A pesar de lo ya señalado, el cambio en la dirección de la política interior que supuso el desplazamiento de Serrano Suñer había de traducirse en la actitud española ante el conflicto mundial. En medio de divergencias perceptibles o latentes, pero con un nivel de disidencia interna menor que en la etapa precedente, la tendencia que por su trayectoria representaba Jordana hacia una verdadera neutralidad se vio favorecida, además, por la evolución de los acontecimientos bélicos. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores dio repetidas seguridades a los países del Eje de que nada cambiaría en la política exterior española pero, al mismo tiempo, en la primera reunión del Gobierno, se aprobó una declaración en la que ya aparecía la expresión «no beligerancia». Este hecho fue celebrado por los aliados, para quienes Serrano Suñer había sido una especie de bestia negra.
Era ahora a ellos a quienes correspondía la iniciativa en la guerra y la tuvieron, además, en una zona geográfica que afectaba a España de una manera especialísima. El desembarco en el norte de África fue acompañado por seguridades anglosajonas a Franco de que tal operación no iba dirigida contra él y de que, por tanto, nada debía temer. Lo cierto es, sin embargo, que los aliados tampoco debían de tenerlas todas consigo, pues, al mismo tiempo que ponían sus pies en el Marruecos y la Argelia francesas, prepararon operaciones estratégicas (Gymnast y Backbone), destinadas a proteger la operación en el caso de que los alemanes invadieran España o ésta tomara la decisión de atacar por la espalda a sus tropas. Incluso se pensó por un momento en atacar directamente a la España de Franco por considerarla aliada del enemigo. En realidad Franco —aunque simpatizara con el Eje— no se dejaba influir por otro criterio que el de su subsistencia, y siempre pensó que su intervención en la guerra sólo se podría producir a favor del Eje en el momento en que el conflicto estuviera prácticamente decidido. Mussolini nada hizo por el momento para persuadir al Caudillo español y Hitler estaba al margen, demasiado ocupado en el frente oriental.
De esta manera, la tendencia hacia la neutralidad que Jordana representaba por su pasado se vio favorecida por los acontecimientos al margen de cualquier decisión de Franco. A los alemanes y a los italianos se les recortaron las facilidades de que habían gozado hasta el momento, en violación de una auténtica neutralidad. Inmediatamente después del desembarco anglosajón, en diciembre de 1942, tuvo lugar un viaje de Jordana a Portugal, que resultó muy indicativo de la postura que quiso mantener a partir de este momento. El régimen de Salazar había mantenido una postura realmente neutral entre los dos bandos y a la España de Franco le podía servir, a través de un acercamiento, para probar la voluntad española de centrar su política exterior en un recuerdo de su pasado vinculándolo, además, a América. Por otro lado, las relaciones con Portugal habían sido siempre cordiales: ya a comienzos de este año había tenido lugar en Sevilla una entrevista entre Franco y Salazar.
A partir de este momento, con señaladas diferencias de criterio entre ellos que, a la hora de tomar una decisión en Consejo de Ministros, podían traducirse en agrias disputas, los dirigentes españoles cambiaron significativamente de planteamiento respecto del conflicto mundial. Franco hizo repetidas llamadas a la unidad para que en esas circunstancias difíciles ninguna de las tendencias de su régimen se desmandara hacia la adopción de una actitud dispersiva o poco solidaria. En el nuevo Consejo Nacional que se formó en este momento participaron todas las tendencias, incluso Serrano, al que Franco consideraba ahora poco menos que como un traidor. Además, el jefe del Estado adoptó ahora una política de nombramientos militares extraordinariamente prudente: el germanófilo Yagüe fue enviado a la Comandancia de Melilla, para contrapesar al monárquico Orgaz, Alto Comisario en Marruecos. Muñoz Grandes dejó la División Azul para permanecer al lado de Franco en Madrid, y a Kindelán, el general más monárquico, se le dio un mando (la Escuela del Ejército), desde donde no podía sublevarse. También Arrese solicitó de los falangistas una actitud disciplinada en un momento en que se combatía en zonas sobre las que España hubiera querido ejercer su imperialismo pero cuando, en enero del año siguiente, viajó a Alemania, demostrando una vez más dónde estaban las ilusiones de la Falange, no dudó en prometer, de nuevo, la participación española en la guerra si conseguía Alemania grandes victorias. Testimonio de la ambigüedad de la situación es que Carrero, en sus informes a Franco, parece haber considerado que la victoria alemana no sólo seguía siendo posible sino que España debía aprovechar la mejor ocasión para entrar a su lado en la guerra. Sólo después del desembarco de Normandía se trazó la idea de que resultaba deseable que Gran Bretaña y Alemania llegaran a una paz que impidiera el avance ruso hacia el centro de Europa.
Así como durante la etapa más fascista del régimen habían menudeado las dificultades con la Iglesia, ahora abundaron las muestras de la voluntad de alinearse con el Vaticano. Incluso Franco llegó a escribir una carta al Papa atribuyendo a los norteamericanos, por sugestión del judaísmo y la masonería, unas concesiones a Rusia que irían en grave peligro del catolicismo. El Papa, por su parte, respondió en términos discretos y poco comprometidos. En relación con esa actitud hay que hacer mención de los vagos intentos, poco efectivos y siempre ridiculizados por Ribbentrop, de hacer gestiones con los neutrales para tratar de concluir la guerra, y que, como era de esperar, concluyeron en nada. Por último debe recordarse que la actitud española siguió siendo plural. La posición más nítidamente neutralista fue la de Jordana y una parte de la diplomacia española del momento como, por ejemplo, el duque de Alba. El primero escribió al segundo que la no beligerancia española de otro tiempo había sido sustituida por una neutralidad, y que España no participaría en el conflicto a no ser que fuera invadida, en cuyo caso defendería su independencia. La Falange, en cambio, con mayor o menor prudencia, siguió siendo partidaria decidida del Eje.
Cabe preguntarse cómo fue acogida esta posición española por el Eje del que ahora parecía querer desligarse, después de muestras tan evidentes de intimidad como las que se habían practicado en el pasado. Alemania siempre había actuado en España con una cierta doble política que ahora, durante algunos meses, tuvo una especial relevancia. La muy nutrida Embajada alemana (unas 500 personas, de las que quizá un tercio eran espías) representaba al Estado alemán y su embajador había recibido repetidas instrucciones de no inmiscuirse en los asuntos políticos españoles. En cambio, el representante del partido, Gardemann, mantuvo repetidos contactos con los grupos falangistas radicales que en la clandestinidad llegaron a formar algunos núcleos directivos dispuestos a conspirar contra Franco o intentar un golpe de mano contra Gibraltar. A fines de 1942 y comienzos de 1943 los alemanes contactaron también con algunos altos cargos militares pero pronto esta vía destinada a lograr influencia política fue desmantelada. Eso tiene su lógica porque lo que verdaderamente quería Hitler en este momento era que España, en el caso de ser atacada, se defendiera pues una intervención española en el conflicto no tendría otra consecuencia, ante su previsible derrota, que la necesidad de distraer fuerzas del frente oriental para emplearlas en el Mediterráneo. De acuerdo con esta postura, los alemanes acabaron aceptando la propuesta española de que, ante la eventualidad de un ataque aliado, se le proporcionaran armas para defenderse. En el convenio al que se llegó, tras una negociación iniciada en febrero de 1943, la mitad del comercio de importación desde Alemania resultó material bélico, mientras que la exportación consistía, sobre todo, en un wolframio cuya importancia estratégica fue haciéndose cada vez más grande. No se trataba, de cualquier modo, de armas ofensivas —apenas un par de docenas de aviones o tanques— sino principalmente de artillería costera. Como en muchas otras ocasiones, la posición de Italia resultó bastante diferente de la alemana. Para Mussolini, el hecho de que la guerra mundial se centrara en el Mediterráneo no era ya una cuestión de preferencia nacida de intereses propios, sino de pura supervivencia, pues sabía que acabaría por no soportar la presión aliada si no obtenía ayuda alemana. De ahí que propusiera a Hitler el ataque a los aliados a través de España. Ésta, según él, no resistiría ni pondría dificultades, sino que se plegaría a los deseos de los países del Eje. No es probable que así fuera, pero los juicios de Mussolini no eran objetivos sino que sólo pretendían, sin conseguirlo, cambiar el centro de gravedad de la guerra, que para Hitler seguía estando en el este.
En 1943, la política de la España de Franco seguía consistiendo en mantener la sensación de ser ajena al conflicto mientras que, en la práctica, los partidarios de una política más neutralista ganaban algunas bazas, pero sin que eso supusiera un decantamiento claro pues, muy a menudo, daba la sensación de que los acontecimientos discurrían con mayor rapidez que la capacidad de la dirección española para captar su sentido. Un significativo avance en dirección hacia la neutralidad se produjo en abril de 1943, cuando, con ocasión de la conmemoración del desembarco de Colón en Barcelona, a la vuelta de América, Jordana mostró su deseo de una paz en cuya gestación jugara un papel importante el catolicismo, mientras que declaraba al comunismo «más temible que la guerra». Es importante señalar que mientras los alemanes se quejaban de que estas declaraciones podían dar la sensación de que su país hacía gestiones de paz a través de España, dada la cercanía de ésta en el inmediato pasado, Franco fuera haciendo progresivamente suyo el lenguaje de su ministro de Asuntos Exteriores, que era muy distinto del que le caracterizó en otros tiempos. En todo caso, la posición española se plegó milimétricamente a la evolución de las operaciones militares. La caída de Túnez, en mayo de 1943, fue seguida, por ejemplo, de las primeras quejas españolas acerca de la persecución del catolicismo en Alemania.
En este momento quien era ya el principal mentor de Franco, Carrero, consideró lo sucedido como «un pequeño desastre» y opinó que Alemania debía reaccionar rápidamente o tratar de pactar la paz. Todavía, sin embargo, había de tener mayor influencia el colapso del régimen de Mussolini que, para la España de Franco, durante mucho tiempo había sido un modelo a imitar.
Aunque fue una apasionada seguidora de cuanto sucedía en aquellas latitudes, paradójicamente se puede decir que la España de Franco contribuyó a esa caída. Fue la información procedente de España y surgida de medios oficiales en los que el Eje tenía muchos partidarios lo que convenció a los italianos de que el desembarco aliado —previsible después del efectuado en África— se produciría en Córcega o Grecia en vez de en Sicilia. Cuando tuvo lugar en la citada isla, el colapso italiano fue casi inmediato y eso arruinó las posibilidades de supervivencia del régimen fascista. La destitución de Mussolini tuvo una inmediata repercusión en España, representada en Roma por un falangista tan significado como Raimundo Fernández Cuesta. La Falange tuvo la sensación de que algo parecido podía producirse en España pero siguió exaltando la figura del Duce congratulándose cuando fue liberado. De nuevo se reprodujo la división en el seno de la clase dirigente del régimen de Franco. Mientras que Jordana procuró congelar la representación diplomática española en aquel país, la Falange ayudó a los partidarios italianos en España de la República Social italiana, que mantuvo en nuestro país una representación oficiosa, y que se comunicaba diplomáticamente con el régimen de Franco a través del cónsul español en Milán.
Entre los países neutrales, sólo Portugal y Suiza, aparte de España, mantuvieron relaciones con los últimos seguidores de Mussolini. Por su parte quienes siguieron a Badoglio experimentaron en un primer momento mayores dificultades en la España franquista. Grandi, principal autor de la destitución de Mussolini en el Gran Consejo fascista, no pudo ponerse en contacto con sus aliados en España por la tardanza en facilitarle el paso por nuestro país. Mussolini, alguno de cuyos allegados acabó en España, estuvo también a punto de huir a ella ante la proximidad de la guerrilla en el momento final de su resistencia. Como es sabido, al decidirse finalmente por Suiza, fue detenido en la carretera y ejecutado sumariamente.
Fue la caída de Mussolini, en julio de 1943, la que por primera vez lanzó a la acción al sector de la clase política franquista que veía con buenos ojos el restablecimiento de la Monarquía. Éste fue, en adelante, un factor de importancia decisiva en la política interna española. Quizá lo que mejor prueba la preocupación que Franco pudo sentir en estos momentos ante la aparición de esta alternativa la constituye su afirmación, ante un auditorio falangista, de que «el sistema liberal capitalista [que él siempre vinculó con los medios monárquicos] ha muerto para siempre», mientras que anunciaba su decidida voluntad de «desembarcar de la nave» a quienes le fueran poco leales. Pero para comprender la actitud de los monárquicos es preciso retroceder en el tiempo hasta comienzos de 1942.
Un año antes había muerto en Roma, después de reconocer como su heredero a Don Juan y abdicar en él, Alfonso XIII. Quien asumió ahora la línea dinástica era una persona que, en el pasado inmediato, se había identificado con la extrema derecha y no había tenido reparo en tratar de tomar las armas contra la República en plena Guerra Civil. Sin embargo, su causa muy pronto significó algo muy diferente, en parte por la que parecía radical incapacidad del régimen franquista de institucionalizarse y en parte también debido a la voluntad de un sector de la clase política del mismo de encontrar una fórmula política más viable ante lo que parecía posible victoria de las potencias democráticas. Ya en marzo de 1942 formó un comité monárquico del que formaban parte, entre otros, Areilza, Sainz Rodríguez y Vegas Latapie, el cual estuvo en contacto con los medios militares proclives, si no a conspirar, sí por lo menos a mostrarse maldicientes respecto del general Franco. Éste llegó a sentirse obligado a tener algún contacto con Don Juan, y en mayo le escribió una carta en la que le adoctrinaba sobre las características que habría de tener la Monarquía que se restaurara: debía ser «revolucionaria y totalitaria» como él fingía creer que había sido la de los Reyes Católicos, capaz de hacer una profunda transformación social del país y no, en cambio, la Monarquía «decadente» que declaraba nacida en el siglo XVIII. Por supuesto, el propósito fundamental de Franco no era tanto ilustrar a su corresponsal como mantenerse en el poder y librarse de rivales.
En junio, Sainz Rodríguez y Vegas Latapie debieron ocultarse, exiliándose el primero en Portugal, y el segundo, a continuación, en Suiza. Don Juan de Borbón respondió a Franco, a fines de 1942, reclamando la absoluta neutralidad española en el momento del desembarco en el norte de África, y manteniendo en diversos puntos de Europa, como en Madrid, un núcleo de fieles, a los que se incorporó pronto Gil Robles, principal dirigente de la máxima fuerza de la derecha en tiempos republicanos. De todos modos, en estos momentos el principal dirigente de la causa monárquica era Don Alfonso de Orleans que, a su condición militar, unía la vinculación familiar con la dinastía. Con el transcurso del tiempo, la insistencia de Don Juan para que Franco diera paso a la solución monárquica se hizo más apremiante. En marzo de 1943 se inauguraron las Cortes en donde Franco había procurado que se sentaran nobles y militares al lado de los jerarcas de la Falange; con ello indicaba su voluntad de permanencia personal a pesar de la apariencia de institucionalización, muy limitada pues la composición de la asamblea derivaba del nombramiento a dedo de sus miembros. Don Juan escribió entonces a Franco señalándole los «riesgos gravísimos» que se corrían por no proceder a la restauración, pero el aludido se limitó a indicar que, en realidad, los partidarios de la Monarquía eran una minoría muy poco fiable (a Sainz Rodríguez lo consideró siempre un «masoncete»).
Como ya se ha indicado, la etapa en que la presión monárquica sobre Franco se hizo más insistente fue la del verano de 1943. Antes, en el mes de abril, el sector del carlismo que dirigía el Conde de Rodezno reconoció como monarca a Don Juan, lo que era buen testimonio de que éste cada vez agrupaba tras de sí más apoyos. En junio, Franco pudo tener la sensación de que éstos procedían incluso de las propias filas del régimen, pues una treintena de procuradores en Cortes se dirigieron a él solicitándole el restablecimiento de la Monarquía tradicional católica. El escrito parece haber sido gestionado por el catalanista Ventosa y la mejor prueba de la momentánea debilidad de Franco reside en que no cesó sino a una parte de quienes suscribieron el manifiesto (no lo pudo hacer, por ejemplo, con el duque de Alba, cuya presencia en la embajada de Londres le era necesaria).
La respuesta del régimen debió, por tanto, ser más prudente. Carrero advirtió a los altos mandos militares de la existencia de una conspiración masónica destinada a subvertirlo. Sin duda Franco tenía razón al temer que la presión procediera de sus compañeros de armas aunque ésta hubo de esperar a la caída del régimen de Mussolini para que acabar de hacerse efectiva. En septiembre de 1943 Franco recibió a través del Ministerio del Ejército un escrito, firmado por todos los tenientes generales, en que sus compañeros de armas le preguntaban si no habría llegado ya el momento de dar paso a otro régimen; en su redacción original, el texto era todavía más explícito pues proponía la vuelta a la Monarquía y el desmantelamiento completo del sistema totalitario. No sólo quienes lo habían suscrito, sino probablemente la totalidad de los mandos militares, e incluso quienes jugaban un papel más alto como ministros y pertenecían a esta profesión, estaban de acuerdo en que se produjera este tipo de cambio, pero siempre que tuviera lugar sin asperezas.
Franco, en cambio, estaba dispuesto a mantenerse en el poder y además tenía un buen ejemplo con lo sucedido en Italia de lo que no debía hacer. En un principio no admitió haber recibido el escrito y se negó a que todos los tenientes generales acudieran a verle a la vez, lo que hubiera podido acabar en una reproducción del último gran consejo fascista en que el Duce fue liquidado desde el punto de vista político. Lo que hizo fue recibir de uno en uno a los generales y disipar, en conversaciones privadas, lo que habría podido constituir una oposición peligrosa. Al final las posturas más duras fueron las de Orgaz, Varela y Kindelán, los generales monárquicos más caracterizados. Ninguno de ellos tenía la audacia suficiente para conspirar y, menos aún, sublevarse contra un régimen que habían contribuido a crear. De esta manera Franco se había librado ya del eventual problema de una oposición militar en el momento en que empezó a arreciar la presión de los aliados contra su régimen. Franco no tenía ninguna razón para esperar que los aliados le trataran bien después de que hubiera mostrado una proclividad tan clara a favor del Eje en años precedentes; así se lo había dicho al propio embajador alemán al solicitar de él armas para resistir a una eventual presión o ataque aliados. En teoría, en efecto, los norteamericanos hubieran podido proporcionar esas armas favoreciendo así una neutralidad estricta y evitando la continuación del comercio hispano-alemán. Los anglosajones, sin embargo, aparte de desconfiar de Franco, estaban durante 1943 demasiado ocupados en liquidar a Italia como para dedicarse a España. Además, algo cambió la posición relativa de sus representantes diplomáticos en España. El británico, Hoare, se dio muy pronto cuenta de que nada iba a cambiar la política española, pero no por ello recomendó una acción drástica contra Franco, sino que se limitó a pedir un cumplimiento más efectivo de la neutralidad, solicitando, por ejemplo, la vuelta de la División Azul. Jordana accedió a que se produjera con discreción, como fue haciéndose; en total hubo, sucesivamente, unos 47 000 soldados españoles en Rusia, casi la mitad de los cuales causaron baja. Lo que el embajador británico soportó peor fue la bruma de tranquilidad y suficiencia de que hacía gala Franco con sus largos monólogos cada vez que le recibía, y tampoco podía aceptar que la propia burocracia estatal y la prensa falangista pusieran trabas a lo que se acordaba por el Ministerio de Exteriores español. En estas condiciones no puede extrañar que su defensa de una política no excesivamente agresiva respecto de Franco durara lo que la guerra mundial y que después de ella fuera uno de los más destacados partidarios de marginarlo del poder por la intervención exterior.
Por su parte, los norteamericanos tenían en este momento otro embajador, el historiador Hayes, católico y representante personal del presidente Roosevelt, pero no siempre bien coordinado con las autoridades del Departamento de Estado, mucho más antifranquistas. Hayes cuenta en sus Memorias que en el despacho de Franco había sendas fotografías de Hitler y de Mussolini, pero que pronto llegó a la conclusión de que aquel régimen en realidad no tenía mucho que ver con el fascismo. En un principio intervino en la política interna española al margen de cuestiones puramente diplomáticas para pedir, por ejemplo, que no se atacara a Rusia, pero en la posguerra acabaría siendo un defensor entusiasta del régimen franquista. Ni Hoare ni Hayes fueron, sin embargo, responsables de la decisión más dura de los aliados con respecto a la España de Franco, que se tomó en el Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Lo sucedido se explica por la precedente postura española y por la insinceridad y lentitud en el camino hacia la neutralidad de Franco, pero hubo, sin embargo, un factor, probablemente fortuito, que contribuyó a que se tomara. En noviembre de 1943 se produjo el llamado «incidente Laurel»: España remitió un telegrama al Gobierno pro japonés, instalado en Filipinas, mencionando «la indestructible y probada relación» de aquel país con la nación que había estado allí presente hasta 1898. El texto, sin embargo, no implicaba el reconocimiento de dicho Gobierno, cuya representación diplomática en España había sido rechazada, pero fue recibido con indignación por el Departamento de Estado norteamericano.
El resultado fue que, en enero de 1944, Estados Unidos suspendieron los envíos de petróleo a España; hasta entonces habían regulado minuciosamente su comercio de determinados productos, pero ahora su voluntad parecía ser la de imponer a la Administración española la aceptación de todas sus exigencias. La situación para la España de Franco se hizo muy difícil porque en ese momento la victoria aliada ya parecía clara, sobre todo a partir del desembarco de Normandía, y porque, además, en el seno del régimen había quienes, a pesar de ser conscientes de los problemas que planteaba la resistencia, podían tener la tentación de mantenerla por considerar excesiva la presión norteamericana. Finalmente, tras una negociación muy complicada y dificultosa, en el mes de mayo se llegó a un acuerdo, mediante un intercambio de notas, entre la Administración española y los aliados. La España de Franco confirmó la retirada de la División Azul, prometió cerrar el Consulado alemán en Tánger y se mostró dispuesta a solventar mediante un arbitraje (que resultó finalmente acorde con la posición norteamericana) la situación legal de los barcos italianos existentes en puertos españoles cuya dependencia estaba en duda.
Sin embargo, probablemente la cuestión que más interesaba a los aliados en este momento era la de las exportaciones de wolframio español a Alemania. Este mineral era de sumo interés estratégico para la fabricación de material militar (ojivas de proyectiles y blindajes, por ejemplo) y Hitler ya no tenía otra fuente de aprovisionamiento que España. Los aliados, en cambio, no necesitaban este mineral, del que estaban bien provistos. El acuerdo consistió en limitar la exportación a tan sólo unas decenas de toneladas, comparando el resto los aliados. En este caso, como en tantos otros, la buena voluntad neutralista de Jordana hubo de enfrentarse a la escasa receptividad de una Administración en la que los países del Eje seguían teniendo un buen número de partidarios. Poco antes de su muerte, todavía se quejaba el ministro español de «las diabluras» que estaban haciendo los alemanes con el wolframio que conseguían importar gracias a los apoyos que tenían, a pesar de la oposición oficial española. Uno de ellos parece haber sido el propio ministro de Comercio, el falangista Carceller. Por otra parte, lo sucedido en este caso es muy expresivo de la habitual forma de comportarse del régimen de Franco. Para él el mantenimiento del bastión nazi frente a la penetración soviética era crucial pero el aprovisionamiento de wolframio se hizo porque interesaba por motivos económicos a los propios intereses nacionalistas. En realidad, España nunca llegó a ser, como Hitler hubiera querido, un verdadero satélite económico del Reich: sólo hubiera sucedido así en el caso de que éste hubiera conseguido una victoria total.
De aquí en adelante la política exterior española de neutralidad se fundamentó en una identificación con el Papa y el catolicismo (subsidiariamente, también con Portugal), aparte de un juicio sobre la guerra mundial que distinguía tres opciones diferentes. En la primera hubo algunos intentos, a comienzos de 1943, de atraer a los países neutrales de significación católica pero esa opción muy pronto se demostró estéril y hubo que pasar a la segunda. Según explicó el propio Franco en el conflicto entre Alemania e Inglaterra era neutral pero era partidario de Alemania en su guerra contra la Unión Soviética y de los Estados Unidos en contra de Japón. En realidad estas opiniones eran una forma de camuflar el anterior alineamiento con el Eje pero testimonian también los intereses y los errores del régimen. Revelan, por ejemplo, que Franco nunca tomó en serio la exigencia aliada de que el adversario debía rendirse incondicionalmente pero también el temor a un peligro comunista y su radical discrepancia de aquellos norteamericanos que parecían pensar que el régimen comunista podía cambiar.
A esas alturas, por otro lado, se había producido ya un giro importante en otro aspecto de la política internacional española, el relativo a Hispanoamérica. En adelante no hubo ya propaganda política alineada con el Eje ni tampoco nada parecido a intromisión en la política interna y sí, en cambio, una aceptación de que la zona era de influencia norteamericana. Desaparecieron, al mismo tiempo los embajadores y las asociaciones vinculadas con la Falange, a las que, de todos modos, se había atribuido una importancia excesiva por parte de los Estados Unidos (se habló incluso de decenas de miles de falangistas armados que nunca existieron). La propaganda fue puramente cultural y estuvo patrocinada por el propio Ministerio de Educación a través de la creación de numerosos organismos de esta significación, principalmente en España, con un objetivo fundamentalmente distinto, pues al pretender unir a España con un grupo de naciones al margen del conflicto, lo que hacía era, en definitiva, subrayar la neutralidad española. Ésta se produjo también, en términos estrictos, en un terreno en que se habría podido jugar un papel humanitario importante.
En realidad, el régimen de Franco no tuvo una significación particularmente contraria a los judíos; no hubo un decidido racismo antisemita entre otros motivos por la ausencia de ésta minoría étnica, aunque la dialéctica contra los judíos fuera periódicamente utilizada por los principales dirigentes del régimen y también por Franco. El antisemitismo del régimen español nacía del tradicionalismo católico y era compatible con el aprecio y el estudio del legado sefardita. Lo que tampoco hubo, a pesar de las afirmaciones que a veces se hacen, fue una política firme y precisa de protección de los judíos perseguidos por la Alemania nazi, a pesar de que una parte de ellos eran sefarditas y, como tales, podían aducir su procedencia española. En una primera etapa, en que Alemania dejó salir a los judíos de la zona controlada por ella, España fue lugar de paso de unos 30 000, pero no hubo una política del régimen destinada específicamente a salvarlos de la persecución o a facilitarles el tránsito sino que a menudo algunos embajadores, como Lequerica, se aprovecharon de su lamentable situación. Tampoco existió en la fase final de la guerra esta actitud de protección y defensa, a pesar de que en ella se había hecho evidente que el exterminio era el destino que les esperaba. Si hubo del orden de 8000 judíos que se salvaron merced a la intervención de las autoridades españolas, la razón estriba mucho más en la iniciativa de diplomáticos españoles actuando por propia cuenta que no en ninguna instrucción gubernamental precisa y de carácter general. Aun así, en Grecia y Hungría diplomáticos españoles salvaron a un número importante de judíos, sefardíes o no, y un embajador, Sanz Briz, figura en el Museo del Holocausto de Jerusalén como uno de los defensores de los perseguidos.
Todo cuanto antecede es significativo pues indica la voluntad de las autoridades españolas de no tener motivos de enfrentamiento con la Alemania nazi pero también la de coincidir con uno de los presupuestos de la política norteamericana. Al mismo tiempo la España de Franco se lanzó a una carrera entusiasta para simular el mantenimiento estricto de una neutralidad que no había sido cierta en la primera fase de la guerra. La falta de autenticidad de esta posición la pudieron apreciar los embajadores aliados en el nombramiento de José Félix de Lequerica como ministro de Asuntos Exteriores. Inteligente y escéptico hasta el cinismo, Lequerica no era un monárquico más o menos liberalizado como hubiera esperado el embajador británico, sino el representante de su país ante el régimen de Pétain y, como tal, una persona que siempre había mantenido una neta proclividad hacia el Eje. Sin duda, la política de Jordana hasta su muerte había sido mucho más sinceramente neutral mientras que la de Lequerica pudo resultar más oportunista y sumisa a Franco: quienes lo promovieron fueron elementos falangistas en los que Franco seguía confiando. Se aprovechó, en todo caso, cualquier oportunidad para pretender ignorar la pasada germanofilia e identificarse hasta la adulación con los Estados Unidos, que ya parecían los grandes ganadores de la guerra.
Cuando, en la primavera de 1944, Churchill afirmó en la Cámara de los Comunes que consideraba un error injuriar gratuitamente a Franco, que había prestado un servicio a los aliados al no entrar en la guerra, inmediatamente el régimen, en contra de las propias indicaciones del duque de Alba, el embajador español, lo interpretó como un testimonio de que podía haber un acercamiento británico. Pero no fue así: a una carta de Franco, que parecía haber olvidado sus declaraciones en favor del Eje, respondió Churchill, en un tono que no dejaba duda acerca de su radical discrepancia respecto del sistema político español. El propio Alba mostró al final de la guerra su deseo de dimitir, no queriendo representar a un régimen del que discrepaba.
La política de Lequerica se dirigió sobre todo a Estados Unidos, pero sin conseguir ningún éxito. Con el paso del tiempo, España dio facilidades a los aviones norteamericanos y convirtió su neutralidad en benévola respecto de los ya evidentes vencedores; incluso el embajador norteamericano participaba en los actos de exaltación de las efemérides americanistas que en otros momentos iban dirigidos contra su país. En abril de 1945 España rompió sus relaciones con Japón sin que el hecho tuviera efecto en la benevolencia norteamericana. Pese a todo, el presidente norteamericano, Roosevelt, escribió a su embajador que, aunque no quería intervenir en la política española, no creía que un régimen que había sido apoyado en su origen por los países fascistas pudiera ser aceptado en la nueva organización del mundo. Incluso los que iban a ser derrotados se desentendían de Franco: desde septiembre de 1944 el embajador alemán estuvo ausente de Madrid y cuando Hitler, meses después, oyó que Franco consideraba que no había sido aliado suyo habló inequívocamente de «frescura».
El porvenir que acechaba a Franco no era sólo de aislamiento exterior, sino también de problemas internos debido a la creciente oposición. Como ya hemos podido comprobar, en el transcurso de 1943 habían sido varios los intentos de inducir a Franco para que, por sí mismo, realizara la restauración monárquica. Su negativa sumió a los partidarios de Don Juan en una perplejidad nacida de no saber si decantarse por un enfrentamiento con el régimen o si mantener la espera en la confianza de que Franco se convenciera de la oportunidad del cambio. Sin embargo, en los primeros meses de 1944 se acabó decantando una posición de ruptura principalmente debida a la actitud de este último. En efecto, en enero Franco escribió a Don Juan argumentándole extensamente acerca de su propia legitimidad que fundamentaba, aparte de en su victoria con la ayuda divina, en la simple adquisición del poder por prescripción. Además recomendó a Don Juan que «no se hipotecara» con el ejercicio del poder. Por su parte, el heredero de la línea dinástica repuso que Franco era demasiado optimista respecto de su régimen y de la duración que presumiblemente habría de tener; además cuando los aliados suspendieron el aprovisionamiento de petróleo se dirigió a Franco en términos perentorios.
La respuesta del Caudillo resultó entonces tan indignada que al final de la misma decía pedir a Dios que iluminara la inteligencia de su corresponsal, perdonara sus errores y maldijera a sus consejeros. Este intercambio epistolar, en el que Franco siempre se comportaba con respecto a Don Juan como un maestro ante un alumno no muy inteligente, y en el que parecía estar absolutamente seguro de cuanto decía, dejó abierta una herida entre ambos que nunca se cerró. Franco siempre consideró al heredero de la línea dinástica como su rival principal, lo que explica sus acerbos juicios, extendidos a la mayor parte de sus seguidores y consejeros. Por los mismos días algunas personalidades monárquicas sufrían sanciones, como les sucedió, por ejemplo, a un grupo de catedráticos de Universidad. Próxima la liquidación de la guerra, en marzo de 1945, Don Juan de Borbón, en el llamado manifiesto de Lausanne, presentó la Monarquía que él personificaba como un instrumento para una transición pacífica hacia un régimen en que existiera una Constitución, el respeto de los derechos humanos y ciertas libertades regionales. A partir de este momento la Monarquía apareció en el horizonte como una fórmula para la reconciliación política y como un medio para una transición no traumática desde la dictadura a una homologación, al menos parcial, con el tipo de regímenes políticos existentes en la Europa de la posguerra. El problema fue siempre para ella que esta opción tuvo que enfrentarse con la ausencia de voluntad de entendimiento por parte de los dos bandos combatientes en la Guerra Civil, cuyo recuerdo resultaba todavía demasiado lacerante. Cualquier gesto que hizo podía ser inmediatamente interpretado como una traición a cada uno de los dos bandos (o a los dos a un tiempo), con las consecuencias que eran de esperar. En estos mismos meses Don Juan intentó llegar a un acuerdo con Franco respecto de una posible evolución, sin conseguirlo en absoluto. El decidido propósito del Caudillo de seguir en el poder, su sentido del tiempo y su habilidad lo convertían en un adversario muy difícil. Pero cuando concluía la guerra mundial no sólo parecía que las dificultades en su contra iban a ser enormes sino que su supervivencia misma parecía imposible.
Éste era el panorama con el que debía enfrentarse la España de Franco en los primeros meses de 1945. Conviene que, antes de que abordemos cómo le hizo frente, nos planteemos un balance final del período 1939-1945 en lo que respecta a política exterior e interior. Respecto de la guerra mundial cabe decir, ante todo, que es difícil definir de forma precisa la posición de la España de Franco, no tanto porque no la quisiera dejar clara —hizo todo lo posible por camuflarla luego y no siempre la manifestó con sinceridad cuando se desarrollaban los acontecimientos— sino porque siendo España una pequeña potencia, cuya intervención no podía influir en el resultado de la guerra, tuvo que evolucionar según la forma de desarrollarse los acontecimientos.
De todas maneras para interpretar su postura hay que partir de la vinculación fundamental de la España franquista con el Eje, que nacía de antecedentes históricos y de simpatías ideológicas pero que no implicaba una sumisión servil motivada por la lealtad o la adhesión a unos principios. Todo ello explica que la neutralidad se convirtiera en no beligerancia cuando existió la esperanza de que se podría obtener un resultado rentable con una intervención mínima y permite comprender que, más allá de 1940, España rechazara también la posibilidad de entrar en el conflicto como lo hubiera hecho de darse esas condiciones. En definitiva, la prioridad del régimen español y de quien lo personificaba no fue tanto la victoria del Eje como su propia subsistencia; en este sentido puede decirse que durante la Segunda Guerra Mundial se gestó el rasgo esencial de la política exterior española durante el franquismo.
Franco atribuyó luego a su «hábil prudencia» el no haber entrado en la guerra, pero, aunque siempre pensó en lo que él consideraba como intereses nacionales (que, desde luego, en su pensamiento eran los suyos propios), distó mucho de ser siempre prudente, aunque tampoco le faltara habilidad. Si erró mucho en los juicios sobre la evolución del conflicto por otro lado no se sometió a la voluntad de terceros y supo camuflar con desparpajo su posición anterior. Pero su política no fue, ni remotamente, de neutralidad. La ayuda que proporcionó al Eje fue mucho mayor que la otorgada no sólo por los países neutrales, como Suiza, o los que adoptaron alguna actitud benevolente con Alemania, como Suecia o Turquía, sino incluso que la de Finlandia, que combatió a la URSS desde el verano de 1941 con una explícita declaración de guerra. Un correcto conocimiento de la posición española ante el conflicto revela que hubo por lo menos tres ocasiones —durante el verano de 1940, al año siguiente y el otoño de 1942— en que España pudo entrar en guerra, de modo que puede decirse que casi de puro milagro no lo hizo. Como otros dos dictadores —Mussolini y Stalin— Franco estaba dispuesto a intervenir en el momento en que las circunstancias revelaran que podía hacerlo sin excesivos peligros y con la seguridad de grandes ventajas.
Probablemente la causa fundamental de la no intervención española no reside ni en Franco ni en la diplomacia de su régimen. Las propias condiciones de la España de entonces, pobre, débil y con su clase dirigente desunida, fueron un primer factor obvio, pero los hubo también totalmente independientes de nuestro país. Alemania, despreciativa de los dirigentes españoles y desinteresada de su política, sólo se interesó por la intervención española durante un período corto. Italia, mucho más frágil de lo que se esperaba desde el punto de vista militar, no quiso un competidor en el reparto del botín sino que pretendió tener un aliado en el peor de sus momentos estratégicos. Gran Bretaña, a veces ingenua al juzgar la política española, constituye un testimonio de la valía de una diplomacia inteligente, capaz de maximizar sus recursos ante circunstancias difíciles, en especial cuando contaba con la colaboración de una potencia económica como la norteamericana. Los Estados Unidos pudieron ser, en ocasiones, brutales, pero nunca tanto como para llevar a cabo una agresión gratuita contra una España que no les gustaba.
En cualquier caso parece claro que, a diferencia de lo sucedido en 1914-1918, España no obtuvo, como en aquella ocasión, los beneficios de una neutralidad sincera y a los desastres de la guerra propia hubo de añadir, en adelante, los de la guerra mundial. Por eso mismo no se alcanzaron los beneficios económicos de la no intervención en la guerra, al contrario que en otros países. Otros Estados, además, tuvieron que forzar la interpretación de la neutralidad (por ejemplo, permitiendo el paso de las tropas alemanas, como hizo Suecia) pero ninguno se autodefinió en una no beligerancia que era prebeligerante. Las consecuencias se padecieron luego. Cuando, con constantes ambigüedades y lentitudes, España evolucionó hacia una mayor neutralidad, nadie pudo creer que esta actitud fuera verdaderamente sincera y, por lo tanto, tampoco en este momento se pudieron obtener ventajas materiales de la actitud propia. Una curiosa paradoja del final de la guerra mundial es que resulta muy posible que el destino de la España de Franco hubiera sido peor de haber triunfado Hitler; éste, que nunca apreció a los dirigentes españoles, no tenía, a diferencia de los vencedores, ningún reparo de intervenir en la política de otros países. Todavía se puede citar otra: La confrontación permanente con la Rusia soviética, que la España de Franco mantuvo durante estos años, le sirvió para su supervivencia en la posguerra de mucho más que la amistad con Portugal y al menos tanto como la identificación con el Vaticano.
En otro aspecto es preciso también establecer un balance de la actitud de España ante la guerra mundial. Sabemos que ésta fue una época muy difícil para la España de Franco, no sólo por la presión de cuanto acontecía en el mundo sino también por las tensiones internas del régimen. Fueron éstos los años más complicados de la gestión política de quien lo personificaba como dictador, pero resultaron también los de su definitivo aprendizaje político. Lo que sorprende de él no es tanto su actuación en la guerra mundial como su habilidad en la posguerra, pero ésta había nacido tras una etapa de crisis persistente y ásperos enfrentamientos entre sus colaboradores, como la que se produjo entre 1939-1945. Así se pudo comprobar luego. En el último de los años citados supo combinar la capacidad de arbitrar las tendencias de su régimen con la de intuir la evolución de la política internacional o la de excitar el recuerdo de la Guerra Civil en forma tal que pudo perdurar después de un complicadísimo trance por el que no pasó régimen alguno en torno a 1945.