La construcción del estado de las autonomías

En un terreno mucho más positivo hay que llamar la atención sobre la realidad de que durante la etapa de gestión de los socialistas en el poder se produjo el desarrollo del título VIII de la Constitución, cuyo contenido concreto estaba por precisar, pues hasta entonces los repetidos intentos de ordenar el proceso autonómico habían fracasado. Hasta 1981 tan sólo se habían aprobado cinco Estatutos de Autonomía, pero entre 1982-1983 lo fueron otros doce; hubo que esperar hasta bien entrada la década de los noventa para que los estatutos de Ceuta y Melilla se pusieran definitivamente en marcha. De esta manera la «desconstitucionalización», por así denominarla, de la organización territorial del Estado —no se define en el texto de 1978 de forma nítida— ha ido construyéndose sucesivamente con el transcurso del tiempo y con el auxilio decisivo de una instancia excepcional, como es el Tribunal Constitucional, sin que a lo largo de los años ochenta y noventa pareciera diseñarse con un perfil definitivo el resultado del proceso.

En agosto de 1983 la controvertida LOAPA fue declarada inconstitucional en partes decisivas de su contenido por el Tribunal Constitucional descartándose de este modo cualquier proceso de «reconducción» del proceso autonómico hacia niveles competenciales más bajos. El alto Tribunal se atribuyó a sí mismo la potestad de realizar lo que a los políticos les había sido vedado, pero por ese procedimiento se alcanzó, al menos, un principio de ordenación de todo el proceso autonómico. De este modo hubo también una instancia capaz de enfrentarse con la tradición centralista de la Administración española. Se fue originando un grado de descentralización muy considerable, que puede compararse ventajosamente con la que disfrutan otros países que se definen como federales. En este sentido se puede afirmar que España no sólo ha realizado una transición desde una dictadura a una democracia, sino también desde un Estado muy centralizado a otro claramente descentralizado. Todo ello no obsta para que subsista como gran problema pendiente, junto con antagónicas tensiones centrífugas y centrípetas que actúan al mismo tiempo. Lo que evita que se convierta en un problema dramático es que la minoría más numerosa de la población, incluso en el País Vasco o Cataluña, se alinea a favor de la compatibilidad de dos sentimientos complementarios, el de España y el de Cataluña o Euskal Herría.

Desde el punto de vista del gobierno central la construcción del Estado de las Autonomías exigió la aprobación de determinadas disposiciones de carácter general. La primera de ellas fue la aprobación del llamado Fondo de Compensación Interterritorial (1984) destinado a compensar aquellas regiones peor dotadas de recursos. Asimismo, se aprobó la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas, LOFCA.

Aunque sin pretender en ningún caso una reconducción del proceso, los dos partidos más importantes no han tenido inconveniente en establecer acuerdos destinados a elevar el nivel de competencias de todas las comunidades autónomas. Así fue con el último de ellos (1992), que posibilitó que todas las comunidades autónomas asumieran la responsabilidad principal en materias de Sanidad y Educación; con ello será posible que sus presupuestos globales estén algún día por encima de los del Estado central. Éste fue uno de los escasos ejemplos de cooperación entre el poder y la oposición a lo largo del período y, al mismo tiempo, el testimonio de que la política de los dos grandes partidos no tiene diferencias sustanciales en lo que respecta a este punto.

Pero con ello recalcamos de forma especial lo que falta para completar el proceso y no en lo que ha consistido el mismo. Vista la cuestión desde la perspectiva de las propias Comunidades autónomas éstas han recibido un poder político y unos recursos económicos que, en un plazo corto de tiempo, han convertido a España en uno de los países más descentralizados del mundo. A comienzos de la década de los noventa unos 432 000 funcionarios habían sido transferidos a las Comunidades. Sus parlamentos habían realizado una tarea legislativa de enorme trascendencia, en especial en el caso de Cataluña y Navarra. Pero donde de forma más clara se puede percibir la transformación de la organización territorial del Estado es en lo que relativo a la descentralización del gasto. Mientras que el 90 por 100 era administrado a comienzos de la década de los setenta por el Estado central (y el resto por ayuntamientos y diputaciones), a comienzos de los noventa esta cifra se había reducido a menos de los dos tercios del total. En 1992 las Comunidades Autónomas administraban el 25 por 100 del gasto público. Hay que tener en cuenta, además, que desde un principio han tenido una ilimitada capacidad de endeudarse. En la actualidad la deuda pública de las Comunidades supera el billón de pesetas. El problema más grave que se plantea con este género de deuda se refiere no tanto al caso de Comunidades muy endeudadas, pero con recursos —Cataluña—, sino a aquellas otras en que estos últimos resultan más limitados —Cantabria—. Y, en fin, también les corresponde a las Comunidades autónomas la administración de aproximadamente la mitad de los fondos europeos de los que resulta beneficiaría España.

Toda esta transformación de la organización territorial española se ha realizado en ocasiones con un elevado grado de enfrentamiento, como testimonia el número de conflictos de competencias planteados por las autoridades de las regiones y nacionalidades ante el Tribunal Constitucional, principalmente por parte de Cataluña. A la cumbre de esos conflictos se llegó al final del primer gobierno socialista (en 1985) mientras que a partir de los años noventa la cifra ha disminuido considerablemente.

Mientras que en 1984 hubo un centenar de recursos de inconstitucionalidad, en 1985 el número ascendió a 135 para mantenerse los dos años siguientes en torno al centenar. La importancia de esta cifra se demuestra teniendo en cuenta que en Alemania lo habitual es que no se superen los diez conflictos de competencias al año. Esta disputa de competencias ha sido el procedimiento mediante el cual se ha producido la transformación del Estado español, en la que el alto tribunal ha desempeñado un papel crucial. El presidente de la Generalitat, Pujol, ha declarado en más de una ocasión que el culmen de sus aspiraciones se cifra en el nivel de competencias solicitado del Tribunal Constitucional.

Sin embargo, hasta el final de la etapa socialista y, por supuesto, en el momento presente, no se puede decir que el proceso de implantación de una nueva manera de organizar España como Estado de las Autonomías haya concluido ni que vaya a estarlo en un plazo corto de tiempo, ni aun que se adivine el rumbo definitivo que se haya de seguir para lograrlo. La razón estriba en el procedimiento que se ha seguido para plantear y resolver un problema que inicialmente no era general, pero al que se dio una respuesta de estas características. La metáfora que se ha solido emplear a este respecto es la de la liebre y la tortuga: la primera corre más pero la segunda acaba alcanzándola. En el período de la transición se quiso en principio dar respuesta a las peticiones de determinadas regiones y nacionalidades, pero cuando éstas llegaron a un determinado nivel de competencias estimularon y atrajeron hacia él al resto de las Comunidades autónomas. Pero, a su vez, eso tiene como consecuencia la imposibilidad de que quede satisfecha la voluntad de esas primeras nacionalidades históricas respecto de su propio hecho diferencial. De este modo se estimula este factor que encuentra su desembocadura en la reivindicación genérica del «derecho de autodeterminación» o la «soberanía compartida», en la reclamación del «federalismo» o, de forma más complicada y técnica, en la reivindicación de una cierta «asimetría» —es decir tratamiento diferenciado— en la forma de encajar estas comunidades en el conjunto de la realidad española. Pero todo ello resulta difícil de aceptar por parte del resto de Comunidades autónomas, algunas de las cuales han llegado incluso a reivindicar y conseguir para sí la condición de «nacionalidad», por más que esto no signifique nada desde el punto de vista competencial. A todos estos problemas se suman otros que derivan de la existencia de una Administración local que a menudo se siente carente de los recursos suficientes, de un Senado cuyas competencias son escasas y no ha acabado de perfilarse como cámara de representación de las comunidades autónomas y de unos gobernadores civiles que mantienen el prestigio de sus responsabilidades anteriores, pero que ahora apenas tienen competencias y afrontan numerosos problemas de financiación.

Como se verá más adelante, la desaparición de la mayoría parlamentaria del Partido Socialista tuvo pronto un importante efecto sobre la forma de plantearse la pluralidad española en los foros políticos y culturales. Como los otros grupos políticos con los que era posible pactar habían desaparecido, los socialistas debieron hacerlo a partir de 1993 con los partidos nacionalistas catalanes y vascos. Sin duda esta fórmula aportó estabilidad a la política española pero, al mismo tiempo, introdujo un factor de «bilateralización» de la relación entre estas dos comunidades y el gobierno español, de acuerdo con el cual las primeras obtenían ventajas concretas a cambio de su colaboración. Pero, a su vez, esto tuvo como consecuencia que la oposición acusara a los gobiernos español y catalán de estar entregado a su aliado político. Hubo una frecuente demagogia que fue el caldo de cultivo peligroso en el que se alimentó el debate cultural acerca de esta cuestión en sus derivaciones presentes y futuras. A partir de 1994 aparecieron o se reeditaron libros que cuestionaban la actitud de los partidos nacionalistas oponiéndoles, bien un límite definitivo a sus reivindicaciones, bien un sentimiento nacional español. Esta cuestión se ha convertido en una de las más decisivas en la España de fin de siglo.

El ritmo de la vida política y social española se ha adecuado al de sus regiones o nacionalidades por lo que resulta imprescindible una breve referencia a ellas y a alguno de sus problemas esenciales. En general, se puede decir que los gobiernos regionales españoles han respondido a cuatro modelos políticos. Comunidades de predominio hegemónico de la izquierda fueron Andalucía, Castilla-La Mancha y Extremadura, la primera con periódica —y poco influyente— presencia del nacionalismo, a las que se deben sumar Asturias, Murcia y Valencia hasta 1995. En cuanto a las comunidades de hegemonía de la derecha Baleares, Cantabria y Castilla-León, con tan sólo una excepción temporal en esta última, tuvieron este carácter. Un caso muy especial dentro de este grupo estuvo constituido por Galicia en donde el carácter conservador y templado del nacionalismo ha llegado a producir la subsunción de la mayor parte de éste en el seno del partido derechista, al menos hasta el final de la etapa socialista. El tercer grupo estuvo constituido por aquellas comunidades en las que existían movimientos regionalistas o nacionalistas que se convirtieron allí en un factor crucial para la estabilidad gubernamental, decantándose la mayoría de las ocasiones hacia el centro-derecha: Canarias, Aragón, Navarra y La Rioja. En todas estas regiones existe un comportamiento diferencial en el momento de las consultas electorales de modo que en las elecciones regionales se vota proporcionalmente más al grupo regionalista que a los partidos nacionales. Cualquier crisis de estos últimos —principalmente de la derecha— se suele traducir en el crecimiento del primero.

Precisamente en esto reside la diferencia con aquellas comunidades en las que el gobierno ha sido desempeñado principal o exclusivamente por un grupo nacionalista. El voto en el País Vasco o en Cataluña a los partidos de significación nacionalista se ha demostrado globalmente muy estable por más que hayan existido divisiones y fragmentación entre sus diversos componentes.

Lo que caracteriza a la política vasca es una extremada fragmentación, la presencia del terrorismo y el declive industrial. A pesar de la primera, el PNV ha estado siempre al frente de la Presidencia del Ejecutivo, incluso gobernando con aquel grupo político que era una escisión suya (Eusko Alkartasuna). En cuanto al terrorismo, lo característico de este fenómeno es el lentísimo proceso de erradicación, incluso cuando ya no estuvo en condiciones de afectar de ningún modo a la estabilidad misma de la democracia. Cuando los socialistas llegaron al poder el número de muertos que el terrorismo de ETA producía se situaba, como sabemos, en torno a unas cuarenta personas al año. Sólo a partir de 1986 tuvo lugar la disminución del voto a Herri Batasuna y a fines de la etapa socialista el número de muertos por acciones terroristas se situaba en torno a una decena aproximadamente. Pero quizá el problema más grave del País Vasco no sea exactamente ése, sino una profunda crisis industrial que arroja al paro a la mitad de la población juvenil y que, por tanto, proporciona potenciales protestatarios. Así se explica la elevada tasa relativa de sindicalización y el saldo migratorio negativo. En la normalización del euskera se avanza con lentitud, hasta el extremo de que sólo lo habla una cuarta parte de la población, aunque los resultados son mucho mejores en la población en edad escolar, de la que la mitad es bilingüe.

En Cataluña el principal grupo nacionalista (Convergencia i Unió) lleva en el poder desde 1980, la mayor parte del tiempo sin la colaboración de otros grupos. Se trata de una sociedad mucho menos fragmentada, en la que la conciencia nacional está desarrollada homogéneamente en la totalidad de los grupos políticos. Ya en los años noventa se produjo una cierta controversia con relación a la ley de normalización lingüística, pero más por parte del resto de España que en el seno de la misma sociedad catalana. Aunque a comienzos de los ochenta tres cuartas partes de los maestros eran castellano parlantes no se ha producido un auténtico conflicto —ni siquiera en el momento de la llamada «inmersión lingüística», que presupone que en los primeros escalones de la enseñanza toda la educación se imparte en catalán—. Al comienzo de la etapa socialista hubo una conflictividad importante entre el gobierno catalán y el estatal pero quizá los mayores problemas de la vida pública catalana radiquen, sobre todo, en una cierta esclerosis provocada por un gobierno monocolor tan duradero, presidido por Jordi Pujol, y, sobre todo, por la peculiaridad de la situación del catalanismo en la política española desde 1993, que le convierte en bisagra para cualquier gobierno nacional cuando en el parlamento no existe una mayoría absoluta. En tal situación, al permanecer el catalanismo fuera del poder pero como aliado del gobierno, se le reprochó guiarse por intereses materiales, por mucho que su acción haya sido fundamentalmente estabilizadora. Una situación como la descrita estaba condenada a tener consecuencias en el futuro.