En abril de 1969 el antiguo alcalde socialista del pueblecito malagueño de Mijas, Manuel Cortés, reapareció en la vida pública cuando se concedió una amnistía definitiva que hacía desaparecer cualquier eventual responsabilidad que le pudiera corresponder por delitos producidos durante la Guerra Civil. Había permanecido treinta años, desde los treinta y cuatro a los sesenta y cuatro de su vida, oculto en su casa esperando la posibilidad de salir. «Lo que más me oprimía —contó luego— eran las noticias de los compañeros que habían fusilado». Pasó por muy cambiantes estados de ánimo durante este tiempo. «Lo que más me desesperó fue cuando parecía que los nazis iban a ganar la guerra», añadió, «pero cuando ya les derrotaron empecé a tener una esperanza ciega». Tuvo, sin embargo, que esperar la friolera de un cuarto de siglo más para sentirse libre de cualquier peligro. Su experiencia, aunque singular, no fue sino una más de aquéllas por las que pasó la España derrotada durante la Guerra Civil.
No es el momento aquí de repetir lo dicho en este libro acerca del exilio que produjo la victoria de Franco después de la finalización de la Guerra Civil, pero cualquier alusión a los derrotados debe empezar por la constatación de la muy precaria situación por la que pasaban a la altura de 1939 y de cómo, además, esa situación, frente a todas las expectativas, se prolongó después de 1945. Sobre quienes permanecieron en España recaía todo el peso de la represión emprendida, exiliados en su propia tierra, con ocasiones de trabajo limitadas y sanciones profesionales, a veces tan penosas como las carcelarias; mientras, otra parte de la oposición estaba dispersa por una emigración que se había repartido por todo el mundo. Además, todavía se vivía en un ambiente de descomposición política interna como el que había caracterizado a las últimas semanas de las instituciones republicanas. Incluso existió un tercer problema que derivaba de las dudas acerca de la legitimidad de las citadas instituciones después de la dimisión de Azaña en 1939. En realidad hasta que no empezó a tenerse seguridad respecto del resultado de la guerra mundial no hubo propiamente una movilización de los derrotados en la Guerra Civil para intentar la recuperación del poder político en España; sin embargo, esta oposición fracasó una vez que se produjo, en parte por las circunstancias internacionales, y en parte también por la manera en que se intentó la reversión del resultado de la guerra. Pero, al menos, sobrevivió y tuvo un momento de esperanza que ya en los años cincuenta estaba destinada a desvanecerse por completo. A continuación, en las líneas que siguen, estudiaremos cuál fue la evolución de cada uno de los grupos de que se componía para luego establecer un balance global de los cambios que experimentó durante este período.
Probablemente el ejemplo más palmario de discordia interna en el seno de las fuerzas del Frente Popular durante la época de la República y la Guerra Civil sea el del partido socialista, fenómeno al que se ha atribuido un papel de primera importancia en el colapso de las instituciones republicanas. Tal situación perduró, incluso acentuándose, hasta 1945 y sólo con la esperanza de la victoria aliada se animó una re-composición tardía pero que, en todo caso, también resultó definitiva. De ella fue beneficiario fundamental Indalecio Prieto quien incorporó a sus filas de seguidores a antiguos colaboradores de Largo Caballero o de Besteiro mientras que declinaba claramente la influencia de Negrín. Este probablemente nunca tuvo una influencia predominante en el seno del socialismo español, aunque sí en el aparato estatal republicano; ahora su estancia en Londres, y los repetidos giros del PCE, —al que siempre se vinculó el «negrinismo», cuando sólo en ocasiones éste se benefició de ellos—, deterioraron su posición. Prieto se convirtió desde una fecha muy temprana en defensor de una solución plebiscitaria, que era la prolongación de la que había mantenido al final de la Guerra Civil; su táctica se encontró con incomprensiones en este momento por parte de las principales potencias y nunca tuvo un apoyo incondicional en el seno de su propio partido. El propio Largo Caballero, el adversario por excelencia de Prieto, mantuvo de hecho una posición parecida. Enviado a Alemania en 1943, cuando volvió sostuvo hasta su muerte una actitud partidaria de la transición pacífica a través de un gobierno en el que participaran quienes no habían actuado en tiempos republicanos; incluso parece haber estado dispuesto a aceptar una solución monárquica. El único aspecto un tanto peculiar de su actitud radicó en el deseo de evitar la colaboración con los militares y de enfrentarse con los comunistas. Araquistain mantuvo una posición semejante adoptando una actitud socialdemócrata, tan distante de su anterior revolucionarismo y, al mismo tiempo, demostrativa que su radicalización anterior era superficial, por más que pareciera profunda.
En el interior de España el PSOE subsistió en las precarias condiciones que fácilmente pueden imaginarse, aunque desde 1944 tuvo una ejecutiva nacional y en Asturias perduraron grupos guerrilleros hasta 1948. Tanto aquélla como el PSOE que se organizó en la emigración de Francia, se caracterizaron por un tono fuertemente anticomunista, producto no sólo de la Guerra Civil sino también de la pretensión hegemónica que los comunistas ejercieron sobre ellos en Francia al acabar la Segunda Guerra Mundial mientras que, en cambio, quería mantener buenas relaciones con los anarquistas y con los republicanos. En Francia el organizador principal del partido socialista fue Rodolfo Llopis, pero Prieto, superior en prestigio y capacidad táctica, fue el verdadero animador del PSOE exiliado en este país, que en 1946 contaba con 8000 afiliados. En esa misma fecha la Internacional Socialista desahució definitivamente a Negrín, pasando algunos de los miembros de este sector del partido a engrosar el PCE.
De cualquier modo no parece que los sectores disidentes socialistas representaran en ningún caso más de una décima parte de la afiliación. Quedaba así la totalidad del socialismo en condiciones de presentar una estrategia basada en la presión exterior y destinada a lograr una transición hacia la democracia sin deslizamiento hacia el comunismo. Los socialistas, aún declarándose republicanos, mantuvieron, como veremos, una actitud posibilista en materia de régimen, a lo que se vieron empujados por puro realismo, pero también porque las potencias occidentales la propiciaron.
Este planteamiento era antitético al de que quienes querían restablecer las instituciones republicanas. Éstos habían mantenido una actitud básicamente pasiva hasta una fecha muy tardía, y en ningún momento consiguieron reconstruir, a diferencia del PSOE, organizaciones partidistas como las que habían tenido en los años treinta (Izquierda Republicana o Unión Republicana, por ejemplo). En efecto, fue en 1943 cuando se produjo el derrumbamiento del fascismo italiano y empezó a aparecer la eventualidad de que una fórmula monárquica sustituyera a Franco, cuando se movilizó el republicanismo de izquierdas. La llamada Junta Española de Liberación fue iniciativa de los republicanos catalanes y en ella participaron también los socialistas aunque su figura más significativa, Martínez Barrio, tenía, como siempre, una significación puramente republicana de centro. La Junta no sólo surgió como contraposición a la alternativa monárquica sino también a los intentos comunistas por inspirar organizaciones aparentemente más amplias. En el interior de España la llamada Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas (ANFD), formada por las mismas fechas, insistió mucho más en la celebración de elecciones libres que en el restablecimiento de las instituciones de 1931; más próxima a los monárquicos, la ANFD mostró también un inequívoco anticomunismo.
Había, pues, surgido un potencial enfrentamiento entre la ANFD y los republicanos exiliados que, como es natural, se intensificó cuando, en enero de 1945, se reunieron en México 72 de los diputados que habían formado parte de las Cortes del Frente Popular, con la adhesión adicional de otros 49. Fue Prieto entonces quien, esgrimiendo la disposición de acuerdo con la cual eran necesarios al menos 100 diputados para tomar decisiones, impugnó cualquier decisión que se tomara respecto de las instituciones republicanas. Ésta se produjo definitivamente en agosto de 1945 después de que representantes de la izquierda española vetaran, con ayuda de México, la presencia de la España de Franco en la ONU. En esa fecha, ante unas Cortes republicanas que ahora contaban con más asistentes, se produjo el definitivo restablecimiento de las instituciones republicanas: Martínez Barrio fue elegido presidente de la República y Negrín presentó ante él su dimisión. Quedaba así resuelto el pleito existente desde el final de la Guerra Civil pero no por ello se consiguió la unidad del campo republicano. Prieto vetó a Negrín como presidente del Gobierno y, cuando se formó un Gabinete presidido por Giral, tampoco quiso pertenecer a él. Por eso puede decirse que la República renacía con graves problemas de unidad.
Sólo a comienzos de noviembre Giral consiguió dar por finalizada la composición de su gobierno y, cuando dio cuenta de ella a las Cortes, se encontró conque Prieto, más al tanto de la realidad de las relaciones internacionales del momento y de las posibilidades de la oposición, no se recataba de dejar abiertas las posibilidades de otras opciones distintas de la legitimidad republicana. Giral no renunció a la violencia para conseguir el restablecimiento de las instituciones que representaba, pero en realidad se dedicó fundamentalmente a ampliar los apoyos de su Gobierno hacia la derecha, contando con republicanos de este signo, y hacia la izquierda, con la inclusión de los comunistas. Sin embargo, todo ello no resultó suficiente para conseguir el apoyo decidido de las naciones occidentales que, al pedir en marzo de 1946 un Gobierno de transición, indicaban que la democracia no se identificaba necesariamente con la República.
Antes de hacer referencia a lo sucedido entre 1946 y 1948, momento en que la oposición exiliada pudo tener el máximo de esperanzas en el restablecimiento de las instituciones de 1931, merece la pena referirse también a otras fuerzas de la oposición que vivieron una existencia prácticamente independiente en los años difíciles de la Segunda Guerra Mundial. El PCE, después de incrementar de forma considerabilísima su influencia política a lo largo de la Guerra Civil, al final de la misma fue acusado por el resto de la izquierda de sostener unas pretensiones hegemónicas incluso con la ayuda del uso de la violencia. La confrontación fue especialmente dura entre socialistas y comunistas y dejó a estos últimos aislados puesto que incluso Negrín sólo fue para ellos un aliado circunstancial, en especial cuando mantuvo una postura pro aliada durante la primera etapa de la guerra mundial, en tanto que los comunistas calificaban la guerra como «capitalista» en un momento en que todavía la URSS no se había alineado con los británicos. Ya durante el período posterior se produjo un primer cambio en la dirección del partido, cuando José Díaz se suicidó en 1942 y la dirección del mismo pasó de hecho a Dolores Ibárruri, Pasionaria; la tendencia representada por Jesús Hernández acabó siendo expulsada en 1944 para ser luego acusada de la peor herejía comunista de entonces, el «titismo», es decir, la adopción de una posición de autonomía frente a Moscú, cuando en realidad no parece haber existido en este personaje otra cosa que una rivalidad personal que en el caso de Hernández venía acompañada, además, por una indudable superioridad intelectual. Estas disputas se solventaron en Moscú pero no sólo fue la Unión Soviética el área de acción del comunismo hispano. En Sudamérica estuvieron buena parte de los dirigentes comunistas y, desde allí, a través de Portugal, consiguieron restablecer una cierta organización en el interior de España. Ya en 1941 y, más señaladamente, en 1942, los comunistas españoles propusieron la táctica de la «Unión Nacional» contra el franquismo con la que pretendían agrupar a sectores muy diversos, incluso de extrema derecha, bajo principios exclusivamente patrióticos y antifascistas. Pero, en realidad, los comunistas no consiguieron el apoyo de casi nadie. Resulta muy posible que las únicas discrepancias que, en el seno del PCE, se produjeron en la fase final de la Segunda Guerra Mundial tuvieran como razón de ser mucho más el predominio en la dirección de quienes estaban en el exterior o en el interior que cualquier tipo de diferencia ideológica.
Quiñones, que dirigió el partido entre 1940 y 1942, y Monzón, que lo sustituyó seguidamente, serían acusados de llevar a cabo una política fraccionalista y poco sumisa a la dirección exterior. Ésta, al cabo, consiguió imponerse y lo hizo incluso con el empleo de la violencia (uno de los dirigentes del interior, Trilla, fue ejecutado). En octubre de 1944, liberada Francia de la ocupación alemana, se intentó la invasión guerrillera a través del Valle de Aran, que fracasó por completo al no haber obtenido el apoyo de la población. Quien la organizó fue Monzón y el fracaso le sirvió a Santiago Carrillo, que durante los años anteriores había seguido un largo periplo por Sudamérica y España, para ascender en el liderazgo en Francia. Su acceso a la dirección del comunismo español en este país no significó, en realidad, un cambio táctico porque se mantuvo la actuación guerrillera: un dirigente de la resistencia antialemana en Francia, el español Cristino García, fue detenido en octubre de 1945 en España y ejecutado a comienzos de 1946, lo que produjo un considerable revuelo en Francia. La entrada de Carrillo en el Gobierno republicano pareció romper el aislamiento que hasta entonces había caracterizado al PCE, pero, como veremos, su presencia en aquél sólo se puede considerar como un paréntesis temporal y muy poco duradero, objeto de una pronta rectificación.
El comunismo español apenas había tenido fuerza en los años treinta en comparación con el anarquismo, pero esa situación cambió en la primera mitad de los cuarenta. La razón estriba en que en estos momentos se le planteó al anarquismo, definitivamente, el dilema de intervenir o no en política. Agravadas sus disputas por la división entre el exilio y el interior, surgía de nuevo la posibilidad de evolucionar hacia el sindicalismo puro o la intervención en política. Es muy posible que la CNT fuera predominante durante la primera oposición al franquismo y concretamente en el seno de la ANFD, lo que indicaría una hegemonía en el interior de la posición moderada y partidaria de la intervención en política. Como en el caso de socialistas y comunistas, los anarquistas contaron con una organización de rango nacional en la clandestinidad a la altura de 1944, pero parecen haber sufrido el impacto de la represión en un grado todavía mayor. A finales de 1945 fue encarcelada la novena ejecutiva nacional de la CNT, que había sido desmantelada por la policía de Franco.
Sólo en los momentos inmediatamente posteriores al final de la guerra mundial se planteó con toda crudeza la alternativa entre si debía implicarse en la actuación política o permanecer al margen de ella. Hubo anarquistas que llevaron su voluntad de actuación en el terreno de la política hasta el extremo de patrocinar la creación de un partido; otros no tuvieron inconveniente en figurar en los primeros Gobiernos de una República que en otro tiempo habían combatido y ahora pretendía haber resucitado sus instituciones. Frente a ellos, el sector más puramente ácrata (Federica Montseny y Germinal Esgleas) patrocinó la guerrilla y el atentado, con escasas posibilidades de conseguir algo por estos procedimientos, dada la carencia de apoyo externo que tuvieron siempre los anarquistas. Quienes han descrito su actuación la han calificado de «quijotesca», lo que es buena prueba de su inviabilidad. Muestra indudable de la perplejidad del anarquismo español es que algunos de sus dirigentes contactaran con la Falange más pura con el propósito de llegar a una colaboración que, finalmente, se vio globalmente frustrada. No obstante, en algunas localidades, o con algunos dirigentes, este colaboracionismo existió y contribuyó a estabilizar al régimen.
En cuanto a los movimientos nacionalistas, es posible detectar en todos ellos, como rasgo general, una tendencia hacia la radicalización en los años de la guerra mundial. Así sucedió en el caso de los nacionalistas vascos, ya se tratara de Irujo en Londres, creando un Consejo Nacional de Euskadi (que consideraba a ésta con unos límites geográficos tan amplios que llegaban al Moncayo) o de un Aguirre que en Estados Unidos defendía la autodeterminación para su pueblo. Lo mismo se puede afirmar del catalanismo. Ya en 1940 la creación de un Consell Nacional de Catalunya en el exterior y de un Front Nacional en el interior parece indicar que se consideraba agotado el grado de autonomismo que podía proporcionar el marco proporcionado por la Constitución de 1931. Claro está, sin embargo, que también la creación de estas dos fórmulas políticas pudo deberse a las dificultades nacidas del exilio. Es significativo también que en 1944 la coincidencia entre los nacionalismos periféricos llevara a la resurrección de la fórmula de «Galeuzca», la agrupación que con las sílabas de las nacionalidades históricas había unido a los jóvenes nacionalistas más radicales en los años veinte. Como es lógico esta evolución creaba de entrada una dificultad adicional a las instituciones republicanas reconstruidas en México.
Resumiendo lo hasta el momento indicado acerca de los grupos políticos de la izquierda se aprecia que la mayor ruptura con respecto al pasado se produjo, sin duda, en el exilio de nacionalistas vascos y catalanes. El PSOE fue refundado en un sentido democrático que había llegado a desdibujarse durante la República y la Guerra Civil mientras que la CNT, al querer volver a su pureza original, acentuó su incertidumbre.
En cuanto al PCE, pese a que con posterioridad quisiera datar en este momento el comienzo de su política de reconciliación nacional, la verdad es que era un partido aislado, principalmente dedicado a la actividad militar o guerrillera, cuya flexibilidad táctica, con bruscos cambios de postura, no llegó a facilitarle la credibilidad de las otras opciones políticas opositoras al franquismo.
En realidad hasta fines de 1945 o comienzos de 1946 puede decirse que la oposición exiliada o de izquierda simplemente sobrevivió. En esa última fecha, cuando la guerra mundial concluyó con la derrota de las potencias del Eje, la España de Franco, que había recibido un fundamental apoyo por su parte, pudo temer la desaparición del régimen mientras que los opositores creían entrever la luz al fondo del largo túnel por el que habían caminado durante tanto tiempo. La paradoja es, sin embargo, que todas esas circunstancias no presenciaron una mayor posibilidad de restablecimiento de las instituciones republicanas. Para muchos españoles, la República no sólo era una vuelta a la situación previa a la guerra, sino una inversión del resultado de esta última; por ello, ya desde 1946, la alternativa monárquica tuvo siempre más posibilidades de sustituir a Franco que la republicana. La primacía de la primera, por tanto, no se explica tan sólo por la posición de las naciones democráticas, en especial Gran Bretaña.
Desde sus momentos iniciales el Gobierno de Giral había tenido serios problemas, que durante 1946 no hicieron sino aumentar. En el interior de España los seguidores de la ANFD no eran muy proclives al legitimismo republicano, mientras que en los foros internacionales Giral no logró convencer a las naciones democráticas de que con Franco podía ocurrir lo mismo que con Hitler en el pasado, es decir, que se convirtiera en un peligro para la paz mundial. Giral no tenía razón objetivamente al hacer esta afirmación y la decisión de la ONU de tan sólo recomendar la retirada de los embajadores pudo ser considerada como una derrota por parte de los socialistas, crecientemente lanzados, de la mano de Indalecio Prieto, por la senda del posibilismo.
Así se explica la posterior formación de un Gobierno presidido por Rodolfo Llopis, ya a comienzos de 1947. Desde un principio el principal organizador del socialismo en Francia estaba condenado a un difícil equilibrio: pertenecía a un partido que era afín a las potencias democráticas y, por tanto, podía constituir una garantía para ellas, pero también debía intentar unir a toda la oposición exiliada y por esta razón incorporó a su gabinete a un representante del PCE, de quien le separaba un abismo.
Además, manteniendo todavía la oposición de los negrinistas, por más que constituyeran un grupo mínimo, quedaba en una situación ambigua respecto del legitimismo republicano y la posibilidad de acuerdo con los monárquicos. Llopis quería evitar, ante todo, que se estableciera en España un régimen sin el apoyo de los españoles, y deseaba llegar a la República sólo a través de la democracia, pero todo esto no bastaba para llegar a un acuerdo con los monárquicos. En agosto de 1947 la posición de Prieto, plenamente posibilista, triunfó en el seno del PSOE y con ello se hizo imposible el mantenimiento del Gobierno, aunque abriera la posibilidad de una apertura de la izquierda hacia los monárquicos.
El Gobierno republicano que se formó a continuación no contó con la presencia de negrinistas, comunistas o socialistas, es decir, de ninguna tendencia a la izquierda del republicanismo tradicional. Presidido por Álvaro de Albornoz, vino a ser una especie de representante del legitimismo republicano y, como tal, duró mucho tiempo, con varias modificaciones en su composición, pero también con la absoluta imposibilidad efectiva de dirigir la alternativa al franquismo. En efecto, a partir de 1947 el Gobierno republicano se limitó a permanecer en un segundo plano sin dejar de reivindicar en las instancias internacionales la legitimidad de las instituciones de la República, pero cada vez con posibilidades más reducidas de acción, por la sencilla razón de que la coyuntura internacional llevaba al enfrentamiento entre bloques y la financiación de las instituciones republicanas se reducía al mínimo. Ya en 1950 Albornoz debió recurrir a un préstamo para poder estar presente en Nueva York durante la reunión de la Asamblea de la ONU, muriendo unos años después en la miseria.
A partir de 1947 fue al PSOE, dirigido por Prieto, a quien le correspondió un papel predominante en la oposición exiliada. Su actitud había sido, quizá, la más clarividente de la izquierda, tanto por su forma de enfocar la situación española como por la de enfrentarse a la situación internacional. Pero eso no quiere decir que su victoria supusiera el triunfo de la alternativa opositora. Para que su estrategia triunfara no bastaba que hubiera reconstruido en 1939 un partido fragmentado hasta la exasperación o que mantuviera una radical oposición al comunismo, sino que, sobre todo, era imprescindible que encontrara una posibilidad real de colaboración con los monárquicos. La aproximación a ellos a lo largo de 1948 se demostró, sin embargo, insuficiente, aparte de producirse con excesiva lentitud como para que, de esta manera, se llegara a una alternativa eficaz. En las conversaciones celebradas en Francia en 1948 (en las que participaron junto con Prieto, Araquistain y Trifón Gómez) no se logró la aparición de una esperanza sólida de sustitución de Franco. Prieto no culpó a los dirigentes monárquicos, aunque luego ironizaría acerca de la cambiante posición de Don Juan; pensó, en todo caso, que el acercamiento de éste a Franco sólo beneficiaba a este último, pero probablemente no veía en lontananza otra solución que seguir en contacto con los monárquicos y tolerar, de momento, su cercanía a Franco.
Por el momento es preciso señalar que aunque Prieto rompió las negociaciones con los monárquicos, no emprendió una estrategia nueva, imposibilitada, en todo caso, cualquier otra, a la vez, por el anquilosamiento de los republicanos y por el estalinismo de los comunistas. Hasta 1951 el PSOE siguió manteniendo en sus congresos la necesidad de un acercamiento a los monárquicos, pero ya en noviembre del año anterior Prieto admitía que su «fracaso era completo». En los monárquicos vio ahora una renuencia radical a colaborar con el socialismo al mismo tiempo que apreciaba una creciente aversión en las potencias democráticas a la sola posibilidad de plantearse el problema español en el sentido de facilitar que fueran los españoles los dueños de su propio destino. A fines de 1951 las relaciones entre socialistas y monárquicos, que habían perdurado hasta esa fecha a través de un comité de enlace crecientemente inactivo, se interrumpieron definitivamente.
Si para los dirigentes emigrados del socialismo estos años fueron de decepción, los del interior experimentaron en sus carnes, después de un momento de esperanza, todo el peso de la represión. Entre 1944 y 1947 existió en el socialismo un cierto grado de organización interna pero después de este último año probablemente desapareciera ya cualquier forma de organismo directivo de carácter nacional. En realidad, el socialismo sólo actuaba a fines de los cuarenta en aquellas zonas en las que había tenido un sólido arraigo histórico (Madrid, País Vasco y Asturias) y, aun así, de forma un tanto inconexa. Por otro lado, aunque tenía un sólido apoyo exterior que le proporcionaba recursos económicos a la hora de las persecuciones, mantenía discrepancias entre su sector emigrado y el interior (este último estaba más próximo a los monárquicos). Los socialistas confiaron, sobre todo, en las potencias democráticas; su papel en la guerrilla fue menor que el de los comunistas y liquidaron los núcleos armados que tuvieron en Asturias a la altura de 1948. Eso, sin embargo, no les hizo evitar la dureza de la represión: aparte de la engendrada por la lucha antiguerrilla, en 1949 había en la cárcel tres comités nacionales que habían actuado de forma sucesiva y unos 1300 militantes. El fracaso de las esperanzas de modificar la situación tuvo una consecuencia inmediata en la reanudación de un nuevo exilio. Unas 10 000 personas cruzaron la frontera como consecuencia del mismo.
Principal protagonista de la guerrilla, aunque ésta no fuera iniciativa exclusiva suya, el PCE vivió en estos años una experiencia de aislamiento, en parte producto de la herencia de la Guerra Civil pero consecuencia también del estalinismo. Como en todos los partidos comunistas occidentales esta etapa supuso una absoluta sumisión a las directrices emanadas de Moscú, hasta el punto de que Santiago Carrillo empleaba expresiones como «estrella polar» para referirse a la Unión Soviética, mientras que Jorge Semprún decía que si ésta no existiera no merecería la pena vivir, y Alberti llamaba a Stalin «padre, camarada y maestro». Como en otros partidos comunistas europeos, el culto a la personalidad de Stalin tuvo su traducción nacional en la del líder propio, en este caso Dolores Ibárruri, cuyas efemérides biográficas eran celebradas con solemnidad y entusiasmo por los organismos del partido. La realidad es, sin embargo, que desde 1947, ausente en la Unión Soviética, había dejado la dirección del partido en manos de dirigentes más jóvenes en Francia, como Santiago Carrillo.
La peculiaridad fundamental del PCE en el seno de la oposición viene marcada por su defensa de la guerrilla. Dos militares de la época republicana, Modesto y Líster, tenían la misión de coordinar su acción, aunque en realidad quienes pertenecían a ella actuaron siempre con bastante independencia. Por otro lado, se ha atribuido a una decisión de Stalin en 1948 el que el PCE abandonara la táctica guerrillera, pero lo más probable es que fueran las circunstancias objetivas del interior de España las que indujeran de forma objetiva tal cambio. En cualquier caso, Stalin tan sólo hizo una indicación muy general respecto de la necesidad de hacer compatible esa actuación armada con la utilización de métodos legales. No puede decirse que este giro supusiera en absoluto el predominio del PCE en las huelgas que se produjeron en estos años que, como veremos, fueron en un elevado porcentaje espontáneas. Además, también continuó la lucha guerrillera, que no se desvaneció como por ensalmo. Ni los comunistas la controlaban por completo ni quienes se habían lanzado a ella podían rectificar de forma tan súbita su dedicación a ella.
Tanto o más que el apoyo a la guerrilla caracterizó al PCE de esta época el aislamiento y, además, el encasillamiento en una posición defensiva, típica de la época estaliniana, que suponía la purga permanente en el interior ante el temor a una infiltración. Todavía hasta 1947 el PCE convivió en el Gobierno republicano con otras fuerzas; su abandono se produjo al mismo tiempo —el hecho resulta significativo— que su marginación del Gobierno en otros países, como Bélgica, Francia e Italia. En 1948 fue eliminado, además, de los gobiernos autónomos catalán y vasco en el momento en que se producía el colapso de la democracia en Checoslovaquia. En 1950 el PCE fue declarado ilegal en Francia, lo que multiplicó la dispersión geográfica de su sector dirigente. Mientras tanto tenían lugar las purgas ideológicas que afectaron a la dirección anterior, a la que habría de ser la posterior o a las que supuestamente reflejaban en el partido español heterodoxias de otras latitudes. Así, Monzón y Quiñones fueron calificados de traidores, Jesús Hernández resultó «titista», y el mismo calificativo fue aplicado a Comorera, un dirigente del PSUC. El propio Santiago Carrillo sufrió por estos años un principio de depuración que concluyó sólo en autocrítica. Una buena muestra de la endofagia del partido se puede apreciar en el hecho de que, de los diecisiete diputados que el PCE tenía en las últimas Cortes republicanas, cuatro habían muerto por estas fechas, pero, además, diez lo habían abandonado por unas u otras razones.
Para concluir este epígrafe relativo a la oposición de izquierdas, es preciso hacer mención a aquellas formas de protesta vinculadas a ella, por lo menos desde la óptica del régimen. La guerrilla se desarrolló de forma espontánea en aquellas zonas en las que había una sólida tradición de izquierda o donde se produjo la dislocación de las últimas unidades del Ejército republicano; el temor a la represión y la orografía también contribuyeron a su nacimiento. Este género de guerrilleros, poco organizados y dotados de unos medios muy parcos, eran simples «huidos» o personas que «se habían tirado al monte». Con ellos los comunistas vertebraron luego una actividad armada dotada de algunos suministros pero que nunca fue realmente peligrosa para el régimen. Como Carrero le dijo a Franco en uno de sus informes se trataba mucho más de «bandolerismo» destinado a provocar robos y un ambiente de inseguridad que de una reacción ofensiva contra el régimen capaz de, por ejemplo, cortar las comunicaciones.
La actividad guerrillera fue importante entre 1946 y 1948, pero se redujo a un mínimo a partir de 1952, aunque todavía habría algún ejecutado por guerrillero a mediados de los cincuenta. Si el PCE no fue el único promotor de la guerrilla en esos años resultó, sin embargo, su principal punto de apoyo: la agrupación guerrillera más activa, situada en Levante, entre Teruel, Cuenca, Castellón y Valencia, dependía de los recursos que llegaban de Francia.
Merece la pena precisar en qué consistió exactamente la actividad guerrillera, porque de una forma que resultaría muy anacrónica se la puede identificar con la lucha por la independencia en contra de las potencias coloniales en el Tercer Mundo. A diferencia de la guerrilla de estas latitudes careció de apoyo sistemático por parte de la población, no pudo contar con ayuda más allá de una frontera, ni emprender ofensiva alguna, manteniéndose tan sólo con pequeños golpes de mano en zonas aisladas y pobres. Las estadísticas de las fuerzas del orden dan idea de en qué consistían sus acciones: asesinatos, secuestros, sabotajes o atracos, a lo sumo alguna ocupación, por corto espacio de tiempo, de una pequeña población. Los guerrilleros no formaron grandes unidades sino pequeñas partidas que permanecían ocultas durante el día y atacaban por la noche. Por eso resulta prácticamente imposible hacer una narración de las operaciones guerrilleras, que concluirían en una larguísima enumeración de anécdotas, como el secuestro de alguna personalidad, luego relevante en el régimen de Franco, como el que fuera ministro de Comercio, Arburúa. Por tanto, más que hacer la historia de la guerrilla hay que remitirse a su geografía y a un balance general de su actuación. En la zona de Levante, como queda dicho, fue donde tuvo mayor impacto, pero también en Galicia, Sierra Morena, Granada y Asturias. Murieron unos 2200 guerrilleros en los combates, mientras que la Guardia Civil, principal encargada de combatirlos, perdió 250 números situándose las pérdidas totales de las fuerzas del orden en torno a las 300 personas. Por los dos lados la lucha se caracterizó por una indudable ferocidad: los guerrilleros aplicaban procedimientos terroristas ejecutando a los supuestos o reales partidarios del régimen, mientras que las tácticas de contrainsurgencia del régimen incluían torturas y aplicación de la «ley de fugas». El propio Carrero propuso recurrir a las «palizas» como método habitual para batir contra el terror adversario.
Tampoco cabe establecer una distinción radical entre la guerrilla y la protesta obrera en las fábricas, como si ambas fueran incompatibles: de hecho, las primeras huelgas en la España de Franco se produjeron en pleno auge de la guerrilla y a veces no fueron actos pacíficos sino que resultaron compatibles con la violencia. Ya en 194 5, con la finalización de la Segunda Guerra Mundial, se dieron algunas huelgas en Cataluña, pero una mayor significación cabe atribuir a la que tuvo lugar en mayo de 1947 en el País Vasco, principalmente en Vizcaya. En ella colaboraron la UGT y la CNT, pero también el sindicato nacionalista vasco y las respectivas fuerzas políticas que apoyaban esos movimientos; hubo, además, algunos actos de violencia. Estas dos regiones, junto con Asturias, constituyen casos un tanto especiales por cuanto eran zonas con fuerte tradición de protesta obrera que, además, estaba destinada a prolongarse en el tiempo.
De ellas fue Asturias la que, hasta la década de los sesenta, mantuvo el protagonismo de la protesta obrera en España. Razones exclusivas de la región lo facilitaban. Desde el comienzo del nuevo régimen se registró un crecimiento sostenido de la extracción de carbón, de modo que la producción se duplicó y ya en 1952 el número de mineros superaba los 90 000, cuando en 1935 eran tan sólo 44 000. La existencia de un fuerte proteccionismo fomentó la aparición de numerosas empresas y de esta manera la atomización implicó desde el punto de vista técnico un bajo grado de modernización. Pero lo que nos interesa es el régimen de trabajo a que se vieron sometidos los mineros. Existió desde la Guerra Civil, pero también en la época posterior, una auténtica militarización de la vida laboral que implicaba, por ejemplo, arrestos en caso de inasistencia al trabajo. Aunque en la España de la época el salario del minero estaba muy por encima de la media, en la práctica hasta fechas muy tardías tan sólo alcanzaba a cubrir las necesidades alimenticias. El carácter compulsivo del trabajo hizo que la productividad disminuyera del orden de un séptimo con respecto a la época precedente. Si se tiene en cuenta la coincidencia de todos estos factores con la falta de modernización se explica la elevada siniestralidad. Entre 1941 y 1959 murieron, como consecuencia de accidentes de trabajo, más de 1500 mineros en Asturias y unos 750 en León y Falencia.
Pese a todo, aunque se produjeron casos de protesta, fueron espontáneos, aislados e inconexos, calificativos todos ellos que resultan válidos para el conjunto de este fenómeno en toda España. En realidad lo que explica esta situación es la conciencia de la derrota y el miedo a la represión. El alcalde de Sabadell, ciudad industrial por excelencia, él mismo importante patrono textil de una fábrica con más de un millar de trabajadores, pudo constatarlo en sus memorias: «El obrero, aunque no exteriorizaba sus pensamientos, tenía la sensación y el encubierto temor de que no tardaría en caer en una nueva era de esclavitud en el trabajo». De los ejecutados en Asturias tras la guerra algo más de la mitad eran mineros y a mediados de los años cuarenta parecen haber existido casos de muerte de detenidos en comisarías: por lo tanto no se debe pensar que la labor realizada por el nuevo régimen en el terreno social consiguiera atraer a un número muy elevado de antiguos dirigentes sindicales. Ni siquiera entre las nuevas generaciones, menos influidas por el pasado, se logró esta atracción. Pero no cabe dudar de la voluntad del régimen de intervenir en las cuestiones sociales, en parte porque el Nuevo Estado fue muy intervencionista en todas las materias y en parte también porque sentía la vocación de «nacionalizar» las masas proletarias.
Otra cosa es, sin embargo, que en ese propósito hubiera un deseo sincero de atender los deseos espontáneos de los trabajadores o que los propósitos oficiales estuvieran bien enfocados o resultaran simplemente coherentes. Las primeras elecciones de enlaces sindicales tuvieron lugar en 1944 pero parecen haber sido totalmente ficticias, muy de acuerdo con el espíritu radicalmente antidemocrático del momento.
Derivación de ellas fue el Congreso Nacional de Trabajadores de 1946, en el que se aprobaron medidas «revolucionarias» dirigidas, por ejemplo, a la nacionalización de la banca. En 1947 se crearon los jurados de empresa, de los que cabe decir algo parecido a los enlaces sindicales. En general la Organización Sindical, que no integró a los trabajadores pero tampoco tuvo la simpatía del empresariado, adquirió un papel en las relaciones laborales que derivaba de la relevancia otorgada por las disposiciones legales. Tanto el trabajador como el patrono debían recurrir a ella porque así lo imponía la legislación.
Todas estas realidades contribuyen a explicar la inexistencia de una protesta social coordinada en el conjunto de España pero la razón más importante radica, sin la menor duda, en la omnipresente represión. En este contexto lo sucedido en la capital catalana al comienzo de la década de los cincuenta reviste un gran interés por lo que tiene de novedad radical. La huelga de tranvías barceloneses de marzo de 1951 fue un conflicto que no inició ninguna de las organizaciones clandestinas sino que fue consecuencia de una reivindicación no política sobre el precio del transporte público, que había subido un 40 por 100, mucho más que en Madrid. Llegó a suponer la práctica paralización de los tranvías durante algunos días, aparte del éxito complementario de dividir a quienes ejercían el poder en la capital catalana (la Falange chocó con un gobernador al que consideraban como demasiado poco afecto). Las autoridades de toda la provincia tuvieron la impresión de que se reproducía la agitación social del tiempo republicano. La oleada huelguística se extendió desde Barcelona al País Vasco y pudo originar en las fuerzas opositoras al régimen la sensación de que existía un potencial de protesta obrera no necesariamente vinculado a la política, que más adelante constituiría un motor principal de la oposición contra el régimen. Por otro lado, en ella, junto a sectores puramente obreristas, habían colaborado miembros de las organizaciones católicas. Todos estos factores —que, en parte, explican la posterior crisis ministerial de abril de 1951— nos introducen al mismo tiempo en un mundo de protesta social que habría de tener un futuro muy prometedor.