Nuevas perspectivas culturales

A la hora de tratar de la evolución de la cultura española en la década y media en que ha estado en el poder el partido socialista hay que partir de varias realidades previas de las cuales las más importantes se refieren a la difusión de la educación y el conocimiento y a la implantación de una organización territorial del Estado caracterizada por su descentralización cuasi federal. En cuanto a lo primero basta con recordar algunos datos esenciales pues en páginas precedentes ya se ha hecho mención de las principales disposiciones legales aprobadas durante la época socialista. En los niveles no universitarios de la enseñanza se produjo una ampliación del período escolar, una multiplicación del número de puestos educativos —al final de la época la mitad se habían construido durante esta etapa de gobierno— y la aprobación de disposiciones fundamentales, relacionadas de forma directa con la Constitución. Por descontado no todo fue positivo en este terreno, ni mucho menos. Así se percibe, por ejemplo, en la enseñanza universitaria, que ofrece un característico claroscuro. Por un lado, España es el segundo país de Europa en lo que respecta a número de estudiantes universitarios por cada 100 habitantes: uno de cada tres jóvenes está en la Universidad. En 1998 había 64 universidades, 1200 centros y 72 000 docentes. Este balance positivo tenía, sin embargo, también una vertiente negativa: la endogamia del profesorado universitario ha llegado a ser del 95 por 100, la movilidad resulta prácticamente nula, un tercio de los estudiantes no puede elegir ni la primera ni la segunda opción que prefiere en el momento de la entrada en la Universidad, los nuevos planes de estudio han resultado un fracaso por muy variadas razones, hay carreras donde la mitad de los estudiantes no consigue acabar sus estudios y, en fin, el gasto por estudiante es la mitad que en Francia o Alemania. Pero sin duda la difusión de la educación proporciona a la cultura española un público más amplio que aquél que nunca ha tenido.

Otra cuestión importante es la que se refiere a la pluralidad cultural y lingüística española. A este respecto merece la pena señalar que quizá el problema más grave que tiene la cultura española en el momento actual consiste en hacer compatible su real pluralidad con una no menos evidente unidad o, al menos, muy estrecha relación entre sus distintos componentes. El desarrollo del Estado de las autonomías ha seguido una trayectoria original y positiva que ha hecho posible por vez primera, a título de ejemplo, la convivencia en condiciones de igualdad de dos lenguas en un mismo territorio y el bilingüismo práctico de las nuevas generaciones. En la actualidad, el 90 por 100 de los habitantes de las comunidades con dos lenguas de origen latino conoce la propia, además del castellano (la proporción se eleva al 97 por 100 en el caso de Cataluña).

Gracias a las medidas de normalización se ha producido una amplia difusión y perfeccionamiento del lenguaje escrito. Las tensiones que estas disposiciones han producido han sido relativamente modestas y se refieren sobre todo a las lenguas no latinas. En el País Vasco sólo la mitad de la población entiende en euskera y en Navarra la proporción desciende al 25 por 100 pero, en cambio, el 12 por 100 de los habitantes del País Vasco quiere la enseñanza exclusivamente en vasco cuando en Cataluña la proporción es tan sólo del 9 por 100.

Otros problemas se refieren a materias exclusivamente culturales: si hay quienes no son capaces de apreciar en el pluralismo una riqueza objetiva también es evidente que el ensimismamiento en lo exclusivamente propio puede tener un resultado muy contraproducente. Aunque en este punto existe un problema político no hay que olvidar también la existencia de otro de carácter cultural. La Constitución española parte de que es responsabilidad del Estado contribuir a la difusión de las culturas de las diferentes nacionalidades y regiones de España en el conjunto de la misma. Al mismo tiempo, indica que las competencias en esta materia son concurrentes, de tal modo que no se puede decir que corresponden en exclusiva a tan sólo una de las partes.

Si la normalización y la popularización de la cultura pueden considerarse como valores destacados, positivos y muy pronto adquiridos de la transición, al mismo tiempo durante ella se hicieron patentes las deficiencias legislativas y estructurales de la Administración cultural española, en especial teniendo como horizonte comparativo el caso de Francia. Allí, en efecto, siguiendo una tradición histórica muy característica de este país, desde los años sesenta tuvo su origen un «Estado cultural», es decir, un conjunto de disposiciones e instituciones que daban cuenta de la responsabilidad sentida por la Administración pública —no sólo la central sino también las autonómicas— en esta materia. En el fondo la gestión en materia cultural de los gobiernos españoles de la democracia en lo esencial, fuera cual fuera su significación política, ha obedecido al deseo de crear este «Estado cultural», lo que ha proporcionado a la actuación pública en esta materia una esencial continuidad. Ésta se ha visto ratificada por la coincidencia, en lo esencial, en las disposiciones legales más importantes, así como en los acuerdos más puntuales en determinadas cuestiones concretas como, por ejemplo, la colección Thyssen y el Museo del Prado. No obstante, con el paso del tiempo, ha tenido lugar cierto cambio en los perfiles biográficos en los titulares de la cartera ministerial de Cultura. En la época de UCD fueron principalmente políticos, mientras que en la etapa socialista a menudo la han ocupado personas procedentes del mundo de la cultura o con experiencia de gestión en estas materias (Semprún, Alborch).

La configuración de un «Estado cultural» ha tenido dos vertientes principales: la aprobación de una nueva legislación y la creación de instituciones permanentes. La legislación española en materias culturales permanecía al comienzo de los años ochenta manifiestamente obsoleta: la de Patrimonio Histórico se remontaba a los años treinta y la de Propiedad intelectual al último cuarto del siglo XIX. Aunque en ambos terrenos se pusieron los primeros fundamentos de un cambio en la época de la UCD la inestabilidad del período impidió que esa tarea fructificara. En cambio, durante la etapa del PSOE la situación política, apoyada por mayorías parlamentarias muy estables a lo largo de los años ochenta, no produjo tan bruscos y sucesivos cambios ministeriales; incluso cuando se produjo la crisis del período de gestión socialista no se puede decir que en las cuestiones relativas a materias culturales hubiera controversias graves. De esta forma fue posible, a la vez, la aprobación de una nueva legislación sobre estas materias y la ejecución de una serie de obras o la puesta en marcha de instituciones que permitieron contribuir a satisfacer la creciente demanda cultural de los españoles. De las nuevas disposiciones quizá la más importante fue la Ley del Patrimonio Histórico (1985) que permitió una amplia intervención del Estado en esta materia y, al mismo tiempo, una confluencia con los intereses de las comunidades autónomas y la puesta en marcha de medidas de fomento como el 1 por 100 cultural. Quizá lo que se nota más a faltar en este terreno es la promoción de la iniciativa privada que está destinada a jugar un papel creciente en todos los terrenos. Lo cierto es, sin embargo, que si en 1990 se calculaba que la iniciativa privada había supuesto en los últimos años inversiones de miles millones de pesetas el 70 por 100 del total se dedicaba al consumo —principalmente exposiciones de pintura y conciertos musicales— en vez de inversiones más duraderas.

La segunda gran disposición legal en materia cultural fue la ley de propiedad intelectual de 1987, que puede ser conceptuada como una de las más protectoras de los autores, como se demuestra por las recaudaciones de la SGAE (Sociedad general de Autores y Editores), que multiplicó por seis en una década, alcanzando los 30 000 millones de pesetas. Las comunidades autónomas han creado legislación propia, a menudo innecesaria, pecando en ocasiones de exceso de intromisión de la política en lo estrictamente cultural. Así, quince comunidades autónomas disponen de su propia legislación de museos, pero cuando Andalucía asumió sus competencias en esta materia empezó por cesar a la totalidad de los directores de estas instituciones sustituyéndolos por personas elegidas al margen de criterios objetivos.

El «Estado cultural» ha tenido como segunda vertiente más importante: la creación de nuevas instituciones. La construcción de una amplia red de auditorios musicales, la creación del Museo y Centro de Arte Reina Sofía (1986) o la ubicación de la Colección Thyssen Bornemisza en España (1992) fueron quizá los aspectos más relevantes de esta política de obras. Los primeros eran una exigencia por su práctica inexistencia de locales para conciertos. En cuanto al Centro Reina Sofía obedece al apasionado interés sentido por el arte contemporáneo que, por otro lado, ha tenido como consecuencia la proliferación de centros semejantes en las comunidades autónomas. En uno y otro caso no siempre ha sido fácil convertir en compatible la gestión de una galería de exposiciones con el aspecto museístico. El Reina Sofía ha tardado en estabilizarse y en la periferia pocas instituciones dedicadas al arte contemporáneo han tenido el éxito que le ha correspondido al IVAM (Instituto Valenciano de Arte Moderno). En cuanto al Museo Thyssen su ubicación en Madrid, que ha costado al Estado muchas decenas de miles de millones de pesetas, supone no sólo la adquisición e instalación de una de las colecciones privadas más importante del mundo —Margaret Thatcher, que quiso ubicarla en Gran Bretaña, dedica en sus memorias varias páginas a este propósito— sino que completa el conjunto de las colecciones públicas españolas principalmente en lo que se refiere al arte de comienzos de siglo. La creación de todas estas instituciones a veces ha motivado críticas en el sentido de que centralizaban en exceso en Madrid la cultura española incluso suponiendo dos tercios del total del presupuesto mientras que, por ejemplo, hasta 1982, no hubo ninguna orquesta ni teatro estables en toda Andalucía. Con el paso del tiempo, sin embargo, esta situación ha cambiado de modo que, por ejemplo, algunas orquestas de la periferia han alcanzado un nivel muy elevado, comparable con las mejores europeas. El panorama de la institucionalización del «Estado cultural» se ha completado con el intento de proyección exterior de la cultura española. Tras las exposiciones celebradas en Bruselas (Europalia, 1985) y en París (1987) en 1991 fue finalmente creado el Instituto Cervantes, quizá con mucho retraso pero destinado a jugar un papel decisivo de cara a un mundo en que de forma necesaria será creciente el papel desempañado por trescientos millones de hispanohablantes. Finalmente una parte de la institucionalización del «Estado Cultural» ha consistido en la creación de galardones de repercusión universal: a los premios Cervantes se han sumado ahora los «Príncipe de Asturias» cuya relevancia ha llegado a ser indisputada.

La cultura se basa no sólo en la labor de creadores individuales sino también en la existencia de industrias de tal manera que si éstas entran en crisis, eso sin duda afecta a la mera posibilidad de influencia social de los creadores. Algunas de estas industrias han pasado por crisis graves en los últimos tiempos: así ha sucedido, por ejemplo, con la industria del libro, amenazada en sus exportaciones a Hispanoamérica o, sobre todo, con la industria cinematográfica. Ésta alcanzó un máximo histórico en número de espectadores en el año 1979 (24 millones) pero a finales de la década había experimentado una crisis muy grave con apenas diez películas españolas en un cuatrimestre (en otras épocas se realizaban casi doscientas al año). El cine español sólo significaba en ese momento el 16 por 100 de los ingresos por taquilla. Las disposiciones protectores tomadas por la Administración socialista en el momento en que fue Directora general Pilar Miró, a principios de los ochenta, multiplicaron por cinco las ayudas estatales contribuyendo a crear el prototipo del director-productor de sus propias películas pero se cometieron errores en la adjudicación de esas ayudas y la verdadera recuperación de la industria tuvo lugar a fines de la década gracias a la conquista del público y la proyección exterior. Si la industria cinematográfica acabó recuperándose en cambio el teatro permanece en una condición deficitaria permanente de tal manera que sólo puede subsistir con ayudas públicas. Aunque la difusión de la cultura musical ha sido muy grande gracias a la formación de nuevas orquestas —cuyos músicos son en un 70 por 100 extranjeros— sin embargo la enseñanza en esta terreno está muy por debajo de los niveles de otros países. En cambio, la proyección de la música popular española en el extranjero ha sido espectacular. En la década de los noventa el conjunto de las industrias culturales españolas suponen entre un 4 y un 5 por 100 de los ingresos por IVA y entre el 2 y el 4 por 100 del PIB, cifras que las sitúan por encima de la construcción de automóviles, aunque por debajo de la construcción. En España se editan algo más de 50 000 libros y unos 45 millones de discos y se producen unas sesenta películas. Con el paso del tiempo ha tenido lugar una cierta redistribución de las industrias culturales en España. Barcelona sigue siendo la capital del diseño y la edición pero Madrid tiene casi el 80 por 100 de la industria fonográfica y del 90 por 100 del cine. En salas de exposición de arte Madrid ha superado a Barcelona.

Los hábitos culturales de los españoles en los años noventa ofrecen alguna diferencia respecto de otros países. En general se puede decir que tenemos menos consumo de lectura que en otras latitudes europeas, pero vemos más televisión y oímos más radio que en ellos. Esta diferencia entre la cultura escrita y la audiovisual se debe, probablemente, al hecho de que hemos pasado con demasiada rapidez de una a la otra.

Ya en los años ochenta sólo un tercio de los españoles leía algún libro al mes y el 92 por 100 no iban a una biblioteca; en Francia los porcentajes eran 25 y 77 por 100 respectivamente. En el momento actual el número de libros en bibliotecas públicas se reduce a ocho por cada cien, la cifra más baja de la Unión Europea. Sólo una cuarta parte de los españoles compra un libro al mes. Tan sólo recientemente se ha llegado a un consumo desarrollado de periódicos en especial en la mitad norte de la Península, pero sólo un 10 por 100 de la población es lectora habitual de periódicos una cifra sólo superada por Portugal. Durante la etapa de gobierno socialista se completó el desmantelamiento de la prensa escrita de propiedad estatal y se aprobó la creación de emisoras privadas de televisión que resultaron muy decepcionantes desde el punto de vista de la calidad del producto ofrecido. Las relaciones entre los medios y el gobierno, en un principio excelentes, se agravaron a mediados de los ochenta y, sobre todo, se convirtieron en especialmente difíciles en los noventa pues a los intentos gubernamentales de tener una red defensora de las propias actitudes y propuestas se sumó la actitud de los medios tendentes a desempeñar un papel que la oposición política daba la sensación de ser incapaz de asumir.

Cuanto antecede se refiere a las estructuras de la cultura, más fácilmente historiables que la creación cultural de la que en un tiempo tan reciente no puede asegurarse la trayectoria final que seguirá o la calidad global que podrá atribuírsele. De entrada, no obstante, cabe decir que el protagonismo español en la cultura universal parece muy relevante en todos los terrenos, especialmente algunos, como narrativa y pintura.

Como ya ha quedado señalado el verdadero cambio o transición en la cultura española no coincide con las fechas cruciales en las que tuvo lugar el político sino que data de un momento posterior, el año 1985 aproximadamente. Resulta muy difícil, dada la proximidad cronológica, señalar los rasgos fundamentales de los creadores que aparecieron entonces. Parte de ellos derivaban del entorno y otra parte de la peculiaridad del tiempo vivido. El entorno social explica, por ejemplo, no sólo el relevante papel desempeñado por la mujer en determinados campos (la escultura o el cine, por ejemplo) sino incluso el nacimiento de una poesía o una literatura con rasgos muy peculiares y dirigidas a un público específicamente femenino. En 1985 una antología poética se titulaba Las diosas blancas, pero un título parecido hubiera podido darse a narradoras como García Morales o Puértolas, herederas de un grupo de escritoras catalanas ligadas a la edición y presentes ya en la cultura española de los años setenta. También el entorno social explica la evolución que ha tenido lugar en lo que atañe al papel de los intelectuales en el seno de la sociedad española. De vanguardia política de ésta el intelectual pasó a ser acompañante y hoy, o bien ha dimitido de una responsabilidad política directa o ejerce la social tan sólo como conciencia moral. Acosado por una especialización creciente del saber, el sabio que opta por convertirse en defensor de valores esenciales debe, en todo caso, ser muy consciente del papel indispensable que hoy desempeñan los medios de comunicación. A fines del siglo XX el intelectual español o es mediático y divulgador o no existe como tal. Un buen ejemplo nos lo puede dar Fernando Savater, consagrado como tal durante los años ochenta.

Definir los otros rasgos comunes de las nuevas generaciones de creadores culturales no resulta tan sencillo. Se debe dar por descontada una voluntad transgresora de géneros y un descubrimiento de nuevos vehículos expresivos. Cabe, sin embargo, señalar dos características que resultan muy evidentes. Se trata, en primer lugar, de generaciones caracterizadas, más que en cualquier otra cohorte de edad de la cultura española, por el cosmopolitismo. Las referencias de los nuevos novelistas (Antonio Muñoz Molina, Javier Marías…) de los pintores (Barceló, Sicilia, Broto…) o de los directores de cine (Pedro Almodóvar) resultan muy a menudo nada casticistas o poco específicamente españolas. La misma residencia de estos creadores prueba esa distancia de una tradición cultural española: Barceló ha residido en Nápoles, Portugal y Mali, por ejemplo. A veces, aunque el contexto descrito o el escenario sea español la influencia real es muy otra. Trueba, en Belle Epoque (1994) película por la que consiguió el segundo Oscar español, ofrece protagonistas de su país de origen pero toda su obra denota admiración por Willy Wilder. Los poetas que han seguido la línea marcada por Gimferrer se caracterizan por su exotismo, sus influencias anglosajonas o francesas, su recuerdo de las vanguardias de los años veinte o la relevancia que conceden a la cultura popular contemporánea. Muñoz Molina, por ejemplo, testimonia el impacto de la novela o el cine negro o el cómic y Marías ha sido descrito irónicamente como un buen escritor británico. La novela intelectual tiene mucho que ver también con la literatura anglosajona. Los escenarios suburbiales madrileños de Almodóvar ofrecen la misma voluntad transgresora, cáustica y blasfema, de muy distantes latitudes. Todo esto establece una distancia, a veces conflictiva, con las generaciones anteriores y explica un éxito más allá de nuestras fronteras incluso más importante que en el propio país.

Por otro lado un rasgo evidente del mundo cultural español durante la transición ha sido sin duda el rápido alejamiento de un compromiso político concreto, en especial de aquél que tuviera carácter partidista ya se ha hecho mención a esta realidad al tratar de los intelectuales. En realidad la presencia de personas procedentes del mundo de la cultura en el terreno político resultó frecuente durante el período de la transición e incluso se prolongó en el período inmediatamente anterior a la llegada de los socialistas al poder. Luego, sin embargo, se hizo manifiesto un desvío respecto de la vida pública y de la política. Muy a menudo los protagonistas de gran parte de la creación cultural —por ejemplo, en Opera prima, de Fernando Trueba— aparecen como personas que tuvieron una lejana preocupación política pero que ahora guardan una distancia respecto de ella la creatividad del fin de siglo tiene como origen principal, y casi único, lo personal o privado, en definitiva el tiempo íntimo. Así se explica el papel tan relevante que tienen las memorias, las autobiografías o los dietarios. Además, en las nuevas generaciones existe una clara decisión de evitar la instrumentalización de la creación: si existe el propósito de influir en el entorno social se hace a través del camino de lo personal o del respeto estricto a la peculiaridad del género o el modo expresivo. Esto último resulta muy visible en el conjunto de la obra de Eduardo Mendoza quien rescató para el mundo de la narrativa la intriga, la parodia y la ironía pero también se percibe en la obra de Vázquez Montalbán que ha pretendido ofrecer una panorámica de la transición política con el instrumento de la novela negra. En las mismas artes plásticas no se puede decir que exista un arte oficial de ese período o del posterior pero sí ha habido una transición en la expresión: la sensualidad y el cromatismo plural y elegante han podido hacer hablar incluso del «color de la democracia». No en vano los artistas se han librado de la presión a veces asfixiante del entorno y han podido cambiar de rumbo a partir de un entorno nuevo en que la creación permanece más libre y capaz de enderezarse hacia el puro disfrute.