Una interpretación que tratara de definir el régimen que tuvo España entre 1939 y 1975 con la simple alusión a la persona del dictador caería en un exceso de personalismo y, además, convertiría la Historia de España en algo peculiarísimo, como si aquel régimen mostrara que nuestra trayectoria nacional es radicalmente distinta de la de otros pueblos. Lo cierto es más bien lo contrario: el régimen puede calificarse como dictadura franquista pero eso no quiere decir que fuera algo específicamente español o derivado en exclusiva de los rasgos personales de quien estaba al frente de la misma, sino que éste, en sus concepciones y comportamiento, era muy expresivo del talante de un sistema dictatorial cuyas semejanzas con otros, europeos y americanos, son notorias.
Lo verdaderamente peculiar de él no fue la inexistencia de estas posibles comparaciones sino que, en vida de Franco, transitó de la semejanza de un tipo de dictadura a otro sin que por ello cambiara sustancialmente y manteniéndose la misma persona al frente del mismo, lo que es otra buena razón para denominarlo haciendo referencia a quien lo personificaba. El único rasgo distintivo del caso español es éste porque, por otro lado, cada uno de los rasgos atribuidos al franquismo como dictadura se repiten en otros regímenes de otros tiempos y latitudes. Resulta una paradoja que en España la dictadura fuera tan duradera si tenemos en cuenta los antecedentes de la derecha española desde el final de la Primera Guerra Mundial. En realidad las tendencias estrictamente autoritarias y antiparlamentarias tuvieron un eco bastante tardío en España, lo que no es indicio de modernidad, sino precisamente de lo contrario, porque en otras latitudes se desarrollaron antes y más profundamente. Cabe encontrarlas en el maurismo, pero éste no perdió, al menos en quien lo dirigía, el carácter de movimiento liberal-conservador, aún con matizaciones derechistas. La propia dictadura de Primo de Rivera siempre se consideró a sí misma como una fórmula regeneracionista y transicional sin verdadera pretensión de llegar a ser un sistema radicalmente nuevo y permanente. En cuanto al fascismo también fue en España tardío y de escaso desarrollo de forma espontánea. El adjetivo fascista puede ser utilizado como imprecación, pero si se decide hacerlo en sentido más técnico corresponde a unas fórmulas precisas que en España tuvieron un éxito muy inferior al que alcanzaron en otros países. El fascismo es una variante del totalitarismo que pretende hacer desaparecer, en un ansia de unidad, el pluralismo de opciones típico de una moderna sociedad democrática. Más que derivar de una reacción del gran capital ante un peligro revolucionario (lo que, en parte, también puede contribuir a su origen), obedece a una crisis de civilización que arrastra a todos los sectores sociales —pero principalmente a las clases medias y a los jóvenes—, hacia soluciones contrarias al sistema democrático basadas en mitos siempre alimentados por el galopante nacionalismo de la primera posguerra mundial.
La capacidad de desarrollo de un movimiento fascista en el seno de un país o su acceso al poder depende de factores muy diversos, pero los esenciales son siempre la experiencia histórica anterior en la democracia y la posibilidad de que otras alternativas políticas jueguen un papel funcional semejante y alternativo. En Italia, por ejemplo, una temprana experiencia de la democracia en tiempos de crisis social y de nacionalismo llevó a un régimen con pretensiones totalitarias por más que tuviera que pactar con poderes de hecho, como la Iglesia, de modo que el partido único regimentó al conjunto de la sociedad disciplinándola y encuadrándola. En Francia, en cambio, aunque el fascismo tuviera un pronto desarrollo en términos ideológicos, las clases medias siguieron vinculadas a los partidos republicanos de modo que la implantación del fascismo sólo tuvo una oportunidad mediante la fuerza, tras la derrota frente a los alemanes en el verano de 1940. En España la brusca politización que supuso la proclamación de la Segunda República no trajo como consecuencia el advenimiento de un partido fascista fuerte sino que, durante los años treinta, el predominio en la derecha le correspondió a la fórmula católica que, si tenía un fondo reaccionario evidente, fue capaz de practicar temporalmente el posibilismo político. Como los radicales en Francia la CEDA en España mantuvo el control sobre las clases medias tradicionales. En realidad, como partido político únicamente tenía sentido en una situación parlamentaria porque en otras sólo podía ser víctima o botín (en su sector dirigente o en sus masas, respectivamente). Así sucedió tras la Guerra Civil no sólo con el grupo político citado sino por lo que se refiere a la hechura del nuevo régimen. Azaña no erraba en plena Guerra Civil cuando decía que en España podía haber fascistas pero no había fascismo, y que, de triunfar, la España adversaria resultaría más proclive a las consagraciones al Corazón de Jesús, las procesiones y los desfiles militares que a la imitación de regímenes más laicos y de pretensión modernizadora como, por ejemplo, el de Alemania. De hecho, aunque existiera un partido de pretensiones fascistas, la exaltación religiosa y la proliferación de modelos devocionales barrocos dan en ocasiones la sensación de retrotraernos a la Contrarreforma.
Así se explica que en plena Segunda Guerra Mundial, como señaló más de un testigo, el término de comparación de la dictadura franquista no fuera nunca Alemania, sino a lo sumo Italia y, más aún, los regímenes semi, pseudo o parafascistas que abundaban por entonces. La dictadura de Franco era, sin duda, más parecida a la Francia de Vichy o, sobre todo, a algunos de los países del Este europeo que al régimen de Hitler. En España, por ejemplo, existió idéntica lucha por el poder entre el Ejército y el partido fascista que en la Rumanía de Antonescu, aunque la Falange nunca tuvo ese misticismo fanático y violento que caracterizó a la «Guardia de Hierro». Como en Vichy o en Hungría el régimen español, sin llegar a la «fascistización» total, avanzó en este camino: incluso lo hizo más que esos dos países en donde nunca hubo realmente un partido único (en Francia existió tan sólo una «legión de excombatientes» mientras que en Hungría incluso hubo elecciones periódicas). Otra posible comparación sería la Austria de Dollfuss, por el componente católico del régimen, pero el dirigente austríaco tomó mucho más en serio el corporativismo católico que el propio Franco. Éste, en cambio, aceptó durante los años de la Guerra Mundial que se le alineara con las potencias fascistas y dio, por algún momento, la sensación de haber iniciado, en esta época, un camino hacia la absoluta homologación con ellas.
El fascismo fue un marco de referencia importante durante la Guerra Mundial, pero tras el desenlace de ésta perdió el prestigio de las victorias militares alemanas y el atractivo que le hizo tener una fuerte raigambre entre una parte de los intelectuales. Por otro lado, pasados los años treinta y cuarenta, desapareció el ansia totalitaria de las dictaduras de derecha, aunque no éstas, que no sólo no dejaron de existir, sino que reaparecieron, aunque con una fórmula diferente, en los años sesenta y setenta. Esas dictaduras no totalitarias permitieron un cierto pluralismo interno aunque nada tuviera que ver con el democrático; más que tener un código ideológico preciso procedían de algo mucho más tenue —como una mentalidad— y carecieron también de un partido único con una liturgia como la fascista, sustituida por un consenso programático de límites difusos. En este tipo de dictaduras no totalitarias se puede clasificar al franquismo que, además, a partir de determinado momento, utilizó como argumento principal para su subsistencia un desarrollo económico que también se dio en otras dictaduras, como la militar brasileña de los años sesenta. La dictadura no totalitaria era, en esos años, un fenómeno recurrente en Hispanoamérica aunque con diversas formulaciones: el populismo nacionalista de Perón en Argentina, la dictadura militar antirrevolucionaria de Pinochet o los regímenes en que el Ejército como corporación se hacía responsable de la totalidad del poder. Con todas estas fórmulas el franquismo tuvo paralelos, por lo que es preciso evitar la sensación de radical peculiaridad a él atribuida durante su propia existencia y también, con posterioridad, por algunos historiadores. En suma, examinándolo desde la óptica del conjunto de su evolución en su etapa inicial el franquismo puede considerarse como mucho más que una mera dictadura conservadora al estilo de la de Primo de Rivera pero, al mismo tiempo, como mucho menos que una dictadura fascista (Saz).
Pero no basta establecer esta posible similitud, a la que de todos modos habrá que volver más adelante en lo que respecta a los casos más cercanos. Aparte de clasificar el franquismo es preciso describirlo en sus rasgos fundamentales, que permanecieron invariables a lo largo de toda su historia.
Un primer rasgo se refiere al papel de la ideología política en el régimen dictatorial. Por supuesto es posible aludir a una serie de tesis de principio vinculadas con la dictadura de Franco, así como a unas ideas que siempre le repugnaron. Una visión autoritaria básica, el nacional catolicismo o un cierto populismo social constituirían otras tantas notas características del régimen que siempre fue ajeno al pluralismo conflictivo y a la libre circulación de opinión y expresión características de una sociedad liberal. Sin embargo, más que hacer depender lo primero de un ideario preciso habría que remitirlo al peso de una mentalidad, la de quienes vencieron en la Guerra Civil. El franquismo tuvo unas fuentes ideológicas plurales (procedentes de la totalidad de la derecha) y sucesivas en influencia; partía de un determinado talante, que se consideraba inamovible, pero permitía modulaciones de acuerdo con las circunstancias. En estricto sentido Arrese, López Rodó, Fernández de la Mora, Ángel Herrera o Girón eran incompatibles entre sí, pero los unía un fondo común, coincidente en la conciencia de que por separado no podían llevar a cabo todo lo que hubieran deseado. Ese poso era la experiencia del pasado de la derecha española y la huella que en ella había dejado la Guerra Civil. No era tan sólo un factor puramente reactivo o negativo y, en ese sentido, se le puede atribuir algún papel en la configuración de la realidad política del régimen. A no ser, por tanto, que se dé al término «ideología» una acepción extremadamente amplia, al franquismo no se le puede sujetar a una precisa, concreta y elaborada.
El régimen no fue, a diferencia de algunas dictaduras hispanoamericanas y de las fascistas, una dictadura colectiva de un partido o de un estamento social o profesional, sino una dictadura personal. De ahí que se le denomine franquismo, pues aun siendo militar quien la personificaba, no fue una dictadura del Ejército. Esa condición personal no impedía la voluntad de permanencia que fue siempre inequívoca y repetida a la menor oportunidad; eso lo diferenció del régimen de Primo de Rivera o de los regímenes militares sudamericanos, que se consideraron como un paréntesis temporal.
Pero, por mucha voluntad que hubiera de duración hasta el final de los siglos, ésta no se alimentaba del deseo de ocupación de la totalidad de la sociedad española. Franco no pretendió nunca la total desaparición de poderes ajenos al Estado. Ni siquiera se tomó en serio la tarea de institucionalizarse, a diferencia de otras dictaduras con voluntad de estabilidad. Las leyes fundamentales obedecieron en realidad a razones estratégicas e incluso a proyectos de futuro distintos pero, además, no fueron aplicadas con un mínimo de sinceridad. Incluso la mera redacción de lo que luego no se llevaba a cabo ni tenía traducción en la realidad política cotidiana era lenta: Baste recordar que el régimen no tuvo verdaderamente algo parecido a una Constitución sino treinta años después de haber nacido, en 1967.
Una de las razones por las que el régimen no se institucionalizó es porque, habiendo nacido de una coalición conservadora, sus diferentes componentes entendían la institucionalización de forma distinta, cuando no contradictoria. Esa coalición podía estar de acuerdo en políticas concretas, en repudiar el pasado republicano, destruir las libertades o en aceptar el arbitraje de Franco, pero siempre se mantuvo en tensión respecto de la construcción del futuro. Los falangistas fueron tendencialmente republicanos y los carlistas siempre repudiaron el partido único, por citar dos ejemplos. Por tanto, no eran fórmulas relativamente semejantes de una misma procedencia, sino que contenían conflictos potenciales, evitados periódicamente por el arbitraje de Franco. Éste se basaba en la división de cada una de las fuerzas constitutivas de la coalición conservadora en dos opciones, una colaboracionista y otra que no lo era. La primera obtenía el usufructo de una parcela del poder y legitimaba así el régimen, mientras que la segunda, pretendiendo ser purista, quedaba al margen de aquél y, en la medida de lo posible, trataba de expresar su divergencia. Pero, como alguna conexión seguía teniendo con el sector colaboracionista, también podía verse indirectamente influida por el régimen.
El arbitraje de Franco sólo puede entenderse teniendo en cuenta su capacidad de dividir la dirección de todas las fuerzas que acaudillaba, pero no debe perderse de vista el carácter informal que siempre tuvo esa coalición. Franco no admitió nunca que en su Consejo de Ministros estuvieran representadas fuerzas políticas formalmente constituidas y que ejercieran gracias a la inclusión de personajes concretos. Él era quien los elegía, aunque lo hiciera siempre con atención muy cuidadosa, procurando compensar en el resultado final del gabinete ministerial. Incluso había carteras asignadas a cada uno de los grupos integrantes de la coalición, o «familias»: Justicia, para los carlistas, porque asumía las relaciones con el Vaticano; las de carácter económico, para los monárquicos alfonsinos, porque tenían conocimientos técnicos y contactos con los más altos círculos económicos; Trabajo y Agricultura, para los falangistas, por su contenido social, y Educación y Exteriores para los católicos, porque para ellos la primera cuestión era vital y en la segunda podían ofrecer una imagen más homologable. Este carácter informal de la coalición hizo que los grupos nunca se institucionalizaran, lo que a su vez facilitó el arbitraje de Franco. Si se hubiera legalizado el pluralismo, en última instancia las familias podrían haber dirimido sus diferencias mediante unas elecciones o prescindir del arbitro de sus disputas.
Finalmente, debe tenerse en cuenta que esas «familias» de la dictadura fueron sobre todo un fenómeno que se dio en la primera parte de su historia, pues con el transcurso del tiempo, ya en los años finales, fueron sustituidas por clientelas personalistas, cuyos perfiles ideológicos eran cada más vagos, siendo las discrepancias fundamentales las motivadas por la edad y la posible voluntad de apertura. La adscripción a un sector se hizo por motivos personalistas —vinculación a un dirigente— y en general la clase política se caracterizó por un grisáceo tono burocrático.
Este peculiar género de pluralismo se pudo apreciar de forma característica en el nivel local donde algunos de estos rasgos se dieron en un período cronológico anterior.
Los ayuntamientos del régimen tuvieron entre sus concejales personas de diferente procedencia, muchas de las cuales no habían jugado papel alguno en la política precedente. A finales de los años cuarenta sólo el 5 por 100 de los concejales y el 11 por 100 de los alcaldes eran miembros de Falange antes de la unificación, porcentajes que revelan lo reducido de la afiliación a ese partido y los muchos cargos que debieron cubrir dadas las circunstancias. Los otros partidos unificados —tradicionalistas y monárquicos— tenían porcentajes todavía inferiores. El mundo católico proporcionó también una parte de esos cuadros políticos pero otros surgieron de forma espontánea, como simples gestores sin duda identificados con las circunstancias políticas existentes, pero sin un perfil muy claro. Por esa misma época tan sólo el 70 por 100 de los alcaldes pertenecían al Partido y la proporción se reducía al 50 por 100 entre los concejales. En las regiones de arraigado sentimiento nacionalista en ocasiones se pudo construir una clase política a base de las antiguas adscripciones políticas (caso de los tradicionalistas en el País Vasco), pero en otras el escalón inferior de la administración se vio poblado de gestores de perfil indefinido (en Cataluña, por ejemplo).
Pero volvamos a la definición del régimen en sus aspectos más generales. Un rasgo muy característico de los regímenes dictatoriales, capaz de determinar sus distintas categorías y clases, es hasta qué punto pretenden una movilización en su favor de los ciudadanos o, por el contrario, intentan la desmovilización, como si les bastara la indiferencia o la pasividad para subsistir. Los regímenes fascistas, que pretenden siempre tener un perfil revolucionario, son siempre movilizadores y el franquismo lo fue en su origen; es más en todas las épocas, cuando se consideraba en peligro, recurría a la movilización manifestando en esos momentos un carácter más semejante al fascismo. Sin embargo, lo habitual no eran estos instantes, que Ridruejo denominó «numantinos» sino, por el contrario, una especie de «anarquía mansa», a base de promover la existencia de una sociedad desarticulada y pasiva. Hubo quien, en los años sesenta, describió la sociedad española, no como franquista o antifranquista, sino como ajena a la política. El régimen se basaba fundamentalmente no en una mayoría silenciosa sino, sencillamente, ausente. A esos años, como en el caso del fascismo italiano, cabe llamarlos «los años del consenso», no en el sentido de que el régimen fuera aceptado de forma espontánea y directa sino en el de que lo fue tras una previa represión que laminó o, al menos, desarticuló a la oposición y tras muchos años en los que su alternativa resultó por completo inviable. Pero esto no quiere decir que no hubiera, en esos años, una franja de la sociedad que fuera franquista y otra que no lo fuera, pero ambas, juntas, no formaban ni siquiera la mitad de la población. Quienes apoyaban al régimen eran los vencedores en la Guerra Civil y los que se identificaron luego con esta victoria. Definirlos en términos de clases sociales es difícil y susceptible de interpretaciones erróneas. El régimen era conservador, pero no del género de los que practican el puro bloqueo del cambio; además, su carácter parcialmente populista hacía que sus apoyos fueran más extensos de lo que el adjetivo conservador significa habitualmente. Por otro lado, lo cierto es que en las clases populares existía un mayor grado de despolitización, en parte inducida y en parte espontánea, e incluso era posible en ellas detectar un sector cuyo autoritarismo era superior a la media del conjunto de la sociedad. En el fondo el trauma de la Guerra Civil y sus derivaciones inmediatas habían creado unas condiciones peculiares para la vida política, que duraron mucho tiempo.
En un sistema fascista le corresponde al partido único la movilización popular y la dirección de la vida política, mientras que las dictaduras no totalitarias carecen de ese partido único, sustituido por fórmulas burocráticas variadas. En el caso del franquismo hubo un partido que, al principio, tuvo la pretensión de ser el único ocupante del escenario político y el inspirador de la acción del régimen en sus aspectos esenciales. La verdad es, sin embargo, que desde una etapa inicial esa pretensión se vio derrotada.
Falange fracasó, por ejemplo, en tener unas milicias como las tuvo el partido nazi.
Luego el partido se burocratizó y se convirtió en una parte del Estado, proporcionando servicios sociales a la población: el partido no había conquistado al Estado, sino que había sucedido exactamente lo contrario. Su hipertrofia, por tanto, revelaba impotencia en vez de poderío. Sin embargo, tuvo siempre su importancia en el seno del régimen franquista. Aunque sus presupuestos sólo alcanzaron como máximo el 2 por 100 de los estatales, ocupó una gran parte del escenario político en beneficio de una única tendencia de las que formaban la coalición conservadora en que se fundamentaba el régimen. En efecto, fue Falange la que se benefició sobre todo de la unificación y si esto no le permitía el monopolio del poder sí, en cambio, le reservaba una parte importante del mismo. La polémica entre el movimiento-comunión y el movimiento-organización en la etapa final del régimen es, en este sentido, muy esclarecedora. El segundo se reservaba para Falange mientras que, desde el primero, hablaban las otras opciones de la coalición franquista que, lógicamente, querían que no existiera nada más que la primera fórmula.
En general, en los regímenes no totalitarios de carácter dictatorial hay unos cotos independientes o islas autónomas que no están sometidas al poder de la política predominante patrocinada por el partido único; de ellas las más decisivas suelen ser la Iglesia católica y el Ejército. En el propio fascismo, un régimen que inventó el término «totalitario» pero que no llegó a cumplir lo que este calificativo significaba como tendencia, se produjo un pacto de Mussolini con ambos poderes de hecho (e incluso con un tercero, la Monarquía). El catolicismo desempeñó, desde luego, un papel muy importante en el franquismo, hasta tal punto que ha podido considerársele como el intelectual orgánico del régimen durante una parte de su existencia. Sin embargo, esta afirmación sólo vale para el período anterior a 1962 en que el nacional catolicismo no fue únicamente un fenómeno político, sino un rasgo de toda la sociedad española y, por tanto, también de la Iglesia. Ésta siempre tuvo un área de autonomía que incluía el dominio de gran parte de la educación y la neutralización de cualquier agresión en su contra que pudiera producirse desde los sectores más laicos del Estado, un sector de la prensa y un asociacionismo religioso del que salieron parte importante de los cuadros sindicales y políticos del futuro. Hay que tener en cuenta que en un régimen de las características del español las posibilidades de acceder a la política eran o bien las organizaciones relacionadas con el partido o las de carácter religioso, pues no había otras que fueran legales. El catolicismo, al mismo tiempo, fue también una familia más dentro del régimen con protagonismo importante en determinados momentos. Esta tendencia, carente de capacidad de cambiar el régimen, fue quizá la que deseó un cambio más temprano en sentido institucionalizador y aperturista, al menos respecto de la ley de prensa y la organización de los sindicatos, aunque su caso demuestra los peligros evidentes del colaboracionismo en un régimen como el franquista, pues quedó reducida a mantener una porción del poder social y político, pero sin llegar a introducir ningún cambio significativo en el régimen. A partir de mediados de la década de los sesenta, conservando siempre su área de autonomía, la Iglesia dejó de ser intelectual orgánico del régimen y le originó quebraderos de cabeza muy considerables. Siempre había ejercido, a través de las organizaciones apostólicas, una función «logística» (es decir, de creación y de promoción de élites en la vida pública) y «tribunicia» (de defensa frente a las injusticias sociales, por ejemplo) pero ahora estas dos funciones se hicieron al margen o en contra del régimen. La respuesta del franquismo —en concreto, de Carrero— consistió en ofrecer a la Iglesia «todo lo que quiera», a cambio de que fuera «nuestro principal apoyo», lo que demuestra idéntica incomprensión que la que tuvo Franco con el Concilio Vaticano II.
Con respecto al Ejército hay que partir de la base de que no sólo era un área autónoma, no sometida al partido o a la política del Estado, sino que la dictadura puede ser caracterizada mucho más propiamente como militar que como falangista. Ahora bien, debe tenerse en cuenta que no era una dictadura de todo el Ejército sino de aquél que venció en la Guerra Civil y que fue transformado por ella. De los altos mandos existentes en julio de 1936 sólo se sublevó una cuarta parte pero, sobre todo, en el transcurso del conflicto las filas del mando se vieron nutridas por una oficialidad provisional que luego desempeñaría hasta fecha muy avanzada un papel muy importante en el seno del Ejército. La depuración en el seno de la familia militar fue dura y arbitraria, quizá incluso mayor que en el resto de la Administración, al objeto de crear un instrumento capaz de mantener en el poder a quienes ganaron en su momento la Guerra Civil. A finales de la década de los sesenta más de un tercio de los oficiales habían sido alféreces provisionales y ellos eran precisamente quienes estaban en los principales escalones dirigentes de la milicia. Por razones biográficas este sector del mando militar se identificó totalmente con la persona de Franco, pero que esto fuera así no quita el carácter personal que tuvo su dictadura. El régimen que hubo en España entre 1939 y 1975, en definitiva, no fue una dictadura del Ejército sino de Franco, que era un general. Por eso hubo hasta fecha avanzada una oposición de sectores militares, principalmente los generales que lo habían promovido y lo consideraban una especie de primus inter pares. En realidad, en los años cuarenta y cincuenta, Franco sólo pudo haber sido desplazado por ellos y nada más que por ellos. A partir de mediados de la década de los cincuenta los cambios en el Ejército habían sido lo suficientemente grandes como para que ya en él fuera imposible la oposición; de hecho, la politización en sentido contrario al régimen siempre fue en su seno un fenómeno muy limitado, y ello aunque los militares más valiosos supieran de las limitaciones de Franco. Sin embargo, esto tampoco quiere decir que el régimen fuera militarista. La oficialidad desempeñaba un papel importante en el seno de la clase política, sobre todo en determinados aspectos: el orden público estuvo siempre en manos de militares y sometido a esta jurisdicción durante todo el período. Todos los vicepresidentes y 40 de los 114 ministros fueron militares; ocho de ellos estuvieron en el poder más de diez años, lo que prueba el papel relevante que Franco les concedía. Paradójicamente el papel de los militares en los Gobiernos civiles fue también decisivo (especialmente en los más importantes, como el de Barcelona) y, además, no ocuparon tan sólo carteras relacionadas con el orden público o de carácter militar sino también, sobre todo al principio, otras de contenido económico. Pero el régimen no era una dictadura pretoriana porque, aunque basado en el nacional militarismo, no atribuyó a los oficiales una función tan relevante como, por ejemplo, la que tuvieron de forma corporativa los militares en el Chile de Pinochet y, además, provocó, en su fase final, una despolitización reactiva del estamento militar. Los propios presupuestos militares descendieron: en 1975, España era uno de los países de toda Europa con mayores deficiencias en la atribución de recursos a su Ejército. Si en 1950 los presupuestos de las Fuerzas Armadas eran el 30 por 100 del total, el año en que murió Franco sólo llegaban al 13 por 100, el porcentaje más bajo de Europa occidental. Las deficiencias de la Defensa española eran tan espectaculares que también en este terreno era necesaria una transición. Desde mediados de los sesenta el número de candidatos a ingresar en las Academias militares se fue reduciendo, signo evidente de la pérdida de prestigio social de la profesión.
Señalado el relevante papel jugado por la Iglesia y el Ejército en la dictadura de Franco, podemos avanzar un paso más en su descripción refiriéndonos a aquella institución a la que en un sistema democrático correspondería el poder legislativo. En el franquismo esta denominación ha de considerarse inapropiada pues, por mucho que las Cortes se consideraran órgano superior de participación, en realidad, antes de 1967, respondían mucho mejor a la imagen que de ellas dio Fraga cuando las describió, en un libro sobre su reglamento, como «un cuerpo continuo no sujeto a los avatares de una elección general». Un papel importante de las Cortes franquistas fue ser lo que Amando de Miguel denominó poder «resonador», es decir, funcionar como una especie de cámara destinada a dar relevancia especial a las grandes decisiones tomadas, por supuesto, por Franco. Pero su papel no se agotaba aquí: también proporcionaban un foro donde la clase política del régimen contrastaba sus opiniones sobre temas importantes de la política del momento, aunque probablemente nunca los más decisivos, y de una forma peculiar que eludía la publicidad y el más descarnado choque de opiniones Se debatió, por ejemplo, la reforma de la enseñanza y hubo actitudes muy contrapuestas al respecto entre los sectores católicos y falangistas, pero se hizo en comisión y no en pleno. No se puede decir, tampoco, que hubiera un verdadero debate de la Ley de Sucesión a pesar de que, cuando se aprobó, había en las Cortes mayor heterogeneidad sobre este punto que posteriormente. A partir de 1967, los procuradores familiares (o, mejor dicho, una minoría entre ellos) trataron de controlar, por el solo procedimiento de las preguntas parlamentarias, al Ejecutivo, pero ni siquiera en ese momento pudieron pensar en haber cumplido esa misión tan siquiera mínimamente: por ejemplo, entre 1971-1975, tan sólo se contestó una interpelación al Gobierno. Entonces ya se había producido una marcha atrás en la apertura que, en todo caso, nunca llegó al Consejo Nacional. Éste, como antiguo órgano del partido único, estaba formado por políticos fogueados que llevaban a cabo una política muy relacionada con los medios oficiales y que, lejos de convertir a esa asamblea senatorial en una cámara de las ideas, constituyeron una especie de reducto de resistencia a ultranza a los cambios. Fraga describió el sistema político del franquismo como de «claro predominio del Ejecutivo» y, más apropiadamente, López Rodó afirmó que en el franquismo las reglas no escritas del juego constitucional eran que a Franco no se le discutía y que el Gobierno era quien mandaba en el país. Quiere esto decir que, dada la forma de ejercer el poder que tenía Franco, tanto el Consejo de Ministros como cada uno de quienes los formaban y la Administración disponían de un poder político muy considerable. Así como en un sistema democrático al legislativo le corresponde la toma en consideración de los intereses nacionales y el debate político, en la España de Franco muy a menudo era el Consejo de Ministros el que debía plantearse estas cuestiones mientras que las Cortes no podían ejercer esa doble función, pues no existían los grupos políticos, su procedencia era corporativa y se centraban en cuestiones de intereses sectoriales. La categoría suprema en la política franquista era la del ministro que, a su vez, daba sentido a las de «ministrable» y ex ministro. Las cualidades exigibles para alcanzarla eran, en primer lugar, la lealtad a la persona de Franco; en segundo lugar, la preparación técnica (muchos de los ministros tuvieron el «síndrome de número uno» en las oposiciones a los altos cuerpos de la Administración) y, en fin, la pertenencia a una de esas familias del régimen que ya han sido descritas, si bien su influencia fuera decreciente con el transcurso del tiempo. El régimen pudo pasar por el peligro de convertirse en una gerontocracia, pero lo superó a partir de la mitad de los sesenta, cuando se produjo una renovación generacional en su clase dirigente. Los ministros siempre tuvieron un margen de poder grande al existir una amplia «zona de indiferencia» en la que Franco dejaba en libertad a sus colaboradores ya que lo que se hiciera en ella no afectaba en nada decisivo a las estructuras políticas fundamentales del régimen. La toma de decisiones obedecía muchas veces a un complicado modelo de relaciones informales que no presuponían necesariamente la existencia de un propósito común entre los ministros, pero sí la fluctuación de su influencia de acuerdo con las circunstancias y la permanencia de relaciones de clientela en la Administración y en la política. En la fase final del régimen se puede hablar incluso de una cierta «parálisis decisoria» provocada por la ancianidad del dictador o por el temor a las reacciones de una sociedad que empezaba a movilizarse políticamente.
La mención a los equivalentes del poder legislativo y ejecutivo en los sistemas liberal democráticos obliga a hacer referencia a la clase política de la dictadura pero para describir ésta es preciso tener en cuenta también otros factores como, por ejemplo, el grado de represión política y el margen de libertad o de tolerancia para las manifestaciones poco ortodoxas de acuerdo con la interpretación del propio régimen. La represión sólo puede ser interpretada desde el punto de vista del origen de la dictadura de Franco durante la Guerra Civil. Esto, por ejemplo, hace que el caso español supusiera inicialmente un derramamiento de sangre enorme, incomparablemente superior al de la Alemania de Hitler, por ejemplo. Más adelante se tratará de esta cuestión pero, por el momento, baste con recordar que todavía en 1945 había 43 000 presos y la represión siguió siendo dura en la década de los cincuenta y comienzos de los sesenta, aproximadamente hasta la ejecución de Julián Grimau. Sin embargo, resulta equivocado centrar la descripción del régimen franquista en esta inicial fase represiva sin tener en cuenta el cambio que se produjo con posterioridad. En torno a 1965, por ejemplo, la población reclusa descendió por debajo de las 11 000 personas y el número de miembros de fuerzas del orden público por cada 100 habitantes era relativamente bajo en comparación con Europa. A menudo la represión consistía en detenciones por períodos cortos y con juicios demorados o que concluían en sanciones leves, que se cumplían con la detención provisional. Aunque la represión aumentó en la fase final del franquismo nunca volvió a ser, no ya la de los cuarenta, sino tan siquiera la de los cincuenta. En realidad la propia sociedad había conquistado para sí nuevos límites de tolerancia.
Junto con esta evolución de la represión hay que citar también el grado de tolerancia permitido para un cierto ejercicio de las libertades. A este respecto hay que señalar que, en la economía, la libertad de iniciativa no se vio coartada nada más que indirecta (aunque gravemente) durante la primera etapa del régimen en virtud del favoritismo con que actuaba el Estado en favor de los vencedores o penando a los vencidos. En ese sentido puede decirse que este terreno hubo, por así decirlo, un botín de guerra. Pero, a diferencia de otros regímenes totalitarios, el mundo económico no quedó estrechamente sometido al férreo mareaje de la política. Peor fue la situación en lo que respecta a otras libertades, como la de asociación. Nunca hubo verdadera y efectiva libertad sindical aunque, desde los años cincuenta, hubiera organismos de representación de los trabajadores en el seno de las empresas capaces de pactar con los patronos los incrementos de la productividad y en 1965 se relajara la penalización de la huelga. La persecución de las organizaciones clandestinas se suavizó en los años sesenta, pero volvió a endurecerse en la fase final del régimen. El resto del asociacionismo estuvo estrechamente controlado de modo que tan sólo en casos muy singulares existieron zonas marginales con una cierta autonomía. Este pudo ser el caso, en primer lugar, de organismos económicos como las cámaras de comercio sobre los que ejerció presión la organización sindical o el Partido y, sobre todo, de las asociaciones de carácter religioso que pudieron acoger en más de una ocasión parte de la protesta social.
Quizá merezca la pena, en un momento en que se pretende llegar a una descripción del tipo de dictadura que fue el franquismo, tratar con algún detalle el régimen jurídico relativo a la prensa. La legislación inicial, tomada de la Italia «mussoliniana», fue en muchos aspectos más dura y, sobre todo, más cominera en su aplicación En el preámbulo de la ley, redactada durante la Guerra Civil, se abominaba de «la libertad entendida al estilo democrático» y se declaraba que «no podía permitirse que la prensa viviera al margen del Estado». De acuerdo con su texto se controlaba de forma estrecha la dirección de los periódicos, siempre de nombramiento gubernamental, así como su financiación. Frente a determinadas decisiones, relativas por ejemplo al nombramiento de directores, sólo se podría recurrir ante la explícita voluntad de Franco, lo que equivalía a agravar la legislación italiana. En una orden de aplicación de la ley se reglamentaron incluso los salarios de periodistas y se determinaron las sanciones para quienes, sin serlo, escribieran en la prensa. Cuando se llevó a cabo la depuración de la profesión periodística resultó durísima, como todas las restantes: de 4000 expedientes tramitados para ser aceptados como tales sólo 1800 lo fueron. Siendo esta disposición previsible en el momento de la Guerra Civil llama la atención lo muchísimo que se mantuvo vigente aunque su aplicación perdiera algo de dureza con el transcurso del tiempo. Sólo en los años cincuenta les resultó posible a los periódicos nombrar por sí mismos a sus directores y únicamente en 1966, con la nueva ley, elaborada siendo ministro Manuel Fraga, desapareció la censura previa. Los límites de la misma vienen señalados por el hecho de que, en seis años, hubo casi 600 sanciones en aplicación de sus normas. Al mismo tiempo, sin embargo, la prensa alcanzó, a partir de un cierto momento, un indudable pluralismo, aunque tan sólo pudiera expresarse a través de matices. Hubo un momento, cuando el Partido estaba en su apogeo, en que se defendió la tesis de que «la consigna, dentro de la disciplina de la Falange, es, no sólo útil y respetable, sino también honrosa». Pero, al mismo tiempo, los medios católicos controlaron prácticamente el mismo número de diarios que las cadenas oficiales. Éstas aparecían desdobladas en dos versiones, la del partido y la de los sindicatos y, al margen de diarios católicos y oficiales, también existían los de propiedad privada. Situación parecida se daba en la radio. Aunque durante la dictadura las emisoras de radio estaban obligadas a emitir los mismos partes informativos (los de Radio Nacional) en el resto de la programación podía haber matices diferenciales.
Éste era el muy limitado marco en que debía desenvolverse la oposición y referirse a ella es imprescindible porque también contribuye a definir el sistema político de una dictadura. Existen en los historiadores dos tendencias antagónicas e igualmente inexactas al tratar de definir su papel en la España de estos momentos: los que la magnifican y quienes la convierten en pura anécdota. La verdad es que nunca dejó de existir y tuvo mayor reflejo en la vida interna del régimen del que éste admitiera nunca, pero es muy posible que después de la segunda posguerra mundial sus posibilidades de triunfo fueran, hasta el mismo momento de la desaparición física de Franco, escasas. El régimen empleó contra ella la represión violenta, en especial durante los primeros años, pero también se sirvió de la pasividad característica de la sociedad española e incluso ejerció durante mucho tiempo una cierta capacidad de atracción hacia las posiciones del colaboracionismo, pero la oposición perduró porque a aquélla que era heredera de los vencidos en la Guerra Civil hubo que sumar, a partir de los años sesenta, la que nacía como consecuencia de las transformaciones de la sociedad española, industrializada y desarrollada, en la que las pautas de comportamiento cultural eran muy distintas de las del pasado.
En definitiva, en esto como en tantas otras cosas, el rasgo más llamativo del régimen de Franco es que su larga duración hizo posibles sucesivas políticas con respecto a la oposición, que fueron aparentemente contradictorias. Todavía en 1953 murió en la cárcel un importante dirigente socialista como consecuencia de los malos tratos y en 1963 fue ejecutado un dirigente comunista por supuestos delitos cometidos durante la Guerra Civil, pero ya en los años setenta los dirigentes socialistas eran conocidos por la policía, que podía a veces detenerlos, pero que no los torturaba y sin que, al ser juzgados, fueran enviados por largas temporadas a la cárcel. También en este caso se debe atribuir a la propia sociedad el haber sido capaz de conquistar un cierto margen de tolerancia.
Igualmente característico de la dictadura franquista es el hecho de que, durante todo su transcurso, el sistema político vigente empleó contra la oposición una represión discriminada, diferente según las circunstancias y según las personas a las que se dirigía. Siempre hubo una oposición tolerada, que no era perseguida a no ser que se mostrara especialmente activa, y otra manifiestamente ilegal y destinataria de una represión muy dura. Con el paso del tiempo, el espacio concedido a la primera fue aumentando y esta ampliación, en realidad, no experimentó retroceso ni siquiera en los momentos de recrudecimiento de la dureza de la lucha política durante los años setenta.
Pero, además, el pluralismo del régimen siempre alimentó la existencia de una cierta seudo oposición u oposición intrarrégimen cuyos límites con la oposición más moderada fueron imprecisos durante la fase final del franquismo.
Finalmente, para definir una dictadura también se puede y se debe tener en cuenta la existencia o no en determinados terrenos de políticas muy características. En política exterior, por ejemplo, el régimen de Hitler sería inimaginable sin la existencia de una voluntad imperialista que también tuvo el fascismo italiano, aunque fuera más titubeante y se adaptara más a las circunstancias. En España ésta existió durante los años cuarenta, aunque siempre fue relativamente menor, limitándose al aumento de influencia en el norte de África y sin pretender una reestructuración mundial, o europea al menos, beneficiosa para los intereses españoles.
Concluida esta etapa la política exterior fue mucho más modesta: se limitó a tener como objetivo la supervivencia de una nación aislada, con instituciones no homologables en el contexto geográfico donde se situaba, y nunca admitida con plenitud de derechos dentro de la Europa occidental democrática. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en el caso de Portugal, la política seguida fue también realista a la hora de la descolonización, aunque hubiera errores por lentitud en el momento de acometerla y en la manera de ejecutarla, a menudo muy falta de sinceridad. La política económica del régimen fue también cambiante: de una voluntad autárquica basada en un nacionalismo militarista y paternalista se pudo cambiar a una actitud mucho más liberalizadora, aunque nunca lo fuera totalmente. En un régimen como el nazi lo característico de la política económica fue la sumisión al imperio de la política, pero en España los contenidos de esta última eran más modestos (no eran totalitarios sino que se limitaban al mantenimiento de un dictador) y la economía reivindicó su papel, acabando por convertirse en un instrumento de propaganda del régimen aunque, estrictamente, éste nunca consideró el desarrollo como objetivo fundamental. En tercer lugar, una dictadura totalitaria tiende a desarrollar una cultura propia, laica y fuertemente intervenida. A la dictadura de Franco no le faltaron, en un primer momento, ni los intelectuales ni un cierto bagaje cultural, aunque estuviera más cercana a la reacción clerical que a cualquier otra cosa. Muy pronto, sin embargo, incluso quienes procedían de este medio se alejaron de la política oficial que, además, no tenía precisos modelos que imponer. Al final eran dos mundos, el político oficial y el intelectual, con escasos puntos de contacto.
Si ya con esta descripción tenemos una idea general acerca de lo que siempre fue la dictadura de Franco, podemos volver a la comparación con otro tipo de regímenes existentes en épocas relativamente semejantes y durante períodos parecidos. La comparación más productiva, porque permite señalar al mismo tiempo similitudes y diferencias, es la que se puede hacer con el fascismo italiano y el salazarismo portugués, aunque sólo este último durara un período semejante. La relación entre los tres regímenes fue estrecha y sintieron su coincidencia de intereses, pero Franco, que en algún momento pudo sentir a Mussolini como digno no sólo de admiración, sino también de imitación, aunque también dudara de sus capacidades militares, no consideró a Salazar más que como un instrumento para llegar a ponerse en contacto con el mundo democrático. Los comienzos de los tres regímenes fueron diferentes.
Únicamente el español salió de una Guerra Civil y trató de reconstruir desde la nada el sistema político; además empleó una represión muy dura, incomparable en términos cuantitativos o cualitativos con la de Salazar y Mussolini, y siempre se sirvió de la dialéctica de vencedores y vencidos. Salazar nunca fue totalitario: su régimen fue una dictadura conservadora de ideario católico corporativista que recalcó el autoritarismo de unas instituciones republicanas en muchos aspectos sin alterar, pero institucionalizadas de una manera cuyo resultado era dictatorial. Mussolini inventó el término «totalitario», aunque no lo llevara a la práctica (su totalitarismo, según los historiadores italianos, fue «imperfecto» o «defectivo», al menos en comparación con el de Hitler), pero, al acceder al poder por la vía legal, no hizo uso de una violenta re presión y, cuando institucionalizó el régimen, lo hizo de un manera clara, a diferencia de Franco, y manteniendo como posibilidad abierta el camino hacia el totalitarismo absoluto. A partir de un determinado momento final —en la llamada República de Saló— la voluntad totalitaria resultará manifiesta.
La comparación de estas dos dictaduras con la franquista puede continuarse en muchos otros aspectos. El partido único no existió en Portugal, donde Salazar permitía la ocasional existencia legal de grupos políticos de oposición durante las elecciones —que se realizaron y en algún caso pudieron dar un resultado imprevisto— y donde, no obstante, nunca se puso en peligro la subsistencia del régimen por la desmovilización política generalizada. Éste, además, aceptó un cierto pluralismo interno que enfrentaba a monárquicos con los que no lo eran y a los aperturistas respecto del problema colonial con los que se oponían a esta posición. En el fascismo italiano existió pluralismo de procedencias pero a partir del acceso al poder sólo lo hubo de talantes. El partido fue siempre esencial en este régimen, que practicó una movilización y un encuadramiento que luego Hitler, imitándolo, todavía intensificaría más. En Portugal, el Ejército, aunque garante del sistema, no desempeñó un papel tan importante como para sostener que el salazarismo fuera una dictadura militar. La dictadura portuguesa, aún personificada por quien procedía de movimientos católicos, nunca fue clerical, a diferencia de le que sucedió en España. En Italia el carácter más totalitario de la dictadura hizo que hubiera, en alguna ocasión, graves conflictos entre Mussolini y la Iglesia, mientras que el Ejército, aun manteniendo un área de autonomía, fue descabezado en su dirección y el líder político hizo también de caudillo militar. En Portugal existió la misma represión selectiva que en España, lo que tiene poco que ver con la ferocidad indiscriminada de la República de Saló al final de la etapa «mussoliniana». Para terminar, en Italia hubo una voluntad autárquica en lo económico, una política cultural e incluso un arte fascista y un deseo imperialista en política exterior, si bien moderado según las circunstancias. En cambio, en Portugal, la política económica fue la propia de ese contable cuidadoso que siempre fue Salazar y su imperialismo resultó puramente defensivo pues no nacía más que de la importancia, que para el diminuto Portugal tenían sus colonias africanas. En todos estos rasgos existe, desde luego, una comparación bien obvia con el caso del franquismo español. Si pretendiéramos sintetizar las semejanzas y diferencias habríamos de decir que la dictadura de Franco fue un régimen político que en una escala de «fascistización» estaría, en los años cuarenta, entre el polo superior italiano y el inferior portugués. De nuevo se debe recordar que fue bastante más que una mera dictadura conservadora y bastante menos que una dictadura fascista.
El franquismo, por tanto, no tiene unos rasgos que lo conviertan radicalmente en un fenómeno único e irrepetible. Su peculiaridad surge de haber nacido de una guerra civil, lo que le dio unas posibilidades de perduración muy grandes, merced también a la flexibilidad de Franco. Además, la ausencia de un ideario definido le permitió transitar de unas fórmulas dictatoriales a otras, rozando el fascismo en los cuarenta y a las dictaduras desarrollistas en los sesenta. Otro rasgo que durante mucho tiempo pudo considerarse poco frecuente es que, a la desaparición de la dictadura, se produjera una transición en paz hacia la democracia, pero esto ya no dependió del régimen en sí, sino de los cambios producidos en la sociedad española, principalmente en los años sesenta, y de la capacidad —en aquellos momentos— de la clase política dirigente, tanto del régimen como de la oposición.