El cambio cosmético:
La política del régimen entre 1945 y 1951

En efecto, cuando concluía la guerra mundial se iba haciendo patente que muchos y muy agobiantes iban a ser los peligros que el régimen estaba destinado a sufrir. La dictadura de Franco se vio amenazada, a la vez, por la incertidumbre en lo que respecta al rumbo interno a seguir, por la amenaza de una oposición que pretendía la ruptura respecto del inmediato pasado (o una transición pacífica hacia una fórmula de convivencia) y por un aislamiento exterior producto de la actitud que inequívocamente había adoptado el régimen durante el transcurso de la guerra mundial. Todos estos aspectos están íntimamente entrelazados, de manera que no puede hablarse de ellos separadamente sin aludir de manera más o menos directa a los otros. Sin embargo, con un propósito meramente analítico, se tratará aquí de ellos por separado, bien entendido que la distinción entre los diversos planos obedece tan sólo a estos propósitos.

Franco descubrió en fecha muy temprana la necesidad de mostrar una apariencia de cambio en sus instituciones y encontró el procedimiento para hacerlo a través de la aprobación de un conjunto de disposiciones legales que, siendo de rango constitucional, en realidad modificaban mínimamente el fondo de poder que siempre y de manera inequívoca mantuvo en sus manos. Así la Ley de Cortes de 1942 se puede explicar mucho más que como un intento de aparentar ante los aliados una apariencia política que no existía, que como un procedimiento de otorgar mayor importancia, en el seno del régimen, al componente tradicionalista, perceptible en la denominación de la asamblea y de sus miembros. Resulta muy característico del régimen franquista que una iniciativa procedente de un consejo de Mussolini a Serrano y Franco al final concluyera por dar satisfacción a un sector del régimen muy distinto de la Falange. Algo parecido ocurrió en 1943 con la gestación de un proyecto de Leyes Fundamentales que, por el momento, no llegó a ver la luz. En esa fecha parece haber existido un proyecto de vertebración institucional elaborado por el Instituto de Estudios Políticos; sin embargo, no se aprobó, muy probablemente porque la Falange se sentía todavía con fuerzas suficientes como para vetarlo, mientras que otros sectores menos proclives al fascismo no tenían fuerza como para imponer el suyo propio.

La derrota del Eje hacía, sin embargo, absolutamente evidente lo que Lequerica aconsejó en 1945 a Franco; Arrese (y con él, la Falange) «debía apartarse de la luz», es decir, disimularse al máximo ante un panorama exterior hostil. Como tendremos ocasión de comprobar Franco, que era perfectamente consciente de ello, no dudó en hacerlo; es más, desde 1944 se apreciaron algunos indicios de su voluntad de ofrecer una imagen aparentemente democratizadora como, por ejemplo, la celebración, en octubre de 1944, de las primeras elecciones sindicales y la promesa de que tendrían lugar otras de carácter municipal. De todos modos, lo que más llama la atención acerca de la acción de Franco a partir del verano de 1945 es lo rápidamente que captó las circunstancias internacionales y cómo fue capaz de responder a ellas. Su gran arma fue el empleo apropiado del tiempo para dilatar indefinidamente su permanencia en el poder, mientras que introducía modificaciones adjetivas cuya virtualidad aparentaba ser grande, aunque a nadie le convencieran por completo y luego se revelaran inanes. Al general Várela llegó a decirle que pensaba actuar «con mucho tacto pero sin prisa», frase reveladora de todo un estilo político. Cuando Serrano Suñer le propuso la constitución de un Gabinete de transición hacia una fórmula aceptable en el resto de Europa, gobierno en el que habría de corresponder un papel muy importante a los elementos de origen intelectual, se limitó a anotar «JE-JE-JE» en el documento que incluía la propuesta. La sabiduría «sanchopancesca» que esta frase revela habría de resultarle muy efectiva a pesar de su aparente prosaísmo.

Franco tomó la iniciativa en julio de 1945, momento en que, por un lado, hizo aparecer una nueva legislación constitucional y, por otro, cambió el Gobierno en un sentido meridianamente claro, para hacerlo lo más homologable posible a la situación política europea. Antes, sin embargo, como siempre que quería hacer un movimiento político de importancia, se preocupó de guardarse las espaldas con los altos mandos militares mediante una serie de nombramientos. Muñoz Grandes pasó a ser capitán general de Madrid, y Solchaga de Barcelona, dos puestos clave, mientras que Moscardó se hacía responsable de la posible penetración guerrillera a través del Pirineo. Eran los generales más fieles con que podía contar en este momento.

Pero su decisión más importante desde el punto de vista táctico fue la de recurrir al catolicismo político para dar una imagen semejante a la de la Europa del tiempo. Era, desde luego, una decisión inteligente, por cuanto que uno de los partidos que más decididamente contribuyó a la estabilización de la democracia en Europa fue la Democracia Cristiana. En España, Franco no recurrió, por supuesto, a ella, pero sí a los círculos del asociacionismo católico que en otras latitudes tuvieron mucho que ver con la Democracia Cristiana y que, por tanto, venían a suponer un cierto paralelismo con respecto a ella. Dichos sectores, que en otro tiempo había promovido la CEDA, permanecieron parcialmente marginados en la primera etapa del régimen. Es cierto que Ibáñez Martín fue ministro de Educación y que Larraz lo fue de Hacienda, pero al segundo cabe atribuirle, sobre todo, la condición de técnico, y el primero nunca tuvo un peso político verdaderamente grande. En esta etapa, además, tuvo lugar un sometimiento del asociacionismo católico a las instituciones estatales (en lo sindical, lo juvenil o lo periodístico) que tenía muy poco que ver con las tesis tradicionales del catolicismo acerca de la autonomía de Estado y sociedad. Sin embargo, había un elemento de unión entre ese mundo católico oficial y el régimen: la experiencia de una Guerra Civil en que uno de cada cinco diputados de la CEDA habían perecido a manos del adversario, pues como tal fue juzgado el Frente Popular. El nacional-catolicismo no fue una doctrina que practicara tan sólo un sector de la derecha española, sino un sentimiento común que unía a todos en la vinculación entre sentimiento religioso, nacionalidad y régimen político. Pero el catolicismo oficial en realidad no ejerció el poder hasta 1945 sino que permaneció al margen del régimen, aunque fuera adicto al mismo. En un primer momento, después del estallido de la guerra, figura tan destacada del mismo como Ángel Herrera apoyó la sumisión a la legalidad republicana establecida y luego tuvo una escasa presencia pública. Durante toda la Segunda Guerra Mundial el elemento falangista y el militar habían sido predominantes en la clase dirigente del franquismo pero ahora que las cosas cambiaban Franco pensó que podía recurrir a los católicos. Las circunstancias eran oportunas no sólo por el contexto internacional sino también porque, en un momento en que parecía necesario cambiar la forma de organización política, la Iglesia católica española, a través de sus jerarquías, demostraba una cierta voluntad de institucionalización y apertura que superara la dictadura personal. Ésta fue, en efecto, la posición del entonces cardenal primado, Pía y Deniel.

Se puede decir, en efecto, que el catolicismo colaboracionista que en julio de 1945 llegó al poder tenía un programa propio y que éste conectaba a la vez con la voluntad genérica de la Iglesia de una institucionalización de carácter no fascista (deseo que se transparentaba en la pastoral del citado cardenal de septiembre de 1945) y con la tradición de respeto al poder constituido que a partir de ahora, pero también como antes en los años treinta, defendió Ángel Herrera. La persona que habría de representar este colaboracionismo fue Alberto Martín Artajo, que pasó directamente de la presidencia de Acción Católica al Ministerio de Asuntos Exteriores. Durante la gestación de la crisis, llevada por Carrero, uno de cuyos hijos estaba casado con una Martin Artajo, hubo alguna posibilidad de ampliar el número de los ministros de esta tendencia pero luego sólo un militar, que había sido diputado de la CEDA, Fernández Ladreda, llegó a la cartera de Obras Públicas. Algunas otras personas, sondeadas para ocupar puestos ministeriales en el nuevo Gobierno, no aceptaron; la verdad es que en el verano de 1945 las posibilidades del régimen parecían muy limitadas y, desde una posición opositora, las dos figuras fundamentales de la CEDA, Gil Robles y Giménez Fernández, condenaron por completo el colaboracionismo que ahora se iniciaba.

Pero no se debe creer que éste fuera puro oportunismo, aunque acabara convirtiéndose en tal. Martín Artajo, como en general todos los políticos pertenecientes a estos círculos, quería, al menos en abstracto o de forma genérica, la vuelta a una Monarquía basada en una declaración de derechos y en su aplicación efectiva mediante la legislación correspondiente. Se produciría, además, de acuerdo con sus planes, una consulta a los ciudadanos tanto para formar nuevos ayuntamientos como para llegar a unas Cortes, cuyo contenido y capacidad de acción resultarían mucho más amplios que los existentes hasta el momento. Además, se modificaría la legislación de prensa y la Falange desaparecería, integrados los servicios sociales que había creado en la maquinaria estatal.

En suma, se trataba de un programa de apertura e incluso levemente liberalizador, aunque no democratizador, y que tenía una vaga esperanza de llegar a una modesta homologación con Europa. Franco, sin embargo, nunca ocultó que sus propósitos, aun oyendo con aparente interés ese programa, eran otros. Había que volver a considerar a España como reino, aseguró, pero Don Juan de Borbón no era más que «pretendiente»; él mismo debía decidir quién sería su sucesor, aunque luego voluntariamente estuviera dispuesto a admitir que se plebiscitara el contenido de su decisión. Además, expresó con crudeza su juicio acerca de las instituciones monárquicas: no podían basarse tan sólo en la pura sucesión de «el último que se acostaba con Doña Isabel II», sino que «lo que salga del vientre de la reina» había que ver si era apto, y a él precisamente le correspondía tal tarea. Esta tesis, como es lógico, hacía desaparecer el principio de legitimidad dinástica. Además, a quienes le pedían la institucionalización de un cierto pluralismo, les dejó bien claro que nunca habría partidos, aunque sí algunos cambios, pues era necesaria una declaración de derechos, aludiendo a un posible Fuero de los Españoles. Respecto a la prensa durante la guerra aseguró que «no sabía de esta cuestión ni durante la guerra pude ocuparme de ella». Los cambios políticos empezaron con la crisis de Gobierno, a la que siguieron unos meses con abundantes rumores y algunos cambios mucho más ficticios que reales.

El cambio en el ejecutivo no supuso la desaparición de los ministros falangistas, que conservaron las carteras de Trabajo (Girón) y Justicia (Fernández Cuesta), pero sí de la Secretaría General del Movimiento. En realidad fue, más que nada, una ocultación de cara al exterior pues el organismo quedó en manos de un funcionario de rango inferior pero no fue, en absoluto, desmontado y no hubo ninguna otra decisión ulterior. En consecuencia puede considerarse correcto el juicio de Girón: «Los hombres de la Falange iban a prestar a España un doloroso servicio, su discreto apartamiento del paisaje público». El saludo con el brazo en alto desapareció e incluso los gobernadores civiles abroncaban a quienes pretendían recibirlos de este modo. Coincidiendo con el cambio de Gobierno se aprobaron tres importantes disposiciones legales. La Ley de Enseñanza Primaria partía de que ésta debía servir para unificar a los españoles en servicio de la patria; su principal motivo de inspiración había de radicar en el catolicismo. Si a la hora de redactar la Ley de Ordenación Universitaria de 1943 la Falange había obtenido una remisión al futuro de las nuevas Universidades de la Iglesia ahora, en cambio, el componente clerical resultó mucho más decisivo en el primer nivel docente. El Fuero de los Españoles, por su parte, resultó una típica enumeración de derechos: había sido redactado por quienes, desde 1943, habían intentado la elaboración de una Constitución desde una opción monárquica autoritaria más que fascista. Arrese, que se había mostrado reticente ante este intento, no tuvo ahora, en realidad, verdaderos motivos para mantenerla, y ello por una razón evidente: el Fuero, si verdaderamente suponía algo nuevo, debía modificar toda la legislación vigente pero la realidad fue que ésta permaneció inalterada y la declaración de derechos no fue otra cosa que un medio superficial y ficticio de ocultar una realidad que, vista desde fuera, podía resultar vergonzante.

La Ley de Régimen Local, en fin, permitió pensar que en los ayuntamientos quedaría representada una mayor pluralidad de intereses, aunque también esta esperanza se vio muy pronto decepcionada. Incluso medidas tan inevitables y de tan pura apariencia como la supresión del saludo fascista encontraron la oposición de algunos sectores falangistas. Al desaparecer la Secretaría General del Movimiento no se borró la influencia del Estado en los medios de comunicación sino que se creó una Subsecretaría de Educación Popular, dependiente del Ministerio de Educación, que ejerció estas mismas funciones. Si antes los censores eran falangistas ahora ejercieron como tales personas procedentes del mundo católico. Hubo unos meses en que pareció que habría algunas medidas de apertura informativa pero fue en ellos, precisamente, que se hizo patente lo limitado de los deseos de cambio de Franco. Éste, atrincherado en la resistencia a ultranza, encontró en la existencia de adversarios la mejor argumentación para evitar cualquier apertura.

En octubre de 1945 se aprobó la ley de Referéndum, que indicaba la voluntad de someter al pueblo una gran decisión (que todo el mundo sospechaba que sería la Monarquía) pero eso no supuso que la consulta fuera inmediata ni fuera a realizarse en las mínimas condiciones de libertad exigibles. Ese mismo mes hubo una amnistía, pero una ley de Reunión, Asociación y Garantías Personales quedó inmediatamente detenida nada más entregada a las Cortes para su tramitación, es posible que por decisión del propio Franco. Parece que en algún momento existió el propósito de suprimir un Consejo Nacional que seguía recordando demasiado a organismos semejantes de regímenes fascistas, pero Franco demostró una clara renuencia a prescindir de la Falange y de todo su aparato que, aún carente de función política hegemónica, le servía a él para mantener el arbitraje en que siempre consistió su poder. El propósito de transformación de las Cortes quedó en una pura variación de su reglamento haciéndolo más flexible. En su composición se admitió ahora una representación de las Cámaras de Comercio cuando en otro tiempo el Partido hubiera deseado absorberlas.

En suma, por mucho que se hablara en la España de entonces de «democracia orgánica» lo cierto es que la realidad española era distinta del corporativismo católico de los años treinta. El régimen era, en realidad, una dictadura de hecho que había cambiado de lenguaje, pero no había modificado la realidad de que el poder estaba concentrado en la persona de Franco, aunque lo ejerciera mediante un arbitraje sobre la coalición de derecha autoritaria que lo había alzado a la cúspide del poder político. Mucho más que responder a los principios de la democracia orgánica, el franquismo respondía a estas tres palabras contenidas en uno de los informes de Carrero Blanco a Franco por estos días como receta frente a la presión exterior: «orden, unidad y aguantar», sobre todo esto último. Para quien ya era el principal inspirador de Franco (y fue el gestor de la crisis de 1945) lo que guiaba a los disidentes y las potencias democráticas en su deseo de cambiar las instituciones españolas no era otra cosa que «papanatismo», en el primer caso, y ganas de privar de independencia nacional a España, en el segundo.

Se debe tener muy en cuenta que estos años (principalmente, 1946 y 1947) fueron los peores del régimen y que la presión conjunta de las naciones vencedoras en la guerra mundial, de quienes deseaban una evolución sincera del régimen, de la pésima situación económica y de la guerrilla a veces daban lugar a que Franco, que nunca tuvo la menor duda acerca de su propia permanencia en el poder, pero que no siempre mantuvo la apariencia de tranquilidad, se aferrara a él con una crispada tensión o se lanzara a interpretar los acontecimientos de acuerdo con su visión, a menudo radicalmente simplista, de quienes eran sus adversarios. Según las notas tomadas en el Consejo de Ministros por Martín Artajo, el Jefe del Estado no dudaba en presentar la inflación como «música de Urquijos y Garnicas», dos conocidas familias de banqueros, y a continuación —decía Artajo— «se me pierde hablando de masonería».

Probablemente, para Franco el mayor motivo de preocupación fuera la posibilidad de que la Monarquía consiguiera atraer un importante número de adeptos de entre quienes hasta entonces habían permanecido de su lado. De ahí que, en los primeros meses de 1946, cuando don Juan llegó a Estoril, y muchos en España pensaron que el advenimiento de la Monarquía era ya inminente, reaccionara con decisión y violencia.

Frases como «el régimen tiene que defenderse y clavar los dientes hasta el alma» y «aplastarlos como gusarapos» demuestran una excitación infrecuente en una persona tan fría como Franco. La sensación de estar agobiado por la presión de quienes le rodeaban se aprecia también en la serie de artículos antimasónicos que escribió en la prensa, bajo el seudónimo de H. Boor, los cuales cubren precisamente el período cronológico de 1946 a 1951.

Pero, como ya sabemos, Franco tuvo siempre muy claro lo que debía hacer con la alternativa monárquica. En la primavera de 1947 abordó la cuestión en una Ley de Sucesión, disposición de rango constitucional que luego fue sometida a referéndum en julio, obteniendo el inevitable abrumador número de votos a favor; aun así, parece que fue uno de los plebiscitos realizados por Franco en que la presión sobre el electorado fue menor. De todos los modos el jefe del Estado no permitió la menor disidencia entre la clase política respecto de la norma por él dictada: un procurador que pretendió la inmediata proclamación de la Monarquía fue cesado y el propio Martín Artajo fracasó en su intento de lograr que en la ley se determinara el mantenimiento de la línea tradicional dinástica y de que, por tanto, no se dejara abierta la posibilidad de que la decisión quedara al puro arbitrio de Franco, de acuerdo con la brutal frase que ha sido mencionada con antelación. En suma, la Ley de Sucesión no pasó de una declaración genérica de que España era un Reino y la determinación de un elemental mecanismo de recambio en caso de fallecimiento del jefe del Estado. Se declaraba que España, de acuerdo con sus tradiciones, era un Estado católico, social y representativo, constituido en Reino y que el régimen dispondría en adelante de un Consejo de Regencia formado por altas autoridades políticas, militares y religiosas, pero la determinación del sucesor de Franco quedaba en sus manos de una manera enormemente indeterminada. Las condiciones que éste había de cumplir eran de lo más genéricas y, en cambio, se admitió que su persona pudiera no ser el heredero dinástico según el orden de sucesión directa.

Por estos procedimientos Franco aseguró haber satisfecho las peticiones que hasta entonces se le habían hecho acerca del mantenimiento de la estabilidad de su régimen pero, sobre todo, remitió al futuro una decisión que quedaba en sus exclusivas manos. De hecho, la única consecuencia práctica inmediata de la ley de Sucesión consistió en atribuir al propio Franco la capacidad de conceder títulos nobiliarios. Lo hizo de forma sucesiva concediendo ducados a los herederos de Primo de Rivera, Calvo Sotelo y Mola, pero también al resto de los militares que habían participado en la dirección de la Guerra Civil a sus órdenes. Los nuevos títulos recayeron, por tanto, mucho más en militares que en falangistas, lo que es muy expresivo de donde estaba la fuerza política real en su régimen, así como de donde temía que en este momento pudiera venir una disidencia que le pusiera en peligro. En cambio, a lo largo de 1948 y 1949, fueron sancionados o retirados de la carrera militar algunos de los colaboradores militares de Franco que habían jugado un papel decisivo en años precedentes y durante la Guerra Civil: éste fue el caso de Aranda, Kindelán y Beigbeder, por ejemplo.

Merece la pena recordar también que simultáneamente con la citada consulta mediante referéndum tuvo lugar la constitución de los jurados de empresa, fórmula complementaria en el terreno social por lo que tenía de apariencia democrática pero con la misma inanidad política que la citada consulta. En unas condiciones políticas como las que se dieron en el régimen durante esos años no tiene nada de extraño que se mantuviera el rígido control de prensa existente hasta entonces. El Estado mantuvo no ya una función tutelar sino una efectiva dirección de las empresas periodísticas a través del nombramiento de quienes estaban al frente de las mismas repudiando «el fácil mercado de la noticia». A lo largo de la década de los cuarenta, partiendo de la necesidad de una resistencia a ultranza frente al adversario interior y exterior, se impidió cualquier tipo de crítica a la acción del Estado y la Administración al mismo tiempo que, no existiendo consignas de carácter general, la arbitrariedad en la intervención gubernamental sobre los medios de comunicación se convertía en absoluta y total.

No obstante, como sabemos, la llegada al poder del grupo católico colaboracionista conllevaba en teoría, junto al deseo de un cierto cambio en la legislación sobre la prensa, una voluntad de hacer menos patente el peso gubernamental sobre ella. Sin embargo, este tipo de actitud de los recién llegados al poder duró muy poco. La prensa del Movimiento se separó de la directa dependencia estatal, pero esto la hizo poco controlable para las mismas autoridades que tenían la responsabilidad de la prensa cuando esos diarios representaban un mayor inmovilismo y una proclividad más falangista que el resto. Finalmente, después de hacer desaparecer las consignas activas en materia de información se volvió a ellas en cuanto que el régimen se sintió agobiado por la presión interna y externa. El resultado final fue que, no habiendo cambiado nada sustancial, el equipo responsable de los medios de comunicación, procedente del diario católico El Debate, fue políticamente liquidado sin que su programa, por modesto que fuera, se hubiera traducido mínimamente a la realidad. Aunque no se pueda decir exactamente lo mismo del resto del programa colaboracionista de los católicos con el franquismo, esa conclusión es válida en términos generales: siempre representó una tendencia liberalizadora pero ésta quedó como norma general en nada. La explicación de ello resulta bastante sencilla. Es muy probable que todavía fuera demasiado pronto para restañar las heridas causadas por la Guerra Civil y que, en esas circunstancias, tanto la pura oposición como el colaboracionismo aperturista resultaran estériles. Pero llevaron hasta el extremo su benevolencia respecto del régimen y su posibilismo quedó reducido en un plazo de tiempo muy breve a la obtención de algún beneficio personal.

Se debe tener en cuenta, además, que en muchos terrenos, como, por ejemplo, en el cultural o en la tolerancia respecto de otros cultos religiosos, al margen del católico, estos círculos eran, a menudo, más cerrados e intolerantes que la propia Falange.

Si alguien en estos sectores católicos colaboracionistas pudo sentirse incómodo con lo sucedido —en realidad la inmensa mayoría no tuvo el menor inconveniente en permanecer en el poder ocupando una parte del mismo como una familia más del régimen— al final del período Franco tenía todas las razones para estar plenamente satisfecho. En 1949 era descrito por Arriba, el principal diario oficial, como «el hombre de Dios, el de siempre, que aparece en el crítico instante y derrota a los enemigos». Ese mismo año visitó Portugal y allí recibió el doctorado de la Universidad de Coimbra, en el segundo viaje al exterior que llevó a cabo a lo largo de todo su mandato (y que, como el precedente a la Italia «mussoliniana», fue también a una dictadura). En 1954 las Cortes aprobaron el cambio de apellidos en su nieto para que, de esta manera, pudiera conservarse el nombre del dictador. Pero no apareció mayor muestra de autocomplacencia que la que tuvo lugar tres años antes con ocasión de un nuevo «relevo de guardia» gubernamental. En efecto, en 1951 Franco, pasada la tormenta, pudo darse la satisfacción de demostrar que su régimen, cambiadas las circunstancias internacionales, volvía a no tener reparo en mostrar su verdadera faz. Los católicos conservaron su cuota en el reparto del poder e incluso la vieron aumentar gracias a haber recibido Ruiz Giménez la responsabilidad gubernamental en Educación, pero la Falange, nunca desmantelada, reapareció ahora con la resurrección de la Secretaría General del Movimiento, de nuevo desempeñada por Fernández Cuesta. Además, dos personajes que tan importante papel habían jugado durante la Segunda Guerra Mundial (y no precisamente a favor de los aliados), el general Muñoz Grandes y Arias Salgado, responsables respectivamente de la División Azul y del control de la prensa, ocuparon una cartera militar y la de Información y Turismo. Junto a ellos, Iturmendi y Vallellano representaban a las familias tradicionalista y monárquica y aparecían los técnicos en materia económica. Pero lo más relevante de la crisis era que Carrero Blanco, consejero principal de Franco desde la guerra mundial y opuesto al excesivo poder de Falange, alcanzó el puesto ministerial elevando a tal rango la Subsecretaría de Presidencia. Según cuenta López Rodó, Franco le atribuyó este puesto para no tener que contarle, después de celebrado, el desarrollo de cada Consejo de Ministros.

Todo cuanto antecede en el presente epígrafe se refiere a la dinámica política de la época y retrata el carácter mínimo de los cambios producidos a partir de 1945, al menos en lo que respecta al poder de Franco. Pero de una posguerra a la otra no cabe la menor duda que se produjeron algunos cambios ambientales aunque la dictadura siguiera, en lo esencial, siendo la misma.

Podemos percibir estos cambios aludiendo a dos cuestiones que revisten la suficiente trascendencia como para merecer algún espacio en este libro. Se trata del papel del catolicismo en la política y la sociedad y de la voluntad de erradicación de culturas peculiares.

En páginas precedentes ya se ha descrito la realidad del catolicismo español en la etapa posterior a la Guerra Civil. Por más que Pía y Deniel afirmara que la Iglesia no deseaba un «Estado teocrático» muchos de sus planteamientos dan la sensación de merecer ese calificativo. Sin duda la voluntad de llevar a cabo una «reconquista neotradicional» de la sociedad, tal como la habían ansiado los sectores integristas del catolicismo españoles, añorantes del Antiguo Régimen, parecía ir por ese camino pero, además, en el nacional-catolicismo hubo siempre una idea acerca de la consustancial identificación entre la religión católica y la patria española y una interpretación mesiánica del pasado histórico que también podía producir esta sensación. En fin, la panoplia ideológica del nacional-catolicismo se completaba con una visión estrictamente autoritaria y armonicista de la sociedad. Pero más importante que la enunciación de todos estos principios, más una mentalidad que una teología política, —aunque también lo fuera— es constatar lo difundidos que estaban. En realidad cuanto se ha dicho vale para cualquier partidario del régimen franquista en estos tiempos, fuera falangista o clerical, fascista, militar o carlista.

Lo que distinguía a cada una de estas opciones y sirve también para marcar una cierta diferencia entre antes y después de 1945 es la diferencia en el énfasis. Los falangistas daban por supuesto el catolicismo del régimen y del Partido y precisamente porque la patria se identificaba con él no estaban dispuestos a la autonomía de lo religioso frente a lo político. De ahí que en los últimos meses de la Guerra Civil y a comienzos de los años cuarenta llevaran a cabo una política tendente a lograr el «monopolio absoluto» del poder, evitando la existencia de organismos asociativos católicos, impidiendo la prensa específicamente católica o censurándola, actuaciones todas ellas que en sus últimos años de vida preocuparon a Goma y le llevaron a protestar ante Franco o Serrano Suñer. Para los falangistas no era que lo católico no interesara sino que había de integrarse en el Estado en vez de constituirse por sí mismo en fundamento del régimen político y social. El catolicismo era fundamental pero formaba parte del Partido y el Estado y éstos eran quienes debían desempeñar un papel hegemónico y protagonista. El sector más clerical, en cambio, concebía lo católico como el elemento de integración por excelencia pero, al mismo tiempo, exigía autonomía para él. Un Estado totalitario —denominación que aceptaban los tradicionalistas— debía ser fuerte y vigoroso pero sin pretender subordinar según sus parámetros políticos al conjunto de la sociedad.

La coincidencia en los principios fundamentales hace que, descrita la fundamental similitud del pensamiento de las diversas tendencias políticas en el seno del franquismo, lleguen a resultar casi incomprensibles las polémicas que se produjeron entre ellas a lo largo de toda la década de los cuarenta. Ya en 1942 la prensa falangista de Navarra, cuya significación era más cercana al tradicionalismo radicalizado que al fascismo, se quejaba de que desde Madrid se negara la condición de Cruzada, es decir, lucha de fundamento religioso, a la Guerra Civil. Además repudió los intentos de tratar de «nacionalizar» a los intelectuales de la generación del 98. El término que los falangistas más radicales hubieran utilizado para designar lo sucedido era «revolución» nacional u otro semejante. Al final de la década de los cuarenta la polémica se reprodujo, siempre por cuestiones de énfasis, porque los principios en que se fundamentaban cada uno de los contradictores eran idénticos. Los falangistas católicos de la revista Alférez se mostraban más partidarios de una cultura laica, para asumirla y dotarla de sentido nacional, que quienes escribían en Arbor, mucho más neotradicionalista, menos dispuesta a asumir, modificándolas, la herencia y las personas del pensamiento liberal. Para los redactores de esta revista sería aceptable, a lo sumo, la «españolización» en los fines y la «europeización» en los medios. Más adelante trataremos de esta polémica desde el punto de vista intelectual.

Lo que ahora nos interesa es la discontinuidad o continuidad entre los dos períodos separados por la fecha del final de la Segunda Guerra Mundial. Lo que caracterizó al que siguió a 1945 no fue la desaparición de la mentalidad mencionada que, por el contrario, incluso se manifestó con mayor esplendor después de esa fecha, sino un cierto grado de mayor tolerancia y autonomía social. Por ejemplo, dentro de la mentalidad mencionada, resultaba obligado suponer la intolerancia con respecto a cultos que no fueran el católico. De hecho durante la Guerra Civil los sublevados ejecutaron a dos pastores protestantes y en los primeros años de la posguerra se impidió la apertura de las capillas protestantes por decisiones gubernativas carentes de cualquier tipo de cobertura legal. En años posteriores fue autorizado un número superior —de 125 capillas se pasó al doble—, aunque sólo en el medio urbano, pero en 1947 hubo episodios de violencia colectiva contra ellos, protagonizados mucho más por clericales extremistas que por miembros de Falange.

Pero quizá el cambio más significativo de estos años se produjo en lo que respecta a la aceptación de los movimientos sectoriales de Acción Católica. Ésta había tenido una gestación complicada y tardía de modo que en realidad, a diferencia de lo sucedido en otras latitudes, no llegó a aparecer en España hasta la década de los cuarenta acompañando al fervor religioso y a las pretensiones de estos momentos de reconstrucción de una sociedad cristiana. Antes de 1945 no sólo no había existido una especialización de los movimientos católicos sino que se habían desmantelado los que pudieran hacer competencia a las organizaciones de partido. Desaparecieron, por tanto, los sindicatos pero también, por ejemplo, las asociaciones estudiantiles de significación católica. En cambio, en 1947, siguiendo un modelo que ya existía en los años treinta, introducido por el sacerdote catalán Alberto Bonet, apareció un conjunto de organizaciones que en su origen tenían un carácter únicamente apostólico, pero que por su especialización podían ser rivales de los organismos dependientes del Partido. En 1947 nacieron la Hermandad Obrera de Acción Católica, la Juventud Obrera Católica o la Juventud de Estudiantes Católicos (HOAC, JOC, JE, respectivamente) que, con el paso del tiempo, acabarían por tener graves conflictos con el Partido e incluso con el régimen. Rovirosa, dirigente de las HOAC, era un antiguo dirigente sindical de izquierdas, ahora convertido al catolicismo, pero incapaz de mantener una posición conformista ante la realidad social española. A fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta empezaron a surgir también los testimonios de inconformismo social en los elementos más brillantes de la jerarquía eclesiástica, se tratara de personas que hubieran desempeñado un papel significativo en el pasado —como Herrera— o que estuvieran destinadas a asumirlo en el futuro, como Tarancón.

El caso de Cataluña, el mejor conocido, ejemplifica muy bien la decidida voluntad del régimen de Franco de llevar a cabo una labor de homogeneización tendente a la desaparición de una cultura propia y lograr la castellanización a partir del conjunto de posibilidades que ofrecía el poder político. Así como sería incorrecto, por anacrónico, pretender describir como «genocidio cultural» el intento centralizador de Felipe V —como si fuera equiparable a operaciones semejantes realizadas por los fascismos— en cambio la expresión sí parece apropiada para lo sucedido en estos años.

Desde la ocupación de Barcelona se puso claramente de manifiesto. El catalán solamente se permitió en el ámbito familiar privado mientras que algunos de los cambios en la denominación de las calles parecía elegir de forma voluntaria la ofensa o la más palmaria muestra de imposición por la fuerza: así, por ejemplo, la calle Cortes Catalanas cambió su nombre a José Antonio Primo de Rivera. Algunos elementos de Falange habían pretendido que la propaganda del nuevo régimen, nada más producida la victoria, se realizara en catalán. Fueron los intelectuales reunidos en torno a Serrano Suñer, como Ridruejo, siempre deseosos de integrar lo disidente o adversario mientras que para los sectores más reaccionarios sólo la fuerza y la pura erradicación eran buenos procedimiento para implantar el nuevo régimen. La primera fórmula ni siquiera pasó de proyecto y la segunda se impuso de forma clara durante todo el período de 1939 a 1945.

No sólo se prohibió el uso del catalán en la vida pública sino que se hizo propaganda oficial del castellano («Hablad la lengua del Imperio», recomendaban solemnes carteles en Barcelona). «Se ha muerto la teoría de las pequeñas nacionalidades», pontificó el periodista Manuel Aznar, antaño liberal y ahora director de La Vanguardia. Se eliminaron algunos monumentos ciudadanos que podían identificarse con el catalanismo y desapareció toda la prensa en catalán, incluso la de carácter religioso. La propia acción católica se castellanizó cuando ya en los años republicanos se expresaba en catalán. No sólo desapareció el catalán de los ayuntamientos sino también de la Universidad, del teatro y de la música. Se suprimieron instituciones que ni remotamente habían tenido significación nacionalista, como el Orfeón catalán y el Instituto de Estudios Catalanes. A un intelectual catalán prestigioso y tan conservador como el historiador Ramón D’Abadal, que había evolucionado desde la Acció Catalana a la Lliga —es decir, hacia la derecha— se le impuso una multa de 5000 pesetas por el Tribunal de Responsabilidades Políticas. Desde el verano de 1939 se optó por poner el mayor número de barreras posibles a la edición en catalán. Cuando Cambó intentó organizar algún tipo de recuperación de la identidad cultural se encontró con una resistencia cerrada; es más, incluso a los estrictamente adictos al régimen se les impidió publicar en catalán. Las publicaciones que pudieron aparecer eran folletos u hojas mínimos de carácter folclórico o religioso, La Biblia o publicaciones de clásicos griegos como Plutarco, a condición de que el prólogo y las notas aparecieran en castellano. En alguna ocasión se pidió que la ortografía fuera antigua, como para presentar a la lengua vernácula como algo fosilizado o arcaico. En lo político durante este período no hubo ningún movimiento por parte de la derecha que había colaborado con los vencedores durante la contienda, incluida la Lliga y el propio Cambó. Había previsto éste que toda Cataluña padecería las consecuencias de la victoria de los militares y ahora tenía la ocasión de comprobar lo acertado de sus juicios.

Algo cambió la situación a partir de 1946, en especial en algunos de los aspectos menos relacionados con lo específicamente político. Hubo una cierta «primavera» de la edición, de modo que prácticamente toda la poesía catalana pudo publicarse. Las propias autoridades centrales de la región no hubieran tenido inconveniente en que la difusión de la lengua propia fuera mayor. Tanto el gobernador civil, Barba, como el alcalde de Sabadell, Marcet, así lo cuentan en sus memorias, pero también descubren que desde Madrid se les obligó a moderar sus impulsos reformadores. En el terreno editorial siguió imperando la arbitrariedad y un cierto tratamiento sesgado según las materias y las personas. Maragall, por ejemplo, podía editarse en castellano, pero no en catalán, y las traducciones a este idioma de autores recientes estaban prohibidas, mientras que la predicación en esta lengua se toleró en el medio rural montañoso pero sólo muy entrada la década de los cincuenta en el urbano. Se produjeron casos tan grotescos como que hubiera ediciones clandestinas en catalán de autores como Shakespeare o Kempis. No puede extrañar que los propios catalanistas se preguntaran acerca de si era posible la supervivencia de su cultura. Pero aun así la situación era algo mejor que en la etapa que podría ser descrita como la «era azul». En el propio campo político durante la segunda mitad de la década de los cuarenta hubo en los medios colaboracionistas vinculados en el pasado con la Lliga una cierta actitud propulsora de la evolución desde el régimen hacia una fórmula monárquica aperturista. En este terreno desempeñó un papel importante el ex ministro Ventosa. Pero el fracaso de estas opciones testimonia también la modestia de los cambios acontecidos.