En el momento de la llegada de los socialistas al poder la situación económica parecía tan lamentable como se ha señalado en páginas anteriores. El segundo impacto de la crisis de la energía se había solapado con el primero sin que la situación política hubiera permitido responder a la situación existente con una política coherente y duradera. Mientras que la inversión retrocedía, el desempleo caminaba por encima del 15 por 100, el déficit se situaba por encima del 5 por 100 del PIB, la balanza exterior arrojaba un serio resultado negativo y el crecimiento permanecía en unos niveles inferiores al 1 por 100. El ajuste industrial y energético permanecían pendientes. Por si fuera poco, las perspectivas de futuro estaban también entenebrecidas por el hecho de que el propio PSOE llegó al poder con un programa electoral que era la antítesis de la ortodoxia económica. La promesa de crear 800 000 puestos de trabajo mediante inversión pública directa y empleo creado por la Administración no podía tener otro resultado que el experimentado en Francia con una política semejante, es decir, la devaluación de la moneda —hasta tres veces en pocos meses— y la inflación.
Sin embargo, esa política no se llevó a cabo ni parece haber estado siquiera en el horizonte de los propósitos gubernamentales con lo que a quienes la defendieron sólo se les puede atribuir irresponsabilidad por la consciente exageración de unas promesas que ni siquiera eran necesarias, pues aún sin ellas el PSOE hubiera llegado perfectamente al poder. En realidad, los ejecutores de la política económica fueron técnicos situados en el sector más templado de la socialdemocracia como, por ejemplo, Miguel Boyer, que había iniciado la transición en el centrismo, precisamente debido al tono radical que creía percibir en la actitud del PSOE, y Carlos Solchaga quien, formado en los Estados Unidos, fue economista del Banco de España entre 1967 y 1976 y había trabajado luego en el Banco de Vizcaya. Este último, que fue la persona más estable en todo el equipo económico de González y al que éste trató de convertir en eje principal de su política en el interior del partido, había defendido públicamente en 1981 una contención de los salarios reales en una ponencia titulada «Una propuesta para transitar por la crisis» que el propio partido aprobó. Esta actitud coincidía enteramente con los informes del Banco de España que estaban ya, además, por el recorte de la inflación y la contención del gasto público.
Además, ambos gestores de la política económica socialista habían sido defensores de los Pactos de la Moncloa frente a otros socialistas. En el fondo, por tanto, la política económica seguida por los gestores socialistas fue una continuación de la anterior seguida a menudo con mayor decisión, pero también con mayores discrepancias en el seno del partido del gobierno. Si los males de la economía española tuvieron como consecuencia que no se aprovechara la recuperación del ciclo sino con bastante tardanza, al menos la estabilidad política permitió desarrollar un plan coherente que hasta entonces había resultado imposible. Claro está que la etapa de UCD supuso también una precondición para el éxito de la gestión socialista en cuanto que puso en marcha un instrumento imprescindible, la reforma fiscal. Gracias a ella la recaudación creció a un ritmo del 6,4 por 100 anual en términos reales, de tal manera que en 1990 se había logrado duplicar el ingreso fiscal para un PIB que se había incrementado en un 40 por 100. En este punto se había producido una homologación entre la economía española y el resto de las europeas. Dos tercios del incremento de la recaudación procedieron de los impuestos de la renta o de sociedades. La fiscalidad directa creció en 5,5 puntos porcentuales del PIB entre 1980 y 1990, mientras que la indirecta sólo lo hizo en 3.
La primera fase de la política económica socialista, protagonizada por Boyer, consistió en realidad en una operación clásica de ajuste, con su componente de saneamiento reducido a unas proporciones modestas. La prioridad esencial de la política económica se dirigió a la reducción de la inflación, que descendió del 14 al 8 por 100 desde 1982 a 1985 y seguiría bajando con el transcurso del tiempo en un cambio espectacular para lo que había sido la tradición pasada de la economía española. El ajuste se llevó a cabo a costa del empleo, pues la tasa de paro alcanzó el 22 por 100. Por lo tanto no sólo no se cumplieron las previsiones en lo que respecta a la creación de puestos de trabajo, sino que probablemente se destruyó en estos años un número de empleos semejante (600 000) al que se había prometido crear. Particularmente afectadas resultaron la industria textil y la siderometalúrgica. La reconversión industrial se había hecho ya absolutamente imperiosa teniendo en cuenta la falta de previsión anterior y la dilación durante la etapa centrista. En efecto, la producción de la siderurgia había pasado en la década iniciada en 1965 de 3 millones de toneladas a 11 pero ya en 1979 sólo se consumían dos tercios. No sólo estaba en marcha una nueva planta en Sagunto sino que en su momento existieron planes para instalar otras en Gibraltar y en Galicia.
La construcción de grandes buques era ya un ejemplo de industria obsoleta.
En contrapartida la aparente modestia del programa de política económica acabaría por tener resultados positivos a medio plazo. El desequilibrio exterior se había enderezado ya en 1984 y pudo llevarse a cabo la llamada reconversión, aunque en realidad se trató más bien de un simple ajuste que utilizó la promesa de reindustrialización como medio para hacer que se superara ese mal trago por parte de los sindicatos. Los ajustes laborales no se detuvieron tan sólo en las industrias afectadas por la crisis, sino que aparecieron también en otros campos: el INI y la RENFE disminuyeron en un tercio sus plantillas y las transferencias presupuestarias a organismos públicos y empresas se redujeron a un tercio en términos de porcentaje de PIB. Todos estos factores explican que, así como durante la crisis en los países europeos el paro pasó de en torno a un 2,5 por 100 hasta un 11 por 100, en España lo hizo hasta el 23 por 100. En cambio, fueron menores en trascendencia el número y la entidad de las medidas que suponían una política más allá del ajuste. El Plan Energético estableció unas pautas que debían haber sido elaboradas antes y no supuso otra cosa que la nacionalización de la red de alta tensión —medida que ya había recomendado el propio Fuentes Quintana— con lo que su impacto real sobre la propiedad de la industria española fue modestísima. En cambio, la expropiación de RUMASA fue una operación técnicamente incompetente y de dudosa constitucionalidad, al aplicarse por decreto-ley.
Es muy posible que luego, en el momento de la reprivatización, beneficiara a algunos intereses privados cuando una intervención del holding hubiera bastado para solucionar los problemas creados por sus gestores.
Sin embargo, los efectos de esa política económica acabaron percibiéndose con el transcurso del tiempo. A partir de 1985 y, sobre todo, de 1987, con una cierta tardanza con respecto al resto de los países europeos, se produjo el cambio de sentido del ciclo y la economía española creció a un ritmo anual de 4,5-1,5 por 100, un porcentaje muy alto, superior en uno o dos puntos a la media de los países europeos y comparable con lo sucedido en los años sesenta. Durante este período de tiempo se crearon 1 800 000 puestos de trabajo con lo que se dio respuesta, al menos parcial, a la demanda de empleo anterior, a la de los jóvenes y a la de la mujer. Sin ese crecimiento no hubiera sido posible poner en marcha un Estado de Bienestar, como veremos se hizo durante este período. Al mismo tiempo la prosperidad económica permitió una fuerte inversión pública en infraestructuras, que fue incrementándose a un ritmo del 0,5 por 100 anual y llegó en 1991 a suponer 5 puntos del PIB. En general, hubo unas disponibilidades presupuestarias elevadas, entre otros motivos porque el déficit público no disminuyó tanto como fuera de desear en algunos ámbitos, como en investigación y desarrollo, donde los incrementos fueron espectaculares. Hay que tener en cuenta los aspectos criticables de la inversión pública. Como admitirían algunos de los propios gestores de la política económica socialista el recurso a las autovías públicas acabó por tener el inconveniente de la dudosa calidad de las mismas y la protección al desempleo fue demasiado generosa, aparte de administrada con graves defectos.
El crecimiento económico prosiguió desde 1985 hasta que, en 1992-1993, se produjo una crisis, general en Europa, que resultó grave pero poco duradera, de modo que en el primero de los años citados sólo creció un 0,7 por 100 y en el segundo, la cifra fue negativa. El propio proceso de unificación europea, con sus titubeos y dificultades contribuyó a ella. Pero ya en 1994 se había iniciado la recuperación. Durante el período final de la década de los ochenta y comienzo de los noventa se dio la paradoja de que la economía española se caracterizó por una política monetaria estricta y una política presupuestaria bastante laxa. Se produjo un importante flujo de capitales extranjeros hacia España atraídos por unos tipos de interés altos. Dichos capitales —que pudieron tomar alrededor del 25 por 100 de las participaciones españolas— se dirigieron a la compra de empresas existentes más que a la promoción de otras nuevas. El interés de los inversores, fomentado por algunas frases demasiado megalómanas de algún ministro, se dirigió a determinadas sectores, principalmente la alimentación y el automóvil.
Durante la crisis de 1992-1993 fueron manifiestas ya las limitaciones de la gestión socialista de la economía. Una peseta fuerte y unos tipos de interés muy altos estimularon la presencia de capitales extranjeros que crearon una euforia, en gran parte especulativa, pero que resultaba también parcialmente inevitable porque nacía de la globalización de la economía mundial. Pero lo peor para la marcha de la economía fue el hecho de que, a finales de los ochenta, la principal oposición al gobierno fuera la sindical, mucho más que la política. Los sindicatos españoles han sido, desde el comienzo de la transición, unos sindicatos volcados a la concertación, pero que muy pronto quedaron reducidos a la representación ante los patronos, contando con la afiliación de una pequeña proporción de la clase trabajadora. La tendencia hacia la concertación se mantuvo desde los Pactos de la Moncloa porque los patronos trataron de multiplicar su legitimidad y los líderes sindicales el reconocimiento de su papel, pese a la escasa afiliación. Sin embargo, ya en 1987, reclamaron, por discrepancias de fondo con la línea seguida por el gobierno, una elevación de salarios hasta dos puntos porcentuales por encima de la inflación prevista y, como ya sabemos, a fines de 1988, el intento del gobierno de introducir un Plan de Empleo Juvenil tuvo como consecuencia una protesta que se liquidó por parte del gobierno con importantes cesiones. Desde 1989 a 1992 casi se duplicaron los fondos destinados a cubrir el desempleo, en un momento en que cambiaba el ciclo económico. A este incremento del gasto público hubo que sumarle, además, la puesta en marcha del Estado de las Autonomías —que multiplicaron por seis su deuda— y los gastos extraordinarios destinados a la celebración de los acontecimientos de 1992 (La Expo sevillana y las Olimpiadas). Las consecuencias fueron detestables en lo que respecta al gasto público. En 1993 el déficit del Estado era superior al 6 por 100 en cifras de PIB y aún se elevaría más de un punto, mientras que cinco años antes se situaba en un poco más de la mitad; en los años ochenta se mantuvo entre un 5 y un 6 por 100 del PIB. Una parte de la responsabilidad en ello no puede ser atribuida tan sólo a las razones indicadas, sino también a la pura y simple deficiente ejecución de la política presupuestaria.
En general, al gobierno socialista no le acompañó el éxito en su política económica en muchos aspectos, pero sí lo consiguió en algunos terrenos. Ya en los noventa, la inflación empezó a situarse por debajo del 6 por 100, una cifra hasta entonces poco frecuente en la economía española, pues suponía una ruptura en su habitual comportamiento que ha resultado ya irreversible. La renta per cápita era en 1994 un 36 por 100 superior a 1974 y un 9 por 100 que en 1985. En cambio, el problema del paro no sólo no fue resuelto en los mejores momentos del ciclo, sino que reapareció con toda su crudeza con el transcurso del tiempo en ocasión de una nueva crisis. El número de trabajadores ocupados pasó de unos once millones a doce y medio a comienzos de los noventa, pero cuando la situación económica empeoró volvió a subir llegando incluso a un porcentaje inédito, nada menos que el 24 por 100. El paro sigue constituyendo la principal diferencia entre la economía española y la europea hasta el punto de que, de no existir, la renta per cápita española se aproximaría el 90 por 100 de la media en Europa cuando en realidad está 10 puntos por debajo. Los factores de los que deriva esta diferencia con respecto a los países del entorno son muy variados. La insuficiencia en el crecimiento de la productividad, el hecho de que parte de la inversión sea especulativa y la pequeñez de las empresas españolas contribuye a ello. Pero también y principalmente lo facilita la propia regulación del mercado de trabajo en España. En realidad existen dos mercados: uno principalmente público y protegido y otro privado, más flexible, y relativo sobre todo a los más jóvenes. En el último período gubernamental socialista, tras las elecciones de 1993, Pedro Solbes, responsable principal de la política económica, consiguió encauzar un cierto cambio en esta materia cuyos efectos, sin embargo, no aparecerían de manera clara hasta la etapa posterior. El fracaso del intento de huelga en 1994 contribuyó de forma poderosa a ello. Se debe tener en cuenta, en fin, el hecho de que las encuestas descubren la existencia en España de un trabajo oculto del que pueden beneficiarse más de tres millones y medio de personas, principalmente amas de casa.
A la hora de establecer un balance completo de la evolución económica al final de la etapa socialista es preciso indicar que de ella se extraen, a la vez, indicios de cambio profundo y de estabilidad. El primero se aprecia en el grado de apertura de la economía hacia el exterior, fenómeno que resultaba impredecible incluso a mediados de los setenta y que se ha convertido en una realidad palpable en todas las latitudes. Su consecuencia ha sido que sectores industriales cruciales en otro tiempo hayan perdido su papel relevante en la economía española. En 1994, por ejemplo, la mitad de los vehículos matriculados en España había sido producida en el extranjero mientras que la producción de vehículos para la exportación se había duplicado. Por esas fechas la exportación española venía a representar el 3 por 100 de la mundial. Otro aspecto del dinamismo se refiere a la liberalización del intervencionismo estatal preexistente.
Aunque el camino hacia esta última se había abierto ya a mediados de los noventa, distaba mucho de ser similar a la de otros países europeos en terrenos como los servicios o el mercado de trabajo. Así, por ejemplo, los arrendamientos urbanos se liberalizaron en 1984 y con posterioridad, en 1994; en las mismas fechas hubo disposiciones relativas al mercado de trabajo pero en este último terreno existía una distancia importante con la realidad de otras latitudes europeas.
Un cambio espectacular más se refiere al papel del Estado en la vida económica a pesar de que, como sabemos, no se utilizó en ningún momento el sector público como mecanismo básico de actuación en el terreno económico. Entre 1980 y 1993 el papel del gasto público en términos del PIB pasó del 33 al 49 por 100 producido, principalmente, por el crecimiento de los impuestos directos. El impacto creado por la presión fiscal ha sido tanto más relevante cuanto que se ha producido en un plazo de tiempo reducido en términos comparativos con otros países. Este incremento del gasto ha estado dirigido a fines sociales, principalmente la creación de un Estado de Bienestar o, más genéricamente a la protección social. En 1980 España era, junto a Grecia, el país más retrasado de Europa en lo que respecta a esta materia y, al final de la década, el porcentaje se había reducido de forma considerable. Según Maravall, en el período 1980-1994, España consiguió pasar de un gasto social equivalente tan sólo al 65 por 100 de la media en Europa a un 87 por 100.
Algunas cifras pueden servir para dar cuenta de la importancia de la tarea realizada. El número de beneficiarios de la política de desempleo se incrementó en un millón y medio de personas, el de estudiantes en más de dos y el de acogidos a la sanidad pública en nueve millones y medio. La gran transformación producida en el gasto público se refiere de forma principal a la Educación, apartado que pasó de representar el 2,8 por 100 del PIB al 4,7 por 100. Aunque en esta materia el impulso inicial data de la época de la transición, no cabe la menor duda de que los gobiernos socialistas lo prolongaron y profundizaron. La escolaridad se prolongó hasta los 16 años gracias a la LOGSE (1990), se crearon nuevos puestos escolares y también se amplió de manera considerable el número de becarios. El porcentaje de escolarización de los niños entre 14 y 18 años pasó del 50 al 70 por 100 de los alumnos. El importe de las becas se multiplicó por 6 en 1982-1992 y el número de beneficiarios pasó de 500 a 800 000. En diez años, en fin, se duplicó el número de estudiantes de Formación Profesional. En segundo lugar, la sanidad pública se generalizó a la totalidad de la población española y, en fin, la seguridad social no sólo amplió de manera muy considerable el número de sus beneficiarios (en 24 meses pasaron a percibir el seguro del 49 por 100 al 70 por 100 de los inscritos en las oficinas del Instituto Nacional de Empleo), sino que se actuó sobre los sectores más desfavorecidos mediante procedimientos especiales (pensiones no contributivas). También en este caso la brusquedad del proceso de cambio producido contribuye a explicar una parte de las críticas que este Estado de Bienestar ha recibido. La mayor parte de ellas se refieren no tanto a él en sí, como a ciertas disfuncionalidades y desigualdades que existen en su seno y al problema de las pensiones que se plantea como grave a medio y largo plazo teniendo en cuenta el envejecimiento de la población.
El incremento de la igualdad en el seno de la sociedad española ha sido relativamente escaso durante esta etapa en comparación con el final de los años setenta, afectando tan sólo a un 1 por 100 de la riqueza total. De todos los modos se ha calculado que entre 1980 y 1990 el 10 por 100 más pobre de los españoles ha incrementado su renta en un 17 por 100, mientras que el 10 por 100 más rico la ha visto disminuir en un 5 por 100.
Pero los testimonios de estabilidad se pueden apreciar también en la distancia existente entre la renta per cápita española y la media de la europea. A pesar de que durante los mejores años de la etapa de gobierno socialista el crecimiento ha estado por encima de la media europea, en 1990 la renta per cápita española era el 80 por 100 de esa media europea, porcentaje que es idéntico a aquél que existía en 1975. Cuando los socialistas españoles llegaron al poder la cifra que medía esa distancia era el 75 por 100. Esos cinco puntos de diferencia ponen de manifiesto el predominio de la política sobre la economía en los años de la transición en los que la respuesta a la crisis debió quedar dilatada ante la urgencia de cambiar el régimen político.
Otra muestra de estabilidad (o, si se quiere, de ausencia de dinamismo suficiente) a estas alturas se puede apreciar también en la situación de la empresa española. Para ella la competencia exterior no era ya una opción sino una obligación y, sin embargo, no parecía disponer ni de la envergadura ni de la agresividad como para lograrla. De las cien primeras empresas europeas en 1986 sólo tres eran españolas. En los tres casos se trataba de empresas públicas a las que el Gobierno trató de convertir en una especie de marca identificada con España, aunque no consiguieran por momento esta proyección (se trataba de TELEFÓNICA, ENDESA y REPSOL). Sólo el 7 por 100 de las de mayor tamaño suponían el 70 por 100 del total de la importación. La inversión exterior española no era más que una octava parte de la francesa, alemana o británica y un tercio de la italiana. En definitiva, todavía le tocaba plantearse un cambio decisivo, que sólo se llevó a cabo en la segunda mitad de los noventa. En cierta manera puede decirse que la etapa de gobierno de Calvo-Sotelo se puede caracterizar por haber concluido la vertiente exterior de la transición española a la democracia pero quizá resulte más apropiado decir que ésta tan sólo concluyó de manera definitiva durante la época socialista. Frente a lo que se hubiera podido pensar teniendo en cuenta los antecedentes, lo cierto es que se dio una significativa continuidad entre la política seguida por los gobiernos centristas y aquella otra que siguieron los socialistas. Éstos gozaron de mayor estabilidad y, por consiguiente, pudieron asentar de forma más definitiva y completa a España en el contexto internacional. Vista desde la óptica del presente, la política seguida por los gobiernos de González aparece dividida en dos grandes etapas. En la primera, hasta fines de 1988, España se integró de forma irreversible en el mundo occidental y definió sus intereses estratégicos y sus opciones primordiales mientras que en la segunda su política consistió en desarrollar, con la peculiaridad propia de su situación estratégica y su pasado, la de la Unión Europea en su conjunto. Aunque Felipe González desempeñó siempre un papel esencial en este campo se debe hacer mención también a los sucesivos ministros que fueron sus protagonistas.
Moran, un diplomático de larga experiencia e indudable capacidad intelectual, no llegó nunca conectar con González, que muy pronto se arrepintió de haberlo nombrado.
Situado a la izquierda del partido y poco conectado con su organización interna, pretendió muy a menudo obtener excesivas contrapartidas por la toma de posturas de España que no lograron respuesta. Al final González, crecientemente irritado con él, lo cesó y optó por una línea claramente occidental y atlantista, evidente en la etapa de Fernández Ordóñez (1985-1992) y en la posterior de Solana, quien acabó convirtiéndose en secretario general de la organización. Constituye toda una paradoja el hecho de que una palanca esencial utilizada por el PSOE para conseguir su acceso al poder —la oposición a la OTAN— se convirtiera con el transcurso del tiempo en la prueba más evidente de la definitiva homologación de España con el escenario internacional que le era más propio. El camino hasta llegar a este resultado fue, sin embargo, complicado, problemático y largo. En efecto, la primera medida de gobierno de los socialistas, acogida con entusiasmo por la mayor parte de los militantes, fue no integrarse en la estructura militar de la OTAN y ratificarse en la necesidad del referéndum. A lo largo de 1983 las señales emitidas desde el gobierno fueron contradictorias. Si González pronto fue consciente, por su contacto con el resto de los dirigentes europeos, de hasta qué punto contrastaba su postura con la de ellos y se alineó con los alemanes en el despliegue de los misiles defensivos, Guerra y otros ministros expresaron su deseo de que España abandonara la OTAN mientras que casi la mitad de la opinión coincidía con esta última postura. La postura de los otros países europeos, por su parte, quedó muy clara desde un principio: querían la incorporación de España al conjunto del mundo occidental en lo político, estratégico y económico. En junio de 1983, bajo la presidencia de Alemania, quedó vinculada la ampliación de países de la Comunidad Económica Europea y la multiplicación de sus recursos, que debía asumir de forma fundamental aquélla. En septiembre de 1984 los ministros de Exteriores aprobaron una declaración en el sentido de que la incorporación española no podía considerarse una mera cuestión económica. Sin embargo, sólo a fines de 1984 el gobierno español llegó a identificar de forma total el deseo de integrarse en la Comunidad Europea y la pertenencia a la OTAN. En octubre González enunció un decálogo sobre las necesidades defensivas de España que, en la práctica, ligaba estas dos realidades. De acuerdo con él España permanecería en la OTAN, pero sin integrarse en la organización militar y sin permitir la presencia en España de armas nucleares, mientras que la presencia norteamericana se reduciría y se promovería la incorporación a Europa y un programa estratégico por consenso de partidos. A estas alturas se había hecho bien patente de cara al exterior la falta de sintonía entre el presidente del Gobierno y el ministro de Asuntos Exteriores, situado más a la izquierda. No obstante, durante la etapa en que estuvo en el puesto se produjeron algunos cambios de importancia en la diplomacia española, por más que el título de sus memorias —España en su sitio— resulte un poco pretencioso (lo estaba con anterioridad). Se anudó, por ejemplo, una mejor relación con Francia, que contribuyó a la cooperación en materia antiterrorista desde 1983 y se levantaron las restricciones al tráfico con Gibraltar a partir de finales de 1982, sin que esta decisión supusiera ningún cambio sustancial en el contencioso hispano británico. De este modo se consiguió hacer desaparecer la resistencia de un país de la Comunidad Europea a que España acabara perteneciendo a ella.
Mientras tanto, en efecto, se produjo el avance en la negociación con Bruselas.
En realidad lo fundamental era tan sólo la determinación del plazo de adaptación de la economía española a la comunitaria pues no sólo la presencia española en Europa se daba por descartada sino que desde 1983 España mantuvo contactos bilaterales para acelerar su ingreso con algunas de las más importantes potencias europeas, empezando por Francia. Finalmente se llegó a un acuerdo en junio de 1985, que entró en vigor a comienzos del año siguiente. España se convirtió entonces en «un fragmento de una superpotencia» de modo que tanto su economía con su propia política exterior adquirieron un rumbo nuevo y muy claro. En 1985 el porcentaje de la exportación española dirigida a Europa era el 55 por 100 pero en 1987 llegaba al 63 por 100 y en 1992 al 71 por 100. Tras el ingreso en la Comunidad Económica Europea en la segunda década de los ochenta unos 80 000 millones de dólares de inversión extranjera llegaron a España y contribuyen a explicar la prosperidad económica de esta etapa. En lo político nuestro país recibió dos puestos en la Comisión Europea y 60 eurodiputados de los más de 500 existentes. Una vez en Europa España se alineó claramente con los países más integracionistas de acuerdo con lo que fue el clima de la opinión pública nacional antes y después de su ingreso. La embajada española en Bruselas se convirtió en el instrumento más importante y nutrido de personal de la diplomacia española. Ésta insistió en una visión unitaria de Europa basada en una ciudadanía común y nunca mantuvo una posición discrepante en nada esencial (como fuera el caso de los socialistas griegos). En 1989 España ejerció por vez primera la Presidencia rotatoria de la Comunidad. Dos años después, cuando se avanzó en la construcción de la Unión Europea en el tratado de Maastricht, el gobierno español contribuyó a ella con la propuesta de creación de unos «fondos de cohesión» destinados a beneficiar a los países menos desarrollados, entre ellos ella misma. El tratado fue aprobado con una enorme mayoría en el parlamento español (tan sólo expresó su reticencia Izquierda Unida) y ese entusiasmo europeísta no disminuyó a pesar de los problemas planteados por el creciente progreso de integración en determinados sectores económicos.
Pero volvamos al orden cronológico que ha quedado interrumpido por la obligada referencia al conjunto de la relación española con la Comunidad Europea. Tan sólo un mes después de la firma del acta de adhesión a la CEE González prescindió de Moran y le sustituyó por Francisco Fernández Ordóñez quien, como antiguo centrista, parecía más oportuno para liderar el inmediato giro en la política exterior. El 12 de marzo de 1986 tuvo lugar el prometido referéndum sobre la pertenencia a la OTAN que el propio González consideró luego como uno de los más graves errores de su etapa en la presidencia. Esta afirmación no parece indicar repudio a haber utilizado el arma de la OTAN contra sus adversarios en el pasado sino a haber optado por hacer la consulta prometida (los socialistas griegos la prometieron, pero no la realizaron). Lejos de plantear la cuestión genérica de la necesidad de defensa integrada de los países democráticos contra la amenaza exterior, como hubiera sido lo correcto (y fue lo que en otro momento muy distinto hicieron los países pertenecientes a la Alianza) la pregunta incluyó la enunciación de una serie de condiciones para la permanencia española a título de algo parecido a reparos como estar al margen de la estructura militar de la organización, la prohibición de instalar armas atómicas en el territorio nacional y, en fin, la reducción progresiva de la presencia militar norteamericana. Todos los partidos quedaron descolocados ante el referéndum pues si el PSOE se desdijo de su posición anterior la derecha proclamó la abstención (tenía razones para hacerlo por el contenido mismo de las preguntas). La campaña fue corta pero muy intensa. Como muestra de la perplejidad de la opinión cabe decir que el 28 por 100 de los electores se decidieron el día anterior, las encuestas dieron un resultado negativo y las mismas redacciones de los principales diarios se dividieron en posiciones antagónicas. El resultado estuvo en peligro hasta el último momento, pero al final resultó satisfactorio para el mantenimiento del statu quo. Votó el 60 por 100 y de él sólo el 52 por 100 lo hizo de forma positiva frente a un 40 por 100 en sentido negativo y 6,5 por 100 en blanco.
En la práctica España fue, a partir de este momento, un miembro más de una Alianza que perdió su sentido originario a partir del momento en que se inició el proceso de cambio en la Unión Soviética y sus países satélites. Desde 1986 hasta 1988 el Gobierno negoció la retirada de unidades de aviación norteamericanas de España, punto en el que consiguió un resultado satisfactorio. Al acuerdo se llegó en diciembre de este último año: 76 F-16 fueron trasladados de España a Italia y desaparecieron de Zaragoza los aviones cisterna que en ella tenían sus bases. En general los acuerdos tendieron, al margen de la reducción de efectivos militares, a ratificar la preeminencia española en las bases y a superar el binomio de contrapesar con ayuda económica la cesión de bases. Los acuerdos definitivos para la coordinación con la OTAN se produjeron a finales de 1988 y cinco años más tarde se pudo anunciar que el futuro Euroejército contaría con unidades españolas. España llegó, pues, al final de su etapa constituyente en el seno de la defensa occidental en el año mismo en que se derrumbaba el muro de Berlín. Sobre el cambio producido como consecuencia de este acontecimiento la política española permaneció tan interesada y desconcertada como el resto de los países europeos. González, por ejemplo, pretendió el mantenimiento de la unidad de la antigua URSS hasta que resultó ya una evidencia que eso era imposible.
Sin embargo, su estrecha relación con Kohl le hizo comprender mejor la necesidad de aprovechar la ocasión para una inmediata reunificación alemana. En cuanto al Ejército español la definitiva integración en los mecanismos de defensa occidentales —la Marina ya actuaba con los manuales de la OTAN— tuvo como consecuencia que se tecnificara y que cambiara definitivamente su mentalidad anterior.
Concluida con la década de los ochenta la homologación de España con el resto de los países democráticos europeos nuestro país pudo desarrollar un papel de importancia en el escenario internacional. El responsable directo de ello fue Javier Solana —desde junio de 1992—, cuando la enfermedad obligó a que Fernández Ordóñez abandonara el puesto. La total sintonía con el resto de los países europeos pudo apreciarse con ocasión de la invasión iraquí de Kuwait a comienzos de 1991. Aunque España no envió tropas a la primera línea de combate no tuvo inconveniente en que barcos suyos participaran en el bloqueo marítimo del agresor pero, sobre todo, su papel más importante radicó en convertirse en una base para la actuación de los norteamericanos. El 35 por 100 del material pasó por España camino hacia el Oriente Medio y quizá lo hizo también el 60 por 100 del tráfico aéreo (unos 300 vuelos de bombarderos B-52 utilizaron las bases españolas). Una confortable mayoría de los españoles apoyaron al Gobierno en su actuación, lo que no impidió que Madrid fuera elegida luego como sede para la iniciación de las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos en octubre de 1991. En realidad, tal elección se explica por razones independientes de la voluntad del propio gobierno español: otras sedes, en Holanda o Portugal, fueron descartadas porque Siria había tenido problemas diplomáticos con el primer país o no tenía representación diplomática de entidad suficiente. De cualquier modo la doble actitud amistosa respecto a Israel y a los países árabes, que está en la base de la política exterior española, contribuyó a explicar lo sucedido.
Un aspecto decisivo, a partir de este momento, del protagonismo de España en los medios internacionales, nace de su colaboración en operaciones de control y de preservación de la paz. España, que se convirtió en el noveno contribuyente económico de la ONU, envió oficiales y tropa o fuerzas de seguridad desde 1988 a algunos de los lugares más conflictivos del mundo como, por ejemplo, Namibia, Angola, Haití, Nicaragua, El Salvador, Somalia o Yugoslavia. Un papel muy importante le correspondió a la intervención en Bosnia, incluso con la participación en los bombardeos sobre objetivos serbios en 1995. En otra vertiente, —también muy importante— se produjo un cambio muy significativo a partir de finales de los años ochenta en la política exterior española. La ayuda al desarrollo se duplicó a lo largo de la década de los ochenta, aunque no superara el 0,2 por 100. El Instituto Cervantes ha contribuido a dar a conocer la cultura española en todo el mundo. Mientras tanto un número creciente de españoles de muy diversas significaciones políticas desempeña un papel importante en organismos internacionales desde la presidencia del Parlamento europeo a la dirección de la UNESCO, desde el Comité Olímpico Internacional a la secretaría general de la OTAN. La relevancia mundial de la transición democrática española ha contribuido, con independencia de méritos personales, a ello.
Merece la pena hacer una breve referencia a dos regiones del mundo con las que España ha mantenido siempre unas relaciones muy peculiares y estrechas por razones derivadas de la tradición cultural o de la situación geográfica. A ambas, durante la etapa socialista, les ha correspondido un papel creciente al mismo tiempo que a esos motivos se han sumado últimamente otro como es la exportación de capitales, aun siendo mucho más limitada que la de otros países europeos.
En Iberoamérica la transición hacia la democracia ha servido, a la vez, como ejemplo positivo a imitar y como instrumento para ejercer una influencia en otros terrenos. Además, la política exterior española ha adquirido una especial dimensión por el hecho de haber sido en gran medida protagonizada por la Corona. La larga duración de los gobiernos socialistas ha permitido, por otra parte, llevar a cabo una política estable, más allá de las periódicas contradicciones que se dieron en la época centrista en la que hubo contradicciones que se explican por el hecho del predominio que en estos momentos existía de la política interna. En definitiva, la política socialista hacia este marco regional revistió «una intensidad, una coherencia y una continuidad desconocida hasta entonces». Hay que tener en cuenta también un factor de carácter personal: Felipe González ya era conocido allí gracias a los numerosos viajes que había hecho como vicepresidente de la Internacional Socialista. Finalmente, no se debe olvidar el hecho de que las diferencias con los Estados Unidos durante los primeros años de gestión del PSOE se escenificaron de forma especial en Iberoamérica (más concretamente en Centroamérica) en parte porque en el nuevo continente las percepciones eran distintas y también porque ofrecían menos peligro de discrepancia radical.
De interés especial para los gobernantes españoles ha sido el avance democratizador en Centroamérica y en el cono sur. En ambos casos España —no sólo el gobierno, sino también el conjunto de las fuerzas políticas— pudieron jugar un papel estabilizador interviniendo en las negociaciones entre las fuerzas partidistas o entre el gobierno y la guerrilla y, al mismo tiempo, aportando ayuda material y humana. En Nicaragua el gobierno socialista se opuso a la presión norteamericana sobre los sandinistas pero se alejó de éstos cuando abandonaron la vía democrática y parecieron inclinarse de forma definitiva hacia la revolucionaria. Parte de las negociaciones entre el gobierno y la oposición se llevaron a cabo en la embajada española (1989) y en un momento de estabilización posterior tropas españolas formaron parte sustancial del contingente enviado por la ONU. En El Salvador, adónde fue enviado como embajador un personaje importante de la transición, Álvarez Miranda, España formó parte del grupo de países que colaboraron en los contactos entre el gobierno y la guerrilla y el propio González estuvo presente en la firma del acuerdo entre éstos (1992). Las negociaciones para la paz en Guatemala se llevaron a cabo en Madrid desde 1987. En este mismo ámbito caribeño la política española durante la época socialista resultó significativamente distinta de la llevada a cabo por los Estados Unidos. En 1986 González viajó a Cuba, prosiguiendo la peculiar política que se mantenía con este país y ya en los años noventa trató de influir sobre el dictador cubano para que llevara algún tipo de apertura democrática o liberalizadora mientras que Solchaga, que había desempeñado un papel decisivo en la política económica del PSOE, servía de asesor al gobierno de este país, el único que hasta el momento no ha sido visitado por el Rey español. En el mismo caso de Panamá España se mostró dispuesta a colaborar en una solución por el procedimiento de ofrecer asilo al general Noriega. En cuanto al cono sur se desempeñó también un papel muy importante en el momento en que se produjeron los contactos entre la oposición y el gobierno dictatorial de Pinochet. En 1990, al concluir el proceso, tanto el Rey como González visitaron Chile. En Perú, el golpe Fujimori supuso la suspensión de la ayuda española. Todos datos testimonian que la política de promoción de los derechos humanos se ha convertido en un elemento absolutamente esencial para comprender la política española con respecto a Iberoamérica.
Pero con ella existe una identidad tan importante desde el punto de vista cultural que se explica que se haya puesto en funcionamiento un gran proyecto colectivo, de colaboración de pueblos a los que une una cultura por encima de todo un Océano, como es la Comunidad Iberoamericana de naciones. Hemos hecho ya mención de sus orígenes, desde la década de los setenta, vinculándolos a la Corona. Lo que ahora importa recalcar es que la Comunidad empezó a plasmarse en realidades en los noventa y que, además, tuvo como principal instrumento la cooperación a la que dio sentido muy especial. En efecto, desde 1991 tuvieron lugar las cumbres de jefes de Estado y presidentes iberoamericanos en las que el Rey jugó un papel muy significativo. Estas cumbres se llevaron a cabo en un principio cada año (luego cada dos) y, aunque pudieron revestirse de simples actos protocolarios y formales, contribuyeron a crear una indudable sensación de identidad y propósitos comunes. La relevancia de España se ha multiplicado, mientras tanto, en Iberoamérica gracias a las importantes inversiones económicas, en un principio protagonizadas por empresas públicas y, desde la década de los noventa, por bancos privados. Se han dirigido principalmente a México y Argentina y han supuesto un sustancial cambio en el modo de influencia de España al otro lado del Atlántico. Pero, además, nuestro país ha llevado a cabo un importante programa de cooperación y ayuda al desarrollo que, aunque tiene efectividad también en otras partes del globo adquiere una peculiar significación en Iberoamérica. En 1985 se creó la Secretaría de Estado de Cooperación Internacional, luego convertida en Agencia, y desde el año siguiente se pusieron en marcha los planes anuales de cooperación. En el desarrollo de esta política jugó un papel importante el Parlamento, que aprobó en 1987 unas directrices generales. En 1993 la ayuda española superó los 300 000 millones de pesetas, de los que un 44 por 100 estuvieron destinados a Iberoamérica. Allí, además, llevaban a cabo su labor el 75 por 100 de las organizaciones no gubernamentales. Por descontado, no es únicamente en este marco geográfico en donde desde la década de los noventa se ha podido constatar el peso de la acción exterior de España, pero en el horizonte de su posterior influjo en el mundo el peso de una comunidad de cultura y civilización resultará decisiva. Incluso en la relación con Estados Unidos habrá de pesar de forma sustancial el influjo de los hispanos. En este sentido hay que decir que la puesta en marcha del Instituto Cervantes, como instrumento de promoción de la lengua y la cultura españolas, habrá de jugar un papel de primera importancia por lo que tan sólo resulta de lamentar lo muy tardíamente que se ha llevado a cabo.
La otra área en la que el papel de la política exterior española estaba destinado a ser especialmente relevante fue el Mediterráneo. El cierre de los acuerdos sustanciales, definitorios de la política española en la zona, se llevó a cabo en enero de 1986 con el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel. En este punto existió una continuidad absoluta con respecto a la etapa de los gobiernos centristas: el mes antes del triunfo electoral de los socialistas el entonces ministro de Exteriores tuvo un contacto directo con el responsable máximo de la política exterior israelí que concluyó en la imposibilidad de establecer las relaciones en un momento inmediatamente posterior a las matanzas de palestinos toleradas por las tropas de ocupación israelíes en el Líbano. El establecimiento final de las mismas en 1986 se procuró, con éxito, que no pudiera en peligro la amistad con los países árabes. En cuanto al Magreb, que supondrá pronto unos cien millones de habitantes, España no ha llegado ni remotamente a representar lo que Francia pero constituye para ella un área de especial interés con la cual la conflictividad ha disminuido en gran medida debido al ingreso en la Unión Europea.
Sólo el 7 por 100 de la exportación española se dirige hacia el Magreb pero de él España obtiene gran parte de sus importaciones de superfosfatos (Marruecos) o de gas natural (Argelia). En el caso del primer país los conflictos pesqueros y los relativos a Ceuta y Melilla se atenuaron a partir del momento citado y se habían ido encauzando ya antes. Marruecos había temido que, puesto que el PSOE había testimoniado amistad con el Frente Polisario, un gobierno de González denunciara los acuerdos tripartitos que le habían dado el dominio de hecho del Sahara; al mismo tiempo la apertura de la verja de Gibraltar pareció ser una nueva y buena oportunidad para replantear la cuestión de Ceuta y Melilla. Sin embargo este potencial panorama conflictivo quedó muy pronto neutralizado. El gobierno socialista ratificó con respecto al Sahara una política que se sumaba los acuerdos de los organismos internacionales y pedía el respeto a la voluntad del pueblo saharaui mientras que no reconocía a la República Árabe Democrática Saharaui. En 1983 Felipe González viajó a Marruecos, que estuvo dispuesto a prolongar la negociación de un nuevo tratado de pesca. De esta manera, la política española parece haberse centrado en el propósito de lograr la estabilidad de la zona.
España, en la práctica, se convirtió luego en un gestor de los intereses marroquíes ante Europa y Marruecos, al mismo tiempo, ha renunciado a reivindicar las dos plazas españolas hasta el momento en que quede resuelta la cuestión de Gibraltar. Con Argelia las relaciones empeoraron como consecuencia del debate en torno a los precios del gas pero, finalmente, se llegó a una solución satisfactoria para ambas partes. En noviembre de 1995 se reunió por vez primera una conferencia euro mediterránea en Barcelona auspiciada por España que constituye un buen testimonio del interés de la política exterior española en torno a este medio geográfico. El fundamentalismo la ha convertido, sin embargo, en una grave peligro potencial por su proximidad a nuestro país al mismo tiempo que la emigración ilegal empezaba a crear un problema importante. A fin de cuentas España viene a ser la frontera sur de Europa y ésta se caracteriza por una extremada porosidad a pesar del mar. Sin embargo, la existencia de 300 000 inmigrantes ilegales (y la posibilidad de que puedan ser muchos más) no ha creado, por el momento, una xenofobia semejante a la de otras latitudes.