Franco: biografía y praxis política de un dictador

Existe una tendencia entre los historiadores que ha de evitarse cuidadosamente y que consiste en hacer una explicación psicológica del régimen de Franco centrándose exclusivamente en quien lo fundó y lo personificó hasta su final. En realidad, al hacerlo, por un lado se está repitiendo lo que era habitual durante el franquismo, en que la política consistía, en gran medida, en los rumores acerca de lo que iba a hacer el propio Franco, cuya táctica buscaba precisamente mantener alerta la atención de los observadores a la espera de unos cambios que finalmente no se producían. Por otro lado, los propios rasgos característicos del dictador, con su aparente inasequibilidad, pueden inducir al historiador a hacer de psicólogo aficionado con un personaje histórico que, en realidad, era más simple que lo que aparentaba. De esa manera se suele acabar en la superficialidad, pero, al mismo tiempo, una dictadura, sobre todo si, como es el caso, tiene un evidente carácter personal, exige una reflexión acerca de quien ejerce durante ella el monopolio del poder.

Nacido en 1892, en El Ferrol, en una familia que durante dos siglos y a través de seis generaciones se había dedicado a la Marina de guerra, su infancia no parece haber sido especialmente feliz, aunque no sirva por sí sola para explicar el conjunto de su vida, como en ocasiones se ha intentado. Su padre, que había tenido un hijo ilegítimo, vivió separado de su madre con otra mujer a la que, cuando Franco se convirtió en Caudillo, se le impidió asistir a los funerales celebrados en El Pardo. Persona de ideas liberales, solía despotricar contra el hijo cuya aptitud política e ideas acerca de la masonería criticaba. Se explica así la fijación afectiva con la madre, que contribuyó a acuñar su carácter retraído, prudente y, al mismo tiempo, proclive a la más exaltada de las ambiciones.

Pero más aún debió influirle su temprano ingreso en el Ejército. Contrariamente a la tradición familiar ingresó en 1907 en la Academia de Toledo como el cadete más joven de su promoción —y uno de los más bajos—. La razón de no optar por la Marina estriba en que el hundimiento de la flota le privó de las posibilidades de acceder a ella, al contrario que su hermano Nicolás. Así se explica que en los «apuntes» que escribió para unas eventuales, posteriores y luego fallidas memorias, el 98 fuera resumido con tres palabras: «injusticia, traición, abandono de Europa». En Toledo su trayectoria no resultó particularmente brillante. Lo prueba el bajo número que obtuvo en su promoción e incluso el juicio de algún compañero y también adversario en la Guerra Civil, como es el caso de Vicente Guarner, que lo describe como «de los últimos, del batallón de los torpes». En cambio, incorporado muy pronto a África, allí obtuvo brillantes ascensos por méritos de guerra, siempre al mando de tropas selectas: primero, los regulares y, luego, la Legión. Cinco ascensos, vinculados a algunas de las operaciones más importantes de la guerra marroquí, le dieron un sólido prestigio en el seno del Ejército y de la sociedad española. Católico desde la infancia, esta condición se vio acentuada por su matrimonio con Carmen Polo en 1923. Aunque la familia de Franco no tuvo problemas económicos es muy posible que esta boda significara también un cierto ascenso social: cuando acudieron a la boda en Oviedo sus familiares quedaron deslumbrados por la suntuosidad de la residencia de la novia. De cualquier modo en los años veinte llevó una intensa vida social que, de acuerdo con sus «apuntes», le habría permitido el «contacto con hombres preparados» (lo que creyó le sirvió para su futuro político). General a los treinta y tres años, tras haber participado en el desembarco de Alhucemas, se sentía ya «en vías de grandes responsabilidades».

Con estas palabras se refería, sin duda, a las políticas y a este respecto hay que decir que, a pesar de tener amigos en la clase dirigente de la Monarquía constitucional, su juicio se revolvió desde muy pronto contra los que consideraba «mitos» predominantes. Tanto el Diario de una bandera, que escribió en Marruecos, como sus artículos en revistas especializadas, testimonian una profunda desconfianza respecto de la política liberal, incapaz de conseguir otra cosa que «años de pasos vacilantes y paces ficticias». «Lo que tan brillantemente conquistan las armas puede perderlo luego una mala política», añadió en ese libro. Eso debió pensar, por ejemplo, respecto de la toma de Alhucemas, ansiosamente deseada como «un sueño» y luego convertida en «alegre certidumbre» como operación militar. Fue la divergencia en torno a la política militar en Marruecos lo que le enfrentó con Primo de Rivera, aunque el choque no durara mucho.

En los citados «apuntes» Franco parece haber reconocido que recibió a la República con «ilusión», a pesar de que fue monárquico hasta el momento mismo en que abandonó España Alfonso XIII y de que había participado en el tribunal que juzgó a los sublevados en Jaca. Además, se había enfrentado con su hermano Ramón y lo había considerado como «un caso perdido» en el momento en que conspiró con los republicanos. Su decepción fue, no obstante, muy temprana —«en muy pocos días»— atribuyendo los males de aquel régimen a la «caterba [sic] de políticos ambiciosos y fracasados» y al papel desempeñado por la masonería pues, según él, la «gran mayoría» de los hombres públicos pertenecían a ella. Ya en Marruecos la había conocido y atribuido un papel decisivo y perverso. Quizá todo eso lo convirtió en un ser mucho más retraído y proclive a ocultar sus opiniones. En esos escritos íntimos reconoció un «frío distanciamiento» respecto del régimen republicano, pero eso no quiere decir que lo hiciera ostensible. Se conservan testimonios escritos, dirigidos a Lerroux y a Azaña, de su voluntad de aparecer como fiel a las instituciones. Además, no quiso participar en «militaradas». Pero desde la primavera de 1934 recibía propaganda anticomunista y la revolución de octubre de 1934, en cuya represión participó, sin duda supuso un giro para toda su vida. Su tardía participación en la conspiración contra la República se explica por una mezcla de prudencia y cuquería, pero también por el hecho de que no había sido un militar «político», no al menos como muchos de sus compañeros de armas. Parece indudable que Franco cristalizó definitivamente como personaje histórico durante la Guerra Civil. De nuevo se puede recurrir a sus «apuntes» para saber lo que aquella experiencia representó para él. Rechazó la interpretación de la guerra como un acontecimiento motivado por un enfrentamiento de clase contra clase y la fundamentó en «un hondo sentido católico y social» y [un deseo] de abolir para siempre las causas de nuestra decadencia, partidos políticos en pugna, masonería y comunismo. Creyó sinceramente haber tenido «la ayuda escandalosa de Dios», lo que explica que se rodeara de reliquias de santos, y que sobre sus espaldas recayera en adelante la «responsabilidad total: las dos partes, la militar y la política y de ésta la económica». Pronto llegó a la conclusión de que sus propios asesores en materias económicas erraban por completo. Consideró que quienes le aconsejaban un presupuesto nivelado no creían en sus posibilidades de cara al futuro y se apoyaban en «los vicios de… un sistema bajo cuyo signo tuvo lugar el total derrumbamiento de nuestro imperio». A menudo asombraba a embajadores extranjeros y colaboradores cercanos con opiniones nada ortodoxas en materias económicas. Habían pasado ya los tiempos en que si por algo sorprendía a los políticos que le seguían era por su apariencia de modestia.

Si con la guerra se perfiló de manera definitiva su carácter también lo hicieron sus mitos y secretos deseos recogidos en Raza, un texto luego convertido en película del que fue autor a finales de 1940 o comienzos de 1941. En él aparece, por ejemplo, su deseo de identificarse con la «hidalguía» que relaciona con determinados apellidos incluso propios (como Andrade, el seudónimo que utilizó para ocultar su persona) o de tradición marinera (Churruca). También aparece como modelo de vida el de los militares profesionales selectos —los «almogávares»— y una interpretación de la Historia de España como objeto de conspiración permanente de la masonería y el comunismo contra los intereses nacionales. Incluso hay claves personales e íntimas en sus páginas, como la de hacer desaparecer al padre del protagonista en una heroica acción de guerra, en abierta contradicción con lo que a él mismo y a su familia le había sucedido. El personaje malvado de la narración es un abogado que ha pasado por la Universidad y el Ateneo pero que acaba convirtiéndose merced al amor de una joven falangista. En cambio el héroe, su hermano, es un joven oficial y un tercer miembro de la familia, sacerdote, es asesinado por las turbas durante la Guerra Civil. La narración concluye en el momento del desfile de la victoria, en mayo de 1939, del que fue protagonista el propio Franco.

Con todo lo dicho no extrañará que la caracterización del dictador haya de hacerse refiriéndose a su vida profesional en el Ejército. La primera consideración que se impone sobre Franco es, en efecto, la de que fue, ante todo y sobre todo, un militar. Afirmar esto puede parecer obvio, pero no hay la menor duda de que es imprescindible hasta el punto de que el propio general decía que «sin África [es decir, su experiencia personal allí] yo apenas puedo explicarme a mí mismo». No sólo fue un militar sino que, antes de 1936, de su personalidad únicamente destacaba este rasgo de manera que no puede atribuírsele, por ejemplo, una vertiente intelectual o política como la que tuvieron otros compañeros suyos de armas durante este período. Su horizonte de aspiraciones durante muchos años, caso de que la Historia de España hubiera caminado por derroteros de mayor normalidad, no era otro que el de llegar a Alto Comisario en Marruecos. De su experiencia en el Marruecos colonial derivó gran parte de su fuerza de carácter, de su impasibilidad, de su dureza o de su sentido de la disciplina. Para uno de los personajes de Raza, «el deber es tanto más hermoso cuanto más sacrificios entraña»; por eso el polo opuesto de lo que Franco consideraba como alguien respetable era aquél que, por indisciplina o frivolidad, no atendía a esa exigencia. Por ello, no dudó en definirse como «oficial borrego» —es decir, escrupuloso cumplidor de órdenes— nada menos que ante los jóvenes cadetes de la Academia de Zaragoza, siendo ya Caudillo. La austeridad iba ligada a la experiencia de las campañas marroquíes: por eso, aunque incluso quienes tenía más cerca admitían la existencia de corrupción en la clase dirigente, fue siempre austero. «No me molesta el lujo pero no lo echo de menos», dijo a uno de sus colaboradores más próximos. Su residencia en El Pardo sólo con benevolencia puede ser descrita como un palacio cuando más propiamente merecía la denominación de cuartel. Sus escritos de Marruecos testimonian, más que crueldad, una dureza que le hace banalizar el valor de la vida. No parece haber sentido nada especial por el hecho de que de él dependiera, como máxima autoridad judicial, la vida de tantos condenados a muerte. Si en la Rusia soviética se engendró por vez primera en la época contemporánea un sistema de violencia moderna, organizada y servida por el aparato estatal contra el adversario político, en Europa occidental tuvo su origen por vez primera en la España de Franco. En 1939 no se le pasó por la cabeza liquidar la guerra con el perdón o con la amnistía pero, además, esta idea tardó mucho tiempo en abrirse camino, tanto en él como en los suyos (bien es verdad que ello se debió a la ferocidad con que había sido librada la contienda).

El Ejército (más concretamente su actuación en Marruecos) fue la única razón por la que Francisco Franco se convirtió en un personaje de influencia nacional a la altura de los años veinte, pero eso no quiere decir que fuera un genio del arte militar. Sus capacidades efectivas estaban mucho más en ser un hábil táctico para esos combates mínimos de guerrilla contra los indígenas, o en actuar con prudencia, orden y sentido de la medida en lo que respecta a sus fuerzas. Esas mismas virtudes, y no otras, fueron las que mostró durante la Guerra Civil, en la que supo mantener una retaguardia segura y actuar a la defensiva en buena parte de los frentes al mismo tiempo que se dotaba de una masa de maniobra con la que emprender la ofensiva en el punto oportuno. Sus aliados siempre le reprocharon exceso de lentitud y de prudencia. Así como Raza o el Diario de una bandera suelen ser citados con frecuencia por los historiadores éstos olvidan, sin embargo, que también escribió un libro titulado El ABC de la batalla defensiva. En él reconocía que no elaboraba «altas concepciones estratégicas o elevadas especulaciones tácticas» pero llamaba la atención, de modo muy característico, acerca de que «la defensiva constituye el medio eficaz de hacer posible la ofensiva en el lugar elegido». Criticaba, por ejemplo, la línea Maginot o la actuación alemana en Stalingrado. Sin duda, también en la política fue un maestro en el arte de la defensiva.

Si la vida militar le dio una relevancia nacional, también le convenció de la superioridad de quienes en ella vivían y se formaban y modeló en su conciencia una determinada visión de la política. Desde siempre, pero de forma especial tras la Guerra Civil, Franco siempre consideró que lo militar era, por su propia esencia, valioso: juzgó positivamente a Eisenhower o a De Gaulle por el mero hecho de serlo e incluso, cuando hablaba con políticos que no habían pasado por esta experiencia biográfica, acababa inevitablemente hablando de aquello que sabía, aunque, como le sucedió a Hitler, poco le pudiera interesar lo que sobre el particular le comunicara su interlocutor. Su propia concepción del poder político tenía mucho de militar: empleaba, para referirse a ella, términos como «mando y capitanía» y, en definitiva, trató de organizar cuartelariamente la vida española. En el ejercicio de esa función política como jefe del Estado, Franco atribuyó a los militares un papel absolutamente fundamental: tuvieron en sus manos, como personal de la más absoluta confianza, el orden público o la responsabilidad de buena parte de los gobiernos civiles, pero también les confió carteras vinculadas a la problemática económica, para la que no siempre tenían, desde luego, la debida preparación: A mediados de los años cincuenta la mitad de los presidentes de las sociedades del INI eran militares.

Por otro lado, esa experiencia militar de Franco lo lleva a acuñar determinadas concepciones políticas. Su despego respecto a las instituciones liberales o parlamentarias, el repudio de la clase política como irresponsable guardadora de sus privilegios y la voluntad de devolver a España a un pasado glorioso que él mitificaba tienen mucho que ver con una interpretación de la historia española en que la gesta militar o la voluntad de imperio tienen un papel predominante. En la práctica, sin embargo, su forma de concebir el poder político era mucho más prosaica, limitándose a ese «orden, unidad y aguantar», que Carrero Blanco le aconsejó en una ocasión, y no en el restablecimiento de unas glorias pasadas tan espectaculares y grandilocuentes. El fondo de la concepción que late tras estas tres palabras se adivina en el ABC de la batalla defensiva. Además, en los críticos años treinta ratificó esta concepción añadiendo una vertiente trágica y angustiosa. Como Alfonso XIII y como Primo de Rivera, se convirtió en un convencido del peligro comunista pero, a diferencia de ellos, unió a este convencimiento el de que existía una conspiración masónica cuyos orígenes se remontaban al siglo XVIII y a la que se debían todos los males del país; la experiencia de los años republicanos no hizo sino ratificar estos juicios. En consecuencia, veía la política española perpetuamente amenazada por la conjura de un solapado enemigo interior al que era necesario descubrir y eliminar. Desde entonces —y hasta el mismo momento de su muerte (como se demuestra en su último discurso en la Plaza de Oriente)—, Franco pensó que la masonería llevaba necesariamente al liberalismo y de éste derivaba el peligro comunista. La idea de la conspiración masónica era habitual en los círculos de extrema derecha en los años veinte y treinta, por lo que no puede atribuirse a Franco una especial originalidad al defenderla; lo que sí es original es la pertinaz y auténtica obsesión con la que defendía esta tesis (en definitiva, una superchería) una persona que, como él, llegó a ser jefe de Estado de una de las diez primeras potencias industriales del mundo. Sus escritos (con seudónimo) sobre el particular demuestran una indudable erudición, incluso maniática, y su afán de persecución fue tal que llegó a acumular, en el archivo de Salamanca, 80 000 expedientes de supuestos masones en un país donde no había habido más de 5000.

La experiencia biográfica de Franco durante los años treinta no sólo le ratificó en su obsesión antimasónica sino que influyó también en su carácter en otro sentido.

Siempre fue católico, pero por estos años sus sentimientos religiosos llegaron a desempeñar un papel decisivo en su vida, ligándose estrechamente a una visión de sí mismo como personaje providencial, elegido por Dios para la salvación de la patria.

Asombra la sinceridad y la espontaneidad con la que afloró, a partir de este instante, ese convencimiento. A Don Juan de Borbón le aseguró que había logrado la victoria en la Guerra Civil gracias al «favor divino repetidamente prodigado». Fue, en lo sucesivo, un representante típico del nacional-catolicismo hasta el punto de que este rasgo perfila tanto su personalidad política como el nacional-militarismo (es decir, la idea de que el Ejército representaba la esencia nacional frente a los políticos profesionales) y el nacional-patrioterismo (la visión heroica del pasado imperial). Catolicismo y patria eran para él una misma y única cosa, de modo que, responsable de la segunda, no tenía el menor inconveniente en pontificar sobre el primero. La España de su tiempo, por lo menos hasta los años sesenta, fue un país en el que los obispos hablaban como si fueran políticos, pero en el que el jefe del Estado parecía, a veces, ejercer como cardenal. El mismo Pemán, uno de los intelectuales más destacados del régimen y persona sin duda de visión muy conservadora y tradicional desde el punto de vista religioso, observó con perplejidad que Franco no sólo hacía genéricas invocaciones a la divinidad, como otros estadistas, sino que mencionaba también devociones concretas. Su catolicismo, de todos modos, era muy sincero, aunque muy poco cultivado. No le gustó —ni tan siquiera estuvo en condiciones de entender— el cambio producido en la Iglesia católica con ocasión del Concilio Vaticano II. En lo político éste constituyó para él —según escribió en sus notas íntimas—, «una puñalada en la espalda» asestada por la curia romana, ya que no se atrevió a culpar directamente al Papa. Hubo todavía otro aspecto que le dolió más porque le afectaba personalmente. En su ancianidad, la actitud de Roma y de la Iglesia española respecto de su régimen originó un derrumbamiento de parte de sus convicciones más íntimas y fundamentales, no porque dejara de ser católico sino porque sintió que le fallaba uno de sus soportes básicos. Sólo entonces, por vez primera en su vida, se sintió verdaderamente desorientado.

Como toda la sociedad española que sintió el 1 de abril de 1939 como una gran victoria, para Franco este acontecimiento supuso un giro esencial en la vida nacional y en la suya propia como Caudillo de la nueva España. El impulso que guiaba a la España victoriosa estaba animado por el deseo de ruptura con el pasado y por la voluntad de continuar la Historia de España enlazándola con un pasado mítico a partir de la visión nacional heroica o nacional-católica. Pero lo que fue un cambio fundamental en la vida española lo debía ser también en la vida personal de Franco. Si ésta había sido hasta entonces relativamente recatada y reducida en sus ambiciones a lo estrictamente militar ahora identificó su persona con un caudillaje concebido como una misión providencial y obligada, directa consecuencia de la llamada divina. La sinceridad y la espontaneidad con que Franco aludía a la asunción por su parte del sagrado deber de dirigir al pueblo español excluyen toda idea de que su sentimiento pudiera tener algo de postizo o de cínico. En el acto religioso destinado a celebrar su victoria (la de un pueblo que «conmigo —dijo— había vencido a los enemigos de la verdad») se limitó a pedir ayuda «para conducirlo»; luego, cuando planteó un referéndum en 1947, pidió el voto afirmativo a las leyes que él mismo había elaborado, «en vuestro exclusivo beneficio». Sus propios parientes apreciaron el profundo cambio que se había producido en su carácter. Si, en el pasado, había sido comunicativo y afectuoso, ahora el caudillaje lo había convertido en persona de trato «frío y distante», y no sólo a él, sino también a su mujer.

En cambio durante la Guerra Civil la mayor parte de los políticos civiles que lo conocieron apreciaron en él virtudes muy superiores a las del resto de los miembros del generalato: era, en comparación con muchos de ellos, moderado, sencillo, metódico y prudente. Esta superioridad, y las circunstancias bélicas, lo auparon a un caudillaje en el que él mismo creyó firmemente. La paradoja es que, ya en 1939, su persona había decepcionado a muchos de los que habían estado cercanos a él. Sáinz Rodríguez afirmaba en 1939 que tenía «una gran cultura en saberes inútiles»; Rodezno escribió que había experimentado «un chasco» con él, y Vegas Latapie revela que Franco ya había llegado al suficiente grado de megalomanía como para sentirse capaz de, siendo monárquico, adoctrinar a Alfonso XIII acerca de cómo debía comportarse y actuar.

Claro está que la convicción de Franco acerca de su propio caudillaje hubiera sido inimaginable de no ser por la exaltación de la que fue objeto hasta unos extremos poco creíbles. Gran parte de esta tarea sistemática de promoción fue planeada, auspiciada y programada por Serrano Suñer, que luego se alejaría de él. La lectura de los varios libros que se escribieron en los años cuarenta acerca de su caudillaje resulta aleccionadora. En uno de ellos, del que fue autor Legaz Lacambra, se indicaba que la condición de Caudillo, al no tener que dar explicaciones de sus decisiones a organismo alguno, resultaba comparable en honor y potestad al papel que en la Iglesia tiene el Papa. El caudillaje parecía, por tanto, una categoría superior a la política. Aunque sabemos que a él llegó Franco debido a un conjunto de circunstancias y al descarte de otros candidatos, toda su acción política posterior a 1939 se explica por el hecho de que había asumido la condición de Caudillo, lo que atribuía a la Providencia. Incluso en más de una ocasión escribió de sí mismo en tercera persona designándose de esta manera.

Ya por 1939 había llegado a la firme convicción de que no debía en manera alguna limitar su propio mando o ponerle plazos como, por ejemplo, hizo en su momento el general Primo de Rivera. Al general Martínez Campos o a Alfonso XIII les dijo que «no podía ser interino». En consecuencia, a aquéllos que, aunque le habían apoyado durante la Guerra Civil, querían poner barreras institucionales a su libertad de decisión, mantenían los principios de su ideario original o le juzgaban como una solución temporal no dudó en apartarlos, con decisión, de cualquier tipo de influencia considerándolos traidores. Quienes, por el contrario, estaban dispuestos a aceptar su liderazgo y eran lo suficientemente flexibles como para practicar el posibilismo, encontraron acomodo en el nuevo régimen. Ahora bien, su función en él dependía estrictamente de la voluntad del propio Franco. A quien le quisiera oír Franco explicaba durante la guerra el papel que habían de desempeñar el tradicionalismo y la Falange: mientras que al primero le correspondía la solidez de los principios históricos de la organización de España, la segunda debería convertirse en vehículo de atracción de las masas populares gracias a unas medidas de justicia social que, a partir de su peculiar concepción, estaba dispuesto a llevar a cabo.

Si bien se mira, el papel atribuido a estas dos fuerzas políticas (y a las restantes que siguieron teniendo un protagonismo en su régimen) revela las carencias doctrinales que caracterizaron a Franco durante el ejercicio de su dictadura. Se ha dicho que en 1939 tenía un poder más absoluto que cualquier otro dictador contemporáneo y ello no sólo por medidas legislativas concretas que así lo indicaban sino porque ni como estadista tuvo un único programa preciso, ni como político se vio limitado por un esquema ideológico inmutable. Cuando escribió un prólogo para la obra del pensador tradicionalista Víctor Pradera, lo hizo porque le interesaba tener satisfecho a este sector; nunca los falangistas lo pudieron considerar estrictamente como uno de los suyos y, en realidad, si mostraba una proclividad hacia Falange superior a la habitual entre los generales era para así compensar el poder del estamento militar y utilizarla como instrumento. Lo decisivo en él era el nacional militarismo, el nacional catolicismo y el nacional-patriotismo aderezados con la obsesión antimasónica. Pero todo ello no era un cuerpo doctrinal sino, a lo sumo, unos sentimientos, si bien elementales, fijos e inmutables. Un ministro suyo, Navarro Rubio, escribió luego que fue «un doctrinario corto, pero firme: sus ideas eran pocas, elementales, claras y fecundas». Es probable que las dos primeras descripciones se ajusten más a la realidad que las dos siguientes. Por supuesto, la constante adulación y esa creencia en el providencialismo en sí mismo impedían que Franco se diera cuenta de sus limitaciones: en esas notas íntimas que redactó para servir de índice a unas posteriores memorias parecía estar convencido de que tenía una gran preparación por su contacto, antes de su llegada al poder, con personas relevantes. Pero no era así: en plena Guerra Civil, un conservador inteligente, como Cambó, no sabía si asombrarse más por su elementalidad, «de tertuliano de café», o por el «tono admirativo» que daba a sus periódicos descubrimientos del Mediterráneo. Merece la pena referirse a algunas de sus ideas en diversos terrenos, no tanto porque necesariamente fueran decisivas en la ejecutoria de los gobiernos que presidió como porque revelan su carácter y sus capacidades. Aunque durante el franquismo tuvo lugar la transformación más decisiva de la sociedad y la economía españolas durante la Edad Contemporánea este hecho no fue el resultado de las ideas de Franco sobre economía, por mucho que él, en los años sesenta, viera precedentes de lo que le proponían algunos de sus ministros en medidas tomadas en Burgos durante la Guerra Civil. En el terreno económico a lo que Franco espontáneamente tendía era a una especie de «autarquía cuartelera», basada en un nacionalismo militar más que fascista. Larraz, uno de sus ministros de Hacienda, decía que, no habiendo conseguido que pronunciara bien la palabra inflación —decía «inflacción»— no tenía la esperanza de que hubiera entendido lo que ésta significaba. Cuando, en 1959, vino el plan de estabilización, quien lo propuso ha revelado en sus Memorias la «desconfianza» inicial de Franco, incrementada por el hecho de que este programa fuera auspiciado por organismos internacionales de los que desconfiaba. En realidad, el franquismo retrasó un desarrollo económico que hubiera podido iniciarse antes y que, de hecho, se dio en otras naciones europeas que, como Alemania e Italia, partían de una situación peor que la española. Como escribió Ridruejo, cuando el régimen se atribuía el desarrollo económico, actuaba como lo haría el práctico portuario que, patroneando después de una galerna, se atribuyera el mérito de haberla aplacado.

Las concepciones de Franco en el terreno de la política también eran elementales, pero claro está que poseía en grado sumo la voluntad y la capacidad de concentrarse en una sola y única cosa: el mantenimiento en el poder. Pudo afirmarse, en efecto, que el general De Gaulle sólo pensaba en Francia en tanto que Franco sólo lo hacía en sí mismo. En eso fue un maestro, pero no en la manera de justificar su poder, en lo que reveló siempre una palmaria indigencia. Cuando todavía el Eje podía esperar vencer en la Segunda Guerra Mundial propuso a Don Juan de Borbón que siguiera el ejemplo de las «monarquías revolucionarias y totalitarias», como, según él, había sido la de los Reyes Católicos. Lo hacía para pedirle una mayor identificación con lo que significaba el Eje. Años después, ante este mismo destinatario de sus cartas, esbozó una curiosa teoría del caudillaje por «prescripción adquisitiva»: Bastaría el tiempo transcurrido desde que se hizo con él para justificar su mantenimiento en el poder.

Tampoco la «democracia orgánica» de época posterior significó, por supuesto, una aportación significativa a la ciencia política. Todo esto no eran más que palabras que empleaba para justificar su condición de Caudillo.

No es casual que las concepciones de Franco en materias tan importantes no pasaran de esa elementalidad. Su mundo, por formación y por trayectoria biográfica, era, como ha escrito Fusi, de un «desolador prosaísmo»: sus aficiones eran pescar, cazar y, al final de su vida, ver cine o televisión. Carecía de preocupación intelectual alguna, atribuía a los intelectuales un «orgullo» injustificado e intolerable, cometía faltas de ortografía y pronunciaba, en Consejos de Ministros, para irritación del titular de Exteriores, Aisenover en lugar de Eisenhower. A cambio, como escribió el general Diez Alegría, «sin una base cultural sólida poseía buen sentido y capacidad para hacerse cargo de lo que le interesaba». Pero eso, con no ser poco, contrastaba con el papel que él mismo y su régimen le atribuían explicando, al mismo tiempo, que diera por buenas increíbles supercherías.

Nunca se le podrá achacar la crueldad o la corrupción de otros grandes dictadores, pero sí el defecto o el conjunto de carencias que se resumen en la palabra mediocridad. El duque de Alba escribió que «poseía todas las pequeñas virtudes y ninguna de las grandes» y el general Kindelán decía de él que estaba atacado de «mal de altura», es decir, de ese género de euforia que invade al escalador falto de oxígeno que sube a una altura superior a su capacidad física. En realidad, sus límites los marcaba no su condición de estadista sino la importante responsabilidad militar que fue su ambición antes de la Guerra Civil, que sería lo más que hubiera alcanzado de no haberse producido ésta. Eso explica que, para él, el valor de la lealtad fuera tan primordial. No en vano Cambó le atribuía el defecto de «falta de conocimiento de las personas y [falta] de decisión para colocar en su puesto a las más capacitadas». A menudo se sirvió, en los tiempos iniciales, de elementos de su entorno familiar, como su hermano o su cuñado, o de aquéllos a los que había conocido durante su infancia o juventud en El Ferrol (Alonso Vega o Suances, por ejemplo).

Esta mediocridad parece contradecirse con el largo espacio de tiempo que Franco se mantuvo en el poder. Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que su dictadura fue el producto de una Guerra Civil cuyo recuerdo duró hasta que quien la personificaba desapareció. La persistencia de este trauma en la sociedad española mantuvo la confianza de una parte de ésta en quien, aunque pretendiera ser un guía carismático, ofrecía sobre todo la imagen de un pastor capaz de componer la unidad de las diversas facciones de la derecha que había acaudillado en el período bélico y de garantizar que no volvería el pluralismo conflictivo de los años republicanos. Los «años de adulación e incienso» de los que escribió su primo Franco-Salgado, principal confidente en gran parte de su vida, y la creencia en la propia condición de gobernante providencial, hicieron el resto. En suma nunca fue tan cierta aquella frase de Cambó según la cual «quien dura es quien sólo se empeña en durar»: las propias limitaciones de Franco, lejos de ser un obstáculo, supusieron una ventaja para su permanencia en el poder. Areilza previo en 1945 que Franco «hará siempre política de radio corto en torno a su subsistencia en el cargo»; tanto fue así que quien lo había previsto acabó convirtiéndose en colaborador suyo. No fue, por supuesto, el único que lo hizo.

Pero no sólo esto explica el mantenimiento de Franco en el poder. No siendo político profesional y abominando además de quienes lo eran («Haga usted como yo; no se meta en política», le dijo a un visitante) poseía en grado muy elevado el conjunto de habilidades tácticas y virtudes de tono menor que habitualmente se identifican con la política con minúscula, pero que son imprescindibles para mantenerse en el poder. Por eso un cínico político vasco, Lequerica, renunciaba a compararle con los grandes personajes del pasado español y prefería, en cambio, asemejarle a Gabino Bugallal, uno de los más conocidos caciques gallegos del reinado de Alfonso XIII. También en el terreno político, y no sólo en el militar, partiendo de la gran ventaja que le daba el recuerdo de la Guerra Civil, Franco fue un gran táctico, con todas las capacidades y limitaciones que esta palabra entraña.

Girón las resumió diciendo que a Franco lo que le caracterizaba era «el paso de buey, la vista de halcón, el diente de lobo y el hacerse el bobo». Lo último lo practicó para evitar comprometerse con ninguna tendencia durante su dictadura y, sobre todo, para ascender a ella en plena Guerra Civil dando la sensación de ser inocuo y manejable cuando en realidad era él quien tenía la capacidad de manipular. El «diente de lobo» se refiere, sin duda, a la dureza de que hizo gala en más de una ocasión. Merece una especial referencia el «paso de buey» y la «vista de halcón».

Lo primero se refiere a un sentido del tiempo que a él le resultó muy beneficioso, aunque a veces a sus colaboradores les pareciera irritante. Carrero Blanco, que lo fue tan señaladamente y durante tanto tiempo, decía a López Rodó: «hay que ver lo que a este hombre le cuesta parir», refiriéndose a la incapacidad para decidirse definitivamente por la solución monárquica de aquél a quien llamaba Caudillo. Quizá, sin embargo, fue José María Pernán —un monárquico de siempre que no veía llegar el momento en que se produciría el restablecimiento de la institución—, el más consciente de este rasgo de Franco, pues no en vano este último le había dicho que «se hacen mejor las cosas cuando se hacen a última hora». El escritor gaditano llegó a la conclusión de que el jefe del Estado «conducía con carnet de camión, es decir, con malicia gallega y elementalidad de general de infantería». Así fue siempre y no se puede negar que, apoyado en datos objetivos de la situación española, pudo pensar que el simple paso del tiempo le resolvía muchos problemas como, por ejemplo, el de su supervivencia frente a la presión exterior de 1945, que necesariamente habría de romperse por la heterogeneidad de quienes se le oponían. Cuando, años después, Fraga propuso una medida tan cosmética e irrelevante como la de suprimir el himno nacional después de las emisiones informativas de radio, Franco le sugirió que lo hiciera en dos tiempos, primera en la emisión matutina y luego en la vespertina. Actitudes como ésa daban la sensación de que los acontecimientos transcurrían con lentitud mineral. Parte de las razones de que Franco perdurara residen, como sugirió Madariaga, en que la oposición estaba en permanente expectativa de lo que él hiciera y su secreto consistía en no hacer nada.

Pero de poco le hubiera servido a Franco su «paso de buey» si no hubiera tenido esa «vista de halcón» que Girón le atribuía. Estaba constituida por sentido de la realidad, moderación relativa en comparación con alguno de sus partidarios, esa «inteligencia concreta y exacta» que descubrió Madariaga cuando lo conoció y, sobre todo, frialdad y tranquilidad. También ésta, por infrecuente, a veces causaba la irritación de sus colaboradores. Girón admitió que «le helaba el alma» y Fraga reconoce en sus Memorias que «hay días en que su serenidad y su frialdad son exasperantes». En todo caso esos rasgos se hacían especialmente manifiestos y valiosos en los momentos difíciles. «Más que en el ataque —afirma Navarro Rubio— donde se le veía seguro de sí mismo era cuando tenía que capear temporales». La astucia recelosa y la discreción completaban el panorama de sus rasgos. «Aquí el que no es tonto es un pillo», le dijo al monárquico Areilza, en frase devastadora por el pesimismo que encierra. No puede extrañar que otro monárquico, Pemán, llegara a la conclusión de que la única manera de descubrir sus opiniones consistía en esperar a que se le escaparan. Claro está que este talante de discreción fue asumido sólo con el paso del tiempo, porque durante la Segunda Guerra Mundial realizó declaraciones imprudentes, de una ligereza tal que el paso del tiempo las desmintió de modo rotundo. El infatuamiento fue siempre en él un obstáculo para el ejercicio de la prudencia.

Girón no siguió con sus comparaciones zoomórficas, pero de haberlo hecho sin duda debería haber mencionado al camaleón. Arrese, que hizo el último intento de ideologizar al régimen en sentido falangista, llegó a afirmar que no sólo Franco era un político flexible sino que, para él, la verdad no era otra cosa que la suma aritmética de las verdades en litigio. No se aferraba, por tanto, a los principios a no ser que atentaran de modo grave a la mentalidad que había heredado de la Guerra Civil. El propio Arrese cuenta que, después de hablar con él, era incapaz de saber si le había convencido o se había aburrido de discutir. La razón estribaba en que no le parecía dispuesto a ceñirse a una posición precisa en contra o a favor de nada, venía a ser un modelo de conversador que se deslizaba a través de las opiniones.

Los juicios que Franco hacía acerca de instituciones de su régimen parecen tan cínicos que, de haber sido expresados en público por un ciudadano normal, hubieran resultado incluso subversivos y merecedores de sanción. A López Rodó le aseguró que no había llegado a entender qué era un «sindicato vertical», a no ser que con ello se quisiera designar una institución en que unos estaban arriba y otros abajo. A Garrigues, con toda desfachatez, le dijo que el Movimiento era una «claque» imprescindible para montar los actos públicos de masas cuando visitaba las provincias. Un falangista, Arrese, oyó a Franco decir que, en el fondo, le daba lo mismo gobernar con la legislación vigente o con la Constitución de 1876; se comprende la perplejidad de quien acababa de proponerle una refalangistización institucional e ideológica del régimen.

Precisamente porque Franco no se adscribía a nada parecido a una ideología (a no ser ese poso mental mencionado, adquirido durante la Guerra Civil) no podía experimentar ninguna conmoción ni con supervivencia ni con su desaparición.

Este conjunto de limitaciones y capacidades políticas de Franco se traducía en su diaria actividad de gobernante de modo tal que describirla constituye un primer paso para llegar a definir los rasgos característicos de su dictadura. Lo primero que es preciso advertir respecto a ella es que Franco guardó en sus manos todas las responsabilidades en la España que rigió. Desde la Guerra Civil asumió no sólo las competencias militares sino también las políticas y hasta su muerte conservó un fondo de poder constituyente que hubiera hecho posible, por ejemplo, la sustitución de la persona de su heredero.

Todavía seguía empleándose el lenguaje de posguerra de acuerdo con el cual Franco podía «dictar» disposiciones políticas sin contar siquiera con el Consejo de Ministros. De este modo se puede decir que en España se engendró no un sistema totalitario sino una dictadura de total concentración personal del poder, al menos desde el punto de vista legal y teórico, en la que las instituciones consultivas, como el Consejo Nacional, desaparecían si pretendían cumplir su función, y donde las personas que desempeñaran en algún momento un papel especialmente relevante podían ser sustituidas, si eso ensombrecía el poder de Franco (como le sucedió a Serrano Suñer), o convertirse de hecho en simples fieles mandatarios de quien tenía en sus manos las riendas del poder, algo así como los secretarios de Despacho en el Antiguo Régimen (éste fue el caso de Carrero Blanco). Mussolini estuvo limitado por la ideología del fascismo y por sus instituciones. Franco, en quien no se daban estas circunstancias, tenía, en cierto sentido, un poder político mayor.

Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que Franco llevara personalmente todos los ministerios. Las decisiones más relevantes y significativas o, simplemente, aquéllas que, por concernir al poder político, consideraba como terreno exclusivo suyo se le debían consultar incluso en sus detalles más nimios pero al mismo tiempo dejaba en la práctica un amplio campo para la iniciativa de los ministros, tal como hubiera actuado un general en jefe con sus mandos militares inferiores. «Mi experiencia —ha escrito Fraga— es que los ministros dispuestos a jugar fuerte tenían un marco amplísimo de maniobra». En parte, ello derivaba de la limitación en muchas materias de los conocimientos de Franco y también de que consideraba este tipo de cargos como técnicos (de hecho, desde un principio, juzgó que los mejores ministros eran aquéllos que no eran «políticos»). La libertad de movimientos de éstos y el ejercicio «moderado» de su virtual omnipotencia provenían, además, de la concepción arbitral que de su función privativa tuvo siempre el general Franco: Había vencido en una Guerra Civil gracias a que presidió una coalición de las diferentes facciones de la derecha española y su dictadura consistió en mantener esa situación por el procedimiento de arbitrar entre ellas aunque siempre desde una posición de fuerza. Eso no quiere decir que fuera una dictadura liberal, sino todo lo contrario: por ese procedimiento, y desde arriba, evitaba la confrontación de ideas y de principios que está en la base de todo régimen liberal democrático (Carr). El arbitraje permitía en un régimen no totalitario que cada sector político de la coalición que él presidía tuviera una parcela de poder político y social, que variaba de una época a otra según las necesidades de supervivencia del régimen, pero nunca se pudo decir que una facción de esa derecha estuviera completamente en la oposición o completamente en la privanza absoluta, por mucho que así lo pensaran aquellos sectores a los que correspondía un menor grado de poder. Este papel, como es lógico, otorgaba a Franco un puesto absolutamente excepcional en el seno de vida pública española. Era, en expresión de Amando de Miguel, «el gran otorgador» de mercedes, y también de tareas a cumplir en el seno del régimen, El ejercicio de la función arbitral tenía para Franco un momento culminante en los relevos ministeriales, expresión más apropiada que la de cambio de Gobierno, pues, en realidad, durante el franquismo no hubo más que un solo Gobierno, presidido por la misma persona. Esos relevos eran fundamentales porque, a través de ellos, se renovaba el pacto fundacional del régimen afirmándose la condición inevitable del árbitro que lo presidía. Durante la Segunda Guerra Mundial hubo una etapa en la que las crisis fueron complicadas y lentas en su tramitación. La razón estriba en que ni Franco había aprendido la manera de llevar a cabo esa función arbitral ni los diferentes grupos en el seno de su régimen habían renunciado a imponerse sobre los demás. Luego los períodos de permanencia ministerial se hicieron más largos (en torno a los cinco años) porque Franco, como dice su primo en sus Memorias, «prefería lo malo conocido que lo peor por conocer». Sólo en la fase final Franco se desentendió en gran medida de los relevos ministeriales, al menos por lo que se refiere a una parte de los nombramientos.

Normalmente, los cambios se realizaban a través de persona interpuesta y en ellos, casi como un homeópata, Franco demostraba su capacidad para componer la fórmula apropiada para las necesidades del momento. Por otro lado, la tendencia de Franco a contar con ministros «técnicos», por así llamarlos, tuvo como consecuencia que el número de personas sin vinculación a un grupo muy preciso privara de sentido a esa función arbitral. Sin embargo, la siguió ejerciendo —hasta el momento en que perdió el contacto con la clase política más joven— respecto de las diferentes clientelas existentes entonces con programas levemente distintos. Una de las mejores descripciones de su forma de enfrentarse con la tarea de gobernante nos la ofrece un espectador tan inmediato como fue su primo. «En esto de gobernar —escribió— Franco es mucho más político y procura sobre todo no indisponerse con nadie, no perseguir a nadie… El gobierno de Franco es de todos y de ninguno… El Caudillo juega con unos y con otros; nada promete en firme y con su habilidad desconcierta a todos. Él no es más que franquista y será jefe del Estado hasta que muera». Así fue, desde luego: hasta esa fecha se mantuvo como realidad innegable e indiscutible en el seno de su régimen la afirmación de Lequerica, según la cual allí lo «único serio es ser ministro». En realidad, como ya se ha advertido, el papel de esta figura era a veces semejante a la del secretario de Estado de la administración de la Edad Moderna, puro consejero y ejecutor que carecía de fuerza propia y actuaba siguiendo el mandato de quien le había nombrado.

Sin embargo, como ya se ha dicho, la libertad de movimientos y la capacidad de decisión de los ministros fue siempre relativamente amplia y, sobre todo, la condición de tal implicaba un status y una posibilidad de debatir los problemas políticos del país que no se daba en Consejos y asambleas supuestamente parlamentarias.

Según Fraga, hasta 1962 «jamás se habló de política en los Consejos de Ministros» y esta afirmación puede responder a la realidad, aunque menos aún se trataba de ella en las Cortes. Es cierto que Franco se reservaba para sí mismo las grandes decisiones políticas pero también lo es que periódicamente el Consejo de Ministros se convertía en una especie de parlamento de bolsillo donde se debatía con verdadera aspereza no necesariamente sobre asuntos fundamentales, pero sí sobre aquéllos de carácter accidental que podían alcanzar esa significación al testimoniar un trasfondo relativo a una de esas grandes cuestiones que separaban a las familias del régimen. La verdadera enemistad política durante el franquismo tenía su asiento y su centro en el Consejo de Ministros y el arbitraje de Franco consistía en ponerle límite y sordina de modo tal que un exceso de enfrentamiento podía tener como consecuencia que él mismo, ejerciendo su poder arbitral, prescindiera de quienes chocaban.

Las propias características personales y psicológicas de Franco contribuyeron de forma importante a que las discrepancias se expresaran en Consejo de Ministros y no en ningún tipo de institución de composición más amplia. Para él, por principio, los organismos deliberantes eran instituciones peligrosas que podían limitar su poder o reincidir en los males del parlamentarismo. Franco carecía de capacidad oratoria más allá de la breve arenga de contenido y tono militar y eso, además, multiplicaba sus prevenciones respecto de los políticos profesionales. Incluso los grupos más declaradamente antiliberales que formaban parte de su régimen sentían la necesidad de esas instituciones. En ello coincidieron desde los carlistas, que deseaban unas Cortes que rememoraran el pasado histórico, hasta los falangistas, que hubieran preferido una especie de Gran Consejo fascista a la cabeza de las instituciones estatales. Pero fue inútil. Como escribió Arrese, siempre caracterizó a Franco la «temible afición a crear organismos de amplia y sonora trascendencia para luego dejarlos, en la práctica, reducidos a la mínima expresión», como, por ejemplo, a la condición de oyentes de sus propios discursos o al debate de cuestiones administrativas o técnicas aunque en ellas, en la fase final de su régimen, se traslucieran motivaciones más políticas.

Otra forma de ejercer el arbitraje era la conversación con los miembros más relevantes de la clase política del régimen. Gran parte del tiempo que dedicaba al gobierno del país transcurría recibiendo la visita de todo tipo de personalidades, lo que le servía a título informativo pero también para hacer indicaciones crípticas o indescifrables, en los momentos finales de su vida. Ha sido frecuente afirmar que Franco era bastante más abierto que muchos de sus colaboradores, y eso es probablemente cierto porque era menos rígido que ellos, incapaces de ese distanciamiento del que hacía gala respecto de las instituciones por él mismo creadas.

Con todo, eso no quiere decir que confiara en la opinión pública o en las libertades.

Siempre fue muy renuente a que se manifestara cualquier forma de polémica pública o apariencia de pluralismo. De hecho hubo en todo momento colaboradores del régimen que quisieron institucionalizarlo y abrirlo mediante una ampliación de la tolerancia —más que de la libertad propiamente dicha— sin llegar a conseguirlo ni siquiera remotamente. Siempre consideró perniciosos el pluralismo organizado o la libertad de expresión y eso explica que tardara casi treinta años (desde 1938 a 1966) en elaborar una ley de prensa, que no tardara en restringir su sentido parcialmente liberalizador, y que su última decisión política fuera cerrarse a cualquier posibilidad de institucionalización del pluralismo asociativo. Por tanto, nada más lejano a su concepción de la política que autorizar la organización de grupos diferentes que expresen su opinión y entre los que él pudiera arbitrar.

Por supuesto, en la clase política siempre hubo categorías. Es probablemente incorrecto decir que Franco tuvo «validos», porque eso sería reconocer que admitía la posibilidad de trasladar su propia responsabilidad o que no tenía inconveniente en recortar, al menos parcialmente, su poder entregándoselo a otro. Serrano Suñer ejerció un papel muy importante, pero nunca limitativo del de Franco, que, por otro lado, lo necesitaba como vínculo con la Falange y no había cumplido aún con su etapa de aprendizaje como dictador arbitral mientras mantuvo en su puesto a su cuñado. La función de Carrero Blanco fue mucho más auxiliar e instrumental como se demuestra, además, por el hecho de que su influencia sólo fue creciente a medida que la salud de Franco decaía. Franco conocía las limitaciones de su hermano Nicolás, aunque durante la guerra le concediera un papel político destacado. Más allá de este círculo íntimo estaban los elementos más relevantes del Ejército y las personalidades emblemáticas de cada uno de los sectores de la derecha que nutrían la clase política del régimen. La influencia de esas personas podía ser ocasionalmente grande, pero nunca decisiva ni constante. Éste fue el caso de Arrese, Martín Artajo o Esteban Bilbao, por citar algunos personajes significativos de las familias del régimen. Es muy posible que, en el caso de López Rodó o de otras figuras, la relevancia política no dependiera de ellas mismas sino de la que le brindara una tercera persona (en ese caso, de Carrero Blanco).

Esta especie de distancia entre Franco como dictador y sus colaboradores fue producto de un carácter no especialmente expresivo ni efusivo y explica la extraña situación que se dio en la fase final de su régimen. En el pasado, el distanciamiento había servido precisamente a la función arbitral ya descrita pero, con la decadencia física de Franco, existe la sensación de que, dándose por supuesta la necesidad de ésta, simplemente apenas se ejercía. La enfermedad de Parkinson hizo aparecer en Franco un rasgo que era la antítesis de su pasado de siempre: la debilidad de carácter. La «vista de halcón» y el «diente de lobo» se desvanecían a todas luces a no ser que se tome por éste último los coletazos represivos finales, quedando sólo el «paso de buey», que ahora estaba multiplicado también por la propia incertidumbre de lo que sucedería tras la desaparición del general. En el pasado éste había sido siempre «una esfinge sin secreto», en el sentido de que su personalidad era, en realidad, mucho más simple de lo que podía parecer. Pero ahora, por su edad y condiciones de vida, por su carácter, mutismo e inercia, era una esfinge en el más estricto sentido de la palabra.

Los ministros fueron perfectamente conscientes de este proceso de decadencia física. Según López Rodó, hasta 1965 los Consejos de Ministros se iniciaban con una larga exposición de Franco y duraban todo el día, pero desde 1968 quedaron restringidos a tan sólo la mañana. Resultó, además, un verdadero acontecimiento que, según narra Fraga en sus Memorias, en septiembre de este último año el dictador interrumpiera un Consejo para aliviar una necesidad fisiológica, pues durante años había sido capaz de evitarlo. No es una casualidad que, a partir del año siguiente, se convirtiera en algo habitual en el seno del régimen el enfrentamiento entre sus diversos sectores, sin que quien estaba a su frente fuera capaz de dirimir esa inesperada conflictividad con una intervención arbitral.

Los últimos años de la vida de Franco se caracterizaron por su aislamiento. Era obligado que, con el paso del tiempo, una persona que había desempeñado el poder en solitario estuviera condenada a concluir así. Ya antes su primo y secretario se dio cuenta de que, en realidad, no hablaba con él sino que se limitaba a mantener «largos monólogos». Ahora era ya una especie de patriarca distante, que no había perdido por completo los reflejos y que era capaz de imponer rectificaciones cuando sus colaboradores le llevaban por caminos peligrosos pero que, al mismo tiempo, carecía de información suficiente sobre la clase política joven como para elegir a los ministros.

Aun así mantuvo al menos un pálido brillo de sus capacidades del pasado. Lo que, en cambio, convirtió en esperpento el conjunto de los años finales de su dictadura fue su entorno personal y familiar. En otro momento hubiera sido inconcebible, por ejemplo, que uno de sus médicos, falangista, le presionara tanto que tuviera que calificarles, a él y a los suyos, de «chulos», o que otro le hiciera desfilar para que recuperara el movimiento o dictar unas memorias para que reaprendiera el habla. Cuando se casó su hija nada menos que el primado Pía y Deniel puso como ejemplo de los contrayentes al hogar de Nazaret y al «modelo ejemplarísimo» de la propia familia de Franco. Pero ésta, por el cruce de ambiciones y de insolvencias, distaba mucho de serlo en esos momentos.

Nunca había conseguido influencia política y ahora algunos de sus miembros la reivindicaron y ejercieron. Se convirtió, además, en contra modelo de los valores morales que defendía la España del régimen mientras quien lo personificaba estaba tan ajeno a la evolución de la sociedad española como para considerar un error que una sobrina tuviera su propia carrera profesional.

En la retina y en la memoria de muchos españoles ha quedado la imagen de estos años como definitoria de la personalidad de Francisco Franco, pero su mantenimiento en el poder hasta el final de sus días no se habría dado de no haber sido radicalmente distinto su papel en el seno del régimen durante los treinta años precedentes. Aun así el perfil como personaje histórico que ofrece a los españoles actuales resulta muy significativo. Una encuesta realizada en 1994 testimonia que el 52 por 100 formulaban de él un juicio negativo, principalmente por no haber sido capaz de superar la guerra y haber constituido un freno para el país pero otro 28 por 100 tenía de él, a los veinte años de concluir su dictadura, una visión positiva. No puede extrañar que así sea. No es fácil comparar a Franco con otros personajes históricos que ejercieron el poder en solitario. Tiene poco que ver como ser humano con un profesor de derecho administrativo, como fue Oliveira Salazar, o con un antiguo agitador de izquierdas, como fue el caso de Mussolini. En algún sentido, en cambio, puede ser comparado con Tito quien, como él, obtuvo su poder como resultado de una guerra civil. Desde la etapa final de su régimen también en su país se tenía del presidente yugoslavo esa imagen de un patriarca distante con rasgos no totalmente negativos.