Se ha considerado la política antiterrorista de los gobiernos socialistas como uno de sus mayores fracasos, pero este juicio ha nacido, principal y casi exclusivamente, de la consideración de los inconvenientes que, a medio plazo, los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) le causaron. Lo cierto es que, inicialmente, casi nadie le reprochó verificar una acción antiterrorista por los mismos procedimientos que utilizaba ETA, a pesar de que siempre hubo indicios de que el gobierno podía estar detrás de la misma. Durante muchos años incluso hubo quien, perteneciendo al mundo intelectual y no al político, admitía en privado que se produjera este tipo de actuación. Sólo en un segundo momento, cuando se pudo percibir la mezcla de picaresca, perversión y chapuza en que consistieron los GAL, cambió el sentir de la mayor parte de la clase dirigente acabando por transmitirse a la opinión pública.
Los GAL no resumen toda la actuación de los gobiernos en esta materia. Si el juicio acerca de la misma debe ser negativo es por motivos más amplios. Para entenderla es preciso partir del momento en que los socialistas llegaron al poder. En octubre de 1982 la presencia en el Ministerio del Interior de Rosón había dejado ya un balance netamente positivo, en el sentido de que no sólo controló a los elementos de extrema derecha del mundo policial, sino que, además, consiguió un primer avance importante en la reinserción de antiguos terroristas. Más de dos centenares de etarras volvieron a la legalidad y sólo uno reincidió en el delito (pero de tráfico de drogas). Por otra parte, en los recuerdos orales o escritos de los dirigentes socialistas más importantes se percibe el impacto de los primeros atentados. Nueve días después de llegar al Ministerio del Interior Barrionuevo se produjo el primer asesinato y, según él, cada tres días se repitió otro a lo largo del primer año. Ese mismo año, 1982, fue asesinado el general que estaba al frente de la División Acorazada Brunete, la unidad militar de mayor eficacia del Ejército español. Pero, por mucho que se sintieran abrumados por estos acontecimientos o incluso que recibieran como «retórica y palabras» las declaraciones de solidaridad de terceros, lo cierto y objetivo es que el peor momento del terrorismo de ETA había pasado ya. En la primera legislatura socialista el número de muertos se situó en torno a una cuarentena, una cifra que venía a ser un tercio del peor año de incidencia terrorista.
Más que la multiplicación de la actividad «etarra», lo que explica los errores de los socialistas en esta materia reside en la inexperiencia, la errada elección de los responsables del Ministerio del Interior y determinadas peculiaridades del momento en que entonces se vivía. El propio José Barrionuevo da la sensación, en sus Memorias, de estar perpetuamente abrumado por el peso de su responsabilidad, mientras que no ofrece nada parecido a un diagnóstico o un plan con el que enfrentarse a la complicada tarea que tuvo entre manos. Ninguno de los recién llegados al Ministerio del Interior tenía formación ni antecedentes como para enfrentarse con la tarea que se debía realizar, lo que puede explicar que aceptaran métodos poco tolerables. Además, los primeros años de gestión estuvieron cruzados de disputas internas entre los miembros del equipo que llevaba el Ministerio, sin que el transcurso del tiempo lograra que se desvanecieran por completo. Pronto desapareció el dirigente que procedía del partido (San Juan), pero eso no evitó la lucha entre otras dos figuras (Vera y Sancristóbal) hasta que desapareció el segundo en 1987 (el mismo año en que lo hizo el GAL). La misma rivalidad parece haber existido entre la Guardia Civil y la Policía Armada (y a ella se sumó la Ertzaina cuando fue creada). El clima de euforia en que vivían los dirigentes socialistas les hizo pensar muy pronto en la posibilidad de acciones expeditivas. El propio Barrionuevo reconoce en sus Memorias haber autorizado que se traspasara la frontera francesa para intentar recuperar a un oficial farmacéutico que, al final, fue asesinado. Por otro lado, la oposición no estaba dispuesta por el momento a utilizar esta cuestión como arma contra el gobierno. Fraga, que juzgaba que existía una auténtica «tercera guerra mundial» contra el terrorismo, no dudó en anunciar que al gobierno «no le sacaría los colores» por cualquier cosa que hiciera. Y, en fin, sobre los socialistas gravitaba también el recuerdo histórico de que en la anterior experiencia democrática había sido la incapacidad para enfrentarse con el orden público, incluido la subversión de extrema derecha, la que había acabado con la misma.
En este clima empieza por entenderse la ley antiterrorista votada por el Congreso en 1984. Pronto el parlamento catalán y el vasco la llevaron al Tribunal Constitucional por la tipificación que en ella se hacía del delito de apología del terrorismo y por la posibilidad de clausurar medios de comunicación. Aparte de quedar desmantelada en estos puntos, la ley también lo fue luego en otros, y por la misma instancia: por ejemplo, en relación con un plazo de detención demasiado largo. Por si fuera poco la ley ni siquiera fue aplicada en la práctica. Pero, a pesar de que Barrionuevo en sus Memorias la ofrece como un testimonio de la falta de solidaridad efectiva que padeció en su Ministerio, algo parecido intentaría Corcuera más adelante respecto del orden público.
La drástica simplicidad unida a los métodos de dudoso carácter jurídico parece haber sido la mejor receta de los dos sucesivos responsables de Interior para solucionar estas graves cuestiones.
En realidad, en cuanto a lo que atañe a política antiterrorista lo más positivo y decisivo que consiguieron los socialistas fue el cambio de actitud de Francia que, a partir de 1984, dio facilidades crecientes para expulsar presuntos terroristas y acabó aceptando su extradición a España. Se demuestra la magnitud del cambio de actitud teniendo en cuenta que, a estas alturas, algunos los gobernantes franceses —por ejemplo, el responsable de Interior, Gastón Defferre— ignoraban la existencia de un Parlamento vasco con amplísimas competencias. Más que el embajador español, Raventós, quien consiguió esta nueva actitud de las autoridades del vecino país fue Julio Feo, el secretario general de Presidencia. De todos modos el cambio del ejecutivo francés no fue realmente definitivo sino en 1986, cuando era ministro francés de Interior el derechista Pasqua y en el país vecino se empezó a notar el impacto del fundamentalismo islámico. Incluso se logró entonces que el procedimiento de extradición fuera relativamente rápido; sin embargo, los tribunales franceses no procesaron por el momento a ningún miembro de ETA. Tampoco escasearon los éxitos policiales en la desarticulación de los comandos terroristas: la operación más brillante fue la localización y ocupación de un centro logístico en Sokoa, al sur de Francia.
Junto a estos aspectos positivos de la acción antiterrorista hubo otros que se demostraron muy negativos. El más importante fue la aparición de un antiterrorismo irregular (los Grupos Antiterroristas de Liberación o GAL) que utilizó procedimientos parecidos a los de ETA para eliminar a los supuestos o reales miembros de la organización en territorio francés (y, en menor grado, en el español). Desde el punto de vista histórico, la primera cuestión que los GAL plantean es la de si estos procedimientos son inevitables en la lucha de los regímenes democráticos contra el terrorismo. La respuesta consiste en que son siempre una tentación pero que la forma de eliminar el terrorismo no debe ser ésa. La mejor prueba de lo primero reside en los casos de Gran Bretaña o de Canadá, semejantes en la ilegalidad pero de infinita menor gravedad en cuanto a los modos de actuación. Holanda, por su parte, eliminó el terrorismo de los moluqueños por procedimientos legales.
La segunda cuestión que plantean los GAL se refiere a si tuvo antecedentes en los anteriores gobiernos. La respuesta, aunque sin certidumbre absoluta, es positiva.
Parte de los mercenarios que actuaron con los GAL siguieron haciéndolo con la llegada de los socialistas al poder, empleando, además la misma munición que tenían sus antecesores. Tres fueron identificados y uno murió cuando colocaba una bomba. En total, durante los años de UCD hubo una treintena de muertos de los que se responsabilizaron grupos de nombres diversos (el principal fue el llamado Batallón Vasco Español); la mitad de los asesinatos tuvieron lugar en 1980, el año de mayor incidencia del terrorismo en España. Además tres personas fueron detenidas en la frontera francesa cuando trataban de huir tras cometer un delito de este tipo, aunque luego fueran liberadas. La duda nace de que los autores de los asesinatos fueron individuos de extrema derecha, a menudo extranjeros y que en algún caso parece haber existido una inspiración por parte de individuos concretos no vinculados con la Administración.
La actividad de los GAL se extiende desde octubre de 1983 hasta 1987. Las acciones que realizaron a menudo se debieron a errores de información, incluso en casos de asesinato. Los ejecutores fueron en algunos casos delincuentes de pequeña monta, alguno de los cuales ni siquiera recibió el pago previsto. En ocasiones se dieron casos de tortura sádica. Pero lo que aquí más interesa son las consecuencias políticas de esta fórmula de antiterrorismo. El más grave inconveniente de los GAL fue que prolongaron, en un sector de la juventud nacionalista vasca más maximalista, la sensación de que la lucha se planteaba en idénticos términos que en el franquismo. En este sentido los GAL transmitieron de generación en generación la opción de que sólo una lucha a muerte era una solución aceptable para resolver el problema vasco y nutrieron de nuevos reclutas a ETA de forma parecida a como lo había hecho en el pasado el juicio de Burgos. En contra de lo que a veces se ha sostenido, los atentados del GAL no disminuyeron el terrorismo «etarra». Es cierto que una parte de los terroristas se instalaron en Hispanoamérica pero también lo es que, de forma inmediata, los actos más bárbaros de terrorismo tuvieron lugar en 1987, inmediatamente después del momento álgido de la acción de los GAL. Ese año el terrorismo repuntó hasta una cota de 52 muertos anuales.
En 1988 dos policías, Amedo y Domínguez, fueron detenidos siendo procesados al año siguiente. El primero, que en el transcurso de los años en que actuaron los GAL había recibido dos condecoraciones y varias felicitaciones públicas, acabaría condenado a más de un centenar de años de prisión. Desde el primer momento, aunque no se pudieran probar responsabilidades superiores, todo hacía pensar que la financiación de este antiterrorismo provenía de los fondos reservados del Ministerio del Interior, tanto por la prodigalidad de los implicados como por la actitud obstructiva en contra de la Justicia de toda la Administración y, especialmente, del Ministerio del Interior. Lo lógico hubiera sido intentar en este momento lo que se pretendió hacer después, es decir, lo que uno de los colaboradores de Belloch ha descrito como «un ajuste razonable de cuentas con el pasado». Luego ya fue demasiado tarde para los intereses de los gobernantes.
La mención a los GAL no concluye el relato de los errores de la política seguida por los gobiernos socialistas en las materias que atañen al Ministerio del Interior. La utilización de procedimientos como los ya citados no implicaba la ausencia de contactos con la organización terrorista. Siempre habían existido algún tipo de relación indirecta y ahora las conversaciones se convirtieron en semipúblicas, con el grave inconveniente de que la expectativa de negociación perjudicó de forma grave la perspectiva de la reinserción de los antiguos terroristas. Tras las conversaciones con ETA en Argel en 1986 —que resultaron un fracaso— se prolongaron los contactos hasta 1988 en otros lugares (Burdeos, por ejemplo) sin conseguirse resultado alguno.
Mayor éxito tuvo la dispersión de presos que, en 1989, estaban en tan sólo dos centros penitenciarios y que, al quedar en disposición de poder tomar decisiones por sí mismos, sin la presión ambiental, pudieron comenzar a reinsertarse. Lo hicieron, no sin peligros: ya en 1986 la ex-terrorista Yoyes fue asesinada por haberlo hecho. Más decisiva fue la constitución de un frente unido contra el terrorismo por parte de las fuerzas políticas democráticas. Tras los más brutales atentados de ETA —como el de los almacenes Hipercor en Barcelona en 1987—, los partidos democráticos consiguieron pactar una actuación similar frente al terrorismo gracias a los acuerdos de Madrid y Ajuria Enea (en enero de 1988). Pero, de momento, aunque la acción de la banda fue cada vez menos efectiva, no se llegó a avanzar en un proceso de paz.