por conseguir que fuera a parar a manos de capital español. Finalmente, en 1954, siete bancos españoles compraron dos tercios del capital, quedando el resto en manos inglesas de modo que, por este procedimiento, fue posible mantener la comercialización del mineral extraído.
Volvemos a encontrar el intervencionismo estatal a la hora de referirnos al comercio exterior, dominado por el bilateralismo, la concesión de licencias y los cambios múltiples. El verano de 1939 fue creado el Instituto Español de Moneda Extranjera (IEME) que tenía como misión regular el cambio de moneda. Ésta se mantuvo con un cambio fijo hasta 1948, muy de acuerdo con el nacionalismo de Franco, quien veía el mayor signo de poder económico en una divisa fuerte, mientras que, en la práctica, en los mercados libres, se produjo una devaluación de la peseta aceptada oficiosamente a través del sistema de «cuentas especiales» (de hecho la peseta de 1941 valía tres veces menos que la de 1935). En 1948 se pasó a un sistema de «cambios múltiples» que inmediatamente degeneró en un bosque de regulaciones de un barroquismo impenetrable. Como, además, el comercio exterior estaba sujeto a un sistema de licencias se dio, por parte de todos los sectores, una apremiante oleada de solicitudes para conseguir licencias y divisas. En esto, como en tantas otras cosas, hubo favoritismos no sólo irracionales sino quizá también corruptos. Algunos apellidos famosos de la clase política dirigente, incluidos los procedentes de la Falange, ingresaron en la relación de grandes fortunas. El también falangista Girón cita en sus memorias el nombre de uno de ellos dispuesto a hacer todo lo posible para evacuar su fortuna hacia Portugal en 1945. Pero, en general, todo el comercio estuvo dominado por el favor facilitado desde las alturas. En una España carente de divisas fue frecuente el deseo de desarrollar un sistema de comercio fundamentado en las compensaciones y autocompensaciones, cuando no en la estricta bilateralidad, típica de un país nacionalista y sin confianza en el exterior, como fue el caso de Argentina. Sólo a mediados de 1950 se creó un mercado libre de divisas fecha en la que, de todos los modos, las posibilidades de obtener una financiación exterior seguían siendo, por razones políticas, muy parcas. A ello coadyuvó, desde luego, el hecho de que el Estado español nacionalizara una parte de los capitales extranjeros existentes en España (aparte de Riotinto o las empresas alemanas gestadas durante la Guerra Civil, Barcelona Traction, Telefónica… etc.).
A la hora de establecer un balance de la evolución económica española en esta época vale la pena recordar el juicio que por estas mismas fechas hizo un hispanista tan buen conocedor de nuestro país como era Gerald Brenan: «La impresión que causa actualmente España es la de un país cuyo camino hacia simples condiciones que sean humanas y tolerables ha quedado cerrado». El juicio puede parecer desmesurado y contrasta totalmente con lo que sería la evolución económica posterior, pero era real, y así lo demostraban tanto los fríos datos estadísticos como la comparación con otros países. La renta per cápita de la preguerra era casi un tercio en 1945 con respecto a 1935 y sólo se había recuperado totalmente en 1951, pero hasta 1954, es decir cuando el régimen llevaba dieciocho años de vida, no se recuperaron definitivamente los niveles macroeconómicos de la preguerra. Para comprobar hasta qué punto la década de los cuarenta supuso sacrificios para los españoles basta con recordar que, al mismo tiempo que la renta disminuía, los precios se multiplicaron por 2,4 entre 1935-1945 y que el consumo bajó en ocho puntos porcentuales. Incluso se ha podido calcular que los salarios reales de los obreros especializados disminuyeron a la mitad. Al acabar la década de los años cuarenta España estaba muy por debajo de los países más avanzados de Hispanoamérica, como Argentina, Uruguay y Venezuela. En vez de experimentar un proceso de reconstrucción, como tantos otros países europeos, en España factores políticos, como el aislamiento y el intervencionismo, nos condenaron a un estancamiento sin parangón, de lo que derivó como heredero para el futuro un sector público cuya valía era dudosa en muchos aspectos.
La mención a la política económica debe completarse con una referencia a su obligado complemento, la política social. A diferencia de lo que sucedió en otras latitudes con regímenes relativamente parecidos, como el peronismo argentino, esta política social no fue protagonizada por los sindicatos sino por el Ministerio del Trabajo. Las Leyes de Unidad Sindical y de Bases de Organización Sindical (1940) se hicieron con unos criterios que eran obviamente los del fascismo, entonces imperante en Europa y en la misma España. El sindicato era configurado como único, obligatorio y «ordenado jerárquicamente bajo la dirección del Estado», por lo cual, «vencida ya toda ilusión democrática», se constituye por quienes voluntariamente se movilizan a su servicio. Los sindicatos estuvieron durante una época impregnados de una ideología verbalmente revolucionaria hasta el punto de que Merino, su responsable, hacía afirmaciones como la de que «hay que destruir los cuadros de la burguesía». Sin embargo, en la práctica su relevancia fue muy escasa y, desaparecido Merino en plena lucha entre falangistas y militares, quedaron ya estrechamente controlados desde el poder. Fue el Ministerio de este nombre el autor de las llamadas «reglamentaciones de trabajo» en 1942. Frente al modelo de la Monarquía constitucional o, más aún, de la República, por este procedimiento se evitó cualquier negociación y, en cambio, se crearon unas normas cuarteleras para la intervención del Estado en la vida económica.
Éstas dotaban al empresario de una capacidad disciplinaria excepcional y ello después de haberle realizado la depuración de su propia empresa. Hasta bien avanzado 1944 no hubo elecciones de enlaces sindicales y sólo en octubre de 1947 se implantaron los jurados de empresa. En este momento, sin embargo, los patronos lograron detener su implantación calificándola como «innovación peligrosa», de «neta inspiración marxista», de modo que en la práctica la medida sólo se aplicó a partir de 1953 en las empresas más grandes.
Vacío de contenido el sindicalismo, el verbalismo revolucionario y el conjunto de promesas para el futuro contenidas en el Fuero del Trabajo tenían que encontrar un desagüe en otro sector de la administración. Se debe tener en cuenta que en esta primera etapa del régimen no sólo Girón, que desempeñó el Ministerio del Trabajo, sino el propio Franco, hacían afirmaciones como la de que «hablo de revolución sin que me asuste la palabra». Las medidas concretas en que se tradujo esta política en los años primeros del franquismo consistieron en una ampliación del régimen de previsión social que se había heredado de la época republicana y la anterior. En estos años se puso en práctica un primer subsidio familiar y la Magistratura del Trabajo (en 1938, durante la guerra), el Seguro de Vejez (1939), la Protección Familiar a través de los «pluses» de carga familiar (1945), el Seguro de Enfermedad, que incluía la maternidad (1942) y la Ley de Contrato de Trabajo (1944). También se establecieron las retribuciones por días festivos o las pagas extraordinarias y los economatos de empresas. La Universidades Laborales establecieron el punto de partida de la formación profesional en un marco de la política revolucionaria del falangismo: de ahí su implantación, por ejemplo, en Gijón. Sin duda alguna, de todas estas disposiciones la que tuvo mayor efecto sobre la sociedad española fue la relativa a la atención médica. La mortalidad infantil se redujo a la mitad en el período 1935-1955 y la muerte por parto a una cuarta o quinta parte. Otros aspectos de la política social del régimen encontraron una aplicación práctica mucho más lenta o quedaron en el limbo de las declaraciones retóricas como, por ejemplo, los relativos a la protección familiar. Hay que tener en cuenta que con frecuencia las elevaciones de salarios quedaban recortadas de forma automática por la inflación y que, por más que la legislación social ofreciera la introducción de esas novedades, el nivel de vida y de consumo había experimentado una clara regresión, tal como ya se ha indicado.