En el momento en que el Partido Socialista llegó al poder existían verdaderos anhelos de estabilidad gubernamental y un juicio muy negativo acerca de UCD, cuyas disputas internas parecían impedir su realización. Con la democracia en sus manos, ésta daba la sensación de peligrar por una gestión poco responsable. Quizá se diera también un vago temor de que pudiera triunfar un proceso involucionista, pero todo hace pensar que este tipo de temor no estaba justificado. Como ya se ha señalado, no hubo conspiraciones militares: se ha especulado sobre una intentona en torno a 1985, pero ni siquiera hubo juicio, lo que indica que no llegó a fraguar. Mientras que la política militar del período precedente se basó en considerar como colaboradores del proceso democratizador a quienes en el Ejército permanecían pasivos, aunque quejosos, ahora se optó por una disciplina que afectaba incluso a las declaraciones públicas de los altos mandos militares.
Al mismo tiempo que desaparecían los peligros involucionistas durante la etapa de gobierno socialista se asentó un sistema político peculiar con aspectos netamente positivos y otros bastante más ambivalentes. En España, a diferencia de otros países del área geográfica, no hubo un grupo político de extrema derecha verdaderamente significativo. La legitimidad del sistema democrático ya estaba consolidada puesto que, constantemente, alrededor del 70 por 100 de la población declaraba que el mejor sistema político era precisamente éste. El electorado se caracterizaba por la moderación y eso quizá contribuía a que su visión del pasado resultara muy matizada: para un 45 por 100 de los ciudadanos la dictadura franquista tenía aspectos negativos pero también positivos. Todos los grupos políticos importantes, en especial los de carácter estatal, se caracterizaban hasta cierto punto por querer atraer al conjunto del electorado. Así, por ejemplo, cuando el PP alcanzó el poder lo hizo teniendo tras de sí a uno de cada tres trabajadores y el PSOE no perdió nunca el apoyo de un tercio de los católicos practicantes. Entre estos dos partidos tenía lugar la competición electoral efectiva, con oscilaciones importantes, que acabaron por desmentir en los años noventa la impresión de que pudiera configurarse un sistema de partido predominante. El voto de los movimientos nacionalistas, que creaba en muchas regiones sistemas de partido peculiares, fue mucho más estable, en especial en las nacionalidades históricas.
Hasta aquí el panorama parece netamente positivo pero a él hay que sumar como dato complementario la actitud de una clara mayoría de los ciudadanos de no implicarse en la vida pública: sólo un 30 por 100 de los españoles se interesaba algo o mucho por ella. La actitud hacia el sistema político se ha descrito como «democratismo cínico» en el sentido de que, si por un lado, el español no tiene la menor duda de que su sistema político —la democracia— es el mejor, parte también de presunciones muy negativas acerca de los políticos y da la sensación de estar muy poco interesado en sentir la democracia como una empresa a la que debe colaborar con su propio esfuerzo.
Pero, además, el funcionamiento de las instituciones ofrecía determinados peligros a fines de los ochenta, de los que la mayor parte de la responsabilidad objetiva debe ser atribuida a los gobernantes socialistas. Los españoles habían votado democracia y estabilidad en 1982 pero el resultado de su voto tuvo unos resultados inesperados, en el sentido de otorgar a la democracia determinadas características. Si hasta este momento el sistema de partidos se caracterizaba por el pluralismo (e incluso una cierta dificultad para que pudieran establecerse coaliciones permanentes) ahora, en cambio, se configuró un sistema de hegemonía de partido que se prolongó, en la práctica, hasta 1993. Este hecho fue toda una sorpresa, poco previsible dadas las características de la sociedad española y de la ley electoral. Como sabemos la debilidad de la oposición jugó un papel de primera importancia en todo ello.
El que el poder político fuera acaparado en su totalidad durante un período muy prolongado de tiempo por parte de quienes se atribuían una función modernizadora que afectaba a la entraña misma de la sociedad tuvo como consecuencia que la democracia se asentara con solidez, pero también con un nivel de calidad poco exigente porque faltaron los imprescindibles elementos de control, de moral cívica y de participación.
Estos inconvenientes no se percibieron a lo largo de toda la década de los ochenta, pero ya en ella fueron especialmente graves. La hegemonía parlamentaria socialista tuvo como consecuencia indirecta un estilo de gobierno poco propicio a las críticas en que los dirigentes políticos no dudaron en utilizar atajos inaceptables para conseguir sus objetivos. En el fondo, tanto la expropiación de RUMASA, como la aparición de los GAL o la ley de seguridad ciudadana, al final de la década, se explican en ese contexto. También la corrupción tuvo una evidente relación con él y, en fin, el cinismo del ciudadano respecto de la vida pública fue su peor secuela. De alguna manera la oposición colaboró de modo indirecto en la existencia de esta democracia de baja calidad porque, aunque crítica respecto de quienes ocupaban el poder, buena parte de sus comportamientos —en relación con la financiación de los partidos, por ejemplo— fueron semejantes.
En cambio, las responsabilidades de los socialistas modificando el inicial equilibrio institucional previsto en la Constitución aparecieron muy pronto. Según ésta, determinados órganos, como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial, no sólo se caracterizaban por su autonomía respecto del Parlamento, sino que en su composición debían mantener el requisito del consenso, así como determinadas salvaguardias, como la elección por los propios jueces de una parte los miembros del segundo. Con la situación de hegemonía parlamentaria del PSOE, el consenso fue mucho menos necesario para el nombramiento de los miembros de esos organismos con lo que quedaron mucho más expuestos a las influencias del Ejecutivo. En el verano de 1985 se modificó el sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial, que pasó a depender tan sólo del Parlamento. A su vez ese cambio se trasladó al Tribunal Constitucional y de este modo se dificultó el recurso ante él acerca de las leyes votadas en Cortes como había hecho, con notoria desmesura, la derecha. Instituciones como la Fiscalía General del Estado acabaron por convertirse en un apéndice sumiso del Ejecutivo mientras que la Justicia padecía de insuficiencias materiales agobiantes que sólo al final de la década empezarían a resolverse. El Parlamento dejó de ser un instrumento de control del Ejecutivo al hacerse prácticamente imposible la constitución de comisiones parlamentarias de investigación. Tampoco se llevó a cabo una auténtica reforma de la Administración pública, de modo que ésta siguió sometida en un mayor grado que en otras latitudes europeas a los arbitrios del poder político. En la práctica, como se habría de descubrir con el transcurso del tiempo, el control parlamentario del empleo de los recursos públicos disminuyó. En este sentido, el caso más espectacular fueron los miles de millones de pesetas en la partida de fondos reservados del Ministerio del Interior, pero la propia ejecución de los presupuestos revela una disparidad abismal entre lo que aprobaban las Cortes y la realidad. Lo que se ha de subrayar es que todo esto ocurría sin que la mayoría de la clase dirigente del socialismo sintiera necesidad alguna de rectificar. Como veremos, los mayores fraudes en la financiación de los partidos políticos se produjeron inmediatamente después de que la legislación se modificara para incrementar las cantidades destinadas a ellos.
Por descontado, este funcionamiento de las instituciones no debe dejar de ponerse en relación con las actitudes de fondo de los españoles en relación con la democracia. Porque en la conciencia de los españoles existía ese «democratismo cínico» a que ya hemos aludido; porque no se asociaban y porque existía una profunda desimplicación respecto de lo público, los gestores de la política podían permitirse modificar el funcionamiento de las instituciones en el sentido indicado. Con el paso del tiempo una situación como ésta derivó en un sentido que pudo hacer peligrar a medio plazo al mismo sistema. Hasta 1991 el hecho de que Felipe González fuera una figura apreciada casi universalmente contribuyó a la estabilidad afectiva de la democracia.
Desde esta fecha en adelante los problemas de corrupción contribuyeron a deteriorar su figura pero también a colocar en el primer plano de las preocupaciones de los españoles este problema político. Entre el 30 y el 40 por 100 de los españoles lo consideraban el más grave, de modo que la mejora de la atmósfera política se convirtió en una verdadera necesidad.
En el presente epígrafe hemos abordado un fenómeno de carácter general necesario para explicar el conjunto de la trayectoria de los socialistas en el poder. A continuación abordaremos otras cuestiones semejantes de las que no se puede tratar de forma cronológica, sino en la perspectiva temporal de tres lustros, aunque vuelvan a ser mencionadas más adelante en el momento final de esta experiencia de gobierno.