Franco, aislado

A lo largo de las páginas precedentes hemos podido comprobar hasta qué punto la política exterior jugó un papel decisivo durante los años posteriores a 1945 tanto en lo que respecta a las posibilidades de supervivencia del régimen como en lo que atañe a las esperanzas de la oposición. El aislamiento de Franco, como ya hemos visto, no se inició, en realidad, con el final de la Segunda Guerra Mundial sino que lo precedió pero se hizo muy grave precisamente a partir de este momento y en su inmensa mayor parte la culpa la tuvo el propio Franco. En efecto, la causa principal del aislamiento del régimen no fue tanto su colaboración con el Eje sino el mantenimiento de un sistema político que en la práctica en nada había evolucionado desde sus orígenes, en 1939. Si España hubiera prescindido de Franco y evolucionado como lo hizo Turquía es posible que su colaboracionismo pasado con el Eje hubiera sido olvidado. Algo parecido hubiera podido ocurrir si hubiera dado un vuelco más radical a su postura, como sucedió en Brasil, donde, pese a ello, Getulio Vargas debió abandonar el poder, o si hubiese optado en el pasado por una neutralidad sincera como Salazar en Portugal que, además, sin perder el control del poder, optó por una política de apertura incluso permitiendo el pluralismo político. Pero todas estas circunstancias no se dieron en el caso de la España de Franco. Además, en el momento de producirse la paz, todavía se consideraba posible el mantenimiento de una colaboración sin tensiones entre las potencias democráticas y la Unión Soviética. Los aliados democráticos, en especial Estados Unidos, confiaban mucho en la nueva ordenación de las relaciones internacionales a través de la Organización de las Naciones Unidas, lo que implicaba para ellos una actitud muy receptiva respecto de las propuestas de la Unión Soviética dispuesta a proseguir la lucha contra el fascismo derribando a Franco. En el fondo Stalin, como éste, veía la guerra mundial como la continuación del conflicto español.

Como se ha indicado, a pesar de las triunfalistas declaraciones de los portavoces del régimen, los indicios de dificultades diplomáticas eran evidentes antes de concluir el conflicto. En el verano de 1945 se reunió en San Francisco una conferencia internacional de la que saldría la Organización de las Naciones Unidas. El Gobierno español no fue invitado y el delegado mexicano, aludiendo al caso concreto de nuestro país, propuso que en el futuro no fueran admitidos en la Organización aquellos regímenes que hubieran sido establecidos con la ayuda de potencias fascistas: no podía resultar más clara la referencia a la España de Franco. Esta moción fue aprobada pero, en realidad, no suponía un peligro inmediato para el régimen del general Franco. En cambio sí lo representaba el hecho de que los «cuatro grandes», reunidos en Postdam no mucho tiempo después, aprobaran, por sugerencia de Stalin, una declaración de acuerdo con la cual no admitirían ninguna solicitud de admisión de España en la ONU mientras que el régimen siguiera siendo semejante al de los países fascistas que acababan de ser derrotados. Por su parte, el Gobierno de Franco dio publicidad a una nota en la que afirmaba que «no mendigaría» ningún puesto en los organismos internacionales.

Además, a lo largo de 1945, el modestísimo intento de expansión imperialista española que había tenido lugar en la etapa precedente concluyó de una manera un tanto lamentable. España no fue admitida a la conferencia internacional sobre la administración de Tánger, donde estuvo la Unión Soviética, aunque luego siguiera participando en la administración de la ciudad.

A estas alturas, Franco ya había iniciado las medidas cosméticas en política interna. Éstas formaban parte de la respuesta del régimen ante la presión exterior que, para ser analizada en toda su amplitud, requiere un previo examen de sus protagonistas principales. Siempre en el régimen franquista le correspondió a quien le daba nombre un papel fundamental en la dirección de la política exterior, pero esta afirmación resulta especialmente cierta en un momento como éste, en que se jugaba su posible mantenimiento en el poder. En esta responsabilidad Franco no mostró ni generosidad personal, ni visión de verdadero estadista, pero en cambio, sin la menor duda, fue capaz de hacer un análisis acertado del panorama internacional al juzgar que no podía durar la colaboración entre los países democráticos y la Unión Soviética y dio pruebas sobradas de su habitual sangre fría en la dirección de la política. En realidad, si su política exterior en estos difíciles momentos pudo triunfar se debió en buena medida a su simplicidad: no era otra cosa que la traducción al marco internacional del «orden, unidad y aguantar» de Carrero en la política interna. Establecida como prioridad fundamental el mantenimiento del régimen, todo estuvo dirigido a este fin. La política exterior consistió, pues, en repetir incansablemente que España era una nación con una Constitución abierta y evolutiva, capaz de homologarse con la de los restantes países europeos, pero también con peculiaridades que impedían la existencia de partidos políticos. La Guerra Civil habría sido un episodio de la lucha contra el comunismo y el régimen habría sido estrictamente neutral durante la misma. En el interior se solía añadir a estos argumentos otro consistente en pretender que desde el exterior se intentaba un intervencionismo que, como escribió Ginés de Buitrago (seudónimo de Carrero), pretendería «cocer» gobiernos españoles en Londres. Este último argumento tuvo un considerable éxito en España pero, en cambio, no se puede decir ni remotamente lo mismo respecto del impacto exterior de las tesis defendidas por Franco, que no convencieron a ninguno de sus adversarios. Tampoco puede decirse que lo hiciera la gestión diplomática en la que se apoyó Franco para la defensa de su imagen externa.

Pero esta política, en su simplicidad, tuvo su lógica y estuvo absolutamente trabada, aunque resultara siempre un ejercicio de extremado voluntarismo y abundara en declaraciones grotescas que a nadie convencían.

Muchos de los diplomáticos españoles de la época se daban perfectamente cuenta de que sólo una desaparición de los aspectos más notoriamente dictatoriales del régimen sería capaz de aliviarle de esa presión externa. Lo mismo, en definitiva, pensaba en un principio Martín Artajo quien, al final, sirvió tan sólo como instrumento aunque también proporcionó al régimen uno de sus grandes argumentos, la identificación con la causa católica. No obstante, ni todos los católicos de otras latitudes apoyaron al franquismo ni éste fue el único argumento empleado por el régimen. En efecto, Lequerica, nombrado inspector de embajadas y de hecho representante de Franco en Estados Unidos, utilizó otro tipo de argumentación, basada en los intereses materiales y en el propio juego interno de la política norteamericana. Para él era esencial estar en la permanente «batalla de pasillos e intrigas», característica de la política norteamericana, e imprescindible, si no corromper, por lo menos «ayudar a empresas», para lo que sobre todo habría de servir el partido republicano, al que describió, con palabras significativas como un grupo «sin pasiones fanáticas, administrativo y económico». En otro plano de la cuestión, se debe tener en cuenta que los intereses materiales jugaron en estos momentos un papel importante en beneficio de Franco. Eran los tiempos de la reconstrucción de una Europa duramente azotada por la guerra y, por más que España partiera de una situación lamentable, disponía de recursos que les podían ser necesarios a los vencedores para aquel propósito fundamental.

Francia, por ejemplo, necesitaba la flota española para su comercio y en Gran Bretaña se llegó a decir que sólo España podía proporcionar frutos frescos a los niños. La realidad es que hubo siempre otras posibilidades.

Vistos ya los limitados recursos materiales, personales y doctrinales de los que se sirvió el franquismo podemos pasar a narrar el proceso de aislamiento. Era tan obvio que iba a producirse que durante la última fase de la guerra mundial, a pesar de sus declaraciones, en la práctica el régimen trató de adecuarse a la previsible situación que se iba a producir en la Europa de la época. De ahí las facilidades concedidas a la navegación aérea norteamericana que, en términos estrictos, violaban una neutralidad efectiva. Pero todo ello fue demasiado tardío y poco convincente. En los primeros meses de 1946 la situación diplomática española empeoró gravemente. Panamá pidió que los países miembros de la ONU ajustaran sus relaciones con España a lo dispuesto en las conferencias de San Francisco y Postdam. Francia, que recordaba todavía el impacto sobre la opinión pública de la Guerra Civil española y cuya política estaba muy influida por la izquierda, cerró la frontera española. Pudo dar la impresión de que el régimen tenía sus días contados y ello explica a la vez la efervescencia de los monárquicos y la nerviosa actitud defensiva de Franco, pero casi al mismo tiempo los gobernantes occidentales dejaron bien claro que sus preocupaciones nacían de otra potencia mucho más poderosa, la Unión Soviética. Las primeras referencias al llamado «telón de acero» datan de estas fechas. En marzo de 1946, precisamente para evitar alinearse por completo con la Unión Soviética, los aliados occidentales (Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos) hicieron una declaración que expresaba a la vez su deseo de que cambiara la situación española y de que no se reprodujera la Guerra Civil. Las potencias democráticas manifestaron entonces su voluntad de no interferir en la política española, de que Franco se retirara, la Falange fuera abolida y se formara un gobierno provisional (que, por lo tanto, no necesariamente habría de ser republicano). En el fondo daba ya la sensación de que aceptarían una fórmula de evolución muy modesta. «Lo más que podemos esperar —escribió un diplomático británico—, es una modificación del presente régimen y la supresión de sus elementos más reprobables».

Pero este planteamiento más moderado fue inmediatamente radicalizado en la ONU. En abril de ese mismo año Polonia, un país en el que la influencia soviética era ya determinante, afirmó que la existencia de un régimen como el de Franco constituía un peligro para la paz mundial. La verdad es que las afirmaciones del delegado polaco eran manifiestamente exageradas pues, en realidad, el régimen estaba estrictamente a la defensiva, y ni remotamente tenía la capacidad o el deseo de invadir Francia y si pudo ocultar a algunos colaboradores de los nazis también entregó a otros. En Ocaña, donde, según el delegado polaco, se estaban fabricando bombas atómicas, en realidad lo único que se producían eran ladrillos. Lo que los países comunistas hubieran deseado era que las Naciones Unidas no sólo hubieran roto sus relaciones diplomáticas con la España de Franco sino también las económicas. La resolución a la que se llegó fue, sin embargo, más limitada, aunque era también más amplia que la aprobada en su momento por los países democráticos. Tras una larga tramitación de la misma, en diciembre de 1946 España fue expulsada de todos los organismos internacionales recomendándose que los embajadores acreditados en Madrid fueran llamados a sus países respectivos al tiempo que se amenazaba con la adopción de otras medidas complementarias en el caso de que la situación no cambiara.

Ya sabemos que tales medidas produjeron cuando se conocieron en España una reacción de «numantismo». Eran, por supuesto, el mejor testimonio del aislamiento del régimen de Franco en estos momentos: sólo hubo seis votos negativos, todos ellos de países hispanoamericanos, mientras que hubo 34 positivos y 12 abstenciones. En términos prácticos, sin embargo, el efecto de la medida de la ONU fue relativamente poco importante puesto que de hecho la España franquista ya estaba virtualmente aislada. Sólo tres embajadores europeos (entre ellos, el británico) y dos hispanoamericanos se retiraron de Madrid, en donde únicamente permanecieron el embajador portugués, el de Suiza (en una muy estricta interpretación de la neutralidad), el nuncio del Vaticano y el representante irlandés, un país de significación muy católica. Con esta simple descripción de la situación española resulta muy claro mediante qué procedimientos debía Franco romper el aislamiento que le había sido impuesto.

Podía esperar que el Vaticano y los sectores católicos de todos los países contribuyeran a defenderle, presentando su régimen como una traducción del catolicismo a la política.

También podía conseguir que Portugal sirviera de elemento intermediario para moderar la posición de las naciones occidentales: de hecho, entre 1945 y 1957, Franco y Salazar se entrevistaron cinco veces. Sin embargo, los procedimientos por los que Franco superó su aislamiento fueron, ante todo, la división de los vencedores en la guerra mundial y la actitud de los países hispanoamericanos y, en menor proporción, de los árabes.

En realidad, aunque la distinción fundamental que se produjo entre los vencedores fue la que tuvo lugar entre la Unión Soviética y el resto cabe introducir matices en cada uno de ellos. La Unión Soviética deseaba, desde luego, la desaparición del régimen de Franco, pero en realidad buscaba sobre todo el mantenimiento de un foco de inestabilidad en el sur de Europa, alimentado por la existencia de guerrillas y por la amenaza de una virtual vuelta a una República en que los comunistas jugaran un papel de importancia. En este sentido los soviéticos, en realidad, preferían el mantenimiento de Franco a una Monarquía democrática estabilizada. A comienzos de 1947 incluso mantuvieron contactos tortuosos e indirectos con Franco para evitar que éste se alineara en alguna medida con los países occidentales. En la práctica fue la ruptura entre la Unión Soviética y los países democráticos lo que salvó a Franco, mucho más que su propia política exterior.

El hecho es significativo, aunque las negociaciones se interrumpieran y no se reanudaran hasta finales de 1949, momento en que se centraron casi exclusivamente en el retorno de los exiliados allí residentes. Francia, por su parte, como en la Guerra Civil, vio que la problemática española se convertía en una cuestión propia. De la misma manera que en el pasado, el predominio político de la izquierda jugó un papel decisivo teniendo como consecuencia que fuera la propia Asamblea la que propusiera la ruptura de relaciones con el vecino país. Sin embargo, no mucho después de producirse, quienes la habían patrocinado ya se habían arrepentido de ella. En una situación en la que existía una competencia comercial creciente los propios franceses llegaron a pensar que ellos mismos iban a ser las únicas víctimas de la ruptura con la España de Franco. En esas condiciones, a mediados de 1948, tuvo lugar ya la firma de un acuerdo comercial y financiero y otro sobre navegación aérea; así se había producido un giro «copernicano» respecto de la inicial postura de este país en un corto plazo de tiempo. Francia hubiera preferido mantener con España relaciones tan sólo comerciales pero Franco sólo aceptó que fueran completas. Un factor importante en el reblandecimiento de la postura gala derivó del abandono del poder por parte del general De Gaulle, que creó dudas entre los anglosajones sobre el posible peligro izquierdista en Francia y debilitó a su gobierno.

Aunque con menos aspereza, también en Gran Bretaña la cuestión española reprodujo las tensiones internas como consecuencia de la Guerra Civil. Los conservadores reprocharon a los laboristas un intervencionismo excesivo en los asuntos españoles pero la realidad es que ni los primeros se identificaron por completo con Franco ni los segundos dejaron de percibir que había unos intereses británicos objetivos al margen de que la situación española se decantara en un sentido u otro. La consecuencia de ello fue que la posición británica resultó la más coherente y estable de los países occidentales: consistió en tratar de acercar las diversas opciones de la oposición política española hacia una fórmula de colaboración bajo el patrocinio de la Monarquía. El procedimiento para hacerlo debía ser también gradual y moderado: como decía Bevin, el responsable de la política exterior británica, debía basarse en una presión diaria y no en una ruptura total. Los británicos no pensaron ni por un momento en poner en peligro sus intereses comerciales y ya en marzo de 1947 suscribieron un acuerdo a este respecto con España, pero mantuvieron con firmeza muy superior a la de los norteamericanos su deseo de mantener aislado a Franco. Decepcionados por una oposición demasiado dividida acabaron por llegar a la conclusión de que no tenía sentido proporcionar más «alfilerazos» a Franco pero al menos tuvieron una cierta sensación de deshonestidad al tomar esta decisión. En 1950 acabaron por aceptar como embajador español en Londres nada menos que al falangista Miguel Primo de Rivera.

Por el contrario, contemplada en su totalidad y en sus variaciones a lo largo de un período temporal reducido, la política norteamericana fue la más errática y cambiante de todas las grandes potencias. Fueron los Estados Unidos quienes, en 1946, editaron la documentación más dura en contra de la pretensión de Franco de haber sido neutral durante la guerra mundial, los más reticentes respecto de soluciones de transición como la Monarquía y quienes, a través de sus cargos más altos, manifestaron un deseo más vehemente de que Franco abandonara el poder. Sin embargo, su política se caracterizó por la existencia de intereses contrapuestos de los cuales uno, el militar —cuando se reveló que Franco no iba a abandonar el poder voluntariamente— acabó predominando al margen de los demás.

El Pentágono siempre consideró necesarias las facilidades aéreas concedidas en 1945, y desde 1947 todos los planes estratégicos norteamericanos partieron de la base de que si los soviéticos iniciaban una ofensiva contra Europa en cincuenta o sesenta días llegarían hasta los Pirineos. España había de servirles de bastión de resistencia y base para una contraofensiva; tan importante, en estas condiciones, era España para el flanco sur de Europa como Gran Bretaña para el norte. Así se explica que quienes primero visitaron España en el proceso de acercamiento mutuo fueron o bien militares o bien parlamentarios dedicados a estas materias. Incluso en la propia Embajada norteamericana en Madrid existió una división de responsabilidades políticas entre el encargado de negocios y los agregados militares. La fecha en que los intereses estratégicos se impusieron sobre cualquier otra consideración se puede determinar de forma muy precisa.

En octubre de 1947 Kennan, responsable de la oficina de planificación política del Departamento de Estado, y figura clave para llegar a comprender la evolución de la Guerra Fría, llegó a la conclusión de que el régimen de Franco no podía ser desplazado sino por la fuerza y recomendó que se relajara la presión sobre él.

Al mismo tiempo las maniobras de Lequerica en el seno de la prensa y de la política norteamericana obtuvieron cierto éxito, favoreciendo un cambio en el legislativo norteamericano. A partir de 1949 las Cámaras norteamericanas empezaron a aprobar ayudas a la España de Franco (durante mucho tiempo fueron vetadas por el presidente Truman, para quien la ausencia de libertad religiosa era un factor de primera importancia en el mantenimiento de España en el ostracismo). La primera ayuda definitivamente aprobada no llegó hasta 1951. Aparte del factor militar, el cambio de postura norteamericana fue propiciado también por la formación de un núcleo de influencias formado por senadores y congresistas católicos, anticomunistas, interesados en la exportación de algodón, en la promoción de la industria militar o contrarios a Truman. Este lobby fue organizado en gran parte por Lequerica, llegado a Washington en 1948. El resultado de todos estos factores fue el giro en la posición norteamericana: la mayor parte de la opinión pública era en 1945 contraria a Franco pero en 1948 el 86 por 100 de los encuestados no ponía inconvenientes a su entrada en la ONU y en 1951 se aproximaba a la mitad el porcentaje de los partidarios de la entrada de España en la OTAN. De todos modos habría que decir que, más que un giro «copernicano», lo que se produjo fue el paso de la consideración de la alianza con España como algo «tremendamente impopular» a algo «simplemente poco popular». La primera entrevista de Franco con un personaje importante de la Administración norteamericana, el almirante Sherman, tuvo lugar en julio de 1951 y se dedicó en exclusiva a cuestiones estratégicas sin que el segundo hiciera la menor alusión a la situación política interna española. Franco pudo decir, entonces, que se habían perdido muchos años sin resolver unas cuestiones que ahora se le presentaban de forma apremiante. Aunque el norteamericano dejó claro desde el principio que su país estaba dispuesto a hacer grandes inversiones en la mejora de las infraestructuras de comunicaciones españolas Franco le repuso que «no se puede pedir a un pueblo que se prepare para ser beligerante sino están ampliamente cubiertas sus necesidades y si no se prepara su espíritu para que su beligerancia resulte posible». Se sentía, por tanto, en condiciones de reclamar que la cuestión militar y la económica de su país se resolvieran «simultáneamente». Como veremos, en cierto modo así se hizo.

Explicada la posición de cada uno de los países occidentales más importantes, es preciso referirse también a lo que podría ser descrito como «las políticas de sustitución» empleadas por la España de Franco para aliviar su aislamiento. La principal de ellas fue la seguida con los países hispanoamericanos y el instrumento del que se sirvió el régimen para lograr apoyos en esta parte del mundo fue la política cultural produciéndose un sustancial incremento en la partida dedicada a estos propósitos (el 40 por 100). Al mismo tiempo tuvo lugar un cambio administrativo importante de modo que el Consejo de la Hispanidad se convirtió, con un cambio muy significativo de denominación, en Instituto de Cultura Hispánica. La cultura española se presentó, a partir de este momento, como promotora de una vía peculiar, tradicional y católica, capaz de rivalizar con otras opciones más materialistas. De esta manera el régimen español podía contar a su favor con una parte de la opinión hispanoamericana aunque también se enajenara a los países de significación más izquierdista (México, Chile, Costa Rica, Colombia).

Debe tenerse en cuenta, además, que el impacto del final de la Segunda Guerra Mundial en Hispanoamérica fue importante en cuanto al inmediato establecimiento de varios regímenes democráticos, pero también efímero. En este panorama, como es lógico, la España de Franco se encontró en una situación óptima para mejor defenderse del aislamiento. «Estamos ya con medio cuerpo fuera del brocal del pozo y nunca olvidaremos a quien nos dio la mano cuando estábamos en el fondo», aseguró Areilza en 1949 aludiendo a una Argentina en la que representó a Franco. En efecto, el papel de este país resultó de tanta importancia para que la España de entonces superara su aislamiento que de él ha podido decirse que dependió la «salvación de una dictadura». Argentina era en los años cuarenta el primer exportador mundial de trigo y de carne de vacuno, aunque carecía de una flota suficiente para transportar ambos productos, lo que explica que desde 1942 tratara de anudar las mejores relaciones comerciales posibles con España.

En lo político el gobierno de Perón propició una «tercera vía» populista, la de la «latinidad», que pudiera ser una alternativa a la preponderancia norteamericana en el nuevo continente. Su carácter autoritario y su negativa a alinearse con la posición aliada en la guerra mundial habían traído como consecuencia que los Estados Unidos se negaran a proporcionarle armas.

En el momento en que se produjo el aislamiento español, cuando, por su parte, también Argentina pasaba por una difícil situación internacional, se produjo una coincidencia de intereses entre ambos países que puede producir la errónea impresión de que había una identidad total entre los dos regímenes. En realidad Perón quería mantener el apoyo de la extrema derecha de su país, al mismo tiempo que dotarle de una conciencia nacional frente a la presión norteamericana, pero el populismo de su régimen distaba un tanto del tono nacional-católico del español. Eva Perón no dudó en decir a un ministro español que su país parecía estar poblado de «sotanudos y chupahostias». El propio ministro de Exteriores argentino, Bramuglia, había sido más proclive a la República que a Franco.

Aunque la colaboración entre Franco y Perón fue circunstancial, duró poco y creó conflictos al segundo en su país, para el primero fue decisiva en las peores circunstancias que tuvo que vivir. En el verano de 1946 España envió un barco de guerra y al ministro de Marina a la toma de posesión de Perón. De ahí que precisamente en el mismo momento en que la ONU recomendó la retirada de los embajadores en España, Argentina se apresuró a enviar el suyo. En octubre de 1946 fue firmado un tratado comercial; en 1947 Eva Perón viajó a España en un viaje que duró quince días y en el que abundó la demagogia populista (incluido el reparto de billetes en los barrios proletarios). Al año siguiente se suscribió el llamado protocolo Franco-Perón, destinado a facilitar las relaciones comerciales entre los dos países. Argentina contribuyó así de forma crucial a que el aprovisionamiento de los españoles no se derrumbara en estos años, tan decisivos para el régimen, pero obtuvo muy poco a cambio. En 1948 España importó casi 400 000 toneladas de trigo y 100 000 de maíz, cantidad que, en precio, no era más que la décima parte de lo que España exportó a Argentina. Ese mismo año la primera tenía a la segunda como primer cliente pero sólo era el cuarto proveedor suyo.

Ni Cádiz se convirtió en un puerto franco encargado de distribuir los productos argentinos por toda Europa, ni se hicieron inversiones en España, ni ésta proporcionó productos industriales a Argentina. En 1948 Artajo visitó Argentina e incluso se pactó que fueran allí 350 000 emigrantes, pero empezaban ya a surgir dificultades que arreciaron en los años siguientes. En 1950 la balanza de pagos era ya favorable a España y en 1954 se produjeron rumores sobre una posible ruptura de relaciones.

En realidad, la relación hispano-argentina durante este período —alianza entre dos excluidos— fue un ejemplo de malentendidos. Argentina era un país pletórico con unos gobernantes en exceso optimistas respecto del futuro económico propio, pero que no podía ayudar a España obteniendo de ella un beneficio real por la simple razón de que las dos economías no eran complementarias. Por eso las posibilidades de colaboración económica resultaron, a medio plazo, modestas. Existía, además, una divergencia real en los planteamientos de política exterior, pues Perón, que no mantuvo una posición cerradamente anticomunista, preveía el estallido de una guerra mundial ante la que sería neutral, mientras Franco quería ser admitido en el mundo occidental gracias a alinearse con él en esta cuestión. Ambos querían beneficiarse el uno del otro, pero Franco fue el que obtuvo las verdaderas ventajas de la relación bilateral.

Perón había sido tan megalómano como poco eficaz y acabó reprochando a Franco que la mitad de las divisas argentinas habían quedado bloqueadas en España.

Los acuerdos comerciales se suspendieron en 1949, cuando ya había pasado el peor momento para el régimen de Franco. La mejor prueba de ello reside en cómo fueron votando los países hispanoamericanos en la ONU respecto del mantenimiento de la recomendación aprobada en diciembre de 1946. Si en 1946 lo habían hecho en contra 6, en 1947, 1949 y 1950 lo hicieron, respectivamente, 8, 12 y 16. El giro de Hispanoamérica respecto de la España de Franco fue, por tanto, global, temprano y decidido al margen de que sólo Argentina prestara a Franco una ayuda decisiva.

Al apoyo de los países hispanoamericanos habría que añadir el de los países árabes. Más aún que en el otro caso la política seguida con ellos fue la consecuencia de un proceso de sustitución: se trataba de conseguir, a través de ellos, una mejora de la situación internacional propia que permitiera acceder a los occidentales, los que verdaderamente importaban. Los países árabes no tenían instituciones democráticas y, en las votaciones de la ONU, acostumbraron a abstenerse; tendían a rechazar la injerencia de terceros en sus asuntos y temían, sobre todo, la comunista. Así se explica que la gestión de la diplomacia y la propaganda españolas pudiera alcanzar éxitos importantes. El problema para Franco era que en un determinado momento los árabes pudieran reclamar la independencia marroquí. Aun así las relaciones fueron muy estrechas durante el bienio 1948-1949 y en 1950 visitó España el rey Abdallah de Jordania, primer Jefe de Estado que llegó a hacerlo durante esta etapa del régimen de Franco. Luego, en 1952, Artajo viajó por varios países árabes en compañía de la hija de Franco y del general Ben Mizzian, marroquí pero perteneciente al Ejército español. Los árabes utilizaron a menudo a España para poder influir a través de ella en los países hispanoamericanos de cara a la defensa de sus intereses.

Los éxitos de la España de Franco respecto de los países árabes se explican porque a éstos, de momento, les interesaba mucho más la cuestión palestina que la marroquí. Si España se alineó en contra de la creación del Estado de Israel y apoyó la tesis vaticana de la internacionalización de los Santos Lugares fue principalmente por la propia actitud del Estado de Israel. Cuando se proclamó la independencia la noticia ni siquiera fue comunicada a un Estado al que el embajador israelí en la ONU consideró «activo simpatizante y aliado» de los nazis. Israel, en efecto, surgió con la voluntad de obtener principalmente su prestigio en los medios liberales y socialistas. Ni el recuerdo magnificado de la ayuda prestada a los judíos perseguidos durante la guerra mundial, ni cierta libertad religiosa otorgada en España (donde se abrieron las sinagogas a partir de 1945) impresionaron en absoluto a los políticos israelíes. Cuando éstos estuvieron dispuestos a llevar a cabo algún tipo de cambio, ya en los años cincuenta, la España de Franco, mucho mejor instalada en el escenario internacional, no tenía ningún interés en modificar su posición proárabe.

Señalados los apoyos a los que podía recurrir el régimen de Franco, podemos ahora narrar el proceso de la ruptura del aislamiento en que había caído a fines de 1946. En 1947, España fue expulsada de la Unión Postal Internacional, la Unión Internacional de Comunicaciones y la Organización Internacional de Aviación Civil, pero la postura favorable a ella en la ONU sumó 16 votos, frente a los 6 del año precedente. A estas alturas, contrariamente a lo que decían las naciones comunistas, para quienes era preciso recurrir a las sanciones económicas en contra del régimen franquista, las occidentales pensaban que la retirada de embajadores había tenido el paradójico efecto de suscitar más apoyo en torno a Franco y que, por tanto, más valía optar por un cambio lento de posiciones. La «lenta relajación» de la presión sobre la España franquista recomendada por los planificadores del Departamento de Estado se vio favorecida por los acontecimientos internacionales de los meses siguientes. En el verano de 1947 Hungría, bajo la presión soviética, se había convertido en una dictadura comunista, en febrero de 1948 sucedió lo mismo en Checoslovaquia y en el verano de ese mismo año los soviéticos iniciaron el bloqueo de Berlín. A esas alturas ya había visitado España el chairman del comité de fuerzas armadas del Senado norteamericano, quien habló con Franco y afirmó que todos los que se oponían al comunismo querían la integración de España en los mecanismos de la defensa occidental; por entonces la frontera con Francia se había reabierto. A la altura de 1949, todavía Dean Acheson calificó de «fascista» el régimen español pero esto le valió ser atacado por varios senadores de su país; en cambio, en enero de 1950 acabó por reconocer que los Estados Unidos aprobarían una resolución de la ONU que permitiera volver a mantener relaciones con la España de Franco. Finalmente, en noviembre de 1950, las Naciones Unidas aprobaron, por 38 votos contra 10 y 12 abstenciones —entre las que figuraban las de Francia y Gran Bretaña— una resolución en la que, sin entrar a juzgar el régimen español, se autorizaba a los países miembros de la Organización a reanudar relaciones diplomáticas con España. De hecho, en ese mismo momento había ya en España representaciones diplomáticas de 24 países. A fines de 1950 Estados Unidos y España normalizaron su situación diplomática y el segundo país comenzó su vuelta a los organismos internacionales con su admisión en la FAO. Una visión superficial pretendería que la posición de los países occidentales había cambiado sustancialmente, en especial en el caso de los Estados Unidos que precisamente durante todos estos años tuvieron una misma y única administración. Sin dejar de reconocer la inconsistencia de la posición norteamericana, conviene también someter a crítica la posición de exiliados españoles, como Madariaga, que juzgaron que en la práctica la posición de esos países democráticos no concluía en ninguna medida eficaz contra el régimen franquista. Desde 1945 todas las democracias pensaron que hubiera sido mejor que Franco se retirara, pero en ningún momento estuvieron dispuestas a una intervención militar porque ni una democracia puede llevarla a cabo interviniendo en la política interna de otros países, ni, además, la España de Franco representaba un peligro real. Al tratar de España un diplomático británico aseguró, frente a lo que afirmó el delgado polaco en la ONU, que «sólo es un peligro y una desgracia para ella misma».

Además, las potencias occidentales, se encontraron con que la oposición parecía débil y poco unida y que, por tanto, la decisión de retirar embajadores en vez de debilitar a Franco contribuía a aumentar su estabilidad. Al final, vista la irrelevancia de España y la aparente solidez de su régimen, acabaron por someterlo a lo que podría denominarse un «ostracismo tolerante». En parte, esta posición se entiende por la conciencia de que no había medios diplomáticos para producir un cambio: Truman afirmó que la salida de embajadores era «la forma incorrecta de cumplir un propósito correcto», y Bevin, el secretario del Foreign Office, describió la que hasta el momento había sido su propia postura como «una conducta ineficaz y poco inteligente». Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta que esa posición no encerraba un reconocimiento de la bondad del régimen español sino, más bien, de la barbarie de un pueblo: el encargado de negocios británico, Howard, llegó a la conclusión de que lo que necesitaba el «salvaje y extravagante país» en donde le había tocado residir era una «mano fuerte», mientras que el norteamericano Culbertson consideraba que, a fin de cuentas, el régimen que España tenía no era peor que otros que había tenido con anterioridad.

Por lo tanto la Guerra Fría aumentó la tolerancia respecto de Franco y el predominio de los factores de índole estratégica sobre los de carácter ideológico, pero el ostracismo se mantuvo y la mejor prueba la tenemos en que España no pudo participar en el plan Marshall, lo que, de haberse producido, le hubiera permitido llegar antes al desarrollo económico, ni tampoco en la OTAN. Tan pocas esperanzas tenía de esto último, porque en realidad era imposible la homologación con unas instituciones democráticas, que Franco intentó convencer a Portugal que su integración en esa fórmula defensiva occidental era contradictoria con el Pacto Ibérico. Conscientes de su debilidad, los dirigentes españoles estaban, a estas alturas, mucho más dispuestos a colaborar defensivamente con Occidente a través de un pacto con Estados Unidos que a cambiar un ápice sus instituciones.