Por descontado, los destinatarios de esa represión fueron los vencidos en la Guerra Civil, pero una parte de ellos la eludió saliendo de España. También en este sentido el final de la Guerra Civil en 1939 supuso una ruptura en la Historia de España. Todos los conflictos internos habían concluido con emigraciones más o menos nutridas, pero siempre minoritarias, duraron un período incomparablemente menor que durante el régimen de Franco y los emigrados —aunque entonces y en la fecha de la que tratamos ahora mantuvieran una intensa relación afectiva con España— no perdieron el sentido de la realidad con respecto a ella como con frecuencia sucedió ahora.
En realidad el fenómeno del exilio había empezado antes de concluir la Guerra Civil. Cuando Franco tomó la zona norte unas 200 000 personas obtuvieron refugio en Francia y 35 000 permanecieron allí sin reincorporarse a la zona del Frente Popular. Sin embargo, la gran oleada de emigración se produjo con la caída de Cataluña, momento en que cruzaron la frontera unas 350 000 personas, de las que 180 000 eran combatientes. Un tercer momento de la emigración tuvo lugar con la definitiva conclusión del conflicto bélico: a través de Alicante abandonaron España unas 15 000 personas, la mayoría de las cuales se estableció en el norte de África. A la altura de marzo de 1939 había unos 450 000 exiliados españoles de los que la inmensa mayoría (430 000) permanecieron en Francia, mientras que el resto lo hacía en el norte de África y un pequeño número, casi exclusivamente de comunistas, en Rusia.
La situación de la emigración española en Francia era en esa fecha muy penosa.
La inmensa mayoría permanecía en campos de concentración en el sur mediterráneo, faltos de condiciones mínimas de habitabilidad, y una parte fueron tratados casi como delincuentes. Se debe tener en cuenta que Francia no previó que pudieran atravesar la frontera tantos refugiados y consideró muy pronto un peso económico excesivo el mantenimiento de estos campos de modo que sus negociaciones con Franco consistieron en buena medida en pedirle que se hiciera cargo de los exiliados que quisieran volver.
En efecto, progresivamente lo hicieron: a fines de 1939 había ya tan sólo unos 182 000 refugiados, de los que 140 000 residían en Francia. Allí los campos de concentración sobrevivieron hasta bien entrado 1940, aunque la mayor parte de ellos fueron desmantelados el año anterior. Hasta después de la Segunda Guerra Mundial los refugiados españoles no tuvieron ningún tipo de reconocimiento legal y su presencia en el vecino país tan sólo se beneficiaba de una cierta condescendencia por parte de las autoridades debido a la tradición francesa sobre el derecho de asilo. A quienes no quisieron regresar a España los franceses les ofrecieron la posibilidad de incorporarse a la Legión o a compañías de trabajo: De las que entre éstas estaban destinadas a trabajadores extranjeros, hasta el 80 por 100 fueron españoles. Como durante la Segunda Guerra Mundial volvieron a España unas 20 000 personas, el cómputo final del exilio permanente, de acuerdo con las cifras más verosímiles, sería de unas 162 000 personas, una cifra muy importante pero que de todas las maneras resulta proporcionalmente coincidente con la de los exiliados como consecuencia de la Revolución rusa de 1917. También resulta posible hacer otro cómputo que ratifica la sensación de ruptura con el pasado producida por el final de la guerra. Si tenemos en cuenta tan sólo el número de los exiliados en Francia al final de la Segunda Guerra Mundial (unos 100 000) la cifra resulta superior a la de todas las emigraciones políticas del XIX juntas.
Nada más iniciarse su estancia fuera de España pesaron sobre estos exiliados, como dos plagas más, tanto el estallido de la Guerra Mundial como la discordia interna.
Cuando Alemania invadió Polonia, la mayoría ya se había incorporado al trabajo abandonando los campos y una parte muy considerable tomó las armas contra los alemanes. No tiene nada de extraño, dada su procedencia izquierdista, que éstos los consideraran potencialmente peligrosos y que, por tanto, los persiguieran. Algunos de los dirigentes de la España del Frente Popular (no sólo Companys, sino también Peiró o Zugazagoitia) fueron entregados a la policía franquista y rápidamente ejecutados; otros que habían sido entregados no sufrieron este destino y los hubo que fueron deportados a campos de concentración en Alemania, como Largo Caballero. Este último caso no fue excepcional, pues unos 13 000 españoles pasaron desde Francia a aquel país, donde fueron a parar a campos de concentración como el de Mauthausen; sólo sobrevivieron unos 2000, con un porcentaje de muertos superior al de cualquier otra nacionalidad que pasara por allí. En Francia los españoles recién emigrados vivieron en la mitad sur, como la mayor parte de los 250 000 emigrantes que ya había allí por motivos económicos. La resistencia se inició principalmente entre los incorporados a las compañías de trabajo y en ella jugaron un papel decisivo los comunistas. Las primeras acciones comenzaron en 1941 y se recrudecieron en 1942, año en que hubo un millar de detenciones. De 30 000 a 40 000 españoles fueron enviados a trabajar a Alemania. En el maquis contra la ocupación alemana en Francia pudo haber algo más de 10 000 españoles, que jugaron un papel importante en la Resistencia, pero también los hubo entre las fuerzas que siguieron a De Gaulle en su emigración a Gran Bretaña. Cuando los aliados desembarcaron en Francia, en 1944, fecha en que la labor de la resistencia tuvo ya repercusión sobre las operaciones militares, pudo así producirse la confluencia entre unos y otros. Gran parte del sur de Francia fue liberado por combatientes españoles cuando el grueso de las tropas francesas lo habían abandonado. En algunas de las primeras unidades que llegaron a París había republicanos españoles y dos batallones, denominados «Guernica» y «Libertad», participaron en la rendición de las posiciones alemanas en la zona atlántica. Es muy posible que en la Guerra Mundial hubiera hasta 25 000 muertos españoles.
No fue ésta la única desgracia de los vencidos y exiliados. Otra fue la discordia, continuación de la que se había producido en el seno de su bando a lo largo de la Guerra Civil; en el mismo momento de la liberación de Francia los comunistas liquidaron cuentas con emigrantes libertarios o incluso socialistas. Pero lo que ahora nos interesa es el enfrentamiento político. En realidad, más que atribuir esta discordia a un factor ideológico debe ponerse en relación con el enfrentamiento personalista entre negrinistas y antinegrinistas y con la forma de distribuir los recursos del fenecido régimen republicano en el exilio. Desde la misma Guerra Civil las autoridades republicanas dependientes de Negrín habían fundado un Servicio de Emigración de los Republicanos Españoles (SERE). Este organismo pudo actuar en Francia durante bastante tiempo hasta que, acusado de connivencia con los comunistas, las autoridades francesas cerraron sus oficinas en París a comienzos de 1940. Pero pronto le surgió un rival. En marzo de 1939, el Vita, un barco perteneciente al SERÉ que llevaba bienes importantes producto de las incautaciones efectuadas durante la guerra en la zona controlada por el Frente Popular, llegó a México, donde la emigración izquierdista era principalmente negrinista y allí fue incautado por Indalecio Prieto con el visto bueno de las autoridades mexicanas y el apoyo de significadas personalidades de la emigración republicana.
El citado político socialista montó una organización paralela al SERÉ, denominada JARE (Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles), que con el transcurso del tiempo fue intervenida por las autoridades mexicanas, quienes emplearon sus bienes en beneficio de los exiliados españoles. La polémica existente durante la Guerra Civil respecto a la conducción de la misma y la colaboración con los comunistas se convirtió en el exilio en un agrio debate, que además de tener contenido político lo tenía también crematístico, sin que ninguna de las dos organizaciones citadas llegara a dar cuenta del empleo de sus fondos ni siquiera cuando se restablecieron las instituciones republicanas. Mientras tanto permanecía latente la cuestión relativa a la legitimidad de éstas, que había quedado en entredicho como consecuencia de la fase final de la Guerra Civil y hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Sólo cuando comenzó a parecer posible la victoria de los aliados en ésta, empezó a pensarse en una reconstrucción del régimen republicano en México. Las instituciones autonómicas vascas y catalanas padecieron idéntica crisis de descomposición y pérdida de legalidad a las que se unió, en este caso, un proceso de radicalización.
La mención a México nos descubre el periplo recorrido por buena parte de la emigración española y el carácter de ésta. Es significativo de esa división de las clases medias españolas —a la que Azaña atribuyó el estallido de la Guerra Civil— el hecho de que una parte de la misma (10 000-13 000 personas, según los cómputos) formara parte de las clases dirigentes de nuestro país. Las cifras que se dan al respecto son a menudo contradictorias, pero algunas de ellas pueden resultar muy significativas. Entre ellas figuraban quizá 2500 militares profesionales, 500 médicos, un buen número de maestros (quizá 2000), 400 ingenieros, más de un millar de abogados y hasta el 12 por 100 del escalafón de catedráticos de Universidad, incluidos siete rectores (dos más habían sido ejecutados por los nacionalistas).
El principal centro receptor de esta emigración cualificada fue, desde luego, México. Ya sabemos que este país había prestado ayuda importante a la España del Frente Popular. Al final de la guerra se mostró dispuesto a recibir a la emigración española que, además, ante los peligros nacidos de la Guerra Mundial, lógicamente tenía interés por abandonar el viejo continente. Así lo hizo incluso interviniendo ante el mariscal Pétain en el momento más oportuno. En el verano de 1940 el país hispanoamericano logró de la Francia colaboracionista que aceptara no expulsar a los emigrados españoles comprometiéndose a aceptar a quienes quisieran venir allí o a mantener a los que permanecieran en el Viejo continente. En principio México declaró que deseaba recibir principalmente agricultores, pero sólo una quinta parte de los que allí llegaron lo eran en realidad y probablemente esta cifra está inflada por la citada actitud del gobierno receptor. Ya en 1939 el número de emigrantes a México se acercaba a los 6000 y en años siguientes se alcanzó la cifra de unos 22 000. Los nuevos emigrantes muy a menudo chocaron con los de hornadas anteriores que, en su mayor parte, eran muy conservadoras. Los republicanos e izquierdistas, de ideario progresista de cara a España, llegaron a un país joven que acababa de pasar por una revolución y sirvieron de elemento destinado a consolidarla. Auspiciados por Cossío Villegas y por Reyes, buena parte de los intelectuales españoles emigrados, que ya desde los años bélicos jugaban un papel importante en la vida intelectual mexicana, protagonizaron importantes iniciativas como, por ejemplo, la creación del Colegio de México, derivado de una previa Casa de España, o la editorial Fondo de Cultura Económica. La aportación española a la vida intelectual, cultural y económica mexicana fue tan grande que ha podido ser calificada como «un triunfo» de este país. La integración en esa sociedad fue rápida y en la primera mitad de la década de los cuarenta la mitad de los emigrantes se nacionalizaron mexicanos.
También en otras latitudes los españoles vencidos fueron recibidos con entusiasmo. En Cuba el dictador Batista se sirvió de la emigración española para dar a su régimen un tinte más liberal; en Santo Domingo, Trujillo hizo algo parecido, pero la emigración fue fugaz y algunos sufrieron la persecución de quien les había recibido originariamente. En Argentina fue reducida y de intelectuales, mientras que en Chile se debió a los esfuerzos de Neruda y revistió un carácter más proletario.
La emigración española a América como consecuencia de la Guerra Civil reviste en la Historia universal una peculiar significación que ha sido acertadamente señalada por José Luis Abellán. En primer lugar, fue un exilio masivo y de sectores dirigentes desde el punto de vista intelectual, algo que hasta entonces no se había dado. En determinadas áreas como la poesía, las ciencias o el pensamiento, quienes emigraron representaban una parte trascendental de la cultura española, por lo que la sociedad española se vio mutilada por la desaparición de esas personas. Aunque no hubo una ruptura absoluta con la tradición intelectual liberal, no cabe la menor duda de que de esta manera el contacto con ella se vio dificultado hasta límites poco imaginables. Al mismo tiempo la emigración a América fue para muchos intelectuales españoles toda una experiencia intelectual: la de descubrir la condición planetaria de la cultura española. Así pudo escribir Juan Ramón Jiménez que él no era «un deslenguado ni un desterrado, sino un conterrado»; otros utilizaron la expresión «transterrado» para referirse a esta peculiar situación. En efecto, el mundo mental de los exiliados permaneció al otro lado del Atlántico lo que explica, junto con el recuerdo de la Guerra Civil, el permanente discurrir sobre el ser de España que dominó sus debates. El poeta León Felipe pudo escribir por ello: «Franco, tuya es la hacienda, la casa, el caballo y la pistola, mía es la voz antigua de la tierra». Más adelante ya veremos el impacto que esta realidad tuvo sobre su creatividad.
Pero hasta ahora tan sólo hemos hecho alusión a una de las Españas de la posguerra. Concluida con la alusión al exilio la referencia a los vencidos habrá que volver ahora al otro lado del Atlántico donde los vencedores se disponían, libres de todo obstáculo personal y legal, a tratar de iniciar de nuevo la Historia de España desde un supuesto punto cero, que al mismo tiempo pretendía ser la reconstrucción de un mítico pasado imperial. Lo hacían, por supuesto, en el entusiasmo nacido de la victoria, «con una inmensa, constante y quizá absurda esperanza» (la expresión es de Vizcaíno Casas), que en este caso no se vestía de verde sino del azul mahón de la camisa falangista.
Si se trata de analizar en qué consistía exactamente ese entusiasmo, la conclusión a la que se llegará es que estaba formado, a partes iguales, por nacionalismo y catolicismo, ambos estrechamente unidos y con una decidida voluntad de ruptura con el pasado. El nacionalismo se traducía en anécdotas como las de denominar «ensaladilla nacional» a la que en otros tiempos se llamaba rusa, o designar como «Hotel nacional» a los que antes tenían el calificativo de «inglés». No se crea que esta anécdota es banal: una orden ministerial de mayo de 1940 prohibió «el empleo de vocablos genéricos extranjeros como denominaciones de establecimientos o servicios de recreo, mercantiles, industriales, de hospedaje, de alimentación, profesionales, espectáculos y otros semejantes». En realidad el entusiasmo nacionalista alcanzaba a planteamientos de fondo mucho más decisivos. El pasado idealizado se convirtió en el elemento primordial para la configuración del futuro y a partir de él se propició una peculiar visión de la que desapareció toda la interpretación de la tradición liberal anterior y la evidente realidad del pluralismo cultural preexistente de la sociedad española. De ahí el «Hablad el idioma del Imperio», que figuraba en grandes carteles en Barcelona. Al mismo tiempo se exaltaba con devoción, como componente imprescindible de la exaltación patriótica, a los dirigentes de la España nueva. La absoluta identificación con la persona de Franco llegó hasta el extremo de usar su efigie para reclamos de propaganda comercial, lo que acabó prohibiéndose. Una productora cinematográfica aseguró que había sido «la única que no ha producido una pulgada de celuloide para los rojos».
Otra divisa de la época («Por el Imperio hacia Dios») es muy expresiva de la estrecha vinculación entre nacionalismo y catolicismo en estos momentos de la posguerra. El llamado nacional-catolicismo no fue una teoría sino más bien un sentimiento o una sensibilidad. No fue, por otro lado, nada postizo, sino algo sinceramente sentido que venía a ser el resultado de una reacción contra una fe del pasado que se sentía ahora como pasiva en exceso; la nueva fe era de reconquista fervorosa de la sociedad, con una explícita voluntad antimoderna y sin el menor reparo ante la confusión de los planos religioso y político. De ella participaron no sólo los vencedores sino también algunos de los vencidos pues en la vida intelectual, como entre algunos dirigentes de segunda fila de la política, se produjeron sonoras conversiones o numerosísimas vocaciones tardías para ingresar en el sacerdocio. También fueron nacional-católicos quienes luego evolucionaron en un sentido radicalmente distinto a lo que esa sensibilidad significaba. Caracterizaba al nacional-catolicismo la «insaciabilidad», es decir, la pretensión de dominarlo todo y la idea de que había una única traducción directa e inmediata del catolicismo en la política o en el mundo cultural e intelectual. El resultado era esa intolerancia radical que hacía que Menéndez Reigada, el gran propagador de la idea de Cruzada, describiera a los protestantes como «sabandijas ponzoñosas».
No puede extrañar, en consecuencia, que una de las preocupaciones fundamentales de la autoridad eclesiástica consistiera en tratar de impedir una propaganda heterodoxa que de hecho no existía porque era prohibida. El catolicismo español se sentía no como una versión posible o una sensibilidad especial, sino como la apropiada para España y la mejor, en definitiva, porque en otras latitudes no se quería llevarlo a la realidad en su plenitud. En la vida cotidiana el nacional-catolicismo se traducía por lo que irónicamente Foxá denominaba «nacional seminarismo». Tenía el carácter de religiosidad elemental, aunque profunda, pero solía ser, aparte de pretenciosa, ignorante, y se traducía por un extremado clericalismo. Pemán, personaje no precisamente merecedor de la acusación de anticlericalismo, decía del propio Franco que era el único gobernante del mundo que en sus discursos políticos hacía no ya una genérica alusión a la divinidad, sino precisas referencias a devociones particulares; también él se sentía abrumado por ese moralismo pacato que llevaba a las autoridades religiosas a mostrar la mayor insistencia en aspectos como el baile o el cine y, sobre todo, a olvidar tantos otros de mayor trascendencia. Muy apropiadamente para la mentalidad de una época en que se pretendía una decidida vuelta atrás, la mujer fue concebida exclusivamente como un ser dedicado al matrimonio y la procreación. A comienzos de 1941 se crearon, por ejemplo, unos «préstamos a la nupcialidad» que obligaban a las beneficiarías a prescindir de los puestos de trabajo que ocupaban, y la propaganda oficial hablaba de la necesidad de familias fecundas «para extender la raza por el mundo y crear y sostener imperios». La visión de la mujer fue siempre muy pacata, como propia de la Sección Femenina, que se había incautado de los edificios de las organizaciones feministas preexistentes. De acuerdo con esta visión, de la que luego se tratará de forma más extensa, el propio cardenal Pía y Deniel, primado de Toledo, hizo precisas indicaciones acerca de longitud de mangas, escotes y faldas. Esta referencia al vestido tampoco es casual si tenemos en cuenta que también en la vestimenta se produjo un decidido intento de marcha atrás. En explícito contraste con la imagen proletaria que Orwell había contemplado al visitar la Barcelona revolucionaria, el escritor Julio Camba pudo asegurar, en el momento de la entrada de las tropas de Franco en la capital, que «ya hay sombreros en Madrid y eso significa que hay civilización». Expresión de un momento de la vida nacional lo único bueno que puede decirse del nacional-catolicismo es que, por la autoexigencia que implicaba, algunos de quienes lo practicaban de forma fervorosa fueron capaces de iniciar su crítica.
Al lado de todo ese entusiasmo de los vencedores existía también una realidad mucho más prosaica y cruel, incluso sin necesidad de recordar la represión. Como había previsto Cambó, esos años, en vez de ser triunfales, resultaron en una acumulación de males sobre la vida cotidiana de los españoles. Así se demuestra echando una ojeada sobre algunos aspectos de la dieta alimenticia y las condiciones sanitarias. Parece que la dieta de carne se redujo a un tercio y el consumo de alimentos cuyas condiciones higiénicas eran detestables o a los que había que recurrir por ausencia y en sustitución de otros, produjo en 1941 50 000 muertos como consecuencia de las infecciones gastrointestinales. El 5 por 100 de los estudiantes universitarios padecía tuberculosis, enfermedad que produjo unos 26 000 muertos anuales entre 1940 y 1942. Estas penosas condiciones las sufrió la totalidad de la población, incluida aquella parte de la clase media que había tomado las armas en contra del régimen republicano, pero quienes hubieron de sufrirlas más fueron, por supuesto, los vencidos. En torno a 650 personas murieron en la más inmediata posguerra en las cárceles de Cataluña. La tasa de incremento de suicidios se situó en la posguerra en torno al 30 por 100.
Pero quizá nada expresa mejor la otra cara de ese entusiasmo de los vencedores que la situación de la prensa. Después de lo que se ha señalado acerca de la depuración ya se puede imaginar que quienes trabajaban en ella no eran disidentes, sino partidarios entusiastas del «Nuevo Estado». El régimen legal de la prensa se siguió basando en la Ley de 1938, pero lo malo no fue que ésta tuviera una connotación totalitaria sino la aplicación que de ella se hizo. No existieron consignas de carácter general ni un reglamento de censura, pero la aplicación de la misma fue tan extremadamente minuciosa que exigía a los periódicos la publicación de determinadas noticias y la desaparición de otras, y tenían que hacerlo «con el debido calor». El novelista Miguel Delibes, que vivió aquellos años como director de un diario, ha escrito que «cuesta trabajo imaginar un aparato inquisitorial», más «coactivo, cerrado y maquiavélico» que el puesto en práctica por la Administración, que además «no dejaba el menor resquicio a la iniciativa personal». Como los directores eran nombrados por ella a veces incluso hacían la guerra a sus mismas empresas; además, en no pocas ocasiones se les obligó a publicar noticias que eran contrarias a su ideología. No sólo censuraban los organismos de la Administración encargados de ello sino también cualquier tipo de jerarquía política. Las consignas iban desde prohibir las fotos de los ejercicios gimnásticos en que se viera la rodilla a las ejecutantes de la Sección Femenina, a la siguiente instrucción relativa al estreno de la película Raza de cuyo guión era autor Franco. La crítica debía ser «completamente favorable, por razones especiales». En la última escala de la mediatización de la libre expresión, los censores, más que entusiastas partidarios de un régimen que nacía, eran personas obligadas a desempeñar tan lamentable función —o incluso a ofrecerse para hacerlo— por sus circunstancias personales, en precarias condiciones y a cambio de un mísero sueldo. Se puede imaginar la sensación de mezcla de humillación y de inevitable caída en la abyección que debieron padecer quienes vivieron en un ambiente como el citado.
Ésta era la realidad de España en el año triunfal de 1939 en que concluyó la Guerra Civil. Sería esta España la que habría de enfrentarse en los años sucesivos con una Guerra Mundial y con un aislamiento posterior debido a la peculiaridad de un régimen como el de entonces. A la hora de juzgarla siempre habrá de tenerse en cuenta el contraste entre el entusiasmo de los vencedores, de un lado, y la realidad del exilio, así como la ocultación que desde el poder se practicaba de la realidad circundante.