Un factor esencial para comprender la estabilidad política durante la etapa de gobierno socialista reside en la impotencia de la oposición, en especial de aquélla que se constituía como su posible alternativa y que se situaba más a la derecha. Animada por el hecho de haber sustituido y luego liquidado a UCD, Alianza Popular creyó que quedaba configurado un sistema bipartidista en que ella, con sus pequeños aliados, en el siguiente turno tendría el acceso al poder que en 1982 le había sido vedado. El PSOE fomentó esta propensión por el procedimiento de conceder a Fraga una especie de peculiar status parlamentario, lo que si a éste podía satisfacerle de modo personal y político, en realidad venía a ser una especie de trampa mortal. Siempre que Alianza Popular fuera la alternativa fundamental al PSOE resultaba imposible un relevo en el gobierno, de modo que seguiría la situación de partido predominante.
Las limitaciones de la oferta electoral de la derecha se apreciaron en las elecciones pero la lectura de las memorias de algunos de los dirigentes políticos pertenecientes a ella las ratifican inmisericordemente. Juan de Arespacochaga, ex alcalde de Madrid y vicepresidente del Senado por AP, revela, por ejemplo, que para él la reunión europeísta de Munich, emblema de la oposición moderada al franquismo, no fue otra cosa que una maniobra de «unos listos ambiciosos» y que a él sólo Fraga le convenció de que votara afirmativamente en el referéndum constitucional. Además, estuvo dispuesto a formar parte de un gobierno presidido por Armada en el caso de haber triunfado el golpe del 23-F y defendió, como modelo de transición a la democracia, no la realizada en España, sino la fraudulenta que intentó Pinochet en Chile. En estas condiciones no puede extrañar que concejales de AP se negaran a que se retiraran de las calles las estatuas de Franco; la relación con quienes provenían de la oposición era no sólo difícil, sino imposible, y ese derechismo impedía además acceder al núcleo central del electorado, un tercio del cual bajo ningún concepto estaba dispuesto a votar a esta derecha. Si algunos de los dirigentes de mayor edad sentían demasiado la nostalgia del franquismo o estaban en exceso superados por los acontecimientos, las Memorias de Verstringe testimonian que los más jóvenes carecían de consistencia, siendo capaces de recorrer un trayecto que podía llevarles de la extrema derecha para rondar luego, como en su caso, la extrema izquierda. La afirmación de que, además, la derecha era «un inmenso collage sin más idea directiva que la mayor rentabilidad de lo propio» parece también tener su dosis de verdad.
Las circunstancias convirtieron a Fraga primero, en víctima aparente y, luego, en vencedor final en el liderazgo de la derecha, pero hay que estar de acuerdo con Herrero en que él mismo fue responsable de la debilidad de su coalición. La oposición realizada resultó tremendista y recurrió en exceso al Tribunal Constitucional; de esa manera, al oponerse a algo que ya no existía —los socialistas habían perdido su cariz radical— intentó derrotar a alguien inexistente. A sus coaligados Fraga los trataba de manera peculiar, contabilizándolos por una parte en su haber, pero impidiendo que su autonomía les diera una relevancia que se tradujera en votos. A los democristianos del PDP los puso a la defensiva inventando unos inexistentes liberales mientras que su peso en imagen resultaba tan desmesurado que desdibujaba todo lo demás inevitablemente.
En el seno de su propio partido, Fraga siempre vigiló la aparición de otras figuras que pudieran hacerle sombra. Los más jóvenes le trataron siempre como «patrón», lo que da idea de su relación con ellos.
Cuando las encuestas demostraron que el diagnóstico de que AP sería el relevo del PSOE carecía de fundamento, apareció como fórmula alternativa el Partido Reformista Democrático, de Miguel Roca. La propia derecha social española estaba muy poco convencida de que Fraga llegara a ser presidente del Gobierno: así se explica la persistente intromisión de la patronal en la política, liderada por Cuevas, que no en vano financiaba al partido. Las elecciones de 1986 testimoniaron que si el voto socialista descendía algo, tal disminución no era suficiente como para perder la mayoría absoluta. Los partidos situados a la derecha o se estancaban (Alianza Popular), o no llegaban a nacer (Partido Reformista), o suponían una efímera resurrección destinada a desvanecerse en la elección siguiente (Suárez). En el segundo caso parece muy acertado el diagnóstico de Herrero: «La alternativa a “la alternativa” contribuyó a descalificarla sin conseguir sustituirla».
En realidad, el peligro para el Partido Socialista no apareció sino en la década de los noventa, mucho más como consecuencia del transcurso del tiempo que de la originalidad de las iniciativas. Además, la existencia de un período intermedio supuso también en que fueron liquidados líderes imposibles o efímeros. En la derecha hubo, en efecto, una grave crisis interna. En 1986 los malos resultados electorales motivaron la automarginación de los democristianos (PDP) en una toma de postura fundamentada, pero precipitada hasta lo incomprensible, que no tuvo otro resultado que liquidar las posibilidades políticas de un líder valioso (Alzaga). Fraga, que nunca había sido una alternativa viable, acabó admitiéndolo implícitamente, retirándose de la vida pública pero, en el ínterin, se habían producido nuevas derrotas electorales en las elecciones regionales, la pérdida del gobierno gallego por la división allí de la derecha y un sinfín de conspiraciones para intentar un relevo en la dirección del partido. En ellas fueron liquidados personajes de mayor o menor relevancia anterior (Ossorio o Verstringe).
Además, el relevo inicial salido del Congreso de AP (Antonio Hernández Mancha) resultó un pronto y rotundo fracaso. Sin embargo, su elección no dejaba de tener fundamento: era, en definitiva, joven, en los mítines recibía muchos aplausos y dirigía la organización territorial con mayor número de afiliados (Andalucía). No obstante, un factor trascendental para explicar que fuera el sucesor de Fraga reside en el hecho de que éste optara por él en vez del mucho más consistente Herrero. Hernández Mancha, a quien le perjudicaba no ser parlamentario, demostró escasa capacidad de trabajo, superficialidad —«no me mola», le repuso a Herrero cuando éste le hizo una propuesta— y carácter errático, en especial a la hora de plantear un voto de censura a González. En otoño de 1988 una nueva conspiración trajo como consecuencia la vuelta de Fraga a la dirección del partido tras una ruptura brutal y cruel, pero también desigual, entre Hernández Mancha y quien le había promovido. El presidente saliente llegó a cometer el error de financiar un manifiesto propio con los fondos del partido.
Sólo en los noventa, con José María Aznar como dirigente mucho más juvenil y una reconversión que supuso el abandono de las viejas siglas para denominarse Partido Popular, la alternativa al Partido Socialista empezó a esbozarse. Aznar, cuya primera juventud política se había desarrollado, durante los años finales del régimen, en una Falange con pretensiones de pureza e incontaminación franquista, ingresó en Alianza Popular en su peor momento, tras la derrota de 1979, siendo ya inspector de Hacienda en Logroño. En 1982, cuando la AP de Fraga sobrepasó con creces a UCD, fue elegido diputado por Ávila. A partir de este momento su evolución ideológica le llevó desde una derecha poco simpatizante con la Constitución a identificarse con los medios liberales procedentes del extinguido partido centrista, lo que tiene su lógica, pues no rompía con la derecha en muchas materias —las económicas, por ejemplo— y, al mismo tiempo, adoptaba una posición antitética y muy beligerante contra el adversario socialista. El siguiente paso fue conquistar y conservar la presidencia de Castilla y León en 1987 frente a otros candidatos de mayor solera, como Martín Villa, aun en una situación minoritaria en el Parlamento regional. Fue este hecho lo que le permitió proyectarse hacia un liderazgo nacional en el momento en que Fraga volvió a la dirección del partido en 1988: era el único político joven de AP que desempeñaba una gestión política de importancia en este momento. Había militado en la candidatura de Herrero y aceptó, como prueba de fidelidad a Fraga, a Álvarez Cascos en la secretaría general del partido e incluso decidió escribir una carta de dimisión al presidente fundador, que pensó originariamente en otras opciones (Isabel Tocino).
Fue a partir de entonces cuando aparecieron las capacidades de Aznar. No estando caracterizado por una personalidad de perfiles muy precisos, ni por una oratoria brillante, ni por un pasado nutrido de éxitos de gestión, consiguió aglutinar tras de sí a un equipo que, llegado muy joven a la política y con una voluntad de ruptura con respecto al pasado, mantuvo la unidad, al mismo tiempo que maduraba en la política hasta el momento en que se escriben estas páginas. Este equipo realizó una profunda renovación de las personas en la dirección del partido conservador marginando a dirigentes muy valiosos, de mayor capacidad objetiva que los recién llegados (Herrero, Fernando Suárez, etc.), pero haciendo que desapareciera también la sensación de inestabilidad que hasta entonces venía caracterizando a la derecha. El precio de esta operación fue la utilización de nuevo del carisma —más bien la apariencia del mismo— para justificar un liderazgo acrítico. Un biógrafo de Aznar ha podido escribir que «controla al partido con guante de raso y mano de hierro, justo al contrario que Fraga», lo que parece cierto. Esta parece una virtud menor, pero en absoluto banal. «Estoy (políticamente) vivo porque me han despreciado», parece haber dicho. En efecto, en un primer momento ni el gobierno ni las fuerzas económicas pensaron que pudiera perdurar al frente del partido de la derecha española. Pero, al margen de sus capacidades efectivas, no cabe la menor duda de que las circunstancias de la década de los noventa eran muy distintas a las de los años ochenta.
La renovación en otros terrenos tuvo que esperar mucho más y siguió un camino mucho más titubeante. Todavía en 1989, cuando se habían empezado a producir incorporaciones de políticos procedentes de la UCD, los resultados del Partido Popular en las elecciones europeas fueron escasamente satisfactorios. Convertido Fraga, en 1990, en candidato del partido de la segura Galicia dejó de ejercer un papel absorbente en la política nacional manteniendo, además, una actitud a menudo distinta de la dirección del partido en materias de política exterior (Cuba) o interior (organización autonómica). La política que el equipo de Aznar fue definiendo partía de una cierta complacencia en la condición juvenil de los nuevos dirigentes. «No tengo los tics de la transición», llegó a asegurar quien la personificaba. Eso hacía que fuera poco propicio al consenso, sobre el que siempre tuvo la sospecha de que le llevaba a ser engañado por los socialistas. También le llevó a una oposición durísima que llevaba a describir a España dominada por «un rumor incontrolable de corrupciones» y una «economía de casino» o acusar a González de acudir «como un pedigüeño» a la Unión Europea. En éstas como otras afirmaciones, fue a menudo injusto y este hecho, así como una cierta sensación de inmadurez, pueden haber contribuido poderosamente a que en las elecciones de 1993 la oposición fuera derrotada de nuevo en las urnas. Por si fuera poco, la llegada de Aznar a la presidencia del Partido Popular no supuso la desaparición de sus dificultades internas. Aunque en menor medida que el PSOE, el PP tuvo también sus casos de financiación ilegal —casos Naseiro-Sanchís, Cañellas, Pérez Villar, etc.— a veces mezclados con disidencias regionales o locales (Hormaechea en Cantabria, Peña en Burgos, etc.). Pero este «extraño líder», caracterizado por su «capacidad de resistencia» y también de trabajo, cambió la apariencia externa de su opción a partir de 1993. Entonces pareció dirigir algo más hacia el centro su partido, al mismo tiempo que, en la práctica, colaboraba con Izquierda Unida (elección del presidente del parlamento andaluz) y no escatimaba críticas contra la política antiterrorista del gobierno, en un tono que nunca fue suscrito por Fraga. Más que esas nuevas actitudes fue la gestión de los socialistas en su fase final lo que contribuye a explicar la mejora de sus expectativas electorales. En las elecciones europeas de junio de 1994 el Partido Popular ya superaba en diez puntos al PSOE, mientras que los socialistas perdían la mayoría en Andalucía.
La historia de las otras opciones políticas alternativas al PSOE es más sencilla de resumir en cuanto que sus liderazgos respectivos no experimentaron tantos cambios sucesivos como en el caso de Alianza Popular-Partido Popular. El CDS de Adolfo Suárez, como hemos podido comprobar, emergió en 1986 como una sorprendente resurrección e hizo pensar por algún momento, dada la fragmentación de la derecha, que quien lo dirigía podía ser una alternativa más real que el propio PP. Durante la segunda mitad de la década de los ochenta hubo algunos otros indicios de que así podía ser. Por un lado, Suárez había mantenido una política de visos progresistas: en las elecciones de 1986 pidió, por ejemplo, la reducción del servicio militar y luego confesaría con orgullo que había votado negativamente en el referéndum sobre el ingreso en la OTAN.
Además, logró la incorporación a su partido de algunas personalidades procedentes de la izquierda, como Raúl Morodo, dirigente del grupo de Tierno, y se convirtió en presidente de la Internacional Liberal y Progresista. Pero su incertidumbre estratégica le perdió, como ya había sucedido una década antes. Si, por un lado, pactó con la derecha para obtener el ayuntamiento de Madrid, donde fue alcalde Rodríguez Sahagún, luego, a comienzos de los noventa, pareció más dispuesto a colaborar con el gobierno del PSOE.
Claro está que en el ambiente de crispación de entonces una opción como la suya siempre corría el grave peligro de difuminarse ante el elector. En 1993, retirado ya Suárez de la política, el CDS, con menos del 2 por 100 del voto y una cuarta parte del que había tenido en las generales anteriores, perdió su representación en el Congreso.
Como se ve, la situación de la debilidad de la oposición política de derechas se prolongó hasta comienzos de la década de los noventa. Si a fines de los ochenta aparecieron muestras de malestar en contra del gobierno socialista, apenas tuvieron repercusión en el Parlamento o en los resultados electorales de 1989. Aparte de alguna protesta estudiantil el peso de la oposición social se centró sobre todo en los sindicatos, incluida la UGT, de tradicional significación socialista. El liderazgo en ella de Nicolás Redondo testimonia la persistencia de una actitud de confrontación, poco propicia a una socialdemocracia reformista; el de Camacho en Comisiones Obreras le precedió y como era previsible, acabó por coincidir con ella. En realidad, lo sucedido entre los sindicatos y el Gobierno testimonia que en el mundo socialista seguía existiendo una fundamental disparidad en lo que respecta a la política económica y social, siendo la posición de los primeros mucho más radical. Luego González ha afirmado que el distanciamiento fue «doloroso», era previsible desde 1982 y se que se originó en la negativa de la UGT a reconocer la «autonomía de lo político». Sin embargo también hubo una ruptura de carácter personal. Redondo, el dirigente de UGT, fue siempre un personaje mucho más proclive a la confrontación y se sintió, a menudo, engañado por el presidente del Gobierno. Incluso quienes, como Guerra, habían dicho que «nunca estarían en una pelea con UGT», acabaron enfrentándose a ella. En unas circunstancias muy diferentes se reproducía un género de conflicto que había sido habitual en la historia del socialismo. En 1987 Redondo y otros dirigentes sindicales abandonaron el Parlamento y en otoño de 1988 un primer intento gubernamental de liberalizar el mercado de trabajo a través de un Programa de Empleo juvenil concluyó en el estallido de una huelga general, que obtuvo un éxito total e influyó decisivamente, tal como comprobaremos, en el rumbo de la política económica. Como solía ocurrir, el Gobierno actuó prepotente y desproporcionadamente, «ninguneando» a los sindicatos y negando cualquier justificación a sus demandas. Pero, a su vez, los sindicatos no dieron facilidades para el diálogo y, además, no vertebraron una alternativa política, ni se adscribieron a las existentes, y en las elecciones de 1989, todavía a la izquierda del PSOE, había menos votos que en los momentos de mayor votación comunista. A los sindicatos se unieron en la crítica algunos medios de comunicación sin que esto supusiera tampoco un verdadero peligro para el PSOE (aunque sí lo fue en los noventa).
Si la capacidad de atracción del centro disminuyó hasta extinguirse en cambio, con considerables dificultades, la izquierda, animada por el panorama sindical descrito, experimentó un cierto progreso. En el caso del PCE el liderazgo destinado a representar un relevo a la generación que había dirigido el partido desde finales de los cincuenta estuvo personificado por Gerardo Iglesias, que tenía la desventaja de no ser diputado.
En estas condiciones se libró con dificultades del tutelaje de Carrillo, que lo era, pero como tantos jóvenes que sustituían a personas de mayor experiencia política testimonió que sus capacidades eran más limitadas de lo que se había pensado originariamente y acabó cediendo el paso a Julio Anguita, el primer alcalde de capital de provincia —Córdoba— que había tenido el comunismo. Todavía en 1986 se presentó una candidatura de Carrillo bajo la denominación «Mesa por la Unidad de los Comunistas» que si apenas superó el 1 por 100 de los votos pudo perjudicar a Anguita en alguna circunscripción significativa, como fue el caso de Madrid. La denominación de esta última candidatura —«Izquierda Unida»— nació del intento de incorporar al PCE otros pequeños grupos pero, aun así, inicialmente no se produjo un cambio sustancial en su votación. En 1986 apenas creció algo menos de 50 000 votos, aunque el PSOE había definido una política de permanencia en la OTAN y sólo en 1989, tras la huelga general, consiguió duplicar su porcentaje, que se mantuvo estancado en 1993. También en este caso es preciso atribuir la recuperación del voto izquierdista al paso del tiempo y al desgaste del gobierno socialista, más que a méritos propios.