Durante la primera mitad de la década de los ochenta PSOE había mantenido la intención de voto entre el 30 y el 40 por 100 mientras que el grado de satisfacción del electorado con González se mantenía altísimo, entre el 46 y más del 60 por 100 y la derecha no superaba más del 15 por 100 de la intención de voto, como media, antes del período electoral propiamente dicho. No obstante ha de tenerse en cuenta que en la elección de 1989 ya había constituido uno de los temas principales de la campaña la necesidad, expresada por la oposición, de que el PSOE perdiera la mayoría absoluta.
Durante el período entre 1986 y 1992 la intención de voto al PSOE siguió manteniéndose muy alta, entre un 24 y un 33 por 100, mientras que la de la derecha osciló mucho y sólo en la fase final se acercó a la cifra más baja de los socialistas. El momento en que se empezó a producir un cambio decidido en la opinión fue en 1991, momento en que el PSOE empezó a perder de forma definitiva la hegemonía de que había dispuesto hasta el momento en el voto urbano. Ya en 1992 el voto socialista resultaba muy distinto en su procedencia de aquel recibido una década antes: aunque el PSOE continuaba contando con un superior apoyo entre los parados, los jubilados y las amas de casa no era ya el partido de la clase media urbana en donde el PP empezó a tener ya una clara mayoría. En efecto, sólo una persona de cada cinco con un nivel educativo más elevado o un tercio de los profesionales estaban dispuestos a votarle en 1993, aunque contara con el 40 por 100 de los trabajadores y el 35 por 100 de los parados.
En parte este cambio en la estructura de voto socialista se explica por la acción del gobierno. Ya en 1991 el 56 por 100 de los encuestados pensaba que pagaba demasiados impuestos en comparación con los servicios estatales de todo tipo que percibía y la proporción ascendía hasta el 91 por 100 en el caso de los altos ejecutivos. Además, el porcentaje de los españoles que se identificaban con el centro-izquierda había pasado del 40 al 27 por 100. Estos datos hacen pensar que el modelo de apoyo social que hasta el momento había tenido el PSOE empezaba a agotarse. Por otro lado, idéntica sensación de agotamiento transmite la propia acción gubernamental. Aunque prosiguió la construcción del Estado de Bienestar —prolongación de la enseñanza hasta los 16 años gracias a la LOGSE, ley de pensiones no contributivas en 1990— el ritmo de la producción legislativa decreció claramente y en ocasiones se enderezó hacia campos conflictivos. El caso más característico fue la ley de seguridad ciudadana, considerada fundamental por el titular de Interior, Corcuera, y, sin embargo, muy controvertida como consecuencia de la oposición a la misma de sectores muy diversos.
Una parte sustancial de la ley acabaría por ser declarada anticonstitucional por el Tribunal Constitucional, lo que motivó la dimisión del ministro. Pero esos dos factores pueden explicar tan sólo un desgaste del PSOE que quizá no hubiera sufrido un espectacular drenaje de votos de no ser por la coincidencia de otros dos factores, que resultaron esenciales. El momento en que empezó el desmoronamiento del apoyo popular conseguido por el partido socialista se puede detectar de forma muy precisa porque coincide con la aparición de una serie de escándalos políticos. Éstos empezaron en los momentos inmediatamente anteriores a las elecciones de 1989 y se fueron agravando con al transcurso del tiempo. Resulta una injusticia atribuir a todos los socialistas aquello de lo que fue responsable tan sólo una parte ínfima pero, al mismo tiempo, no cabe la menor duda de que el exceso de pragmatismo, la sensación de que el fin era óptimo y cualquier atajo permisible, la larga permanencia en el poder que excitó al olvido de las responsabilidades y, en fin, una mala reacción inicial ante cualquier tipo de crítica, fueron vicios generalizados en la opción gobernante. Como tendremos ocasión de comprobar gran parte de los escándalos databan de la primera parte de gobierno socialista y sólo pueden comprenderse por las euforias del triunfo del cambio.
En 1991 el PSOE empezó a perder el voto urbano de modo que, el año siguiente, en que se celebraron en España las olimpiadas y, además, tuvo lugar la conmemoración del quinto centenario del descubrimiento de América, lejos de significar el máximo de esplendor del gobierno González representó el comienzo de su crisis ante el aprecio público. Pero, además, en ese mismo momento se hizo patente que en el partido gobernante convivían dos almas de difícil encaje. Los escándalos no sólo proporcionaron nuevas armas a la oposición sino que constituyeron un motivo para una división del PSOE que no se había producido hasta el momento y que se hizo patente de un modo muy exasperado ante la opinión pública, aunque nunca se tradujera en una escisión interna. En este sentido puede decirse que los dirigentes del PSOE habían aprendido la lección de la difunta UCD.
La primera cuestión que llamó la atención de la opinión pública fue la relativa al comportamiento en Sevilla de Juan, el hermano de Alfonso Guerra, creando una especie de pequeña satrapía del favor personal que le había permitido labrarse una pequeña fortuna de acuerdo con los más desacreditados procedimientos del viejo caciquismo.
Luego este personaje escribiría un libro en el que pretendió desacreditar a los «recién llegados» e «intelectuales de pacotilla» que querían «hacer el caldo gordo» a una prensa supuestamente interesada en la persecución de los socialistas. El vicepresidente del gobierno, que tuvo una reacción muy desafortunada a las críticas a su persona, quizá demostrativa de que en lo personal era mucho más frágil de lo que aparentaba, se despeñó a partir de este momento en el aprecio público hasta convertirse en uno de los personajes más impopulares de España. Recogió así las consecuencias de su propia mordacidad y de su precedente propensión a dar lecciones de comportamiento democrático al resto de la clase política. Pero lo que verdaderamente importa es el hecho de que Alfonso Guerra, que había controlado al partido socialista hasta entonces y siguió haciéndolo en el posterior Congreso de 1990, no abandonó de forma definitiva el gobierno hasta 1991 y, durante este período, y el posterior hasta 1996, llevó a cabo una auténtica guerrilla contra el sector más identificado con González. Cada descubrimiento de un nuevo caso de corrupción contribuyó a envenenar la relación interna en el seno del PSOE que, por tanto, pareció haber perdido la característica unidad que le había caracterizado hasta el momento.
Para entender lo sucedido es necesario, por un lado, remontarse a unos antecedentes previos y, por otro, ir desgranando la sucesiva aparición de escándalos que fue acompañando la vida del partido en estos años. Para todos los observadores del PSOE de los años ochenta el binomio González-Guerra parecía poco menos que indestructible. Moran describe la relación entre ambos como «una conexión sin reservas» y el propio Juan Guerra —quizá expresando en algún momento la posición de su hermano— calificó de «imposible» la ruptura entre uno y otro. Pero, en primer lugar, la relación entre estos dos protagonistas de la vida política española no fue nunca tan estrecha desde el punto de vista personal y, además, acabó demostrándose que había una considerable distancia entre sus opiniones respectivas acerca de la política gubernamental a seguir y a la concepción misma del partido. Más que intimidad, basada en la convivencia fuera de la relación de trabajo, la relación entre González y Guerra parece haber sido estrictamente política, basada en la complementariedad. El primero no consultó al segundo, por ejemplo, la decisión que tomó en 1979 acerca de un nuevo rumbo estratégico y de principios para el PSOE. Por su parte Guerra, a lo mejor consciente de sus insuficiencias, se resistió en 1982 a formar parte del gobierno, queriendo permanecer en la estructura del partido. No parece haber desempeñado ningún papel decisivo en las grandes opciones del ejecutivo durante la década de los ochenta y varios ministros describen su papel como escasamente relevante; él mismo, en ocasiones, se describió como «oyente», aunque a veces pretendió ser el cocinero en un almuerzo ofrecido por otro. González, en materia económica, siempre apoyó a Boyer a quien admiraba, primero, y a Solchaga después, mientras que Guerra se identificaba casi siempre con un populismo social un tanto superficial y de más que dudosas consecuencias a medio plazo. González siempre dejó claro que se gobernaba en Moncloa y no en Ferraz mientras que Guerra llevó al extremo el «patriotismo de partido» y, dentro de él, la identificación y protección a los suyos.
Lo que agrió las relaciones entre González y Guerra fue, aparte de esta diferencia considerable de criterio, la reacción de éste ante las acusaciones contra su hermano. Cuando, en febrero de 1990, se debatió lo sucedido en Sevilla, González llegó a vincular su persona con la de Guerra, como si el destino propio se jugara unido al de su vicepresidente. El XXXII Congreso del PSOE pudo dar idéntica sensación pues, en definitiva, el 80 por 100 de los cargos del partido se podían adscribir al «guerrismo». Pero las tensiones internas se recrudecieron a partir de este momento. En enero de 1991 el vicepresidente, que había presentado su dimisión tiempo atrás, fue destituido y tan sólo logró que se le autorizara a dar cuenta de la noticia él mismo. Refugiado en el partido hubiera podido pensarse que a partir de este momento se había establecido una división de trabajo entre ambos personajes. Resulta improbable, en cualquier caso, que tal fórmula hubiera podido concluir con éxito pero, en el remoto caso de que existiera una posibilidad de llegar a este resultado, la destruyó por completo el estallido de un nuevo escándalo.
En la primavera de 1991 aparecieron en la prensa informaciones en torno a FILESA, una trama de empresas destinadas a incrementar la financiación del partido socialista. El origen de estas malas noticias para el PSOE fue la información proporcionada por el contable enfrentado con la dirección por una reclamación laboral relativamente modesta. Se dio la paradoja de que en 1987 fue aprobada una generosa ley de financiación de partidos que le permitió al PSOE pasar de recibir unas subvenciones de unos 3600 millones anuales a 6000, incrementándose la del resto de los partidos políticos en proporción parecida. Estas importantes cantidades, sin embargo, no fueron nunca suficientes para satisfacer los deseos insaciables de lasa organizaciones partidistas. Es cierto que las elecciones eran muy caras —se calcula en 1200 millones cada una de ellas, en el caso del PSOE— y que los ingresos por cuotas de afiliación muy insuficientes —apenas el 5 por 100 del presupuesto— pero de cualquier modo parece evidente que siempre hubo una manifiesta megalomanía por parte de los gestores y, sobre todo, una absoluta carencia de escrúpulos a la hora de complementar la financiación regular con la irregular. Durante su corta duración FILESA cobró algo más de 1000 millones de pesetas a diversas empresas por trabajos que no habían sido efectivamente realizados pagando al mismo tiempo facturas del partido socialista relativas no sólo a campañas electorales sino también a alquileres de locales. Por si fuera poco no pagó impuestos cuando éstos hubieran debido ascender a casi 300 millones de pesetas.
Enfrentado con esta realidad el partido socialista se dividió de forma inmediata.
Quienes habían estado al frente de las responsabilidades ejecutivas y seguían estándolo mantuvieron la tesis, difícilmente sostenible, de que FILESA nada tenía que ver con el PSOE mientras que los más cercanos a González hubieran querido un reconocimiento de la culpa y una asunción de las responsabilidades por parte de los culpables. Es verdad que en un partido centralizado como el PSOE resultaba poco probable que se pudiera llegar a ninguna decisión sin aceptación de quienes estaban en superiores responsabilidades pero, al mismo tiempo, resulta concebible que quienes desempeñaban tareas gubernamentales ignoraran la forma de llevarse asuntos como la financiación. De ahí que González dijera haberse enterado de lo sucedido por la prensa. Nunca se tomó una decisión en este sentido en los supremos órganos de dirección del partido y, cuando empezó a actuar la Administración, se percibió el abismo existente entre las declaraciones imperturbables de los dirigentes del partido en relación con los criterios éticos siempre mantenidos y la realidad descubierta. Un juez, Barbero, llegó a incautar documentación en el Banco de España y en la sede del PSOE, pese a todas las dificultades que se le pusieron y, en marzo de 1993, peritos de Hacienda emitieron un dictamen que responsabilizaba al PSOE.
Mientras la imparable maquinaria de la Justicia se acercaba al centro de gravedad del aparato organizativo del PSOE se agriaron hasta el extremo las relaciones entre los dirigentes socialistas. Un factor más contribuye a explicarlo. Desde finales de la década de los ochenta Felipe González manifestó su deseo de no ser ya candidato a la presidencia por su partido. A la altura de 1991 se daba por supuesto que no lo sería ya en las elecciones siguientes y esto, como es lógico, multiplicó las expectativas de los «guerristas». González, propenso a cambios de estado de ánimo respecto a su dedicación a la política, parece, sin embargo, haber reaccionado con vehemencia y decisión ante la posibilidad que el partido quedara en manos de quien era ya su adversario. Con ello fomentó la respuesta ante el guerrismo de quienes eran sus principales colaboradores.
Serra, por ejemplo, se quejó de la «endogamia partidista» y del «espíritu de secta» indicando que en realidad los partidos no debían ser de los militantes sino de aquéllos que les otorgaban su confianza en las urnas. Almunia aseguró que el guerrismo no tenía «ni patrón ni rumbo ni futuro». En octubre de 1992, tras muchas dudas, González anunció que seguiría siendo candidato de su partido pero inmediatamente puso sus condiciones reivindicando una independencia del gobierno respecto del partido que él mismo siempre había dado por supuesta. Sus seguidores fueron conocidos como los «renovadores» pero, con la mención a ellos, no concluye el espectro de los grupos socialistas existentes en este momento. En toda la geografía peninsular quienes habían consolidado una influencia personal en votos y gracias al ejercicio del poder —los llamados «barones»— actuaron como elemento de contrapeso no adscribiéndose a una de las dos tendencias mencionadas. El momento más sonado de la contienda fue cuando, en abril de 1993, Benegas, el secretario de organización del partido (y, como tal, el número tres en el orden jerárquico) dimitió de su puesto quejándose de la actitud de varios innominados ministros y de los «renovadores de la nada». Fue este hecho el que provocó el adelanto de las elecciones. De este modo, además, se dio la paradoja de que un candidato que no quería serlo se vio obligado por las circunstancias a encabezar a un partido con el que no conectaba adelantando unas elecciones que nadie deseaba apresurar.
Mientras tanto, el efecto acumulado de la división interna de los socialistas y de estos escándalos tuvo como consecuencia que la legislatura 1989-1993 fuera un tanto estéril en contenidos y muy complicada en el mantenimiento de la imprescindible estabilidad. El gobierno debió apoyarse en los grupos de centro y en los nacionalistas vascos y catalanes a pesar de que tenía un apoyo parlamentario suficiente. Aunque de acuerdo con los resultados de las elecciones de 1989 el PSOE estaba en el borde mismo de la mayoría absoluta se apoyó en la fase final de este período de gobierno en los grupos, nacionalistas y no, de centro (PNV, CIU y CDS) que recibieron la denominación, por completo inapropiada, de «bloque constitucional», como si el PP no perteneciera a él. A medio plazo el resultado de esta colaboración no fue otro que hacer desaparecer las escasas posibilidades del CDS en un ambiente de crispación creciente mientras que los partidos nacionalistas mantenían sus votos. A ellos habría de tocarles desempeñar idéntico papel de apoyo a un gobierno minoritario en el futuro inmediato.
Mientras tanto el cambio en la actitud de la opinión pública respecto del PSOE se había profundizado y ello había tenido consecuencias electorales. A comienzos de los noventa ya un 89 por 100 de los españoles estaba convencido de que en España existía mucha o bastante corrupción y un 76 por 100 calificaba al PSOE como un partido «dividido». En torno a 1991 los cambios habían comenzado a hacerse patentes en la composición de ayuntamientos y de comunidades autónomas. En 1983 el PSOE dominaba 50 de los setenta mayores municipios y el 1987 todavía 45 pero en 1991 eran tan sólo 37. El PP pasó de tan sólo 12 a 22: uno de los conquistados en este año fue el de Madrid. En 1983 el PSOE gobernaba en 12 Comunidades Autónomas y el PP tan sólo en 3 pero en 1991 el primero sólo mantenía lo y el segundo había llegado a 5.
La consulta electoral de junio de 1993 fue precedida por informaciones, nacidas de encuestas previas, que daban prácticamente por segura la derrota de los socialistas. Sólo en un último momento, tras una campaña tan reñida y dudosa en lo que respecta a sus resultados como no se había producido en España desde 1979, el PSOE revalidó su victoria. Lo que la explica que la lograra deriva, en primer lugar, de la profundidad de su apoyo —o, por emplear los términos que luego utilizó González, por la «resistencia de su núcleo duro»— pero también por la forma en que su candidato abordó su actuación en los últimos meses. Aconsejado por su antiguo ministro de Educación, José María Maravall, González procuró dar la sensación de que estaba dispuesto a cambiar de actitud y hacer acto de contrición al mismo tiempo que descalificaba a su adversario —Aznar— como inexperto y proclive a resultar un peligro para el conjunto del país. Su gran jugada en el momento de la formación de candidaturas consistió en ofrecer el segundo puesto en la lista de Madrid al juez Garzón, que había dirigido las investigaciones en casos de droga y en el de los atentados de los GAL. El PP, que había conseguido crecer gracias a la denuncia de la corrupción atribuida a los socialistas, no llegó a visualizar de forma suficientemente clara su propia alternativa. Los otros candidatos se difuminaron ante los grandes protagonistas del enfrentamiento. Suárez, que se había retirado ya de la política, ni siquiera dijo apoyar al CDS y a IU le perjudicó el infarto de Julio Anguita y su previa actitud tendente a impedir la presencia en las candidaturas de aquellos elementos más renovadores. La gran novedad de la campaña fueron los dos enfrentamientos entre los candidatos principales, vistos cada uno de ellos por unos diez millones de personas. En el primero se impuso Aznar y en el segundo triunfó González, de quien puede decirse que ganó al final con un resultado muy ajustado.
Así lo prueban los resultados. Dieciocho diputados, cuatro puntos porcentuales y un millón de votos le separaron de su competidor. Las razones de la nueva victoria socialista pueden explicarse por el hecho de que González seguía siendo el político más apreciado pero, sobre todo, a la realidad de un súbito incremento de la masa de votantes. Lo que lo explica es simplemente el temor a la llegada del PP al poder que no llegó a hacer calar la impresión de que él produciría tan sólo un cambio responsable. El PSOE logró el 38 por 100 de los votos y 159 escaños, mientras que al PP le correspondieron el 34 y 141 respectivamente. Izquierda Unida tan sólo llegó al 9,6 por 100 y 18 escaños, uno más que en la elección precedente. Nacionalistas vascos y catalanes mantenían unos porcentajes y número de escaños semejantes a anteriores ocasiones; los segundos estaban en condiciones de proporcionar al PSOE la mayoría parlamentaria. Otro dato importante es que llegó al Parlamento, por vez primera, un grupo de cuatro diputados nacionalistas canarios.
Los resultados de las elecciones de 1993 parecieron en un primer momento destinados a proporcionar a la sociedad española un paréntesis de normalidad tras una campaña especialmente tensa. A fin de cuentas se había optado por quien ofrecía garantías de seguridad frente a una oposición que, por el momento, en el juicio mayoritario estaba lejos de significar algo parecido. Por otro lado, si el final de la legislatura anterior había sido muy complicado por la erupción de escándalos y como consecuencia de la división de los socialistas, al mismo tiempo González, que parecía estar ya de modo inevitable en el final de su trayectoria política, aseguró haber entendido el mensaje de los electores y estar dispuesto a llevar a cabo lo que denominó como «el cambio del cambio». La situación parlamentaria le obligó a acudir al apoyo de otros pequeños grupos parlamentarios. Desaparecido el CDS de Suárez, hubo de recurrir a los nacionalistas vascos y catalanes, quienes eligieron la fórmula de apoyarle en el Parlamento pero sin participar en el gobierno. Esta parece haber sido la decisión de los catalanistas, desde un principio, escaldados por el fracaso de la «operación Roca» en 1986, y también la de los vascos, que en un primer momento se mostraron más dispuestos a entrar en el gobierno. Esta colaboración no tenía, en principio, por qué tener efectos negativos: de hecho hubiera podido limitar las pretensiones hegemónicas del PSOE, reduciendo su poder, y, de paso, integrar a los nacionalismos en una tarea de colaboración. A medio plazo, sin embargo, el apoyo parlamentario de los catalanes, al suponer la obtención de contrapartidas materiales importantes, como ya se ha indicado, contribuyó de modo importante a envenenar la vida política presentando de forma más áspera la relación entre el centro y la periferia. Otro aspecto aparentemente positivo y novedoso de lo sucedido inmediatamente después de las elecciones fue la formación de un gobierno en que un elevado número de los componentes eran independientes. En su gestación parecieron haber jugado un papel importante Serra y Solana, lo que parecía abrir el camino a una sucesión sin discontinuidad de González. Éste, por otro lado, pareció decidirse por tomar firmemente y desde un principio las riendas del partido.
Colocó al frente de la minoría parlamentaria a Carlos Solchaga y, en marzo de 1994, en el XXXIII Congreso del partido, triunfó de forma clara sin, al mismo tiempo, provocar un incremento de las discordias internas. Pero, al cabo de muy pocos meses, el gobierno González, que había pasado por años sin penitencia alguna durante la década de los ochenta, pareció condenado padecerla toda en este momento. Lo curioso del caso es que gran parte de lo acontecido en este momento fue el inevitable legado de cuanto había acontecido con anterioridad.
Hubo hechos que nada tenían que ver con la gestión del partido socialista pero que eran otros tantos escándalos que acabaron por repercutir sobre él. La crisis económica padecida en torno a 1993 derrumbó expectativas megalómanas y carentes de cualquier justificación que, sin embargo, parecieron serias un tiempo atrás. En diciembre de 1993 fue intervenido Banesto. En su Presidencia hacia seis años figuraba Mario Conde, un aventurero convertido en símbolo de una época, cuyas desmesuradas pretensiones habían llevado al Banco a necesitar 600 000 millones de saneamiento y 200 000 más para cubrir su déficit patrimonial. Durante su gestión Conde no había dudado en tener una presencia pública, en participar en medios de comunicación e incluso en mostrar un interés por la política, contratando a figuras de segunda fila en el entorno de la derecha, en un momento en que González se acercaba al final de su trayectoria como Presidente y no parecía surgir una solución definitiva como relevo a él en las filas de la oposición. Cuando la intervención se produjo lo interpretó como una maniobra política en contra suya cuando, en realidad, era inevitable: su gestión había sido pésima para los intereses del Banco y pronto se descubrió que, además, en ella habían abundado los trasvases y operaciones especiales en beneficio propio o de sus colaboradores. En noviembre de 1994 una querella presentada contra él le exigió una elevadísima fianza y le llevó a la cárcel.
Cuando este acontecimiento se produjo ya había sido interrogada por el juez la dirección de la UGT como consecuencia de la situación de Promoción Social de Viviendas, una entidad cooperativa surgida por la misma época en que Conde llegó a la Presidencia de Banesto. PSV constituyó la concreción de un gran propósito colectivo del sindicato socialista, el de convertirse en una entidad de servicios para los afiliados, destinada en especial a resolver un problema, el de la vivienda, en el que la gestión pública se había mostrado ineficaz. 130 000 familias solicitaron su vivienda a través de PSV y sólo 22 000 fueron aceptadas, haciendo un desembolso de unos 70 000 millones, de los que 20 000 se volatilizaron. La idea hubiera sido excelente si la gestión no hubiera resultado megalómana. Sotos, su gerente, se embarcó en numerosas empresas de difícil justificación como, por ejemplo, un proyecto destinado a elevar una gigantesca esfera armilar en un terreno en Madrid que ni siquiera tenía licencia de construcción.
Poco tenía que ver todo esto con la gestión del gobierno socialista pero se plantearon problemas económicos en PSV: quienes estaban al frente requirieron la intervención del Gobierno, a quien reprocharon la ausencia de ayuda debido a los enfrentamientos que había tenido con el sindicato. En 1987 Redondo había abandonado el grupo parlamentario socialista y en 1989, tras la huelga general, se negó a apoyar al PSOE en las elecciones. En 1994, durante el peor momento en lo que respecta a la situación económica de PSV, las relaciones entre el Gobierno y el sindicato eran muy duras (se estaba planteando un nuevo intento de huelga general). Esta situación convirtió un problema de gestión en algo diferente, al darse una interpretación política a lo sucedido. De nada en estas dos cuestiones fue culpable el gobierno de González pero todo ello estuvo menos claro en el momento en que estallaron ambos escándalos. No faltaban razones para justificarlo: al mismo tiempo que se producían tenían lugar otros de los que fue responsable directo o, al menos sujeto paciente parcial, el propio Ejecutivo. En tan sólo los meses de mayo y junio de 1994 se produjeron los siguientes acontecimientos: huida del Director General de la Guardia civil, Luís Roldan, acusado de gestión delictiva en el manejo de los recursos del organismo que dirigía, lo que a su vez tuvo como consecuencia la dimisión del ministro del Interior, Asunción —que había sustituido a Corcuera cuando a éste el Tribunal Constitucional le había declarado inconstitucional su ley de seguridad ciudadana—; detención de Mariano Rubio, ex gobernador del Banco de España, y de Manuel de la Concha, ex síndico de la Bolsa de Madrid, como consecuencia de comportamientos incorrectos desde el punto de vista fiscal y de la gestión del patrimonio del primero, lo que provocó de forma inmediata la dimisión de Solchaga, que le había avalado de forma pública cuando se demostró que había mentido ante las Cortes; la dimisión del ministro de Agricultura, Albero, por incorrecto comportamiento fiscal; el abandono de su cargo por parte del juez Garzón, de quien se había servido González para la obtención de su victoria electoral pero que no había acabado de obtener el papel relevante que solicitaba; la destitución del fiscal general del Estado, Eligio Hernández, antes de que se declarara ilegal su nombramiento; la aparición de un informe acerca de Banesto financiado con fondos reservados y que por un momento pudo parecer a algunos injustificable y, en fin, los primeros rumores de corrupción generalizada en la gestión de la comunidad autónoma de Navarra, de la que serían culpables sus máximos dirigentes socialistas. Tal avalancha hizo concluir a uno de los principales anuarios políticos que ese año fue «un año frenético que acabó con los españoles en el diván del psiquiatra», eso sí, después de que las circunstancias les hubieran obligado a aprender derecho a marchas forzadas. El juicio de la opinión pública acerca de su propio gobierno se deterioró hasta el extremo. En octubre de 1994 dos de cada tres españoles no creían en la palabra de González y a fines de año más de un tercio consideraba imprescindible una nueva convocatoria electoral.
Pero ni aun así concluyeron las calamidades padecidas por el gobierno y, como consecuencia, por el conjunto de los españoles. Otra encuesta, realizada a comienzos de 1995, reveló que más del 78 por 100 de los españoles consideraba que el gobierno estaba implicado en algún modo en el asunto de los GAL. Hay que tener en cuenta, en efecto, que en el mismo momento en que se producían todos estos escándalos volvió al primer plano de la actualidad política la cuestión del terrorismo de Estado. El intento de Belloch, ministro de Justicia e Interior en sustitución de Asunción, de intentar conducir por los caminos de la legalidad a la administración policial se saldó con unos resultados que, no por regeneradores, resultaron, en lo político, más desastrosos. Hasta mayo de 1994 los policías Amedo y Domínguez, a los que se había responsabilizado en exclusiva de los GAL, aunque persistió la duda de si no habrían recibido instrucciones y financiación de procedencia superior, estuvieron recibiendo cantidades mensuales de 400-600 000 pesetas, aparte de disponer de 200 millones en una cuenta en Suiza.
Llevaban seis años en la cárcel purgando penas de cien años como consecuencia de delitos que podían haber supuesto unos 40 muertos. La suspensión de esas ayudas económicas obedeció a un propósito de rectificar la política hasta ahora seguida por el gobierno. Siempre cabrá la duda de si, como dijo Belloch, el principal responsable de la misma fue González o si, como se afirma en las memorias de uno de los colaboradores del primero, el presidente simplemente dejó hacer. El hecho es que, según este mismo testimonio, a Belloch le sucedió lo que a Gorbachev: llegó tarde, hizo su reforma en el peor momento, se ejecutó a salto de mata y, en un plazo muy corto de tiempo, condujo a una fase de descontrol absoluto.
Irritados por la pérdida de sus fuentes de financiación Amedo y Domínguez recuperaron la memoria y denunciaron a quienes, siendo sus superiores habían instigado o colaborado en los GAL. Con sus denuncias consiguieron salir de la cárcel y que los secretarios de Estado Vera y Sancristóbal y el ex ministro Barrionuevo, amen de muchos otros cargos policiales, fueran procesados e incluso se planteó la posibilidad de una responsabilidad judicial de González. Lo sucedido en el caso de estos dos policías se complementó con lo que hizo Roldan a partir de comienzos de 1995. Detenido en febrero en Laos se le había hecho pensar por parte de un supuesto amigo —que en realidad colaboraba con Interior— que sólo podría ser juzgado por delitos menores destinados a suponer penas leves. Cuando descubrió que era no el autor sino el sujeto pasivo de un engaño empezó a declarar ante el juez buena parte de lo que sabía. Sus revelaciones no pusieron en peligro directo al gobierno pero ofrecieron indicios serios de que la guerra sucia no sólo había tenido como instrumento los GAL sino también a las propias fuerzas de seguridad, en especial a la guardia civil, y de que la utilización de los fondos reservados de Interior se había hecho con unos criterios de todo punto inaceptables incluyendo los del lucro de algunos de los principales responsables.
Además Roldan ratificó los indicios de corrupción en Navarra.
Finalmente otro presunto delincuente, Conde, trató, como en los casos anteriores, de llevar a cabo una especie de chantaje merced a la información de que disponía. La grabación y almacenamiento de conversaciones privadas realizadas en teléfonos móviles llevada a cabo por la inteligencia militar (CESID) trató de justificarse por un vacío legal cuando resultaba evidente que de ningún modo podía ser tolerada d e acuerdo con el texto de la Constitución. Quien las había realizado —el coronel Perote— enfrentado con sus superiores las utilizó, ya en la cárcel ofreciéndoselas a Conde. Éste, a través de su abogado y de terceras personas —una de las cuales fue el propio ex presidente Suárez— acudió en junio de 1995 al propio González en solicitud no ya sólo de facilidades para librarse de las penas de cárcel que le amenazaban sino también para solicitar una especie de indemnización de 14 000 millones, lo que daba indicios de su megalomanía. El escándalo de las cintas grabadas por el CESID tuvo como consecuencia política no sólo la dimisión del vicepresidente del Gobierno Narcís Serra y del ministro de Defensa, García Vargas, sino también la retirada del apoyo parlamentario catalanista al gobierno y, en consecuencia, la disolución de las Cortes con la convocatoria de nuevas elecciones.
En definitiva, a partir de la primavera de 1994, tal como se dice en el título de un libro publicado pocos meses después de las elecciones, la democracia española se vio puesta seriamente a prueba. Lo peor del caso no residió tanto en la catarata de descubrimientos y revelaciones producidos o en el clima social cercano a la histeria que duró tantos meses. Ninguna de las informaciones procedentes de unos delincuentes cada vez menos presuntos detuvo el proceso normal de la justicia ni estuvo en peligro de afectar de forma seria a las instituciones. Pero, con la perspectiva que da el tiempo, parece evidente que ninguna de éstas actuó de forma debida, aunque la culpabilidad respectiva resulte muy variada. González, sin duda, estuvo muy lejos de cualquier liderazgo moral. La actitud del gobierno ante los sucesivos escándalos empezó por negar todo y, luego, tener que admitir la realidad de unas acusaciones pero eludiendo responsabilidades o limitándolas al mínimo. Nunca ofreció una interpretación global acerca de por qué habían sucedido todos estos escándalos y cuál era su parte en la génesis de que esta situación se pudiera haber producido. Bien es verdad que si González hubiera dimitido, asumiendo su responsabilidad política, hubiera sido peor no sólo para su partido sino quizá para el propio sistema político. La oposición no fue protagonista principal de la revelación de todos estos escándalos sino que normalmente se limitó a presenciar su gestación y a aprovecharlos pero convirtió lo sucedido en un juicio al socialismo y no a algunos socialistas. Además, en la práctica, llevó a cabo una alianza contra natura entre derecha y extrema izquierda que ni podía ser duradera ni ofrecía otras posibilidades que las meramente destructivas. Una parte de la prensa, aun jugando un papel positivo en la revelación de verdades objetivas, no sólo ejerció el papel de instrumento de información sino que actuó de un modo beligerante e incluso asumió la competencia de los jueces equivocándose a menudo (por ejemplo en la afirmación de que Roldan iba a ser liberado o que las escuchas del CESID habían sido ordenadas por el gobierno). Además tuvo demasiada complicidad con los delincuentes que eran tratados casi como héroes cuando revelaban lo que podía perjudicar al adversario político y, en ocasiones —en especial en el caso de Conde— en complicidad objetiva con sus intereses olvidando que pecaba de aquello mismo que reprochó a su adversario, el olvido de la necesaria moralidad de los medios al margen de la bondad de los fines. La propia judicatura tuvo en su actuación aspectos que no pueden menos de ser calificados como turbios. No parece un comportamiento justificable que un juez que ejerce un cargo político, al abandonarlo, irritado contra el Ejecutivo al que perteneció, pueda hacerse cargo de un caso que se refiere a ese mismo gobierno y al ministerio en el que ha desempeñado su función. Tampoco parece justificado que se premie con la excarcelación a quien revela delitos que él mismo cometió. Lo que importa, en todo caso, es que toda esta difícil prueba padecida por la democracia fue superada al fin.
En estas circunstancias las elecciones, celebradas en marzo de 1996, dieron la victoria al PP aunque por un margen mucho más estrecho del previsto ya que rozó tan sólo el 39 por 100 de los votos, con un incremento de cuatro puntos y 156 diputados mientras que el PSOE apenas descendió un punto 37,5 por 100 —manteniéndose en 141 diputados—. González había arriesgado en la campaña hasta el extremo de hacer figurar a Barrionuevo, ya procesado, en las listas electorales de su partido. A pesar de ello la diferencia entre los dos grandes partidos fue de tan sólo unos trescientos mil votos. La crispación misma, que hizo urgente el relevo de los socialistas, acabó por perjudicar a la oposición de derechas que no dejaba de provocar serias prevenciones. El resto de las fuerzas políticas no vio modificada en lo fundamental su situación parlamentaria. Izquierda Unida, por ejemplo, llegó a 21 diputados, tan sólo tres más de la cifra que tenía en el Parlamento anterior. La alternativa política se había convertido en una realidad aunque para plasmarse en un gobierno necesitara de la colaboración de los partidos nacionalistas, que eran ya los únicos situados en el centro del espectro político tras la volatilización del CDS de Adolfo Suárez. Una sociedad profundamente cambiada en las dos últimas décadas esperaba la llegada al poder del PP con expectación.