Como ya hemos visto, la personalidad más clarividente y activa de la izquierda española del momento, Indalecio Prieto, aunque su trayectoria política se había caracterizado precisamente por la proximidad al republicanismo, fue plenamente consciente en este momento de que la posibilidad de sustitución del régimen de Franco pasaba, precisamente, por llegar a un acuerdo con los monárquicos; por su parte, las potencias democráticas occidentales, aunque con matices, estaban de acuerdo también en una transición hacia la democracia a partir precisamente de la aceptación, en la Monarquía, de una reconciliación de todos los españoles enfrentados por la Guerra Civil. Resulta, por tanto, imprescindible referirse a la alternativa monárquica, y es preciso hacerlo además de forma separada de la historia política del régimen, pues si durante la Segunda Guerra Mundial pudo atraer las esperanzas de un sector del mismo hacia su institucionalización, ahora ya representaba de manera inequívoca una ruptura respecto del mismo, aunque pretendiera hacerlo por el procedimiento de la transición pacífica. Si hubo una ocasión en que el régimen franquista pudo ser sustituido, ésta se produjo en 1946 y, caso de producirse esta sustitución, hubiera sido la Monarquía de Don Juan la que lo habría relevado. Todo ello obliga a explicar lo ocurrido en esta fecha con cierto detenimiento.
A lo largo de 1945, después del manifiesto de Lausanne, menudearon entre Suiza y España los emisarios de Don Juan y Franco pero lo cierto es, sin embargo, que las posibilidades de acuerdo entre ambos fueron siempre muy limitadas debido a las diferencias sustanciales que los separaban. El dictador pedía que la Monarquía encarnara «las esencias antiliberales de nuestra Cruzada» e incluso no tenía inconveniente en equiparar la posición de Don Juan a la simple traición. Ni por un momento pensó en que debía abandonar el poder sino que se aferró de forma decidida a él. Tenía la posibilidad de utilizar armas poderosas en contra de la Restauración: podía movilizar contra ella a los militares más jóvenes o a algunos antiguos monárquicos de edad y desde un principio parece haber optado también por la eventualidad de complicar cualquier posible restauración por el procedimiento de multiplicar el número de posibles candidatos. Pero su gran arma fue el sentido del tiempo y la lentitud en la acción. Quien habló con Franco por estos días descubrió que estaba dispuesto a actuar «con mucho tacto pero sin prisa» y confirmó que era un maestro en «el paso lento y la marcha atrás». La mejor prueba de ello es que su entrevista con el hijo de Alfonso XIII, que todo el mundo consideraba en este momento inaplazable, se llevó a cabo dos años y medio después, cuando ya le tenía en sus manos.
Por su parte, la Monarquía de Don Juan podía representar una fórmula constitucional homologable a las restantes naciones europeas, aún lo suficientemente imprecisa como para intentar cobijar a toda la derecha española, a la mayor parte de la cual debía procurar atraer a una fórmula de convivencia con la izquierda derrotada en la Guerra Civil. A pesar de todos los contactos citados existió un malentendido absoluto incluso respecto del traslado de Don Juan de Borbón, en febrero de 1946, desde Suiza a Portugal. Su llegada al vecino país causó en España una enorme conmoción. Un importante elenco de personalidades, entre las que figuraban veinte ex ministros, diplomáticos, aristócratas, militares y los cinco banqueros más importantes dirigió al que ya entonces se presagiaba como futuro Rey un escrito conocido como el «saluda» (por el verbo con que se iniciaba), que testimonia que los apoyos de Franco eran menores de lo que pudiera pensarse, aunque él mismo los multiplicara por el procedimiento de recurrir a la resistencia numantina. En efecto, una buena parte de los firmantes no hacía sino apuntarse a una fórmula que parecía imponerse de acuerdo con la situación internacional pero estaba poco dispuesta a apostar por ella hasta las últimas consecuencias. Así empezó a verse cuando, días después de la llegada de Don Juan a Estoril, Franco rompió cualquier tipo de relación con él. Estaba indignado por ésta cercanía que parecía hacer presente la posibilidad de un relevo en la jefatura del Estado. En los escritos que Carrero le dirigió por entonces se aprecia de forma palmaria la indignación de ambos contra «el pequeño sector de los salones bien» caracterizados por el «esnobismo, la frivolidad y la estulticia». Ambos parecen haber pensado que aquél a quien designaban como «el pretendiente» ponía en peligro la victoria en la Guerra Civil. Éstos fueron también los momentos en que Franco se pronunció contra los monárquicos de la forma violenta que ya conocemos.
Tuvo entonces la causa monárquica que realizar un «doble juego» que, como escribió Gil Robles, fue de dificultad tan manifiesta que concluyó por no fructificar. Se trataba de, por un lado, resquebrajar la apoyadura social del régimen atrayendo a aquellos sectores que en la Guerra Civil habían estado al lado de Franco y, al mismo tiempo, llegar a un acuerdo con la izquierda no comunista sobre un marco constitucional de convivencia. Es cierto, además, que Don Juan de Borbón titubeó en más de una ocasión y que repetidas veces dio la sensación de no saber a qué carta quedarse. Pero, aunque se puede aceptar que estuvo influido por consejeros muy divergentes en lo fundamental lo cierto también es que la heterogeneidad de los monárquicos y la incertidumbre sobre el método para sustituir a Franco constituyen los factores esenciales que permiten explicar su fracaso. El «doble juego» da la impresión de frivolidad pero, en realidad, la posición de Don Juan fue siempre muy abnegada: hizo lo que creyó que debía hacer incluso teniendo en ocasiones de escepticismo su acción por la conciencia de que muchos no la comprendían. En definitiva, si Franco no fue sustituido, la razón estriba en que a un dictador alzado con el poder en una Guerra Civil es muy difícil desplazarle como no sea mediante otra guerra civil.
Esta «doble política» tuvo su comienzo mediante un intento simultáneo de atracción de la derecha y la izquierda en los primeros meses de 1946. En febrero de 1946 se firmaron las llamadas «Bases de Estoril» por las que una parte del carlismo, dirigida por Rodezno, se incorporó a la causa de Don Juan después de suscribir unas bases ideológicas en las que al mencionarse «sanas instituciones representativas» se evitaba la sensación de que se repudiara radicalmente el liberalismo. Al mismo tiempo tenían lugar contactos con la izquierda moderada en el interior de España a través del general Aranda, que acabó siendo confinado (por su parte, los también generales Kindelán y Ponte habían sido pasados a la reserva). A lo largo de ese mismo año tuvieron lugar, además, contactos entre dirigentes de la CNT y de la ANFD y quienes llevaban la causa monárquica, principalmente en Portugal. Resulta, sin embargo, muy probable que en estos meses la causa monárquica actuara con exceso de parsimonia porque Franco tomó en los siguientes una iniciativa que ya no volvió a perder. Debe recordarse, al mismo tiempo, que la posición de los socialistas no fue posibilista sino muy tardíamente.
El franquismo, además, se vio beneficiado por una peculiar reacción de la opinión pública española. La posición de las potencias democráticas al condenar al régimen no fue bien entendida por la parte de la sociedad española que apoyaba a Franco, con el resultado de que éste pudo estimular una actitud de resistencia numantina que sabía que en última instancia no era necesaria puesto que no se iba a producir en ningún momento una intervención militar de los vencedores en la guerra. Esta percepción la tuvieron muy pronto tanto Carrero como Franco y jugó un papel fundamental en sus decisiones. En este ambiente se produjo la comunicación a Don Juan de la Ley de Sucesión, sobre la que no había podido emitir juicio alguno hasta el momento de su aprobación. La conversación que tuvo con Carrero, encargado por Franco de comunicarle la decisión, no puede ser más significativa. Don Juan se quejó de que el texto suponía la implantación de la monarquía electiva y el consejero de Franco le repuso que en una guerra civil no se podía estar a caballo entre las trincheras. «No podrán ustedes», repuso el primero aludiendo a las dificultades que tendrían de cara a la opinión pública internacional. En eso, sin embargo, se equivocaba. Don Juan, que por un momento dudó si ir a España para conversar con el jefe del Estado, finalmente renunció a ello y publicó un manifiesto reivindicando la legitimidad dinástica y manifestando su repudio de lo que era una Monarquía electiva con un solo elector, el propio Franco.
Sus posteriores declaraciones al periódico británico The Observer tuvieron, sin embargo, el inconveniente de chocar con la opinión pública monárquica del interior de España. En ellas la Monarquía aparecía como superadora de la Guerra Civil y restauradora de las libertades. Además —y esto era lo más grave para los sectores conservadores—, don Juan afirmaba que no tenía contactos partidistas pero que sí permitía que los tuvieran sus seguidores, incluso con quienes combatieron en el otro bando durante la Guerra Civil. El aparente giro a la izquierda que significaba esta toma de postura —en realidad estaba ya implícito que de esta manera habría de actuar inevitablemente la Monarquía, una vez restaurada— fue ratificado por la entrevista entre Gil Robles y Prieto en una reunión celebrada en Londres en octubre de 1947.
Aunque los dos dirigentes insistían ante sus seguidores en las discrepancias que los habían separado, la verdad es que coincidían en el restablecimiento de las libertades, la amnistía y la integración en Europa, es decir, en lo verdaderamente esencial. Ambos eran posibilistas y habían tenido tras de sí a dos de los principales grupos políticos de los años treinta.
Las discrepancias residían en que Prieto quería un Gobierno sin signo institucional mientras que Gil Robles deseaba una restauración hecha por el mismo Franco y luego sometida a la ratificación ante los españoles. Prieto insistía más en dejar desde un principio plena libertad a los comunistas mientras que Gil Robles hacía hincapié en el papel mediador que, en la transición hacia la libertad, podía desempeñar el Vaticano. Pero no existía una diferencia sustancial en el resultado final. De nuevo, ante la aparición de estas noticias en la prensa española, acompañadas de la correspondiente propaganda, siguió una actitud en la masa conservadora del país de absoluta y total cerrazón a toda posibilidad de cambio. El alejamiento de la posibilidad inmediata de llegar a la restauración, el problema de la formación de Don Juan Carlos, su primogénito, y la propia división de los monárquicos hizo que a partir de 1948 Don Juan intentara otra estrategia.
Consistió ésta en el acercamiento directo a Franco como si sólo mediante el acuerdo con él fuera posible la restauración de las instituciones monárquicas. Hubo, al mismo tiempo, un cambio en los consejeros de Don Juan. Si antes habían sido de manera primordial Sainz Rodríguez y Gil Robles, ahora pasaron a ser el duque de Sotomayor y Julio Danvila. Fueron ellos, sirviendo de mediadores con Franco, y no el hijo de Alfonso XIII, quienes tomaron la iniciativa. De esta manera se llegó a la entrevista del Azor, celebrada en aguas vascas en agosto de 1948. Como en el resto de las entrevistas celebradas entre Franco y Don Juan, lo más importante de ésta no residió en su contenido en sí, que probablemente no pasó de consistir en vagas promesas por parte de Franco, unidas a la recomendación de paciencia y de confianza en su persona. Mucho más trascendente fue, sin embargo, el propio hecho de que la entrevista se hubiera celebrado, porque para los exiliados el representante de la Monarquía aparecía ahora totalmente identificado con el vencedor en la Guerra Civil. Don Juan, sin embargo, comentó ante sus seguidores que se había sentido obligado a hablar con Franco porque su hijo debía educarse en España. «¿A quién de los dos le saldrá el tiro por la culata?», se preguntó refiriéndose a Franco y a él mismo. «Dios dirá», concluyó Por contradictorio que parezca, los dirigentes monárquicos no consideraron incompatible ese acercamiento a Franco y el mantenimiento de conversaciones con los socialistas. Incluso éstos estuvieron dispuestos, a regañadientes, a aceptar esta duplicidad cuando la conocieron. En el mismo momento en que estaban teniendo lugar las conversaciones entre Franco y Don Juan, representantes monárquicos y socialistas se entrevistaban en San Juan de Luz, a pocos kilómetros. Los primeros hubieran querido que los socialistas aceptaran una especie de ministerio-regencia que habría de ser el destinado a hacer la transición; fracasaron en su empeño pero constataron, al mismo tiempo, que por lo menos coincidían con sus interlocutores en el resultado mismo de esa transición, una democracia asimilable a las europeas. Desde una perspectiva actual parece evidente que el procedimiento era lo de menos y que la verdadera cuestión residía en la voluntad de Franco de aferrarse al poder, ante la que daba lo mismo cuál fuera la estrategia que se adoptara.
El hecho es que a finales de 1948 las esperanzas de restauración monárquica fueron disipándose, mientras que se producía un lento caminar de esta causa hacia un colaboracionismo meridianamente claro con el régimen. Lo que los socialistas presentaron como el «pacto de San Juan de Luz», los monárquicos dijeron luego que había sido tan sólo una coincidencia de criterios en un momento como el de la guerra fría, en que cualquier tipo de contemporización con la izquierda a los ojos de los más conservadores parecía una entrega a los comunistas. La presión de las potencias democráticas se había ya reducido a la nada y la perplejidad reinaba en las filas monárquicas. A la altura de 1951 las posibilidades de acuerdo entre monárquicos y socialistas se habían desvanecido, mientras que quienes habían aconsejado a Don Juan una táctica de distanciamiento respecto del franquismo se encontraban con la duda de marginarse por completo o aceptar que la causa monárquica necesariamente estaba obligada a actuaciones aparentemente contradictorias.
A fines de 1951, cuando ya había sido nombrado el nuevo Gobierno de Franco, al que un portavoz monárquico no dudó en calificar como el «más totalitario» que nunca había tenido, Don Juan debía ser ya consciente de lo inevitable de la colaboración con Franco, pues hizo unas declaraciones en las que afirmó su deseo de ponerse de acuerdo con él al mismo tiempo que recordaba que había querido servir a su causa durante la Guerra Civil. Estas afirmaciones, producto del escepticismo, cierran la etapa en que la posibilidad de restablecimiento de las instituciones monárquicas estuvo más próxima a traducirse en la realidad. Hubo, además, un testimonio bien patente del acuerdo al que en la práctica habían llegado Franco y Don Juan. En noviembre de 1948, Don Juan Carlos fue enviado a España, una decisión que era inevitable, pues hasta el momento se había educado muy lejos de ella e incluso tenía ciertos problemas con el idioma, y que al mismo tiempo suponía la sustitución de los consejeros antifranquistas que hasta entonces había tenido la Monarquía por otros más cercanos a los círculos gubernamentales. De nuevo se convirtió en una cuestión política la educación del Príncipe cuando, acabado el bachillerato, se planteó si tenía que continuar sus estudios en España o debía hacerlo en el extranjero. Los consejeros más cercanos a Don Juan hubieran preferido una Universidad extranjera o la española de Salamanca, pero el sector más colaboracionista con Franco acabó imponiéndose y éste, de hecho, pudo controlar la formación de quien con el paso del tiempo habría de convertirse en Rey de España. La realidad era, sin embargo, que entre padre e hijo hubo siempre una especie de «pacto de familia» para cumplir un idéntico programa aunque las apariencias no lo desvelaran por el momento. Así se demostró en efecto a partir de 1975, es decir, treinta años después del gran momento de la alternativa monárquica. La transición hacia la democracia admite, en efecto, muchas comparaciones con lo acontecido en aquellas fechas. Para los monárquicos de 1945, incluido el propio Don Juan, la democracia era más irremediable que deseable pero sin duda hubieran llegado a ella en el caso de haber triunfado y de haber conseguido la restauración. Además de este período derivó para la Monarquía otro resultado positivo: se había convertido en la alternativa fundamental al régimen y siempre lo seguiría siendo, aunque las alternativas entre confrontación y colaboracionismo la desgastaran de forma considerable en más de una ocasión.