El «Nuevo Estado» y la «fascistización» fallida

Los meses inmediatamente posteriores a la finalización de la Guerra Civil hasta el verano de 1940, en que pareció ya decidida la mundial e inició su intervención en ella la Italia fascista, parecieron decantar a España hacia una homologación con el Eje mucho más en el terreno de la política interna e institucional que en el de la política exterior. En este último ámbito se hizo patente que la posición de la España de Franco en el escenario internacional iba a ser mucho menos neutral de lo que suponer como consecuencia de su actitud durante la crisis de Munich, pues hizo pública su adhesión al tratado anti-Komintern y su abandono de la Sociedad de Naciones. Además, el intento de acercamiento a Francia, previsto de acuerdo con lo estipulado en los pactos Jordana-Bérard, no parecía fraguar y, por el contrario, la extremada tensión internacional hacía que cualquier reforzamiento, aunque fuera puramente defensivo, de las posiciones españolas en Marruecos o ante Gibraltar suscitara inmediatas suspicacias en Francia. En buena medida, esa susceptibilidad estaba justificada. Los viajes de Aranda a Alemania para repatriar a la división Cóndor, como el de Kindelán a Italia para despedir a los voluntarios italianos, testimoniaban una alianza que no era puramente estratégica, sino que nacía de factores políticos. Así se demuestra, sobre todo, conociendo el contenido de las conversaciones que tuvieron lugar en Roma en el principal de estos viajes políticos como agradecimiento a los aliados de Franco, es decir, el llevado a cabo por Serrano en mayo de 1939. Durante el mismo, quien ya aparecía como figura emergente del Gobierno de Franco anudó una estrecha relación con Ciano y con el propio Mussolini, de donde derivaría su condición de hombre de la política italiana y fascista en España, con lo que esto tenía de significación política e internacional. Las conversaciones que tuvo en Roma con el Duce el ministro español de Gobernación no sólo se refirieron a la alineación española en el escenario internacional (con la consiguiente calificación de Francia y Gran Bretaña como «enemigos»), sino también a la política interna: Mussolini, al desaconsejar la proclamación de la Monarquía y reclamar a Franco la necesidad de «dirigirse al pueblo», venía a proponer una «fascistización» del régimen español, de acuerdo con las pautas del modelo italiano, mucho más factible que el alemán para una sociedad como la española. El viaje de Ciano a España en julio de 1939 ratificó esa sensación de alineamiento con Italia que todavía habría sido más evidente de haber tenido lugar en reciprocidad, tal como estaba previsto, un viaje de Franco a la Italia fascista. Sin embargo, con ocasión de ese mismo viaje de Serrano a Italia y del posterior de Ciano a España se produjeron ciertas tensiones en el seno del Gobierno español (Serrano y Jordana) que demostraron que la pluralidad debía ser resuelta en un sentido o en otro: las deliberaciones del Consejo de Ministros mostraban ya una clara tensión entre quienes seguían a esa estrella emergente, que era Serrano, y quienes no lo hacían.

Gestada desde tiempo atrás, la crisis estalló en agosto de 1939. Antes, sin embargo, Franco había prescindido de Sainz Rodríguez, probablemente por una simple falta de discreción, entre humorística y maldiciente, del ministro de Educación. El significado del cambio gubernamental resulta fácilmente resumible de acuerdo con lo que en aquel momento pensaron los observadores nacionales y extranjeros. Supuso la victoria abrumadora de Serrano quien, a partir de ese momento y hasta 1942, fue figura clave en la política española. Inteligente, culto y dotado de una capacidad que no tenía Franco (la de preparar disposiciones legales), Serrano era superior a la media de la naciente clase política del régimen, aunque no carecía ni mucho menos de defectos, como la megalomanía, la ambición y una tendencia a una actuación puramente personalista, intemperante, y rodeada de secreto. Además de todo esto, en este momento representaba no sólo el mayor grado de vinculación a Franco, sino también una determinada política, que no era otra que la homologación, por «fascistización», con el régimen italiano. Serrano no sólo conservó su cartera de Gobernación sino que, además, la hizo compatible con la Presidencia de la Junta Política del partido único; en adelante fue denominado «ministro-presidente» por una prensa a la que controlaba. La realidad era que, como recuerda Valdés Larrañaga en sus memorias, en Falange no existió nunca una presidencia de la Junta Política independiente de la Jefatura nacional de modo que su creación testimoniaba el grado de su influencia. De Serrano dependió el partido tan estrechamente que dos cargos fundamentales del mismo, vinculados con su persona, Sánchez Mazas y Gamero del Castillo, ocuparon también sendas carteras ministeriales.

Además, es muy posible que los militares relativamente jóvenes que ocuparon puestos ministeriales en este momento (Yagüe, Muñoz Grandes y Várela) lo hicieran no sólo porque Franco confiaba más en ellos que en quienes le habían elevado al caudillaje, sino porque, en la óptica de Serrano, resultaban más influenciables desde una óptica «fascistizada» o falangista que los otros, mucho más proclives a la Monarquía.

Al mismo tiempo Serrano se libró también con esta crisis de sus peores adversarios en el Gabinete de 1938, como, por ejemplo, Rodezno o Amado. Hubo en el nuevo gobierno personalidades procedentes de la derecha católica tradicional, pero a título de técnicos, o cercanos en lo personal a Serrano (Ibáñez Martín y Larraz); la presencia monárquica era mucho menos clara, señal evidente de que en ella Franco veía peligros pero resultaba efectiva, aunque manejable, la carlista (Esteban Bilbao). En cuanto a Alarcón o a Beigbeder, quizá su designación puede deberse más directamente a la persona de Franco; aunque Serrano había conocido previamente al segundo. Sin embargo, en la formación de este Gobierno da la sensación de haber jugado un papel tan decisivo Serrano como el que luego, en los años sesenta, desempeñara Carrero Blanco; otra cosa es que el cuñado de Franco acabara por enfrentarse con no pocos de aquéllos a quienes había contribuido a nombrar.

Este papel preponderante de Serrano Suñer no quiere decir que hiciera sombra a Franco sino que era el correlato de su presencia abrumadora en las instituciones del nuevo régimen, pues el programa de «fascistización» que el primero protagonizó se basaba en el poder de Franco y partía de su colaboración, al tiempo que actuaba en su beneficio. Poco antes de la crisis gubernamental, por influencia de Serrano, el general Queipo de Llano había sido enviado a ocupar un puesto en Italia que equivalía en la práctica al exilio. Al mismo tiempo se legisló sobre la Jefatura del Estado que, en adelante, ejercería «de modo permanente» las funciones de gobierno, sin necesidad de hacerlo previa deliberación del Consejo de Ministros. Algún tratadista llegó en estos momentos a la conclusión de que el papel de Franco equivalía al del papa en la Iglesia pues, como éste, no necesitaba del concilio para ejercer su supremo poder. De hecho, con disposiciones como ésas, Franco había adquirido un poder más absoluto que el de Stalin —que debía someterse, al menos en teoría, a una Constitución— o el de Hitler, que debía hacerlo a un Parlamento. Además, en la nueva organización del Gobierno se suprimió la vicepresidencia, hasta ahora desempeñada por Jordana, otro adversario de Serrano, con lo que éste quedaba potenciado y, al mismo tiempo, se desvanecía cualquier posible apariencia de sombra sobre el poder de Franco. Éste, al decir del embajador portugués, se mostraba «embrutecido» por el poder y, al mismo tiempo que mostraba su plena identificación con el Eje, sostenía «las cosas más raras» sobre sus planes políticos y económicos del futuro. En suma, era plena y totalmente consciente de un caudillaje providencial que él mismo, con la colaboración de su cuñado, se había atribuido.

En el momento del cambio de gobierno se decidió también el desdoblamiento de las carteras militares y la división del Ministerio de Organización y Acción Sindical, encomendando sus competencias al de Trabajo y a la Delegación Nacional de Sindicatos respectivamente, disposiciones ambas de menor relevancia. En cambio, cabe atribuir una importancia de primerísima magnitud a la aprobación de los estatutos de FET de las JONS, inmediatamente alabados por Mussolini. En pura estructura legal el Partido —tal como entonces era denominado— adquiría unas características en nada diferentes de los fascistas. No sólo se atribuía una importancia política decisiva a su Consejo Nacional y su Junta Política, sino que se preveía que controlara los sindicatos y dispusiera de unas milicias armadas propias. En fin, las disposiciones legales aprobadas en las semanas sucesivas tenían también un contenido asimilable al fascismo. El plan económico aprobado en octubre de 1939 se caracterizó por una voluntad autárquica aunque ésta naciera de unas concepciones distintas de las propiamente fascistas y la Ley de represión de la masonería y del comunismo (marzo de 1940) evidentemente estaba destinada a la persecución de lo que Franco entendía como tales, que a menudo no eran más que el liberalismo y la democracia.

Si la voluntad «fascistizadora», sin duda, existía, cabe preguntarse, sin embargo, por qué no sólo no triunfó, sino por qué estuvo siempre muy lejos de conseguirlo. Por supuesto, la respuesta a esta pregunta se encuentra en la dinámica política, es decir, en la propia evolución de los acontecimientos en los que, como hemos visto, se entrelazó estrechamente la política interna con la situación internacional. En suma, la «fascistización» del régimen sólo hubiera sido posible en el caso de que la España de Franco hubiera decidido intervenir en la guerra mundial al lado del Eje; eso hubiera traído, con toda probabilidad, una modificación paralela de sus estructuras políticas definitiva e irreversible. En 1939 y 1940, en cambio, la «fascistización» era sólo un proceso iniciado y germinal, aunque también claro, pero que partía de debilidades originarias que acabarían por demostrarse superiores a la tendencia contraria, sobre todo dada la no intervención en el conflicto bélico. La primera debilidad nacía de la personalidad del líder, Franco, difícil de asimilar, en puridad, a Hitler o Mussolini. El principal propulsor de la «fascistización», además, ni siquiera era él mismo —aunque hubiera asimilado su lenguaje— sino su cuñado que, por otro lado, procedía más de la extrema derecha católica que de Falange. Siempre será lícito preguntarse hasta qué punto cada uno de los dos cuñados en cuyas manos estaba la suerte política de España pensaba en términos de poder personal o de vinculación ideológica con el ideario totalitario. Pero esto tampoco resulta tan decisivo. Lo que importa es que la «fascistización» siguió siempre un ritmo discontinuo y desordenado que no obedecía a una lógica institucional derivada de la aplicación de una doctrina política.

Además, el papel del Ejército en la España vencedora en la Guerra Civil resultó absolutamente trascendental y nunca hubo la menor duda de que a él le habría de corresponder el predominio en caso de conflicto, a diferencia de lo sucedido por la misma época en Rumanía. Hay que tener en cuenta que en 1939, el 80 por 100 de los puestos en la Administración se reservaron a ex combatientes (no, por ejemplo, a militantes de primera hora del partido) y que al menos un 25 por 100 de los cargos políticos fueron ocupados por hombres procedentes del Ejército. Ya hemos visto que durante la guerra lo militar predominó en la Administración de retaguardia y en la posguerra la represión fue asumida por el elemento militar. Daba la sensación de que esta rama de la Administración hubiera crecido de forma monstruosa hasta haberse convertido en el elemento directivo del conjunto. En el propio Consejo Nacional del Partido si 24 de sus 100 miembros eran veteranos del partido una veintena más eran militares. En una fecha tan tardía como 1951 el 27 por 100 de los alcaldes y concejales eran excombatientes de la Guerra Civil.

Por otro lado, la victoria del partido sobre el Ejército sólo hubiera podido producirse en caso de que el primero hubiera alcanzado un papel más relevante en la sociedad española transformando el conjunto de su vida. Pero la Falange era débil porque su pasado antes del estallido de la guerra había sido poco brillante y porque desde un principio en cualquier momento conflictivo causó pocos problemas a aquéllos en los que en definitiva residía la verdadera capacidad de decisión. No obstante cualquier observador de la España de entonces (o cualquier historiador posterior) debe llamar la atención acerca del relevante papel que desempeñaba en esos momentos. Los años 1939 y 1940 (e incluso el siguiente) fueron decisivos en el proceso de «fascistización» y, aunque ésta no se llevó a cabo de manera completa, es por tanto imprescindible tratar de él y de su impacto en la realidad española del momento.

El primer aspecto que debe merecer atención se refiere al grado de afiliación pues al partido, como en cualquier régimen fascista, le debía corresponder la tarea de «nacionalizar a las masas», es decir, convertirlas en creyentes del nuevo sistema. FET y de las JONS reivindicó cifras que parecían mostrar su pujanza: si en 1939 tenía unos 650 000 afiliados, después de la guerra mundial alcanzó un millón, además de 2000 funcionarios y otros 10 000 en la Organización sindical. Pero todas estas cifras han de interpretarse teniendo en cuenta la realidad que subyace a la estadística. De entrada se debe tener en cuenta que el ápice de la afiliación se produjo en 1942 y, a partir de este momento, la afiliación se estancó y, por consiguiente, los afiliados fueron envejeciendo. Las cifras son, sin embargo, muy importantes.

Por otro lado hay que tener en cuenta cuál fue la realidad de este crecimiento, punto en el que es preciso hacer varias puntualizaciones. En primer lugar, más que durante la Guerra Civil, el partido fue un monopolio de los falangistas más ortodoxos, excluyendo de su dirección o inspiración a otros sectores, aunque fueran de análoga procedencia. Incluso una organización de beneficencia surgida de forma espontánea durante la guerra, como fue el caso de Auxilio Social, iniciativa de la viuda de Onésimo Redondo, acabó siendo succionada por la Sección Femenina que dirigía la hermana de José Antonio Primo de Rivera. El papel del carlismo fue decreciente incluso desde la fase última de la Guerra Civil. Cuando las tropas de Franco entraban en Cataluña reivindicó para sí el predominio en la organización del partido en la región pero sólo obtuvo un cierto papel, siempre muy minoritario, en Gerona y Lérida. En los años de la posguerra su papel político disminuyó, por más que no pocos militares sintonizaran mucho mejor con él que con Falange. La Comunión Tradicionalista fue neutral respecto de la confrontación bélica mundial e incluso su Regente se manifestó abiertamente antialemán, lo que ya suponía un desplazamiento del centro de gravedad de la política española de entonces. Pero, además, el carlismo se situó en una posición que, aún permitiéndole mantener una cierta fuerza, le condenaba a que ésta fuera marginal y muy limitada. Con respecto al partido —y, en general, a la organización del Estado según los patrones de la «fascistización»— su actitud puede resumirse en una frase de una carta de Rodezno a Franco: no habría sido hostil pero sí, en cambio, insolidaria. Fal Conde, que seguía siendo el jefe político del carlismo, propuso una Regencia nacional con la vana esperanza de que Franco la aceptara y abriera camino al candidato tradicionalista, D. Javier, opción que lo redujo a una actitud de pasividad disconforme. Pero, además, a Fal Conde no le siguieron los carlistas navarros. Éstos tenían muy a menudo motivos de protesta contra Falange: incluso desde el verano de 1949 perdieron el gobierno civil y la jefatura del partido en Pamplona pero mantuvieron una fuerte implantación en los ayuntamientos, lo que permitió que este grupo político pudiera subsistir y mantener una cierta organización que luego se transformaría en los años sesenta.

No lo hubiera logrado de no haber tenido una fuerte implantación previa. Falange no la tenía y es preciso llamar la atención sobre cómo pudo experimentar a partir de este momento un crecimiento tan considerable. La procedencia de los afiliados varió, sin duda, según las regiones y el medio geográfico. En Cataluña el partido era minúsculo antes del estallido de la guerra (unos 200 militantes) pero no quiso contar ni con los tradicionalístas ni con los catalanistas moderados, sino tan sólo con la derecha anticatalanista que ya había tenido alguna actuación relevante en el tiempo de la Dictadura de Primo de Rivera. Así se explica que tuviera muy escasa penetración, aunque la aumentara gracias a algunas autoridades locales. En el País Vasco el Partido logró la colaboración municipal de tradionalistas, sobre los que se superpuso el poder de autoridades provinciales de significación falangista. En gran parte de la geografía peninsular volvió la élite dirigente tradicional de la derecha. Incluso se ha podido detectar un parcial cumplimiento del propósito de «nacionalización de las masas» por la incorporación al Partido de antiguos militantes izquierdistas. Un estudio sobre el Aljarafe sevillano testimonia que el 15 por 100 de los afiliados tuvieron esta significación y, como suele suceder con los nuevos adeptos, se expresaron en términos muy radicales. Ahora bien, si la composición de FET y de las JONS varió mucho de unos lugares a otros y según los niveles de mando el papel que se le reservó al partido fue siempre el mismo. Tenía una misión reivindicativa en lo social, incluso con fuertes denuncias contra los acaparadores en unos momentos en que la situación del aprovisionamiento era lamentable; en sus manifestaciones utilizaba un lenguaje de «Justicia social» y un tono demagógico que eran muy distintos de los tradicionales en la derecha española. Al mismo tiempo, su presencia en la sociedad le permitía ejercer una función policial que le hubiera resultado muy difícil llevar a cabo a cualquier otra institución. Ésos fueron sus dos papeles en el seno de la coalición de derecha antidemocrática en que consistió el régimen. Pero de este modo se revela también lo limitado de la «nacionalización de masas» conseguida. El aspecto coercitivo o de propaganda en contra del adversario fue de mucha mayor trascendencia que el proceso de incorporación voluntaria al ideario del régimen o de Falange. No podía dejar de suceder así teniendo en cuenta, por un lado, que la tarea educativa fue entregada a la Iglesia o al mundo católico y, por otra parte, que los medios empleados por el régimen resultaron limitados. A pesar de la censura sólo una parte de la prensa y los medios de comunicación pudieron considerarse como instrumentos de la «fascistización» radical. Aunque ésta fuera germinal en torno a 1940 ya en esta fecha se podía prever que el resultado de la acción del Partido sobre la sociedad sería un tanto ambiguo: mucho más que la adhesión plena se fomentó en la práctica el miedo, el rechazo al adversario del régimen, la resignación o la aceptación pasiva. Así, uno de los jóvenes intelectuales de Falange, Laín Entralgo, que en 1941 había propuesto una «revolución nacional proletaria» que, de hecho, suponía la «fascistización», en 1956, siendo rector de la Universidad Complutense, verá en los jóvenes despreocupación e indiferencia reticente más que cualquier otra cosa.

Tras este examen de la manera en que se tradujo el intento de homologación del régimen de Franco con el modelo fascista en la vida cotidiana de los españoles podemos pasar a examinar las principales instituciones socializadoras de la política que servirían para encuadrar a los españoles a lo largo de los primeros años de la década de los cuarenta. En realidad, el Consejo Nacional siguió siendo un organismo plural por su composición y muy poco activo, por lo que puede prescindirse del mismo. Algo semejante cabe decir de la Junta Política, que sirvió tan sólo para realzar el papel de Serrano Suñer al desempeñar éste su presidencia. Cuando éste elaboró una especie de proyecto constitucional en 1941 se atribuyó «ser oída en pleno en asuntos que afecten a la Constitución del poder y a las leyes del Estado», así como a la hora de suscribir tratados o declarar la guerra, pero en la práctica, órgano sumiso del cuñado de Franco, no desempeñó papel de relevancia alguna.

Más interés tiene tratar de los nuevos organismos surgidos en el seno del partido inmediatamente después de la finalización de la Guerra Civil. Quizá en la mente de quienes lo crearon el Instituto de Estudios Políticos hubiera podido convertirse en un supuesto vivero intelectual fascista pero no llegó a serlo nunca por más que en su sede se elaboraran entusiastas teorías acerca del caudillaje. Proclives los intelectuales que trabajaban en su seno a una cierta modernidad con el transcurso del tiempo se hizo visible en ellos una deriva liberal. Se pudiera pensar, en principio, que en los organismos destinados a la juventud anidara caracterizadamente la voluntad «fascistizadora» y, en efecto, así fue, pero un examen detenido de en lo que consistió revela sus limitaciones. Ya hemos visto el papel decisivo que para la Falange de la etapa republicana tenía en sindicalismo estudiantil universitario. El SEU revolucionario, que pretendía la ocupación de todo el poder por la Falange, murió definitivamente en 1941 con la desaparición, en Rusia, de Sotomayor, su principal dirigente radical, pero ya antes había partido de una voluntad ecléctica y no sólo porque el mucho más tibio Guitarte ejerciera la jefatura por delante de los fascistas más vehementes. Aunque en 1941 el SEU superó los 50 000 afiliados hubo siempre en su implantación vacíos geográficos patentes, de los cuales los más señalados resultaron ser los de Cataluña y el País vasco. En 1943 se estableció la afiliación obligatoria de todos los estudiantes pero tanto esto como el protagonismo de los «seuistas» en la División Azul no fueron más que espejismos porque en la práctica el SEU fue controlado y capitidisminuido, aunque en él anidara un poso de radicalismo destinado a reaparecer. El Frente de Juventudes, creado en diciembre de 1940, no encuadró a más del 13 por 100 de los jóvenes y el porcentaje de chicas fue todavía menor: además, el encuadramiento, a diferencia de lo que sucedió en Alemania, fue tradicional, realizado por maestros y militares, que habían superado con creces la veintena de años. Pronto el Frente de Juventudes, sin perder por completo su identidad falangista, derivó hacia tareas educativas o deportivas de la clase proletaria urbana. Una organización voluntaria paralela, las falanges Juveniles de Franco —cuya identificación con el líder resulta muy significativa— apenas agrupó el 18 por 100 de los varones y al 8 por 100 de las jóvenes. Finalmente, la vertiente del partido dedicada a la mujer se caracterizó por un tono muy conservador, en consonancia con la concepción familiar y hogareña característica de la derecha tradicional española. El modelo de la Sección Femenina era mucho más la matrona que la joven revolucionaria. Pilar Primo de Rivera, que la dirigió, dejó bien claro que «el verdadero deber de las mujeres con la Patria consiste en formar familias con una base exacta de austeridad y alegría donde se fomente todo lo tradicional». Nada resultaría tan digno de alabanza como la «sumisión» de la mujer al hombre tanto para la una como para el otro, aseguraban sus publicaciones. Sus afiliadas no pasaron de ser un tercio, en términos comparativos, de las italianas; no participaban en esos desfiles de masas tan característicos de la liturgia fascista, e incluso no podían ser fotografiadas cuando practicaban gimnasia. Aunque la Sección Femenina también llevó a cabo una importante labor asistencial una parte de las enseñanzas que impartió se refirieron al hogar. Muy pronto el partido devino pura maquinaria burocrática, algunos de cuyos servicios se agotaban en la pura acción interna y, a diferencia de lo sucedido en otros partidos únicos, apenas si practicó la purga para depurar a sus afiliados recientes.

Otros dos aspectos de la voluntad de encuadramiento de las masas populares resultaron especialmente polémicos en la política interna de la España de la época. En el verano de 1940 se pusieron en marcha las milicias, pero, sin ir más allá de distribuir unas muy elementales normas de movilización. Como ha escrito un historiador, lo militar excluye lo miliciano y en la España de Franco desde un principio la victoria correspondió al Ejército y no a las milicias del Partido. Así se explica que un proyecto de ley de organización del Estado, elaborado en los medios del partido entre 1940-1941, no llegara a ver la luz y que tampoco a los sindicatos les correspondiera un papel dominante, bajo la tutela del partido, en la dirección de la economía nacional.

Originariamente, un proyecto preparado en 1939 preveía una influencia tan absorbente que incluso exigía, para trabajar, poseer una cartilla expedida por esos organismos.

Luego la Ley de Bases de Organización Sindical, de diciembre de 1940, fue mucho más modesta en sus propósitos: aunque los sindicatos pretendían ser «el pueblo entero organizado en milicia de trabajo», la realidad es que ni siquiera agruparon a las Cámaras de Comercio o a los Colegios Profesionales, a pesar de que todos los sindicatos preexistentes, incluso los católicos, fueron obligados a incorporarse a ellos. Un examen de las jerarquías sindicales desde el comienzo mismo del régimen revela, al margen de una abrumadora presencia de los excombatientes, que no estuvieron ausentes las clases altas: un tercio de los jefes locales eran propietarios agrícolas y un sexto industriales o comerciantes. No hay nada más significativo en el bloqueo de la función revolucionaria del sindicalismo falangista que el final de esta primera etapa, concluida cuando un militar, Saliquet, denunció al responsable del mismo, Merino, como antiguo miembro de la masonería. En la Italia «mussoliniana», el partido controló y bloqueó a los sindicatos; en España, la fuerza que tenía en sus manos el máximo de poder efectivo —el Ejército—, le cerró el paso sin mayores complicaciones con una denuncia de la heterodoxia de sus dirigentes.

Con la mención al partido nos hemos adentrado ya en la etapa cronológica en que Europa se conmovió con el estallido de un conflicto que, con el paso del tiempo, se convertiría en mundial. Para la España de Franco, la invasión de Polonia no fue una noticia satisfactoria, pero ante ella respondió, como era de prever, alineándose con quienes habían sido sus aliados durante la Guerra Civil. Una pretensión francesa de que España pudiera de algún modo mediar para evitar el conflicto fue remitida a los italianos y, si Franco hizo un llamamiento para evitar que la guerra siguiera después de la derrota polaca, pareció hacer esta sugerencia partiendo de la admisión de la victoria alemana.

Durante los primeros meses de la guerra la postura de la España de Franco estuvo muy cercana a la de la Italia fascista en el sentido de que, aunque no se participara en el conflicto, las simpatías espontáneas de los medios oficiales se decantaban mucho más por Alemania que por Francia e Inglaterra. No en vano en febrero de 1940 se había llegado con este país a un acuerdo acerca de la deuda contraída durante la Guerra Civil, que resultó muy favorable a los intereses de la España de Franco, tanto por la determinación del monto de la misma —5000 millones de pesetas— como por el plazo de pago —veinticinco años—. Por otro lado, el régimen sostenía, en política interna, su voluntad de homologación política con la Italia fascista y su identidad con ésta le permitía mantener una solidaridad ideológica, aunque poco comprometida en la práctica, con la Alemania hitleriana. Sin embargo, España no estaba en condiciones de intervenir, ni siquiera en el escaso grado en que el Duce pudo pensar que lo estaba su país. Por eso no se planteó por el momento ninguna tentación intervencionista. Ahora bien, en abril de 1940, cuando Mussolini decidió entrar en la guerra advirtió previamente a Franco, y cuando, ya en mayo, se hizo patente la derrota francesa, inmediatamente Franco empezó a reclamar Gibraltar a través de la prensa falangista. Se había producido un milagro inesperado: el adversario y antagonista de siempre parecía encontrarse en una patente inferioridad de condiciones y una especie de Justicia histórica parecía hacer posible que se convirtieran en realidad anhelos muy profundos de los vencedores en la Guerra Civil.

Hasta el momento, Franco había mantenido una neutralidad efectiva, e incluso llegó a condenar la invasión de los Países Bajos por Alemania. Ahora, sin embargo, la espectacular derrota de Francia, adversaria tradicional en Marruecos, provocaba una inmediata tentación de intervencionismo para tratar de obtener un beneficio en lo que parecía imaginarse como algo inmediato, el nacimiento de un orden europeo radicalmente nuevo. Dos días después de que Mussolini interviniera en el conflicto, Franco y Serrano, informados paso a paso por el Duce acerca de su decisión, modificaron la posición de España ante la guerra, transformándola en una «no beligerancia» que, como en el caso de la postura adoptada por Italia al iniciarse el conflicto, fue, en realidad, una «prebeligerancia», que quería indicar solidaridad ideológica y voluntad de intervención. Así se prueba en el hecho de que, por esos mismos días, se autorizaba a los aviones italianos a utilizar el territorio español para bombardear a los británicos. Fue la primera ocasión, pero no la última, en que la España de Franco violó una supuesta neutralidad que luego pretendería haber mantenido durante todo el conflicto.

Sin embargo, para que la definitiva intervención española en la guerra tuviera lugar, tal como querían los dirigentes políticos de entonces, hubiera sido necesaria una mejor situación económica y un mayor grado de unidad interna. Ya en diciembre de 1939 había descontento entre los altos mandos militares respecto de la situación política, así como fuertes reticencias en torno a Serrano, quien, a los ojos de muchos, era prepotente y megalómano, concentraba demasiado poder en sus manos, apoyaba en exceso a una Falange demasiado revolucionaria en sus pronunciamientos de política interna, y que parecía no acabar de llevarse bien incluso con aquéllos a quienes había contribuido a nombrar. En enero de 1940, Muñoz Grandes fue sustituido como ministro secretario general del partido después de haber permanecido a su frente tan sólo unos pocos meses. Merece la pena subrayar el hecho de que un régimen que tenía la pretensión de seguir el modelo de la Italia fascista situara al frente del Partido a un militar, cuando fue precisamente un militar quien sustituyó a Mussolini en 1943. Pero lo que en este momento nos interesa es la sensación existente en la España de 1940 de que la situación económica era pésima y la estabilidad política nula. Todos estos factores habrían de jugar un papel decisivo en los meses siguientes.