El dictador, el régimen y la sociedad

A las once y cuarto de la noche del uno de abril de 1939 en todas las radios de la España vencedora en la Guerra Civil se leyó el último parte bélico oficial, que hacía el número 982 de los emitidos a lo largo del largo período. Lo hizo el locutor habitual, Fernando Fernández de Córdoba, y en él se informaba de que «cautivo y desarmado» el Ejército rojo las tropas del general Franco habían alcanzado sus últimos objetivos militares. Si los términos escuetos del parte son bien conocidos lo resulta bastante menos el hecho de que fueran acompañados por vivas a los aliados exteriores de los tres años precedentes, Portugal, Italia y Alemania.

Esto ya indicaba el rumbo que la España de 1939 iba a seguir, pero indicios más precisos se tuvieron un mes y medio después. El 19 de mayo de 1939 tuvo lugar el desfile de la Victoria. Ciento veinte mil soldados desfilaron ante Franco; previamente pasaban por un arco triunfal en el que figuraba tan sólo su nombre acompañado de un «Víctor». La prensa anunció, primero, y glosó, después, esta ceremonia como el lógico resultado de la segunda reconquista contra los enemigos de España en que había consistido el conflicto bélico precedente. Durante el desfile le fue impuesta a Franco por el general Jordana —a quien él mismo había nombrado vicepresidente del Gobierno— la gran cruz laureada de San Fernando, máxima condecoración militar española. Jordana no dejó de aludir en sus palabras a la «sobriedad magnífica con que el Caudillo dio cuenta de la terminación de la campaña en el histórico parte». Aunque no se dio cuenta de ello a la opinión pública por aquellas fechas el propio Alfonso XIII había escrito a Franco declarando ponerse «a sus órdenes» y testimoniando su adhesión a la ceremonia. Es probable que de esta manera pensara en la posibilidad de facilitar la restauración de la Monarquía sin darse cuenta, en aquel momento, de que el mismo Franco había dejado de ser monárquico, aunque actuara como un monarca.

La ceremonia militar y patriótica se prolongó al día siguiente, 20 de mayo, con otra de carácter religioso. Ambas probablemente habían sido preparadas por Serrano Suñer, cuñado de Franco y entonces factótum del régimen. Franco entró en la Iglesia madrileña de Santa Bárbara bajo palio, lo que estaba reservado al Santísimo Sacramento y a los reyes; en este caso era llevado por los propios miembros del Gobierno (que él había nombrado y que no tardaría en cesar). En el templo le aguardaban una serie de objetos que recordaban la gesta de la Reconquista contra los musulmanes o el pasado español de lucha contra los infieles: el Arca Santa de Oviedo, con las reliquias de Pelayo, las cadenas de las Navas de Tolosa o la linterna del barco de D. Juan de Austria en la batalla de Lepanto. Todo entre los asistentes recordaba al pasado tradicional: no sólo los uniformes militares o los ropajes eclesiásticos sino también las «mantillas españolas sobre enhiestas peinetas» que llevaban las no muy numerosas mujeres presentes en la ceremonia. La liturgia tuvo resonancias visigóticas y mozárabes. El momento culminante de la celebración religiosa fue el acto de Franco al depositar su espada victoriosa ante el Cristo de Lepanto, traído de Barcelona para la ocasión. Todo condujo a la exaltación del gran protagonista de la ceremonia. El cardenal Goma, primado de España, que oficiaba, rogó a Dios que, «con admiración providencial, siga protegiéndote, así como al pueblo cuyo régimen te ha sido confiado»; en otro instante, refiriéndose a Dios y a Franco, afirmó que el Altísimo le «dio un pueblo sujeto a su gobierno». El Jefe del Estado imploró al primero que le prestara «su asistencia para conducir este pueblo a la plena libertad del Imperio para gloria tuya y de tu Iglesia». A la salida Franco no pudo contener sus lágrimas de emoción. Aquella tarde presidió una reunión del Consejo de Administración del Banco de España, ocasión en la que aprovechó la ocasión para atacar el «espíritu de la Enciclopedia». La prensa oficial —en especial Arriba— no desaprovechó la ocasión para recordar que el nuevo derecho, el de la España vencedora, nacía de una realidad bélica.

Todo este ceremonial, —propio de una sociedad guerrera medieval en la que se mezclaba lo militar, lo político y lo religioso de manera tal que era muy difícil separar sus componentes— dista mucho de ser anecdótico pues remite a una evidente realidad histórica que sirve para explicar lo sucedido a partir de 1939. Si existe una ruptura crucial en la Historia de España fue precisamente aquélla que se produjo al final de la Guerra Civil. Si ésta no hubiera tenido lugar, si hubiera durado menos o si el derramamiento de sangre hubiera sido mucho menor, habría resultado imaginable un mayor grado de continuidad entre los años treinta y los cuarenta, pero, al poco tiempo de iniciarse el conflicto se hizo patente la radical ruptura de continuidad que habrían de pretender los vencedores en el mismo.

En un principio los sublevados pudieron iniciar su insurrección con el mismo tipo de gritos que hasta el momento habían servido para testimoniar la adhesión al régimen vigente, pero no tardó en evidenciarse el giro «copernicano» que la victoria de Franco iba a suponer para España desde los más variados puntos de vista. El pasado republicano, por el solo hecho de serlo, parecía condenado al olvido y, más aún, a la erradicación; en esta ocasión, como suele suceder en la Historia humana, se pretendía la reconstrucción de un pasado ideal, pero tras esto no se encerraba otro propósito que hacer posible una mutación de lo que había sido la política, las relaciones exteriores, la economía e incluso la sociedad y la cultura españolas del inmediato pasado. Como es lógico, en todos estos ámbitos la voluntad de los vencedores de que España iniciara, como colectividad, un rumbo radicalmente nuevo no era la misma en intensidad y en dureza, aunque en todos ellos se diera una cierta continuidad inevitable: La hubo de forma especial en la propia sociedad española aunque viniera obligada a adaptarse a las condiciones que le imponía el nuevo régimen.

Hay que recalcar que, si en abril de 1939 estaba claro el propósito de ruptura con respecto al pasado, lo estaba mucho menos en qué consistiría ésta. Por supuesto, la represión que ya había tenido lugar durante el período bélico anunciaba cuál sería la forma de tratar al vencido, y la amistad con Alemania e Italia parecían sólidamente consolidadas y definían una política exterior, pero estaba mucho menos claro si España sería una dictadura personal o fascista, cuál sería su duración y, sobre todo, en qué modo se institucionalizaría, cuál sería el grado de beligerancia en el caso de conflicto europeo o mundial, que ya resultaba previsible, o cómo se abordaría un programa de reconstrucción física y espiritual cuya necesidad era patente.

Hasta entonces, se había recurrido a expedientes elementales para solventar los problemas más agobiantes en el terreno económico, pero de ninguna manera podía pensarse que existiera el germen de una política programada en este terreno. Existía ya una evidente reacción clerical, pero estaba por definir cuál sería el contenido de la reconstrucción de la cultura española que se pretendía, al menos en teoría. Si existe algo característico de los vencedores en la Guerra Civil es que durante ella, más que pretender lanzarse a experimentos de nueva organización social, como sus adversarios, parecieron establecer un paréntesis, remitiendo a un momento posterior la decisión acerca de cómo abordar el giro que se quería dar a la sociedad española. Ese cambio era deseado y resultaba inevitable pero, nacida la sublevación de un propósito esencialmente negativo, como era el de evitar una supuesta revolución protagonizada por el adversario, por el momento no había dado a luz sus propias soluciones.

Éstas fueron apareciendo con el transcurso del tiempo. Visto el franquismo desde el punto de vista histórico global, con la perspectiva que dan, simultáneamente, su conclusión y los treinta y cinco años de su duración, se observa que, en efecto, se produjo un cambio fundamental en la sociedad y en la política españolas, pero no en el sentido que tenían in mente los responsables del poder. Quizá tampoco quienes estaban en la oposición pudieran hacerlo, a pesar de que, si 1977 enlaza con un momento anterior de la política española, lo hace con 1931. La razón estriba en el largo tiempo transcurrido y en lo mucho que cambió la sociedad española con el transcurso del tiempo.

De cualquier manera, otro rasgo fundamental del franquismo es que su significado se fue descubriendo sucesivamente, incluso con aparentes contradicciones de un período a otro. Un observador que hubiera podido tener ante sus ojos, al mismo tiempo, la España de 1939 y la de 1968, las hubiera juzgado pertenecientes no a épocas distintas, pero cercanas en el tiempo, sino incluso a áreas geográficas diferentes. No obstante, este juicio habría sido demasiado superficial porque, si aparentes eran los cambios, al mismo tiempo resultaban innegables las continuidades, especialmente patentes en lo que respecta a la forma de ejercerse el poder político; aunque el franquismo fuera un tipo distinto de dictadura por estas fechas, lo cierto es que seguía siendo una dictadura. Nada mejor, por tanto, para abordar la historia del franquismo, que partir de estos elementos de continuidad sin los cuales no puede comprenderse el total de los cambios que en él se produjeron. Situarse en abril de 1939 supone partir de esos factores imprescindibles tanto para comprender la evolución sucesiva de la sociedad española como la profunda herida causada en su seno por una Guerra Civil de tres años. Pero, como es lógico, resulta por completo excesivo otorgar a esta fase inicial del franquismo la condición de único factor definitorio de toda una etapa tan larga de la Historia española. Quienes lo hacen corren el peligro de, por este procedimiento, no llegar a entender su capacidad para durar.