España al final de la época socialista: la sociedad

A lo largo de los años ochenta y la primera mitad de los noventa quedaron perfilados algunos cambios importantes en la sociedad cuyo origen estuvo en los mismos momentos iniciales de la transición. Frente a la crítica que se suele hacer de la transición como un fenómeno exclusivamente político lo cierto es que vino acompañada de importantes cambios sociales desde sus mismos orígenes. En general se puede decir que lo característico de los cambios producidos en la sociedad española es la rapidez con que han tenido lugar, mucho más que el sentido en que se han producido, muy similar al de otras latitudes. Se ha podido decir que un visitante que conociera España en 1960 y no reapareciera hasta 1995 creería estar en otro país distinto. En realidad, la lejanía entre España y Europa era mucho mayor en 1960 que en 1930, sobre todo en hábitos culturales, pero gran parte del dinamismo de la sociedad española deriva, como es lógico, de los cambios inducidos como consecuencia del crecimiento económico. A fin de cuentas la renta per cápita había crecido entre 1930-1960 apenas un 25 por 100, mientras que tras el período 1960-1990 era doce veces mayor.

A mediados de la década de los noventa España era el octavo país del mundo en producto interior bruto y el noveno por su índice de desarrollo humano. Su población se acercaba ya a los cuarenta millones y es muy posible que esta cifra no sea superada nunca. En ese momento algunos demógrafos presagiaron ya que, en algún momento entre los años 2010 y 2025, el crecimiento económico sería negativo. De cualquier modo ésta es una situación que ya se ha producido en las sociedades modernas, categoría en la que sin la menor duda debía situarse España. En torno a 1995 el 76 por 100 de la población vivía en un medio urbano y la agricultura no proporcionaba más allá del 3,5 por 100 del PIB. Los datos demográficos testimonian también una sociedad moderna muy semejante a otras de Europa occidental. Esto presupone un importante cambio en lo que atañe a la estructura de edades de la población. En los años setenta nacían cada año unos 675 000 niños mientras que en los noventa la cifra es de unos 365 000. En 1991 había en España unos cinco millones y medio de personas de más de sesenta y cinco años, y unos dos millones mayores de setenta y cinco. Lo previsible, en estas condiciones, es que se planteen a partir de un momento no muy lejano problemas importantes en lo relativo al pago de las pensiones. Incluso en lo que respecta a las epidemias existentes parece evidente la similitud con otras sociedades avanzadas. Estas epidemias se refieren principalmente a los comportamientos sociales —entre 30 000 y 40 000 enfermos de SIDA o unos 150 000 drogadictos— y no a las enfermedades epidémicas de otros tiempos. Incluso en el perfil de estas últimas el caso de España no resulta en nada distinto al de otras latitudes europeas.

Esa identidad en la modernidad tiene mucho que ver con el dinamismo de la sociedad española en los últimos tiempos. Casi la mitad de los españoles residen en un lugar distinto del que nacieron y una cuarta parte en otra provincia. A la movilidad demográfica se debe sumar también la social. No cabe duda de que el grado de igualitarismo actual es el mayor que España ha tenido en toda su Historia. Se puede añadir, además, que el gran avance en este terreno se produjo en el mismo momento de la transición, más que en la larga etapa socialista. En 1974, el 10 por 100 de los hogares con las rentas más bajas recibían el 1,7 por 100 de los ingresos mientras que en 1981 llegaban al 2,4 por 100 al mismo tiempo que el 10 por 100 con mayores ingresos pasó del 39,5 de los mismos al 28,8. Fueron los incrementos salariales de esos años, así como el comienzo de la aplicación de la reforma fiscal, los que influyeron de forma más destacada en este cambio que ha proseguido, aunque a un ritmo inferior. Se debe tener muy en cuenta que los progresos del Estado de Bienestar de la etapa socialista, difícilmente cuantificables desde el punto de vista numérico, supusieron también una forma de igualación social. También se ha de señalar cómo los objetos de consumo se han transformado en algo habitual, contribuyendo a homogeneizar el comportamiento de la población: por citar un solo ejemplo, en 1976 el parque automovilístico era de cinco millones de vehículos por trece millones y medio en 1994. De todos modos en este punto es posible que subsista una diferencia todavía muy grande entre la sociedad española y la más igualitaria de otras partes de Europa. Los sociólogos parecen coincidir que en España un 20 por 100 de la población posee el 50 por 100 de la riqueza total y que esta cifra no se ha alterado, en lo esencial, en los últimos años. Señalan, además, que en ocasiones las diferencias generacionales y de sexo contribuyen a multiplicar el carácter poco igualitario que sigue teniendo la sociedad española. El contrato de trabajo temporal, que ha pasado a ser un tercio del total —todavía por debajo de otros países europeos, como Holanda— afecta de forma especial a la mujer y a los más jóvenes recién llegados al mercado del trabajo.

Si, como ya se ha advertido, en los veinte años desde la muerte de Franco, no ha disminuido la distancia existente entre España y el resto de Europa en términos de renta per cápita al mismo tiempo en muchos otros aspectos se ha producido una creciente homogeneización. Así se puede apreciar, por ejemplo, en la disminución de la población dedicada a la agricultura, que está por debajo del 10 por 100 (en Francia se sitúa en el 6 por 100). Aun así, el número de estudiantes universitarios a mediados de la década de los sesenta era netamente superior al de campesinos. En los últimos tiempos, en especial desde el ingreso en la Comunidad Europea, con las consiguientes subvenciones al mundo rural, el modo de vida en el medio agrario ha experimentado, además, un cambio sustancial. La aproximación a Europa —muestra de cosmopolitismo, en definitiva— resulta evidente, y sólo la perspectiva histórica obliga a citarla, para así evaluar el cambio que representan con respecto al pasado. Si España recibió sesenta millones de turistas en 1995, al mismo tiempo más de veinte millones de españoles salieron al extranjero.

Quizá el mayor cambio de la década de los ochenta haya residido en el creciente papel de la mujer en la sociedad española y en el cambio decisivo experimentado en sus formas de comportamiento y promoción. Su tasa de actividad laboral ha pasado, en ese período, del 27 al 33 por 100, a pesar de que en la primera mitad del mismo la crisis económica no dejó de obstaculizar ese proceso. No obstante, todavía está por debajo de la tasa media de la mujer europea, que se sitúa en el 41 por 100, y más aún de la danesa, que está por encima del 80 por 100. Sin embargo, por vez primera en la Historia de España en el curso 1987-1988 la mitad de los estudiantes universitarios pertenecían al sexo femenino. Se ha producido, por tanto, una «feminización» del estudiantado universitario, precedida por la de los estudios secundarios y seguida por la de determinadas profesiones, como la judicatura, en la que también son mayoría las mujeres en las últimas generaciones. Pese a todo, apenas se ha iniciado en España el reparto de las tareas domésticas.

Relacionado con este fenómeno está la brusca disminución de las tasas de fecundidad, que ha pasado de 2,8 hijos a tan sólo 1,3. Como en tantos otros aspectos llama de forma especial la atención que este cambio se haya producido de una forma muy rápida pero, más aún, la magnitud del mismo, que convierte a España en el país de más baja fecundidad de Europa, con la posible excepción de Italia. Los problemas que derivan de esta realidad pueden ser tremendos en el futuro en lo relativo a la financiación de la seguridad social. En España, por otra parte, no ha llegado a producirse, como en países del norte de Europa, Suecia, por ejemplo, la recuperación de la natalidad —con frecuencia inducida mediante políticas demográficas oportunas— y eso supone un indudable peligro para todo el sistema de seguridad social en el futuro.

Un rasgo muy característico de la sociedad española en tiempos recientes es la secularización. A comienzos de los ochenta tan sólo un tercio de los españoles podían ser descritos como católicos practicantes, proporción que disminuía a un quinto entre los más jóvenes. En realidad, más que incrementarse el número de los de los agnósticos (un 7 por 100 por un 2 al comienzo de la transición) lo que ha sucedido es que se ha incrementado de forma considerable el de quienes se reconocen como católicos no practicantes, cuyo número se ha triplicado. Sin embargo, permanece un difuso sentimiento de adscripción al catolicismo como se aprecia, por ejemplo, en determinados momentos cruciales de la vida, como el matrimonio, el nacimiento o la muerte. Más de la mitad de los españoles muestran una alta confianza en la Iglesia, a pesar de que en España, como en todo el mundo, ésta se no se caracteriza por su pluralismo o su funcionamiento no autoritario. En términos comparativos puede decirse que el conjunto de los españoles tiene más respeto a la Iglesia que a los sindicatos, pero menos que a la policía. Sin duda esto indica que no existe ya ninguna imposición social que induzca a la práctica religiosa, pero el aspecto más negativo, como veremos a continuación, es que ese vacío no siempre ha sido sustituido por la aparición de valores nuevos.

En cambio, gracias a que la sociedad española mantiene un apego indudable a formas de vida tradicionales, se explica la persistencia de los valores de la familia. En el fondo esta actitud deriva de una sociabilidad más profunda, característica de la Europa del sur frente a la individualista Europa del norte. Esa sociabilidad informal se testimonia en muchos otros aspectos: en España, por ejemplo, hay 133 000 bares, lugares de sociabilidad por excelencia, un número superior al de cualquier país europeo. El 80 por 100 de los españoles considera los valores relacionados con la familia decisivos y fundamentales. Así se explica que en España no hayan tenido incidencia fenómenos que se dan en otros países de la Europa actual. Por ejemplo, el número de personas que viven solas es, en términos relativos, menos de la mitad que en el resto de la Comunidad Europea. El divorcio ofrece unas cifras bajas y, aunque la tasa de ilegitimidad se ha multiplicado por seis entre 1970-1986, ofrece un nivel bajo; igual sucede con la cohabitación, en comparación con otras latitudes. El número de matrimonios civiles ha crecido entre 1976 y 1995 de 877 a 47 000, pero estas cifras testimonian secularización y no desaparición de valores familiares. En definitiva la familia se modifica tan sólo sus aspectos más vinculados con el pasado: ha desaparecido la familia troncal y la edad de formar un hogar se ha retrasado: ahora se sitúa en los 28 años en el caso del varón y 26 en el de la mujer. Lo fundamental —la cohesión, la autoridad paterna, la solidaridad intergeneracional y económica— permanece. Los valores familiares, de esta manera, han contribuido a aliviar en gran medida los problemas del paro. La juventud ha conseguido contrapesar en parte la ausencia de trabajo por el procedimiento de combinar de forma sucesiva el trabajo, el recurso a la economía sumergida y el paro, con protección de la seguridad social o sin ella, con la ayuda familiar.

Sin embargo, el mantenimiento de estos valores resulta compatible con una sensación de considerable perplejidad en muchos otros aspectos. En este sentido ha podido decirse que la sociedad española padece de una cierta «anomia», es decir, una carencia de reglas fijas y valores arraigados. Mientras que en el momento actual empiezan a emerger valores postmaterialistas en la sociedad española siguen subsistiendo algunos de carácter materialista, un tanto cínicos e insolidarios, pero respecto de los cuales el propio ciudadano se siente incómodo. Se comprende, por ejemplo, que los valores relativos a la moral sexual hayan cambiado mucho: un 80 por 100 de los jóvenes considera aceptables las relaciones sexuales prematrimoniales. Al mismo tiempo, sin embargo, entre los más jóvenes ha desaparecido un rasgo distintivo de la generación anterior, como era la ética del trabajo. Todo ello parece indicar una especie de situación intermedia en que una parte de los valores del pasado han entrado en crisis sin ser sustituidos por otros. Los valores típicos de una sociedad postmaterialista están surgiendo: se perciben en los más jóvenes —afiliados a las Organizaciones no gubernamentales— y en la existencia de problemas objetivos (en 1990 hubo que cerrar la central nuclear de Vandellós y dos años después unas 80 000 toneladas de crudo fueron arrojadas en las costas gallegas). Pero la sociedad española da la sensación con frecuencia de inercia y pasividad cuando no de comportamientos un tanto cínicos. Lo hemos visto en el caso de la actitud ante la política: el «democratismo cínico» tiene como consecuencia que sólo el 18 por 100 de los españoles respete a los políticos (el resto no piensa siquiera en cómo sustituirlos por otros mejores). Sólo uno de cada cuatro jóvenes dice estar dispuesto a defender a su país en caso de agresión. Si con ello parecen haber desaparecido los valores relacionados con la patria no está claro que otros los hayan sustituido.

Para concluir, existen otros aspectos en la sociedad española sobre los que merece la pena llamar la atención y que tienen cierta relación con los valores. En cuanto al fenómeno de la xenofobia que en otras latitudes, como en la vecina Francia, es muy intenso, en España no ha tenido trascendencia por la parquedad relativa de la inmigración. En 1993 había en España medio millón de residentes legales extranjeros y unos 200 000-300 000 ilegales. Por el momento el poco peso de la inmigración hace que el reparo ante el extraño se siga limitando al caso de los gitanos, a los que rechaza hasta el 27 por 100 de la población, si bien constituyen una minoría muy reducida. Pero si esta situación puede considerarse positiva es más que nada por la ausencia de valores negativos. Ahora bien, la ley de Asilo de 1994 y, en general, la legislación vigente en esta materia, siguen siendo un tanto cicateras.