En un momento en que empezaba a generalizarse, en plena Guerra Civil y entre los vencedores, la denominación de «Año triunfal» para referirse a los que contaban desde el comienzo de la sublevación, hubo un político español que hizo amargas reflexiones sobre lo que vendría después de concluido el conflicto. Cambó —por entonces en la emigración— a pesar de si condición conservadora, y de la ayuda que prestó durante toda la guerra al bando franquista, escribió en su diario que al utilizar el adjetivo «triunfal», «Franco parece olvidar los torrentes de sangre, a las dos generaciones siguientes, la destrucción de riqueza que rebajará terriblemente el nivel de vida de los españoles, el poso de rencor que minará por decenios la vida colectiva española y los problemas pavorosos de la posguerra». En efecto, así fue; nada choca más que el entusiasmo de los vencedores capaces de intentar reanudar desde cero la Historia española ante el espectáculo de una España arruinada y hecha trizas por culpa de la contienda fratricida. Hasta ahora hemos hecho mención de la persona que encarnaría y definiría como dictado el «Nuevo Estado» y de cuáles fueron las características del mismo. A continuación será preciso referirse a la maltrecha sociedad sobre la que actuó este régimen, evidente producto del conflicto bélico.
Un cómputo de los desastres de la Guerra para España necesariamente debe comenzar por la referencia al número de muertos. Desde hace tiempo se ha convertido en un tópico presentar la Guerra Civil española como factor productor de una extraordinaria mortalidad cifrada, nada menos, que en un millón de personas. Tal dato se ha convertido en un símbolo, pero con toda probabilidad es exagerado, aunque se siga repitiendo precisamente por esa razón; tan sólo si se computara la «desnatalidad» (es decir, los nacimientos que no se produjeron como consecuencia de la guerra) se podría llegar a esa cifra. Como es lógico, una estimación exacta es difícil. El cálculo más bajo sitúa el número de muertes en unas 400 000, mientras que el de Ramón Salas alcanza las 625 000, de las que algo menos de la mitad serían la consecuencia directa de las operaciones bélicas y la represión, tanto en el momento bélico como inmediatamente después. Algo más alta sería la cifra de los fallecidos como consecuencia de las enfermedades y privaciones, también en el período indicado.
Como sabemos, las cifras de Salas han sido muy criticadas, pero parece posible que, en cuanto a grandes magnitudes, se aproximen a la realidad. De ser ciertas resultaría que, siendo tan brutal la ferocidad de ambos bandos durante la Guerra Civil, tampoco puede decirse que resultara una excepción en el mundo contemporáneo. En efecto, el número de muertos como consecuencia directa del conflicto bélico vendría a ser de algo más del 1 por 100, porcentaje elevado, pero que resulta semejante al número de muertos producidos por un suceso histórico similar en Finlandia poco después de la Revolución soviética. Incluso para la propia España la pérdida demográfica no habría sido superior al número de muertes producidas por la gripe de 1918.
Tampoco las destrucciones sufridas en España durante su guerra se asemejan a las que tuvieron como escenario a Europa durante la Segunda Guerra Mundial; basta comparar, por ejemplo, las decenas de miles de muertos que causaron los bombardeos sobre ciudades alemanas con los 5000 que, a lo largo de toda la guerra, sufrió Cataluña. En cualquier caso, el cálculo de la destrucción producida no resulta nada fácil. Según Velarde, la caída de la renta nacional de 1937 la habría dejado reducida a un tercio de la del año anterior y en 1939 sólo equivaldría a tres cuartas partes de la de 1936.
Otras cifras, bastante coincidentes, sitúan el descenso del nivel medio de renta alrededor del 28 por 100. Los datos más expresivos de que disponemos son parciales, fruto de cálculos de fecha tan tardía como los años sesenta. Según estas estimaciones habrían resultado destruidas totalmente 250 000 viviendas y parcialmente otras tantas, lo que sólo supone, en conjunto, alrededor del 8 por 100 de las existentes. Las cifras de ciudades y pueblos «adoptados» (es decir, sometidos a un régimen peculiar de protección por parte del Estado) después de la guerra fueron también relativamente modestas: unas 300 entidades de población de las que menos de 200 habrían sido destruidas en más del 60 por 100. De las grandes ciudades sólo Oviedo, como consecuencia del sitio sufrido, puede decirse que quedara verdaderamente destruida en una proporción considerable. Se ha calculado que la producción agrícola y la industrial experimentaron una disminución del 20 y 30 por 100, respectivamente. La tierra en cultivo también disminuyó (en trigo, de 4,5 a 3,5 millones de hectáreas) y la cabaña ganadera se redujo en un tercio en vacuno y lanar y a la mitad en porcino. Además, como en toda guerra, resultaron especialmente afectadas las comunicaciones. La marina mercante perdió casi un tercio de su tonelaje y fueron destruidos el 40 por 100 de las locomotoras de ferrocarril, el 40 por 100 de los vagones y el 70 por 100 del parque de coches de viajeros. Pero si, en conjunto, la destrucción producida por la guerra fue grave, en éste, como en tantos otros aspectos, la Guerra Civil española recuerda más a la Primera que a la Segunda Guerra Mundial. No es comparable, por ejemplo, la destrucción producida en Alemania, Yugoslavia o Polonia, durante esta última, con la que tuvo lugar en España durante el período 1936-1939-Lo que sucede es que la posguerra española todavía agravó sus dificultades porque las circunstancias internacionales y, sobre todo, la política económica autárquica hicieron de multiplicador de los desastres de la guerra. Más adelante se tratará de estas cuestiones pero, por el momento, baste con recordar que a partir de la Guerra Civil «se interrumpió una tendencia previa, incipiente pero hoy bien documentada, hacia la modernización económica» (García Delgado). Como Italia y Portugal, España había mantenido un desarrollo tardío y rezagado con respecto a Gran Bretaña. Italia la superó en los años finales del XIX y sólo a finales de los años veinte de este siglo pudo producirse un relativo acercamiento a ella. Pero la crisis bélica y la lamentable gestión económica posterior durante la década de los cuarenta incrementaron la diferencia porque, además, la recuperación posbélica italiana fue muy rápida. Había, pues, pocos motivos para considerar esos años como «triunfales». La ruptura con el pasado —que se produjo, en efecto, como querían los vencedores— tenía aspectos enormemente negativos.
Pero la cuestión merece ser examinada también desde otra perspectiva. La Guerra Civil fue feroz y destructiva, pero admite una comparación con fenómenos similares acontecidos en otras latitudes por la misma época, e incluso se puede decir que tuvo unos efectos menos letales que lo imaginable. Sin embargo, sí resultó excepcional en lo relativo al grado de represión del vencido. En esto se puede afirmar que la guerra de 1936 superó con creces ocurrido en otras ocasiones semejantes en la Historia española: jamás hasta entonces un conflicto civil había concluido en nuestro país con una persecución tan generalizada del vencido, con el agravante de realizarse a través del solapamiento de procedimientos diversos y que se sumaban sucesivamente los unos a los otros. Las guerras carlistas, por ejemplo, habían concluido en «abrazos de Vergara», de algún modo fórmulas de reconciliación, aunque hubiera vencedores y vencidos, pero ahora no fue así. No sólo hubo juicios contra los derrotados sino que con este objeto se imaginó una nueva ordenación de la judicatura y leyes especiales de carácter excepcional; a todo ello hubo que añadir sanciones económicas y una depuración general de la Administración.
La dureza de la represión queda ratificada, en fin, si comparamos las cifras de ejecuciones en la posguerra en países que pasaron por experiencias parecidas. En Francia el número de éstas entre quienes habían colaborado con el régimen de Vichy o con los alemanes fue apenas de unas 700, siendo el número de condenas diez veces superior. La depuración de la Administración sólo fue significativa —alrededor del 10 por 100— en casos singulares, como el de los carteros de las zonas germano parlantes de Alsacia. En general la represión fue blanda y poco duradera quizá porque la democracia triunfante fue generosa. Ya veremos que las cifras relativas al caso español son incomparablemente más altas. Julián Marías ha escrito que los vencedores hubieran conseguido cerrar la herida de la Guerra Civil en el cuerpo de España con tan sólo disponer de «cierta eficacia y cierta dosis de generosidad» pero la política económica no se caracterizó precisamente por la primera y, respecto a la segunda, no hubo ni el más remoto proyecto de reconciliación, al menos durante el primer cuarto de siglo después de la finalización de la guerra. Franco llegó a afirmar que la liquidación de las responsabilidades del conflicto «no puede hacerse a la manera liberal», queriendo indicar con ello que no se debía pensar en el perdón sino que los vencidos tendrían que cumplir una pena suficiente y darse en ellos un propósito compungido de rectificación y de conversión a una nueva forma de ver las cosas.
Al tratar de la represión es preciso estudiar la configuración de los mecanismos destinados a producirla. Algo muy característico del régimen franquista fue la aparición de una selva de jurisdicciones especiales de las que la más importante —sobre todo en el aspecto político— fue la militar. En efecto, a diferencia de lo sucedido en Italia o en Alemania, la represión no la llevo a cabo el Partido, a pesar de que hubo elementos radicales en el seno del falangismo que lo intentaron. Para ellos las autoridades políticas debían asumir funciones judiciales de tal manera que en última instancia el principio de que sería justo «todo lo que conviene a la Nación», interpretado, por supuesto, al modo falangista, debía sustituir a cualquier tipo de códigos. Pero la entrega de la Justicia a sectores más conservadores, tradicionalistas o antiguos colaboradores de Primo de Rivera, imprimió un sello fundamental a su administración por parte del «Nuevo Estado».
A los nuevos jueces se les exigió la adhesión al Movimiento Nacional, pero no el carné del Partido. Estaban, además, sujetos a un proceso de formación ideológica a través de la Escuela Judicial, creada en 1944, y previamente, como toda la burocracia, habían sido objeto de una depuración muy estricta. Un 37 por 100 de los magistrados fue sometido a depuración y, de ellos, un 14 por 100 sometido a sanción (algo menos de la mitad fueron separados definitivamente). Hasta un 22 por 100 de los fiscales recibieron algún tipo de sanción.
Pero, como ya se ha indicado, la Justicia represiva de carácter político fue, tanto en la primera posguerra como en gran parte de la época posterior, militar.
Característico de los primeros momentos del franquismo fue que tuviera, además, un marcado tono imperialista, de modo que se extendió el delito político a terrenos inesperados. En 1939 se decretó que los tribunales militares tendrían competencia sobre el acaparamiento de productos alimenticios y, en 1941, se les atribuyó la competencia sobre los accidentes ferroviarios, extendiéndose ésta en 1943 a huelgas y paros, y también a «las transgresiones del orden jurídico que tengan manifiesta repercusión en la vida pública». Hubo, desde luego, otras jurisdicciones especiales —abastecimientos, delitos monetarios, menores, vagos y maleantes— pero ninguna tan importante como ésta. A este respecto cabe decir que el caso más similar en la Europa de la época se encuentra en la Francia de Vichy, que no en vano tenía a su frente a un militar. Al mismo tiempo que se multiplicaban las jurisdicciones especiales se restringían las posibilidades de actuación de los tribunales normales. La jurisdicción contencioso administrativa sólo fue restablecida de forma parcial en 1944 y el gobierno se reservó la capacidad de suspender la ejecución de las sentencias que considerara inapropiadas.
Toda esta configuración de un nuevo orden judicial constituye un testimonio de cómo fue la dictadura en la posguerra, por más que nunca resultara por completo totalitaria. Junto a esta remodelación de la carrera judicial hay que recordar que, desde fecha muy temprana, los vencedores en la Guerra Civil prepararon disposiciones punitivas a pesar de que, como ya hemos visto, las afirmaciones de acuerdo con las cuales en plena Guerra Civil los asesinatos cometidos en la zona del Frente Popular fueron espontáneos mientras que en la zona adversaria resultaron premeditados no son completamente ciertas. Pero eso no quiere decir que no existiera una decidida voluntad de castigo por parte de los futuros vencedores y así, todavía en plena guerra, empezaron a aparecer disposiciones legales que preveían no sólo una drástica ruptura con la legalidad del pasado y procedimientos arbitrarios para sancionar al adversario sino también una profunda depuración del personal administrativo o la reducción del vencido a la condición de persona carente de igualdad legal en la práctica. Ya se han mencionado algunas de estas medidas y las que siguieron no fueron otra cosa que su lógica continuación. En noviembre de 1936, cuando pareció que la caída de Madrid era inminente, estaban ya en disposición de actuar hasta ocho tribunales militares que entraran con las tropas de Franco y llevarían a cabo la labor penal prevista Todavía en guerra se dictaron tres disposiciones que era obvio no tendrían aplicación sino en el momento del final de la contienda. En el verano de 1938 se reintrodujo la pena de muerte en el Código penal, justificando su presencia con razones que parecían convertirla en obvia. En enero de 1939 se legisló acerca de la depuración de funcionarios públicos, medida que —se prometió— se llevaría a cabo «con la máxima rapidez». A comienzos de febrero de 1939, fue publicada la llamada «Ley de responsabilidades políticas», destinada a castigar a quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo, providencial e históricamente ineludible del Movimiento Nacional. De acuerdo con esta disposición «la magnitud internacional y las consecuencias materiales de los agravios, son tales que impiden que el castigo y la reparación alcancen unas dimensiones proporcionales». Aun así se pretendía sancionar a todos los que hubieran ocupado cargos en el Ejército adversario, el Gobierno o la Administración, los partidos o la masonería. Los Tribunales estarían compuestos por representantes del Ejército, la Magistratura y el Partido unificado. Las posibles responsabilidades se remontaban a octubre de 1934 —es decir, un año y medio antes de que estallara el conflicto— y las asociaciones de carácter político o parapolítico disueltas por disposiciones anteriores habrían de sufrir las pérdidas de todos sus bienes, entregados al Estado, con destino al Partido único. La gravedad de una disposición como ésta reside en que se sumaba a la actuación de los Tribunales Militares y, además, fue completada por otras disposiciones.
En enero de 1940 se dispuso que «no se procediera a la detención de ninguna persona sin denuncia y comparecencia por escrito», lo que parece indicar que hubo una fase en la que pudo producirse una represión indiscriminada, sin tan siquiera el peculiar tipo de juicios que tuvieron lugar más adelante. En Cataluña pudo haber unos cuarenta casos de este tipo, pero es muy posible que en medios rurales de otras latitudes estos casos fueran relativamente frecuentes. En marzo siguiente fue promulgada la «Ley de represión de la masonería y del comunismo». Muy de acuerdo con la mentalidad del propio Franco, se partía de que «acaso ningún factor, entre los muchos que han contribuido a la decadencia de España, influyó tan perniciosamente en la misma y frustró con tanta frecuencia las saludables reacciones populares y el heroísmo de nuestras armas como las sociedades secretas de todo orden y las fuerzas internacionales de índole clandestina». Las acusaciones que se hacían a tales asociaciones eran nada menos que «la pérdida del imperio colonial español, la cruenta guerra de la Independencia, las guerras civiles que asolaron España durante el pasado siglo, las perturbaciones que aceleraron la caída de la Monarquía constitucional y minaron la etapa de la Dictadura, así como los numerosos crímenes de Estado» de la etapa republicana. La disposición contenía una curiosa asimilación de ideologías que difícilmente hubiera sido aceptada por los sancionables: sumaba al comunismo los grupos «troskistas, anarquistas y similares». El cuidadoso desglose de categorías de los destinados al castigo permitía una determinación casi automática de la pena. Quienes hubieran estado presentes cuando se cometían asesinatos en el bando del Frente Popular serían castigados, por ejemplo, con veinte años y un día de prisión; idéntica pena correspondería a quienes hubieran ejercido como concejales del Frente Popular. Como complemento de estas medidas se decidió poner en marcha, en abril de 1940, una vasta investigación acerca de la guerra y sus antecedentes, redactada, por supuesto, desde la óptica de los vencedores. La «Causa general», como fue denominada, fue utilizada luego como instrumento de propaganda del régimen de Franco pues probaba la barbarie del adversario pero tiene también un evidente interés histórico que los profesionales han sabido aprovechar en los últimos tiempos. Incluso la modificación del Código de Justicia militar en 1943 ha de ponerse en relación con las actitudes represivas.
A partir del conocimiento de esta adecuación del orden judicial y de estas disposiciones se puede pasar a examinar su resultado. Hay que examinar, en primer lugar, la actuación de los Tribunales Militares a los que sabemos les correspondió en exclusiva la sanción de los delitos políticos. El grueso de su actuación represiva se llevó a cabo entre 1939 y 1942, aunque se prolongara en casos excepcionales después de esta fecha: se debe tener en cuenta que hasta abril de 1948 España estuvo en estado de guerra, es decir, bajo la absoluta jurisdicción militar. Comparada con la represión puesta en práctica por los grandes dictadores totalitarios de nuestro tiempo, como Hitler o Mussolini, la practicada por Franco no pretendió la desaparición de categorías enteras de la población (los judíos o los kulaks, por ejemplo), sino que fue selectiva y racional y, al mismo tiempo, durísima, dando la sensación de que se pretendía quebrar cualquier posible resistencia o capacidad de discrepancia de toda una parte de la sociedad española.
Los datos que tenemos acerca de la misma no son, por desgracia, más que parciales. Se podría pensar que en una situación de aparente normalidad se habrían inscrito la totalidad de las muertes en los registros civiles indicando la causa. Sin embargo no fue así porque la Ley de Registro Civil de 1870 presuponía que las muertes producidas como consecuencia de una sanción penal no tenían que ser inscritas como tales, ni siquiera aquéllas que se hubieran producido en prisión. De esta manera una disposición destinada a evitar un recuerdo infamante para los descendientes en la práctica se convirtió en un procedimiento para ignorar la barbarie. Los cálculos totales del número de ejecuciones varían mucho. La cifra de Salas, el primer estudioso de estos temas, pero que ha resultado muy controvertido, es de unas 30 000 y la de Tamames —con un fundamento nada documentado— alrededor de 100 000. Los especialistas actuales en estas materias sugieren entre 40 000-50 000 pero esta cifra, en definitiva, no es más que una evaluación que trata de acercarse a la realidad por transposición de los pocos casos que conocemos de forma completa y definitiva.
Por otro lado, el examen de los mismos permite profundizar algo más en la forma en que se persiguió al vencido. En Cataluña, la región en que mejor ha sido estudiada, la represión franquista de la posguerra dio lugar a 3385 ejecuciones. Fue ésta la única zona donde se había producido un éxodo masivo de la población a través de la frontera francesa, por lo que no podían ser localizados los dirigentes, incluso de menor rango, de la causa del Frente Popular. Los afectados por la represión posbélica fueron personas que no pensaban que pudieran ser objeto de la misma, como militantes políticos y sindicales varones y relativamente jóvenes, en especial de áreas rurales en las que había existido una fuerte tensión social, pues en Barcelona fue más fácil eludir la acción represiva en el anonimato de la gran urbe. En la actual Comunidad valenciana, donde no se dieron esas circunstancias, el número de ejecuciones fue superior, unas 4700. Otro dato importante es el que se refiere al número de causas incoadas en relación con las ejecuciones. En Córdoba la represión dio lugar a casi 1600 muertos, tras nada menos que 27 000 causas juzgadas por 35 Tribunales Militares itinerantes.
Resulta muy significativa esta disparidad entre el número de las causas y las sanciones porque revela lo extenso de la represión con la consiguiente difusión del terror entre la población. No fue ésta una excepción sino que, más bien, lo sucedido en estos dos casos parece haber sido lo habitual. En Albacete hubo un millar de ejecuciones, pero por los tribunales militares pasaron unas 34 000 personas, lo que equivale al 9 por 100 de la población total. En Toledo hubo 24 000 encausados y sólo un máximo de 8000 presos el año en que la cifra fue más alta. En general puede decirse que fueron condenados por adhesión a la rebelión todos aquéllos que habían desempeñado algún tipo de cargos en la España del Frente Popular; las penas podían ser desde la muerte a veinte años de prisión. Quienes no habían desempeñado cargos recibían penas inferiores, como culpables de «auxilio a la rebelión».
Por macabro que resulte es preciso referirse de forma más detenida a los procedimientos por los que se llegaba a estas ejecuciones y al modo de llevarlas a cabo. Toda la legislación penal se basaba en una especie de delito de «rebelión invertida»: se consideraba que se habían sublevado aquéllos que precisamente no lo habían hecho.
Julián Marías ha narrado en sus Memorias cómo se llevaban a cabo los juicios y en esto concuerdan todo tipo de fuentes. Las garantías procesales eran poco menos que nulas: los Tribunales Militares solían liquidar entre 12 y 15 casos a la hora o, por ejemplo, condenar globalmente a grupos de 60 personas acusadas por motivos distintos. La convocatoria de los Consejos de guerra se publicaba en la prensa provincial y la corta separación entre ellos testimonia la rapidez con que se efectuaban. Para ser defensor bastaba con ser militar, pero no jurista; por eso parte de a quienes les tocó serlo se limitaban a pedir clemencia y, de cualquier modo, estaban sujetos disciplinariamente a la autoridad del Presidente. A menudo los acusados no eran interrogados —o tan sólo se les dejaba hablar unos segundos—, no había testigos o no existía contacto entre acusado y defensor. No se daba por supuesta la inocencia sino la culpabilidad, de modo que era la primera la que debía ser probada. El hecho de estar en la cárcel presuponía no sólo ser culpable, sino haber perdido cualquier derecho e incluso la profesión (a Marías le preguntaron qué «había sido», en pasado). La pregunta tenía sentido porque, como veremos, el «Nuevo Estado» se edificó sobre los adictos y para ellos. El porcentaje de condenas a muerte era muy elevado. Las ejecuciones se llevaban a cabo por la noche llamando a los presos en sucesivas «sacas» que ya se puede imaginar cómo afectaban a una población reclusa sobre la que pendía idéntica sanción. Los fusilamientos tenían lugar en las tapias de los cementerios, para ahorrar en tiempo y transporte, de modo que sólo acudiendo a ellos es posible determinar la magnitud de la represión. En el cementerio del Éste de Madrid (la actual Almudena) fueron ejecutadas 2663 personas en la primera posguerra (entre ellas, 86 mujeres). Los datos de este lugar permiten comprobar que las ejecuciones se llevaron a cabo primordialmente en la primera etapa de la posguerra: casi un millar de fusilamientos tuvieron lugar de mayo a diciembre de 1939. Pero debe tenerse también en cuenta el elemento de incertidumbre que existió en la vida de tantas personas entre el momento de conocer la pena y su ejecución (o el indulto parcial). No fueron pocos los que, como el dramaturgo Buero Vallejo, pasaron meses con una sentencia de muerte sobre sus espaldas que en este caso, afortunadamente, no se cumplió.
Hubo, al mismo tiempo, casos en que la ferocidad de la persecución contra el vencido consiguió traspasar las fronteras. Éste fue el caso, por ejemplo, de Lluis Companys, presidente de la Generalitat de Cataluña. Si su trayectoria política había sido muy discutible en muchos aspectos, en especial en cuanto atañe a la insurrección de octubre de 1934, parece indudable que su presencia en Barcelona contribuyó a evitar que fueran víctimas de la violencia indiscriminada muchos miles de personas, buena parte de ellas pertenecientes al clero. Companys, exiliado en Francia, se encontraba durante el mes de junio de 1940 en París, tratando de localizar a un hijo enfermo mental que había desaparecido tras la invasión alemana. Las autoridades españolas —en concreto Serrano Suñer y Lequerica— pidieron y obtuvieron de los alemanes en los primeros momentos de su victoria la entrega de su persona y de otros dirigentes republicanos (como el ex ministro socialista Julián Zugazagoitia). Más adelante la Francia de Pétain y los propios alemanes se negarían a aceptar extradiciones semejantes. Franco, en contra de la opinión de Orgaz, capitán general de la región, decidió que fuera juzgado en Barcelona en sesión pública. Parte de las acusaciones contra él procedieron de grotescos informes policiales, pero también los dirigentes de conocidas familias barcelonesas que estaban al frente de Falange coadyuvaron a su acusación. Tras defenderse con entereza y serenidad, Companys fue ejecutado e incluso sus peores adversarios políticos, como Cambó y el Conde de Güell, estimaron que el juicio había sido un «inmenso error» y una sanción para todos los catalanes.
Por supuesto hubo sanciones inferiores a la de pena de muerte y precisamente ellas demuestran la magnitud de la tarea depuradora a la que se lanzaron los vencedores. Antes de la Guerra Civil el número de encarcelados en España por cualquier tipo de delitos era inferior a las 10 000 personas, incluso después de las fuertes tensiones sociales que presenciaron los primeros tiempos republicanos. Pues bien, en 1939 el número de encarcelados era de 270 000, cifra que se redujo a 124 000 en 1942, pero que sólo disminuyó de manera drástica en 1945 (43 000) y, sobre todo, en 1950 (30 000).
Los procedimientos a los que se recurrió para hacerlo fueron variados. Desde el verano de 1940 hubo indultos para los condenados a penas menores; desde 1943 se utilizó la libertad condicional, que dejaba gravitando sobre los condenados la amenaza de regreso a la prisión e incluso se inventó una peculiar fórmula de «libertad condicional atenuada». Además empezó a aplicarse el régimen de redención de penas por el trabajo que, en principio, no se había concebido para los delitos políticos y que, desde 1941, ya beneficiaba a más de un tercio de la población penal. La propia ley de responsabilidades políticas fue mitigada en 1942 y desapareció en 1945, aunque perdurara una comisión liquidadora hasta 1966. Aun así la amenaza de la privación de libertad planeó angustiosamente sobre los vencidos. La prisión, sobre todo en los primeros años de la posguerra, suponía bastante más que la privación de la libertad. El número de muertes por las lamentables condiciones higiénicas o por las deficiencias en la alimentación fue muy elevado: a título de ejemplo en Albacete, donde hubo un millar de ejecuciones, otras 300 personas murieron en la cárcel. A Besteiro, que murió en la cárcel de Carmona por septicemia, se le diagnosticó «enterocolitis», lo que testimonia la escasa preparación de quien le atendió. Por otro lado, resulta incalculable lo que desde el punto de vista económico supuso mantener en la cárcel a tal proporción de la población española.
Otra sanción posible y no ya sobre los vencidos sino sobre los potenciales disidentes fue la de carácter económico. El interés que tiene ésta reside en que, aparte de testimoniar una auténtica obsesión por la existencia de un «enemigo interior», llevó la arbitrariedad hasta el extremo de culpabilizar no sólo a personas concretas sino a familias enteras. De las responsabilidades políticas podían derivar, en efecto, no sólo penas de muerte o de prisión sino también sanciones en forma de multa, intervenciones en el patrimonio personal o familiar, extrañamientos de las poblaciones en las que venían viviendo o prohibiciones de actividad en determinados campos laborales. En el caso de sanción económica se podía pagar a plazos y la responsabilidad podía recaer no sólo en una persona sino en una familia. La legislación no sólo hablaba de «liquidar culpas» sino también de «borrar yerros pasados» e incluso de la necesidad de demostrar «la firme voluntad de no volver a extraviarse». Gracias a la existencia de este tipo de sanciones se podía penar a regiones o comarcas que hubieran demostrado en el pasado una filiación izquierdista, reducir a la miseria a individuos o familias concretas, extender el castigo a políticos reformistas o templados y sumar a una sanción de privación de libertad relativamente leve otra, más grave, de carácter económico. En Lérida, por ejemplo, las sanciones afectaron especialmente a la comarca de Borjas Blancas de donde era oriundo Maciá, cuya familia recibió una fuerte sanción económica, pero algo parecido les sucedió a algunos políticos de la Lliga. La ley de responsabilidades políticas permitía, además, una penetración capilar en la sociedad para aplicar esta sanción o atemorizar con la posibilidad de que se produjera (a veces ni siquiera a los sancionados les era posible pagar las multas que recaían sobre ellos). En cada entidad de población la autoridad política, la de orden público —guardia civil— y la religiosa —el párroco— emitía informes sobre el comportamiento de las personas que tenían una trascendencia absoluta a la hora de determinar la actitud de las autoridades en relación con ellas.
No está suficientemente estudiada la depuración administrativa llevada a cabo por los vencedores en el conflicto, pero algunos datos, dispersos e incompletos, darán idea de su magnitud. El principio en el que se basaba era el de que era precisa una ruptura radical con el pasado que no sólo se llevara a cabo a través de una nueva legislación sino mediante la sustitución de aquéllos que desempeñaban responsabilidades públicas incluso en el caso de que no hubieran recibido ningún castigo como consecuencia de la legislación penal ya mencionada. Los funcionarios o los simples empleados públicos no podían ser indiferentes, sino adictos.
Ya hemos visto cómo se llevó a cabo la depuración de la carrera judicial. A pesar de su importancia de cara a la represión sobre el resto de la sociedad en absoluto se puede afirmar que lo sucedido con ella fuera excepcional pues algo parecido sucedió en el resto de la burocracia española. La carrera diplomática no era, por supuesto, un reducto de revolucionarismo; durante la guerra, el Frente Popular debió utilizar los servicios de personas ajenas a ella por falta de colaboración de los profesionales. Por parte de los vencedores tan sólo pudo probarse la pertenencia a la masonería de siete personas pero, a pesar de ello, un 26 por 100 de la profesión sufrió algún tipo de sanción y un 14 por 100 perdió la carrera como consecuencia de la obra depuradora de los vencedores. Además, cuando por vez primera se convocaron oposiciones una quinta parte de los puestos fueron reservados a combatientes de la División Azul. Esta última medida no tuvo nada de excepcional porque, en realidad, en todas las oposiciones celebradas en la posguerra se reservaron cuotas muy importantes, divididas en categorías minuciosamente determinadas (como la de «caballero mutilado» o la de «huérfano»), a los combatientes en la guerra a favor de quienes en ella vencieron. Desde la misma Guerra Civil el régimen de Franco testimonió un especial interés en la depuración de la enseñanza. No hay datos completos de la que se llevó a cabo en la universitaria pero es posible que hasta un tercio del profesorado fuera sancionado. En cambio se ha estudiado de forma pormenorizada la depuración del magisterio. Entre 15 000 y 16 000 maestros fueron sancionados, cifra que representaba una cuarta parte del total; de ellos unos 6000 padecieron una inhabilitación total. En muchos casos la geografía de las sanciones no parece obedecer a racionalidad alguna sino a la mayor o menor benevolencia de la comisión depuradora respectiva. En Sevilla, por ejemplo, sólo fue sancionado el 13 por 100 de los maestros mientras que en Asturias lo fue el 33 por 100. En Burgos, provincia conservadora y tradicional, había durante la República 1156 maestros, de los que sólo nueve estaban afiliados a partidos de izquierdas; pues bien, se aplicaron 165 sanciones muy graves y 78 menos graves. Aun así da la impresión de que las sanciones fueron especialmente duras en el caso de aquellas regiones que tenían un profunda conciencia de peculiaridad propia. En Barcelona y Vizcaya el porcentaje de sanciones bordeó el 30 por 100. En la provincia catalana sólo perduraron el 15 por 100 de los maestros de escuelas racionalistas o laicas y más de la mitad de los estudiantes de la normal dependiente de la Generalitat fueron sancionados.
No fueron sólo los funcionarios de la Administración central los destinatarios de castigo sino que la depuración llegó hasta los municipios e incluso afectó a entidades de las que en absoluto se podría suponer que pudieran tener una relevancia política. En todos los ayuntamientos hubo una larga depuración de médicos y arquitectos municipales y una virtual liquidación de las plantillas anteriores de guardias municipales para sustituirlos por otros. En el Ayuntamiento de Barcelona la cifra de depurados superó los 400 funcionarios y en la Bolsa de Madrid sólo una cuarta parte de los mismos no fue sometida al proceso depurador. En el Canal de Isabel II, destinado a abastecer de agua a Madrid, el 57 por 100 de los empleados fueron sancionados y de este porcentaje el 23 por 100 perdió definitivamente su trabajo. Claro está que en este caso se puede hablar de la existencia de un botín conseguido por los vencedores y repartido en beneficio de los suyos.
Todo este conjunto de padecimientos nos lleva a concluir que cuando se afirma que el régimen de Franco era aceptado pasivamente, casi sin oposición, tal afirmación sólo resulta válida para la etapa posterior al final de la Guerra Mundial, es decir, bien entrados los años cincuenta o a principios de los sesenta y sólo se entiende a partir de la experiencia colectiva de una represión tan dura como la descrita. Téngase en cuenta, en fin, que más allá de la sanción existía también la vigilancia policial. Ungría, un alto responsable de la misma, llegó a afirmar que en el nuevo régimen «la delación policial subirá al prestigio de aviso patriótico». En Mallorca, por ejemplo, se ha podido investigar la existencia de un Tribunal militar especial destinado, durante la Segunda Guerra Mundial, a examinar los posibles casos no ya de subversión sino de discrepancia; algo parecido debió existir en muchos otros sitios, aún a pesar de que la situación estratégica de las Baleares obligaba a tomar allí medidas muy especiales. En el caso citado parece que la actitud de la población fue mínima pero toda ella fue fichada en categorías diversas designadas con las letras del alfabeto. La categoría B, por ejemplo, agrupaba a los «antiguos izquierdistas que después del Movimiento se afiliaron a la milicia nacional». Había, en esta clasificación, muy diferentes tipos de «derrotistas» e incluso una letra designaba a las personas «de moralidad dudosa, susceptibles por dinero» [sic.]. Con esta mezcla de represión y vigilancia no puede extrañar que el régimen se consolidara firmemente.