La tentación intervencionista
y la lucha interna (1940-1942)

La interpretación que la propaganda —e incluso una parte de la historiografía de la época final del franquismo— hizo acerca de la posición de las autoridades españolas en esta fase de la guerra, consistió en afirmar que la Alemania victoriosa presionó inmediatamente a España para obtener su intervención en la guerra mundial, que esa presión fue muy insistente y duradera pero no consiguió romper la encarnizada resistencia de Franco. Pero la realidad es que, a partir de la victoria de Alemania sobre Francia, hubo una identificación absoluta de los dirigentes españoles con la causa del Eje, que se prolongó, con matices e intermitencias, hasta entrado el año 1944; como veremos más adelante, la presión alemana para lograr la intervención española, aunque fuerte durante algunas semanas, tampoco fue muy duradera. En cualquier caso, quien tomó la iniciativa para la posible entrada española en la guerra no fue Alemania, sino los propios dirigentes de la España de Franco. En efecto, a mediados de junio de 1940, Franco envió al general Vigón a entrevistarse con Hitler y mostrarle su disponibilidad para convertirse en beligerante, a pesar de sus dificultades de aprovisionamiento. En esta ocasión, por vez primera, España mencionó unas reivindicaciones territoriales que luego reaparecerían en meses posteriores.

Se entiende que así se hiciera. Como decía con absoluta claridad la propia prensa falangista, aquélla parecía la gran ocasión, esperada durante decenios y aún siglos, al haberse producido la derrota de Francia y resultar previsible un inmediato reparto de Europa y de las posesiones coloniales galas. En última instancia ni siquiera se sabía si Gran Bretaña estaría dispuesta a proseguir la lucha: los alemanes pidieron que el duque de Windsor, que podía tener derechos sobre la Corona británica fuera retenido en España, donde estaba, para una posible negociación de paz. Las peticiones españolas consistieron —y así se mantuvieron durante meses— en la ampliación de las posesiones del Sahara y Guinea y, sobre todo, en la total ocupación de Marruecos y de aquella parte de Argelia que había sido colonizada por los españoles. No hubo un solo sector en el régimen que no propiciara este afán imperialista, desde los militares hasta los falangistas. Si para la Falange supondría la realización de los designios imperiales, para los militares africanistas, entonces en el poder, sería el cumplimiento de sus ilusiones respecto al norte de África, largo tiempo acariciadas. Los falangistas, no obstante, eran más ambiciosos y en ocasiones exigieron ampliar la expansión española hasta el sur de Francia y Portugal.

La verdad es que las pretensiones del régimen de Franco nunca tuvieron la menor posibilidad de triunfar porque la posición de la Alemania de Hitler siempre estuvo muy lejos de la visión de ella que se parecía tener en Madrid. El Führer nunca fue un generoso impulsor de una especie de justicia histórica que permitiera a España realizar sus aspiraciones sino que para él se trataba de un país pequeño y poco importante del que esperaba que le siguiera de forma espontánea y que estuviera dispuesto a proporcionarle materias primas y ventajas estratégicas a cambio de casi nada. Su destino sería convertirse en una especie de colonia informal del Reich. Ni siquiera el Mediterráneo era importante para Hitler. Una vez derrotada Francia titubeó acerca de cual debiera ser el destino de su ulterior expansión y acabó por volcarse hacia el este de Europa, de modo que España desapareció de sus preocupaciones más agobiantes.

Pero, sentada la posición alemana, debemos volver al curso de los acontecimientos visto desde la óptica española. En julio de 1940 el ministro de Asuntos Exteriores, Beigbeder, cuyo nombramiento cabe atribuir por igual a Franco y Serrano, propuso «estrecharse más» con Alemania. Su idea consistía en que Marruecos debería tener una independencia ficticia —«de carnaval», decía— controlada por España y, de momento, que ésta ocupara dos provincias al Norte, hasta el río Sebú, pretextando desórdenes internos en la zona francesa. Esta operación no llegó a efectuarse, probablemente porque los franceses mantuvieron una elevada cantidad de efectivos militares en la zona y porque Alemania nunca estuvo dispuesta a autorizar la intervención española. Por estos momentos el jefe del servicio secreto alemán, Canaris, recomendaba a las autoridades españolas que no extendieran el conflicto. Beigbeder, nombrado por Franco para su importante cargo por ser un buen conocedor de Marruecos, y por su manejo de idiomas, actuó de forma tortuosa, informando en sentido diverso a las potencias respecto de los designios españoles. Su posterior abandono del ministerio se produjo no porque fuera originariamente opuesto a los alemanes, sino debido a la creciente influencia de Serrano y su paralela marginación, lo que acabaría situándole al lado de los británicos.

A Beigbeder, sin embargo, cabe atribuirle la primera expansión imperial de la España de Franco, que las circunstancias hubieron de convertir también en la última y única para acabar siendo también reversible. Fue una especie de reproducción, un tanto caricaturesca, de ese género de espectaculares decisiones al modo de Mussolini pero que no concluyó en fiasco. Al mismo tiempo que las tropas alemanas entraban en París, las españolas ocuparon Tánger, un propósito que desde comienzos de siglo habían tenido todos los gobernantes españoles y que, si se justificó por las peculiares circunstancias bélicas del momento, tampoco dejó de considerarse como una decisión irreversible y un testimonio de las pretensiones españoles más firmes. En noviembre de ese mismo año se suprimieron la comisión de control y la asamblea al mismo tiempo que submarinos italianos obtenían un refugio ilegal en la zona internacional. Sólo unos meses después, en marzo de 1941, las autoridades españolas llegarían con las británicas a un acuerdo de principio respecto a Tánger, admitiendo las segundas que dependiera de España. Mientras tanto fue expulsado de la ciudad el representante de la autoridad francesa, instalándose en ella un consulado alemán dedicado, en realidad, a misiones de espionaje. En la práctica sólo en 1944, cuando ya la guerra parecía inclinarse definitivamente a favor de los aliados, España volvió a considerar como internacional la zona por ella controlada.

En todo este asunto el comportamiento de las autoridades españolas sólo con extremada benevolencia puede ser calificado de neutral, pues sería mucho más correcto describirlo como prebeligerante. De hecho, España dio manifiestas facilidades a los italianos para lanzar desde territorio español operaciones de sabotaje contra la flota británica instalada en Gibraltar. También se concedieron considerables ventajas estratégicas a los alemanes: ya en julio de 1940 una misión militar alemana estuvo en España para preparar una eventual toma de Gibraltar, descubriendo, no sin perplejidad, que de momento los españoles carecían de cualquier plan bélico respecto de la base británica a pesar de que ansiaran ocuparla. Además, a lo largo de 1940 y 1941, gracias a la llamada «Operación Moro», un total de dieciocho submarinos alemanes se aprovisionaron en España. Esto les permitía aumentar considerablemente su radio de acción, que se extendía así hasta el norte de Brasil. Al margen de las ventajas comerciales, de las que más adelante se tratará, Hitler pudo obtener otras relativas a la observación aérea. Finalmente, aunque de ello no obtuvieron grandes ventajas, los alemanes se beneficiaron de la información de los servicios secretos españoles e incluso personas como Serrano entregaban a la diplomacia nazi los despachos de los embajadores más neutrales y cuya información podía tener mayor interés, como, por ejemplo, el duque de Alba.

La mención a éste nos pone en contacto con la posición de la principal potencia adversaria de Alemania, y la única que en este momento permanecía como beligerante contra Hitler, Gran Bretaña. La presencia de los alemanes en Bayona, en junio de 1940, suponía un peligro inmediato para la principal base eventual de acción británica en el Viejo Continente, que no era otra que su aliado tradicional, Portugal. Éste, según palabras de Salazar, se encontraba en estos momentos en una situación de «peligro total y consistente por todas partes», en el sentido de que podía temer que los alemanes lo atacaran a través de España, o que los británicos desembarcaran allí como primer paso para combatir en Europa. En estas condiciones, a finales de junio de 1940, comenzaron unas negociaciones con España que concluirían un mes después. En realidad lo suscrito no fue otra cosa que un protocolo aclaratorio de los acuerdos ya vigentes entre los dos países, que no implicaba ni alianza militar ni ningún tipo de pacto que los desvinculara por completo de sus aliados (por ejemplo, en el caso de Portugal, de Gran Bretaña), sino que sencillamente preveía consultas en el caso de que desde su territorio se pudiera producir una agresión a la otra parte. Sin embargo, el tratado, negociado inicialmente por Serrano, aunque concluido por Beigbeder, fue interpretado por los propios españoles como un medio de alejar a Portugal de la causa británica y atraerlo a la propia. En realidad, Salazar había evitado cualquier compromiso verdaderamente decisivo mediante este nuevo protocolo adicional.

Los británicos no tuvieron inconveniente en aceptar que su aliado suscribiera un acuerdo como éste porque, siendo muy poco significativo, no alteraba su política respecto a España, que había sido diseñada antes de que lo fuera la alemana de manera definitiva. Para Gran Bretaña, la estrategia a seguir en todo el mundo y también en España, punto crucial dada la situación de Europa en el verano de 1940, era ganar tiempo. Como aseguró uno de sus principales estrategas, Liddel Hart «una España amistosa es deseable, pero una España neutral es vital». De ahí que se nombrara embajador en Madrid a una importante figura del conservadurismo, Sir Samuel Hoare que, cuando llegó, dio órdenes de que el avión se mantuviera en condiciones de devolverle a su patria, pues tan insegura era la postura española que pensaba podía tener que volver en tan sólo unos días. Hoare, junto con Halifax, por entonces secretario del Foreign Office, eran partidarios de mantener con España una actitud de apaciguamiento, conduciéndola hacia la neutralidad mediante la utilización de la presión alimenticia y de aprovisionamiento. Su posición, en definitiva, fue muy característica del Imperio británico: neutralizar una zona peligrosa con un mínimo esfuerzo militar y un limitado dispendio económico. Esa actitud, sin embargo, se vio acompañada de errores en la ejecución y exceso de fatuidad. Churchill, en cambio, consideró en más de una ocasión la eventualidad de una invasión de todo o parte del territorio español, ante la posibilidad de que Franco se inclinara hacia el Eje y, de esa manera, pusiera en grave peligro la situación estratégica de Gran Bretaña. En realidad, esta postura, que encerraba una mayor dureza, era también más prudente, pues como veremos, España en más de una ocasión estuvo a punto de entrar en el conflicto. Pero requería de frialdad en los momentos decisivos. En ellos el buen sentido de Churchill se impuso siempre y evitó una iniciativa bélica que hubiera resultado contraproducente a medio plazo para su país. Hoare mantuvo una posición muy despectiva con respecto a los dirigentes españoles (le irritaba la confianza en sí mismo que tenía Franco, que le hablaba como un doctor a un paciente, y de Serrano, de quien pensaba que era un fanático). En realidad conocía los entresijos de la política española menos de lo que creía y, sobre todo, racionalizaba en exceso acerca de la imposibilidad de que España interviniera dada su penosa situación interna. En condiciones normales no se habría ni siquiera planteado esa posibilidad, pero la España de la posguerra estaba animada por una voluntad imperialista que la ocasión parecía contribuir a hacer viable. Además, la gestión del embajador británico en parte estaba guiada por su propio deseo de aparecer como un factor decisivo en la resistencia de su país y por entremetimiento excesivo y peligroso en la política interna española. Pensó, por ejemplo, que podía influir en la política interna por el procedimiento de comprar a generales. En ello empleó, con escaso fruto, 10 000 000 de dólares, porque éstos hablaban mucho de conspiración, pero era más que dudosa su predisposición a llevarla a la práctica; aunque es posible que esas cantidades acabaran en manos de terceras personas, puede ser que por este procedimiento lograra bastante información interna, incluso de Beigbeder, sobre todo en el momento en que dejó el Ministerio de Asuntos Exteriores.

Otra arma del embajador británico resultó mucho más efectiva. Consistió en proporcionar a España, mediante sucesivos acuerdos desde los meses finales de 1940, el suficiente petróleo y los imprescindibles aprovisionamientos como para que subsistiera y, al mismo tiempo, fuera incapaz de entrar en la guerra. Como pudo decir el ministro falangista Gamero del Castillo, los británicos prometían alimentos a cambio de paz, mientras que los alemanes lo hacían a cambio de guerra; además los primeros los ofrecían por adelantado, mientras que los segundos lo prometían para después de la entrada en guerra, al mismo tiempo que succionaban gran parte de las exportaciones españolas como pago a su intervención en la Guerra Civil. Fue ésta la línea política fundamental de los británicos, y quedó definitivamente consolidada como tal cuando, en febrero de 1941, Hoare convenció a Edén, sustituto de Halifax y persona más proclive a mostrar una actitud mucho más severa respecto de Franco, para que se sumara a la actitud mantenida hasta entonces. Con el paso del tiempo, a pesar de su desprecio por los dirigentes españoles, Hoare llegó a ser benevolente con respecto al régimen de Franco: a fines de 1940 se habían iniciado las emisiones de radio de la BBC dirigidas a la opinión española, que fueron suspendidas en 1943 a solicitud del embajador británico. A pesar de todo ello la posibilidad de que los alemanes invadieran España con la colaboración de una parte o la totalidad de quienes ocupaban el poder, hizo que se diseñaran determinados planes consistentes en provocar destrucciones para retrasar el avance adversario (Black Thorn), mantener un reducto de resistencia en el sur (Saphk), o establecer una base de aviación para que actuara en el norte de África (Ballast). Sin embargo, el plan estratégico que estuvo más próximo a su realización, en 1940 o 1941, fue la toma de las Canarias (plan Puma o Pilgrim), ante la eventualidad de una invasión alemana de la Península, de un pacto de España con Hitler o de la imposibilidad de mantener Gibraltar. Por este procedimiento se quería contribuir al control del Atlántico, que resultaba esencial para el Imperio, y un número elevado de los limitados recursos bélicos británicos estuvo preparado durante muchos meses para esta eventualidad.

Una faceta importante de la política británica consistió en convencer a los norteamericanos de que su actitud debía ser complementaria de la propia. La verdad es, sin embargo, que los Estados Unidos tuvieron una proclividad antifranquista mucho mayor que la británica, quizá como consecuencia del alejamiento experimentado por ambos países desde el final de la Guerra Civil. Además, Weddell, su embajador hasta comienzos de 1942, mantuvo unas pésimas relaciones con Serrano Suñer, que no tenía inconveniente en declarar su solidaridad con el Eje, hasta el punto de que al representante norteamericano se le negó, durante muchos meses a lo largo de 1940 y 1941, cualquier posibilidad de mantener una entrevista con Franco (que, por su parte, hablaba en estos momentos de la «locura criminal» consistente en seguir manteniendo la guerra, como si ya los alemanes hubieran vencido). Cuando finalmente, a comienzos de 1942, se llegó a un acuerdo con los Estados Unidos para aprovisionar de petróleo a España, tan sólo se le concedió un 60 por 100 del consumo habitual anterior en productos petrolíferos.

Si la definición de la política británica se llevó a cabo rápidamente en el crucial verano de 1940 y hubo de permanecer sin cambios hasta el momento final de la guerra, la alemana fue algo más tardía y resultó más cambiante de acuerdo con las circunstancias aunque siempre esperó que la España de Franco se sumara a ella sin mayor inconveniente. En realidad, sólo en 1945 se dio cuenta Hitler de que hubiera debido lograr la intervención española en el conflicto a la altura del verano de 1940, nada más lograda la victoria sobre los franceses; con ello hubiera tomado Gibraltar y así hubiera podido estrangular la vía de comunicación de Gran Bretaña con su Imperio. No se hizo así porque Hitler creía poder someter a Churchill con la aviación y, además, no quería dejar que el imperio colonial francés cayera en manos británicas. Todo eso le obligaba a no satisfacer las desmesuradas pretensiones territoriales de Franco, que era la condición fundamental para que España entrara en guerra.

Es importante recalcar que en todo el verano de 1940 fue España la que tomó la iniciativa de entrar en el conflicto: el nuevo embajador español en Berlín, Espinosa de los Monteros, llegó allí con un mapa —consultado con Franco— expresivo de las reivindicaciones españolas. Además, mientras tanto, Franco trataba de atraer a Mussolini en apoyo de sus pretensiones: fue un propósito un tanto ingenuo porque, en realidad, los deseos de ambos resultaban en gran medida incompatibles. En septiembre de 1940, Serrano Suñer, con ocasión de un viaje a Berlín, expuso de nuevo las pretensiones españolas, lo que demostraba no ya su predominio en el seno del Gabinete sino también la inminencia de su responsabilidad en la política exterior, la cual fue confirmada en octubre, cuando sustituyó a Beigbeder en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

Pero, con ocasión de este viaje, Serrano descubrió, para su sorpresa, que la reconstrucción de Europa no se iba a hacer con criterios de supuesta justicia histórica que atribuyeran a España el papel internacional que Franco y él querían darle, sino siguiendo los exclusivos intereses de Hitler. Serrano pidió a Ribbentrop, el ministro de Exteriores alemán, Marruecos, Oran y Guinea, aparte de Gibraltar, e incluso sugirió la posibilidad de ampliar las fronteras propias en Rosellón y consideró a Portugal como una unidad política que apenas tenía sentido en una reordenación de Europa, pero se encontró con la solicitud de una de las Canarias y otra base naval en Agadir o Mogador por parte de los alemanes quienes parecen también haber deseado la isla de Fernando Póo. Tanto él como Franco eran partidarios de la entrada española en la guerra, aunque dadas las precarias condiciones de nuestro país entonces, como decía el segundo, «nos conviene estar dentro, pero no precipitarnos». Su idea consistía en obtener grandes ventajas territoriales con un mínimo de intervención, pero Hitler pensó que la España de Franco era un país débil y carente de recursos que pedía demasiado e intentaba pretenciosamente llevar una operación contra Gibraltar (denominada Félix) para la que no tenía tropas adecuadas, mientras que ponía en peligro las buenas relaciones con Francia. Esto último fue siempre lo decisivo: a fin de cuentas el propio Führer explicó a sus colaboradores que, al tratar de armonizar los intereses incompatibles de España, Italia y Francia, estaba intentando llevar a cabo un «engaño grandioso». Era muy difícil el acuerdo, sobre todo a partir del momento en que Franco se dio cuenta de que suponía en la práctica un desmembramiento del territorio nacional.

Por tanto, dadas las concepciones de Hitler acerca de sus propios intereses, los deseos españoles, incluso transmitidos a través de Mussolini, nunca tuvieron la menor posibilidad de triunfar. Sin embargo, cabía la posibilidad de que Franco cediera ante una presión muy dura ejercida por quien era el amo de Europa. La entrevista de Hendaya, en octubre de 1940, ha sido narrada presentando a un Franco que hábilmente eludía comprometerse ante un Hitler desesperado por no conseguirlo. La realidad es, más bien, que Hitler siempre despreció a los dirigentes españoles y consiguió, en esta ocasión, la firma de un protocolo que comprometía la entrada española en la guerra, aunque no señalara una fecha precisa. Esto indica que la situación permanecía abierta. El propio Franco llevó a esta entrevista un memorando en el que decía que no podía intervenir «por gusto» y recordaba que Italia lo había hecho con más preparación y había resultado una carga para su aliado. El momento álgido de la presión alemana se produjo en las últimas semanas de 1940, pero entonces ya se había hecho evidente que lo que Alemania ofrecía era muy poco y, sobre todo, con escasísimas seguridades. Hitler, cuya principal preocupación se basaba en el centro y el este de Europa, no tuvo una estrategia mediterránea (y, por lo tanto, española) más que unas cuantas semanas, y en enero de 1941, después de lamentar profundamente la posición de Franco en una carta que le remitió, consideró clausurada la posibilidad de la toma de Gibraltar. Además, las derrotas italianas distrajeron a sus tropas en los Balcanes, y cuando tuvo lugar la invasión de Rusia se hizo ya imposible emprender operaciones de envergadura en los dos extremos de Europa.

Si la posición de los dirigentes españoles fue demasiado ingenua respecto de Alemania, también lo fue en relación con la Italia de Mussolini. La existencia de mayores afinidades evitó las asperezas que se dieron con Alemania pero el imprevisto descubrimiento de la debilidad militar italiana lesionó la imitación de su régimen político y, además, pronto se hicieron manifiestas incompatibilidades en los intereses territoriales y de política exterior de ambas dictaduras. En febrero de 1941, en uno de sus dos únicos viajes al exterior, Franco, acompañado por Serrano Suñer, se entrevistó con el Duce en Bordighera. Allí le explicó al dirigente fascista que él no sólo quería entrar en la guerra, sino que temía hacerlo «demasiado tarde», pero el que lo hiciera dependía no tanto de él como de la ayuda que le proporcionaran los alemanes en términos militares y alimenticios. En realidad, como había escrito antes de partir hacia la ciudad italiana, jugaba también un papel decisivo en su posición el no entrar (en la guerra) «por gusto», es decir, hacerlo tan sólo obteniendo unas compensaciones territoriales insuficientes. Mussolini, que debía pensar en esos momentos que la guerra estaba ya ganada por Hitler, no insistió mucho en la intervención española, en parte por esas dificultades de todo tipo («¿cómo se puede enviar a la guerra a un país que tiene pan para una semana?», dijo a uno de sus colaboradores), pero también porque él no había conseguido ninguna victoria espectacular y, además, España podía ser un competidor en el reparto de influencias en el Mediterráneo. En adelante siempre sucedió lo mismo. Italia pretendía que la intervención española se hiciera por su intermedio y cuando a ella le conviniera. La España de Franco, que no estuvo dispuesta a arriesgarse a una entrada en el conflicto que pusiera en peligro el régimen en beneficio de los poderosos alemanes, menos aún lo estuvo cuando le conviniera a Mussolini.

A la vuelta hacia España, después de su entrevista con el Duce, Franco se entrevistó con Pétain, ocasión que nos permite abordar la relación entre ambos regímenes. Como tantos otros dirigentes de la Europa de la época el mariscal francés tuvo muy escaso aprecio del general español: ironizó acerca de él asegurando que en ocasiones parecía creerse «el primo de la Virgen Santísima» mientras que, al lado del alto Serrano Suñer, parecía la figura de Sancho Panza. Por su parte los dirigentes españoles de la época —no sólo los falangistas, sino también el embajador Lequerica— veían a la Francia del mariscal como un régimen poco revolucionario, imitador muy pálido del fascismo, al modo de Hungría o Portugal. De ahí que sintieran una indudable superioridad respecto de ella. Pero la Francia colaboracionista supo, en este momento, comportarse de una forma adecuada respecto a su vecino. No cedió territorios ni entregó a exiliados españoles —aunque aceptó que los alemanes se hicieran cargo de una parte— y tan sólo tuvo el gesto de devolver los tesoros artísticos conquistados durante la guerra de la Independencia.

Pero volvamos a comienzos de 1941, año en que se ha detenido la narración cronológica. A partir de este momento, cuando en febrero Franco explicó a Hitler que las dificultades españolas eran grandes y las promesas alemanas vagas, las posibilidades de que España entrara en la guerra fueron escasas. En ocasiones (en 1941 y sobre todo en 1943), los italianos insistieron en su intervención, porque de esta manera trasladarían el centro de los combates a una zona en donde sus intereses eran más patentes, pero, en cambio, los alemanes ya no lo hicieron. Desde comienzos de 1941 los planes estratégicos militares de Alemania con respecto a España fueron puramente defensivos: Habella (1941), lllona y Gisela (1942), o Nuremberg (1943), preveían la creación de una línea defensiva en el norte, progresivamente retrasada, en el caso de que tropas británicas tomaran la Península o simplemente desembarcaran en ella. España ya no les servía para otra cosa que como glacis defensivo. Eso era lo que mejor encajaba el juicio tradicional de Hitler sobre el papel de España en el mundo, que no era sino el de un simple suministrador de materias primas. En 1941, Alemania multiplicó por siete su importación de productos de interés militar procedentes de España y todavía en 1943 el comercio español con el Reich fue el 25 por 100 del total, por encima del comercio con los países aliados. Sin embargo, esto no necesariamente quiere decir que el aprovisionamiento español fuera imprescindible para el Reich en el momento de su máxima expansión: no lo fue sino en determinadas materias estratégicas al final de la guerra. Pero sin duda Alemania, que redujo la deuda española contraída durante la Guerra Civil en mucha menor proporción que Italia, obtuvo ventajas comerciales importantes de España. Ése fue en adelante, el mayor interés del Reich por nuestro país. Las instrucciones recibidas por el embajador alemán en Madrid prescribían, en cambio, que se desentendiera de la política interna, la cual, a lo largo de 1941, fue especialmente agitada.

En efecto, un factor decisivo en la no intervención española en la guerra mundial fue la radical ausencia de un mínimo de unidad en la clase dirigente del régimen, que presenció un duro enfrentamiento entre militares y falangistas, entrecruzado, además, con el afán de Serrano de mantener su poder personal mientras que sus detractores pretendían reducirlo o recortarlo. Ya en junio de 1940 Franco destituyó a Yagüe, acusado de deslealtad probablemente por el mismo Serrano. Sin embargo, más decisivo fue que, en septiembre de 1940, al mismo tiempo que Serrano Suñer se trasladaba a Alemania, se configurara un partido militar opuesto a lo que él representaba. Como hemos visto hubo militares partidarios de la intervención en la guerra mundial, pero todos ellos fueron más conscientes que los falangistas de los peligros de la insuficiente preparación militar española. «¿Con qué?», preguntó un general en el momento en que se le mencionaba la eventual intervención española en la guerra.

Los militares temían que la exaltación nacionalista practicada por el Partido concluyera en una intervención suicida; el Estado Mayor había recomendado prudencia en las declaraciones de todos los responsables políticos y ésta no fue nunca la norma habitual ni de la Falange ni de Serrano. Pero había también una cuestión de reparto del poder y de mal funcionamiento del Nuevo Estado. Los militares se consideraban los vencedores de la guerra y pensaban que eran ellos, y no otros, quienes habían otorgado a Franco el puesto que tenía. Falange les parecía demagógica e ineficaz y Serrano un abusivo y pretencioso detentador de un poder excesivo. No les faltaban argumentos para juzgarlo así porque el propio cuñado de Franco abusó desmesuradamente de sus propios colaboradores. En agosto de 1940, por ejemplo, Sánchez Mazas fue sustituido como ministro, cargo para el que, sin duda, no servía. A comienzos de 1941 el grupo militar aparecía configurado como tal y los italianos, que siempre intervinieron de una manera mucho más decidida que los alemanes en la política interna española, creyeron preciso recomendar a Serrano que procurara una reconciliación entre el Ejército y la Falange.

No sólo no se produjo ésta, sino que en mayo se llegó a una crisis como no hubo otra durante toda la historia del franquismo. Lo que la caracterizó fue, en efecto, la larga duración que tuvo y el hecho de que, habiendo intentado Franco resolverla de una manera, debiera dar marcha atrás y acabara por aceptar una solución que, al menos parcialmente, le fue impuesta por otros. A comienzos de ese mes, la Falange, controlada por Serrano, tenía la suficiente fuerza como para dispensarse a sí misma de la censura y como para mostrar, como aseguró el cuñado de Franco, su voluntad de monopolio frente al «ciempiés eclecticista» de quienes parecían estar dispuestos a evitar el predominio de un partido fascista. Al mismo tiempo dimitieron de sus respectivos cargos personas de apellidos tan sonoros como Pilar y Miguel Primo de Rivera, responsables de la Sección Femenina y del gobierno civil de Madrid. Ambos se quejaron de la desorganización del partido, carente de secretario general, y del predominio de quienes no eran falangistas reclamando el «mando directo» de éstos. El día 5 se anunció que Galarza, que hasta entonces había sido subsecretario de la Presidencia, pasaba a ministro de la Gobernación, cargo vacante pero de hecho controlado por Serrano a través del subsecretario desde que ocupó la cartera de Exteriores; al mismo tiempo, Carrero Blanco, que estaba destinado a desempeñar un papel tan importante en la política interna, ocupó la Subsecretaría de la Presidencia, y dos militares antifalangistas, Orgaz y Kindelán, fueron nombrados comisario de Marruecos y capitán general de Cataluña.

Sin embargo, la Falange en estos momentos tuvo fuerza para reaccionar. El diario falangista Arriba se descolgó con un ataque personal al nuevo ministro de la Gobernación y se produjo una verdadera cascada de dimisiones: alguno lo hizo por el convencimiento de lo mal que funcionaba el régimen en materia económica (Larraz), pero los dimisionarios fueron, sobre todo, dirigentes falangistas, y al final llegó a hacerlo el propio Serrano. Éste le escribió al Jefe del Estado dimitiendo y tratándole como «querido general», en vez de emplear expresiones más familiares; al mismo tiempo que dejaba en claro que tenía en sus manos la dirección de Falange aseguró de forma amenazadora que «el caso no tiene ya con nosotros una solución decorosa». Franco debió rectificar: el día dieciséis eran nombrados ministros nada menos que cuatro falangistas muy significados, algunos de los cuales eran los dimisionarios de los días anteriores. Arrese fue ministro del Partido; Primo de Rivera, de Agricultura, y Girón, de Trabajo; otro falangista, Benjumea, ocupó Hacienda, sustituyendo a Larraz. Si a ellos sumamos Serrano y Carceller, que entró como ministro de Comercio cuando el primero ocupó Asuntos Exteriores en 1940, llegaremos a la conclusión de que nunca como entonces tuvo la Falange un papel tan importante en el Gobierno. Sin embargo, lo cierto es que esta apariencia no traducía fielmente la realidad. Franco había mantenido a Galarza en Gobernación, y éste, desde allí, empezó a llevar a cabo los nombramientos de gobernadores y jefes provinciales del Partido. No era la primera ocasión en que jugaba un papel semejante porque ya antes había controlado a las milicias del partido.

Aunque los carlistas protestaron con dureza consiguió que su actitud no llegara a resultar subversiva. A su lado Carrero, ejerciendo un papel de Jefe de Estado Mayor, empezó a aconsejarle y actuar en sentido antifalangista: para él resultaba necesario, más que un partido caótico y enfrentado con el Ejército, una «minoría selecta» con capacidad administrativa. Además, finalmente, la estrella de Serrano Suñer, la única personalidad verdaderamente capaz de conducir a la Falange a esa «plena revolución» (es decir, el monopolio del poder) que solicitaba la prensa falangista, empezó a ser ya declinante.

Dejó de controlar el Ministerio de la Gobernación y la prensa, que pasó a depender de una Vicesecretaría de Educación Popular dentro del partido perdiendo, además, el monopolio de la relación de Franco con los falangistas. En adelante, un Arrese más sumiso y menos inteligente (pero también no tan ambicioso) desempeñó ese papel y acabaría por desplazar completamente al cuñado del dictador.

Resulta significativo que esta crisis coincidiera prácticamente con la firma de un acuerdo entre el Vaticano y España que resolvió el problema más agudo entre ambas potestades: el nombramiento de obispos. Frente a lo que era la apariencia de unas relaciones tan estrechas que concluían en una virtual identificación, lo cierto es que la Iglesia española sentía motivos de preocupación en los últimos meses de 1939. Los obispos españoles temieron, entonces, que no habiendo persecución por parte del Estado, se pretendiera amordazar a la Iglesia. Razones tenían para pensar que, en efecto, así podía ser, puesto que los medios de influencia social de la Iglesia se veían sometidos a fuertes presiones, cuando no a la simple absorción por parte del Estado. Mientras que desaparecían las asociaciones católicas que hubieran podido hacer sombra al partido único, los directores de los diarios católicos eran nombrados por el Estado y no tenían inconveniente, como en el caso del Ya, en actuar en contra de los mismos medios que dirigían. Además, los documentos pontificios eran sometidos a censura como ocurrió, por ejemplo, con los que condenaban el racismo nazi. Hubo un momento, a comienzos de 1940, en que el propio Papa se quejó de que la España de Franco le quisiera hacer objeto de una «imposición tajante». Las relaciones bordearon la ruptura durante todo este año, y no sólo los falangistas eran partidarios de ella.

La cuestión decisiva era el nombramiento de los obispos, en la que Franco quería mantener el derecho de presentación, tal como había sido habitual en el pasado.

Las discrepancias a este respecto llegaron a ser tan graves que se paralizó el nombramiento de los mismos y una veintena de diócesis permanecían vacantes a fines de 1940. Pero la cuestión fue resuelta en los días posteriores a la crisis de gobierno.

Probablemente la necesidad sentida por Serrano Suñer de obtener un éxito diplomático contribuyó a que finalmente se llegara a un acuerdo en junio de 1941 por el que se arbitró, en esta cuestión, un sistema de ternas a través de consultas confidenciales entre la Nunciatura y el Gobierno de Madrid. El contenido del mismo se hizo luego, a partir de los años cincuenta, crecientemente insatisfactorio para la Iglesia española, pero en el momento en que se aprobó significó, sobre todo, un retroceso de las todavía mayores pretensiones del Estado. Serrano, que por primera vez veía en peligro su influencia, llegó a anunciar la firma del acuerdo antes de que ésta se hubiera producido.

Mientras tanto proseguía la división en el seno del régimen franquista que, como siempre, estuvo muy unida a la evolución de la guerra mundial. A partir de junio de 1941 los italianos, cuya situación estratégica había mejorado considerablemente gracias a la ayuda alemana en los Balcanes, empezaron a insistir en que España interviniera en el conflicto, pero la mejor demostración de que era Hitler y no Mussolini quien llevaba las riendas del Eje es que el primero desencadenó al final de este mismo mes la ofensiva contra Rusia sin tan siquiera informar previamente al Duce. Sus partidarios en España la utilizaron de inmediato para involucrar todavía más a nuestro país a favor de la causa del Eje; si en una cuestión podía existir unidad en la clase dirigente del franquismo era precisamente en la consideración de que, como dijo Serrano Suñer, «Rusia era la culpable» de los males de la España de los años treinta. El ataque a Rusia produjo, por tanto, una marea de recíprocas ilusiones de identidad entre la España de Franco y la Alemania de Hitler. Pero, incluso con relación a la División Española de Voluntarios destinada a Rusia hubo discrepancias entre los dirigentes del franquismo: existieron en la denominación, pues los círculos falangistas la llamaron División Azul, que fue la manera en que estaba destinada a perdurar en la Historia española. Las discrepancias parecen haberse producido también respecto de la dirección de la misma, pues había quien la quería política (es decir, en manos de un alto dirigente falangista), y quien la deseaba estrictamente militar. Como en tantas ocasiones, Franco optó por una solución aparentemente sintética que fue la de entregar el mando a un militar falangista, Muñoz Grandes, que antes de ir a Rusia desempeñaba la autoridad militar en el Campo de Gibraltar, quizá en previsión de un posible ataque a la plaza británica. La División Española tuvo unos 18 000 hombres y actuó en el sector de Leningrado. Muñoz Grandes mantuvo en 1942 dos conversaciones con Hitler en las que mostró su clarísima proclividad hacia el Eje (pidió ser tratado por él «como un hijo lo sería por un padre»). Con el paso del tiempo, cuando Franco juzgó comprometida su presencia al frente de la División, le relevó por el procedimiento de convertirle en teniente general, un grado que le impedía ya permanecer en Rusia. En adelante, la dirección de la División sería más exclusivamente militar y profesional.

La guerra contra Rusia no llevó a los dirigentes españoles a pensar que Alemania multiplicaba en exceso sus enemigos, sino, por el contrario, que sus victorias iniciales presagiaban un colapso soviético semejante al francés del verano anterior. En julio de 1941, Franco llegó a decir que la guerra «se había planteado mal y los aliados la han perdido»; en meses sucesivos no dudó en asegurar que si hubiera peligro para la Europa central ante una Rusia soviética expansiva millones de combatientes españoles estaban dispuestos a participar en los combates (nada menos que siete gobernadores civiles se habían incorporado a la División Azul). La entrada de los Estados Unidos en la guerra, a finales de 1941, tras el ataque japonés a Pearl Harbour, tampoco trajo la prudencia a las declaraciones de los dirigentes españoles. Pero éstos parecían más interesados incluso en las disputas internas en el seno del régimen que en el espectáculo de la guerra mundial. Serrano Suñer vio declinar su poder en estos momentos: consiguió situar en la Embajada de Berlín a uno de sus más estrechos colaboradores, el conde de Mayalde, antiguo Director General de Seguridad, pero, tras luchar de nuevo ásperamente por el control de la prensa, hubo de limitarlo, tan sólo, a las noticias relativas al conflicto mundial. En los meses finales de 1941 se hablaba ya en los círculos madrileños de la posibilidad de que abandonara el poder y ocupara la Embajada española en Roma, posible retirada circunstancial de quien había sido el gran defensor de la homologación con la Italia fascista.

Todo ello no se entiende sin tener en cuenta que mientras tanto volvían a arreciar los enfrentamientos entre la Falange y el Ejército. En diciembre de 1941 el máximo organismo militar, cuyo protagonismo estaba en manos de los generales Várela —ministro del Ejército—, y Kindelán, planteó la retirada del Ejército de la política y condenó la obra de la Falange en la posguerra. A comienzos de 1942 se volvía a hablar de una posible crisis ministerial, pero los rumores se habían hecho ya tan frecuentes, según comunicaban los propios embajadores extranjeros en España, que llegó incluso a plantearse la necesidad de revisar las mismas instituciones. De ahí que se hablara de la posibilidad del establecimiento de la Monarquía y que incluso los italianos, tan reacios a que esto sucediera, de acuerdo con lo que había dicho Mussolini a Serrano en 1939, pensaron que algo así era ya inevitable e incluso deseable para impedir el sordo enfrentamiento entre los dos sectores y conseguir la estabilización del régimen español. Toda la vida política española consistió en una sucesión de anecdóticos enfrentamientos entre militares y falangistas que fueron creciendo en violencia. Basta remitirse a uno de ellos para apreciar lo habitual en todos. En marzo de 1942, al tomar posesión un alto cargo militar, el general Espinosa de los Monteros, antiguo embajador en Berlín, se descolgó con un durísimo ataque a Serrano, llamándolo «traidor», lo que motivó su cese. A pesar de ello, dos meses después Várela, como ministro, acudió ante Franco para pedir el cese del responsable de Asuntos Exteriores, y lo que él denominaba como la «unificación radical», que habría aumentado el peso específico de los tradicionalistas en el Gabinete en detrimento de los falangistas que habían logrado la hegemonía hacía un año.

Como si quisiera evitar su propia presencia y visibilidad en España, Serrano hizo su último viaje oficial a Italia en junio de 1942. Agotado por la disidencia interna, y consciente del declinar de su papel en la política española, trató a Franco ante los dirigentes italianos como una especie de sirviente idiota. A la vuelta comprobó que una importante disposición, la primera de las de rango constitucional del régimen, la Ley de Cortes de julio de 1942, era aprobada sin prácticamente pasar por sus manos, cosa inconcebible en otros tiempos: era iniciativa de Esteban Bilbao y había sido retocada, desde una óptica falangista, por Árrese. En realidad, como veremos, no tuvo un papel político relevante sino que lo verdaderamente significativo fue que Serrano quedara marginado de su gestación cuando antes había preparado el único proyecto institucionalizador del régimen.

Todavía hizo el cuñado de Franco un último intento por recuperar el poder y la influencia. El último artículo que publicó siendo ministro denota un clarísimo alineamiento con el Eje y, probablemente, de haber conseguido éste una oleada de victorias, Serrano hubiera tratado de capitalizarlas en beneficio propio. Sin embargo, la disidencia interna había ido almacenando tensiones tan graves que, al final, explotaron en violencia física. El 16 de agosto un grupo de falangistas radicales lanzaron bombas a la salida de un acto religioso en Begoña, al que asistía el ministro del Ejército y en el que pudieron oírse gritos contrarios a Falange. Inmediatamente se produjo una crisis política cuya gravedad se mide, como la de mayo de 1941, por la duración y por la importancia de los cargos políticos relevados. La interpretación de Várela en aquel momento fue que se trataba de un conflicto entre la Falange y el Ejército, y que éste había sido el agredido. No tuvo, pues, inconveniente, después de un duro altercado con Franco, en dimitir. Ahí hubiera acabado la crisis de no ser porque Franco, inducido por Carrero, creyó necesario compensar esta decisión con la marginación de Serrano Suñer, como si quisiera castigar también a quien, con ayuda del embajador alemán, había intercedido por la vida de los falangistas acusados por lo sucedido. A diferencia de lo sucedido en mayo de 1941 —o incluso cuando fue relevado Merino al frente de los sindicatos— no se produjo en estos momentos ninguna adhesión colectiva de los falangistas que detuviera la decisión de Franco. Cuando Serrano trató de convocar una Junta política extraordinaria destinada probablemente a reaccionar contra su destitución, a pesar de que este organismo estaba presidido y nombrado por él y había sido la máxima expresión del poder que llegó a tener, ni siquiera consiguió que sus miembros aceptaran reunirse. Los testimonios de algún personaje importante de la Falange de la época, como Valdés Larrañaga, prueban hasta qué punto Serrano estaba solo. Sin embargo, conscientes de que el enfrentamiento final estaba a punto de producirse, la mayor parte de los dirigentes permanecieron en el entorno de Madrid para seguir el curso de los acontecimientos.

El 3 de septiembre Várela fue sustituido por Asensio, un general algo más proclive a la Falange, y Serrano Suñer por el general Jordana, que había mantenido una postura neutralista en 1938 pero que, sobre todo, era a estas alturas el candidato de todo el Ejército para ocupar una posición política relevante en el régimen como persona moderada y buen gestor. Por tanto, la crisis no indicó un propósito inmediato de modificar la política exterior, sino que se debió exclusivamente a razones internas. Los embajadores extranjeros juzgaron, con acierto, que con lo sucedido se demostraba que la única fuerza efectiva en el régimen español era el Ejército; tenían razón, aunque sólo en parte, porque el gran vencedor había resultado Franco, capaz de revolverse contra la Falange y contra el Ejército sin que por ello fuera cuestionado su arbitraje. Ya ninguna crisis política le duraría tanto como las que se produjeron en 1941 y 1942. En adelante fue él mismo quien presidió la Junta política del Partido, incluso hasta el final de sus días, cuando ya había nombrado presidente del Gobierno. Resulta muy digno de recordarse que fueron los propios falangistas, en especial el secretario general, Arrese, quienes se lo pidieron. A pesar de la intervención de los ministros de esta significación un falangista fue ejecutado como consecuencia de los sucesos de Begoña pero, en adelante, toda la inquieta carencia de disciplina de sectores minúsculos dentro del Partido (que habían conspirado confusamente incluso pensado en asesinar a Franco) se disipó por completo. En los tiempos difíciles que venían los falangistas y el Caudillo formaron un equipo aglutinado por un interés común.

Antes de tratar del incierto camino que llevaría a la España de Franco desde la no beligerancia hasta la neutralidad es preciso tener en cuenta otro aspecto de la política exterior seguida en la primera etapa de la guerra y que hubo de tener una profunda repercusión en la segunda. Durante la etapa de hegemonía política de Serrano Suñer se pretendió dar una especial significación a las relaciones con el mundo iberoamericano a través de unos contactos culturales que en realidad tenían también una importante faceta política, en cuanto que se pretendía crear un modelo con la pretensión de ser alternativa autoritaria frente al capitalismo y liberalismo norteamericanos. Debe recordarse que en la época en que se producía el estallido de la guerra mundial tenía lugar también la llegada a América de los exiliados republicanos españoles. Frente a ellos, y frente a los ideales de la democracia o del izquierdismo, la Falange, en mayor o menor conexión con los servicios diplomáticos españoles, se lanzó a una virulenta campaña antinorteamericana. De hecho esta política, como es lógico, servía a los intereses del Eje, pues limitaba el control que los Estados Unidos podían tener del conjunto de Hispanoamérica. La creación del Consejo de la Hispanidad, en noviembre de 1940 —fecha muy significativa, pues todavía no se había descartado la intervención de España en la guerra—, proporcionó el instrumento administrativo en el cual pretendió apoyarse un sector de la intelectualidad hispanoamericana. Su actuación se limitó, sin embargo, a los últimos meses de 1941, pues luego, ante las suspicacias que había levantado esta actuación en Estados Unidos, motivada más por su tono que por su eficacia real, fue ralentizada. El resultado de esta política fue catastrófico para los intereses españoles. No sólo Chile rompió sus relaciones con España sino que otros países, como Cuba y Uruguay, limitaron la actividad de organizaciones vinculadas con Falange. Sólo en Argentina hubo auténticos apoyos al Eje que fueron, de todos modos, minoritarios. Sin proporcionarle auténticas ventajas —tan sólo la muy modesta de transportar documentación secreta italiana o alemana— esta política acabó pesando de forma grave sobre el propio régimen de Franco en los años siguientes.