Dotado de una confortable mayoría parlamentaria, González contó con un equipo dirigente para su tarea de gobernante que, esencialmente, perduró a lo largo de la década de los ochenta. González ha explicado después que él llegó a la dirección de su partido «por exclusión», lo que equivale a indicar que se impuso de forma evidente y nada discutible. Eso le dio una considerable libertad de movimientos que ejerció con plenitud durante estos años y los siguientes. Por el momento no habían surgido disputas internas en el seno del partido pero, cuando aparecieron, no dudó en afirmar que España se gobernaba desde la Moncloa y no desde Ferraz (la sede del PSOE); luego llegó a repudiar la mentalidad que denominó «de partido religioso» —quería decir casi de secta— de acuerdo con la cual cualquier afiliado dotado de fidelidad y de buenas intenciones podía desempeñar un cargo ministerial. Por el contrario, muy consciente de que su apoyo popular era muy superior al logrado por el PSOE, siempre tendió a considerar la opinión del los técnicos y de los independientes no afiliados.
Sus ministros pueden dividirse en tres grupos. En primer lugar, las principales carteras económicas estuvieron siempre en manos de especialistas vinculados desde hacía tiempo a la Administración (al Ministerio de Comercio, por ejemplo); fue en este campo donde existió una mayor continuidad con el pasado, lo que contribuye a explicar que la línea seguida por la política económica no variara en lo esencial. Tanto en la época de UCD como en la del PSOE, quienes se responsabilizaron de estas cuestiones pertenecían a una línea socialdemócrata, en un principio mucho más estatista y luego más liberalizadora. Un segundo grupo de ministros estuvo formado por aquéllos que estaban más vinculados con la estructura organizativa del partido o de la UGT: fueron quienes se ocuparon de administrar el gasto social del Estado. Finalmente, el resto de las carteras correspondió a personas idóneas según el contenido de las mismas: en Educación y Cultura fueron personas de formación anglosajona o francesa con previa preparación en la materia, así como en Justicia y en Interior se buscó a personas a quienes su pasado parecía garantizar un carácter enérgico.
Al menos debe hacerse un breve comentario sobre los personajes más relevantes.
Durante toda la década de los ochenta le correspondió un papel decisivo en el equipo dirigente a Alfonso Guerra. Polémico personaje, de lenguaje desgarrado y tono radical, nació en Sevilla en 1943 y estudió peritaje industrial y Filosofía dedicándose a la enseñanza, al teatro y a ejercer como librero antes de profesionalizarse en la política. Fue en esta condición como destacó en la emergente clase dirigente española. En el momento en que accedió al poder el PSOE su popularidad fue muy grande, casi semejante a la de González, pero también mucho más efímera. Fue entonces cuando se publicó un libro de conversaciones con él, caracterizado por la suficiencia, en que se presentaba como una especie de severo y austero intelectual que opinaba sobre las cuestiones más diversas. Frente a esa imagen un tanto megalómana su verdadero mérito estuvo en su capacidad organizadora en el interior del partido y de negociación para el consenso, virtud ésta que contrastaba con su hosca imagen. Mucho más discutible —aunque contribuyó de forma importante al apoyo social del PSOE durante los ochenta— fue su populismo de izquierdas proclive, por ejemplo, a buscar terceras vías entre los Estados Unidos y la URSS o a simplificaciones extremas en materias económicas y sociales. Este tipo de actitud —«oportunismo de izquierdas», la denomina Semprún en sus Memorias— tuvo como consecuencia que la actitud radical apenas tuviera influencia en la tarea gubernamental. Por otro lado, ayudó poderosamente a González el que Guerra apareciera como una cara distinta en el terreno de las formas: desde ese punto de vista es de aplicación en este caso la frase de Gracián, para quien el gobernante debía «lo placentero hacerlo por sí y lo desapacible, lo comprometido, por terceros».
Pero desde el punto de vista de la gestión gubernamental este populismo de izquierdas tuvo graves inconvenientes. Se ha descrito su actitud como una especie de «guerrilla permanente, esporádica, difícil de combatir y de debatir precisamente por su falta de precisión y de elaboración articulada», desorganizada y proclive a paralizarse en aparentes minucias, como la subida del precio de la botella de butano. Sus adversarios principales fueron siempre los ministros técnicos o los de formación más cosmopolita.
Como Suárez, Guerra fue un producto político mucho más perecedero de lo que pudo parecer en un primer momento. Era también más frágil e ingenuo de lo que su imagen parecía testimoniar. Mucho más en la línea del propio González estuvieron Narcís Serra, ex alcalde de Barcelona, ministro de Defensa y sucesor en la vicepresidencia de Guerra, Javier Solana, que ocupó de forma sucesiva tres carteras, y Carlos Solchaga, el responsable de la política económica desde 1985 hasta 1993. El primero nació en 1943 y se había dedicado a la abogacía y la enseñanza universitaria hasta demostrar su capacidad para la gestión y su serenidad en ella como alcalde. Fue responsable principal de aquella política del PSOE que obtuvo un éxito más indiscutible: la militar. El segundo, profesor universitario de formación anglosajona, era uno de los escasos apoyos que González logró al llegar a Madrid antes de la caída del franquismo. Solchaga, un técnico procedente de los medios económicos ya citados, fue quizá el más duro antagonista del populismo de izquierdas y de las posiciones del sindicalismo.
El primer gobierno socialista duró hasta el verano de 1985. Al margen de la política económica, de la que fue responsable principal Miguel Boyer —de cuyo contenido se tratará más adelante—, de su obra de gobierno interesa mencionar las reformas educativas, las cuestiones relativas a los derechos de la persona o política judicial y penitenciaria y a la política militar. La leyes de Reforma Universitaria —LRU— y Orgánica del Derecho a la Educación —LODE— eran obligadas desde la aprobación de la Constitución. La primera no hizo otra cosa que consolidar la situación existente e introducir la democratización y la autonomía de la institución, que había quedado pendiente; su contenido no pasó de ser una simple consolidación de la situación existente, a expensas durante un largo período del compromiso por la calidad.
Contrapartidas más positivas fueron la ampliación del presupuesto de investigación y de la plantilla del profesorado. La LODE despertó reticencias en la educación privada, en especial en los centros relacionados con la Iglesia católica, por los mecanismos previstos para la participación de padres y educadores y por un cierto exceso de intervencionismo, pero no estuvieron demasiado justificadas. Por otro lado, el gobierno remitió a las Cortes una ley de aborto que fue aprobada en noviembre de 1983, pero que inmediatamente fue recurrida ante el Tribunal Constitucional hasta su definitiva aprobación. Introducía una fórmula de legalización del aborto en determinadas circunstancias derivadas del peligro padecido por la embarazada. También se aprobaron modificaciones legales en materias como la Ley de Enjuiciamiento Criminal, Asilo, Asistencia al detenido, Código Penal y Habeas Corpus. Las medidas eran generosas y, en general, correctas, pero alguna de ellas, como la liberación de los detenidos pendientes de juicio, se tradujo en la multiplicación de los delitos (un 36 por 100 más en 1983). La población penitenciaria pasó de unas 23 000 personas a menos de 15 000 para acabar ascendiendo a 40 000 en un momento posterior. Hubo, además, una inicial y temporal permisividad por la droga que resultó muy contraproducente. En cuanto a la organización de la Justicia, la Ley Orgánica del Poder Judicial introdujo una nueva forma de elección de los consejeros del Poder Judicial, que pasaron a serlo en su totalidad por el Parlamento. Esta medida ha de relacionarse con la visión que caracterizaba a los socialistas, según la cual los jueces eran demasiado conservadores.
Por su parte, la oposición centró gran parte de su labor en la interposición ante el Tribunal Constitucional de recursos de inconstitucionalidad en contra de las disposiciones gubernamentales.
Finalmente, durante esta primera etapa se persiguió la consolidación de la democracia por el procedimiento de liquidar cualquier posibilidad de una nueva intentona golpista introduciendo reformas profundas en la institución militar y adoptando respecto de ella una nueva forma de comportamiento. Pese al hecho de que en realidad el intento de golpe de Estado arruinara de forma definitiva cualquier posibilidad de involución lo cierto es que ésta persistía como peligro latente para buena parte de la sociedad española. Precisamente, el último intento de conspiración militar tuvo lugar coincidiendo con el acceso de los socialistas al poder. Preveía una actuación violenta desde el principio, con asesinatos de figuras de la cúspide del poder político, pero no llegó a fraguar en absoluto. En adelante, el gobierno socialista, armado con la autoridad que le daban diez millones de votos, no dudó proceder con decisión y rapidez ante cualquier mínima apariencia de indisciplina. Bajo la responsabilidad ministerial de Narcís Serra se finalizó una nueva ordenación legal del Ejército, con un elevado número de disposiciones (Ley Orgánica de la Defensa Nacional, reforma del Código de Justicia Militar, Ley de Servicio Militar, criterios básicos de Defensa Nacional, disposiciones sobre disciplina, Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, etc.). Durante algún tiempo los presupuestos militares crecieron, pero luego el cambio de la situación internacional a partir de 1985 lo hizo ya innecesario. Al comienzo de la década los noventa el Ejército español tenía diez mil oficiales y setenta mil soldados menos, y la mitad del mismo era profesional. Además, el emplazamiento de las unidades se había modificado considerablemente.
En líneas generales, todos estos aspectos de la acción del gobierno fueron positivos. No fueron tanto el resultado de un diseño completo previo o del despliegue de un programa (el que se aprobó por el partido antes de la elección de 1982 en gran medida se incumplió), sino la consecuencia de la estabilidad gubernamental y de la decisión de los nuevos gobernantes. En lo único que se puede hablar de un proyecto político global —y, aun así, muy genérico— es en lo que respecta a la política exterior. En otros aspectos también la acción gubernamental, favorecida por la mayoría absoluta, tuvo ese balance: tanto la reconversión como el aumento del paro producido por el ajuste difícilmente hubieran podido ser aceptados con un gobierno de derechas en el poder. Pero en ese ambiente inicial ya se produjeron anécdotas aparentemente banales pero significativas (como la utilización por González del antiguo yate de Franco) y, sobre todo, dos acontecimientos que merecen un juicio mucho menos positivo.
La dudosa expropiación del grupo RUMASA, con una posterior presión sobre el Tribunal Constitucional para que la admitiera como legal, hubiera sido inconcebible en otro momento y resultó una medida torpe y desproporcionada, aunque la situación económica de la entidad exigía algún tipo de decisión gubernamental (por ejemplo, la intervención del grupo). En cuanto a la aparición de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación), fenómeno de guerra sucia contra ETA, se explica también en las circunstancias de la mayoría absoluta y por el clima del «cambio».
A lo largo de la década de los ochenta la opinión pública mantuvo un apoyo decidido al gobierno socialista, entre el 30 y el 40 por 100, pero mayor fue la satisfacción con González, que estuvo entre el 46 y el 60 por 100 del electorado. Los resultados electorales ratificaron estos datos de las encuestas. En las generales de 1986 se produjo un caso manifiesto de continuidad sin que, al mismo tiempo, diera la impresión de que el sistema de partidos políticos estuviera lo bastante consolidado. El referéndum acerca de la OTAN planteaba, en efecto, la posibilidad de que el partido socialista viera erosionado de forma sustancial su voto pero, aunque hubo algunos cambios importantes, no tuvieron trascendencia en el reparto de escaños parlamentarios.
Un dato esencial para entender lo sucedido reside en la disminución de la participación, en torno a 9 puntos, un 50 por 100 más que en la ocasión precedente. El PSOE perdió algo más de un millón de votos y es significativo que el descenso fuera especialmente importante en Madrid (11 por 100 menos de votos) porque parecía indicar el alejamiento de una parte de la población urbana, que fue mucho más patente en los noventa. Pero la oposición perdió unos 300 000 votos y de esta manera, en términos parlamentarios, la distancia de las dos fuerzas se mantuvo. El PSOE (184 diputados) todavía conservaba 79 escaños de diferencia con respecto a la derecha (105 escaños frente a los 107 precedentes). El problema de carencia de consolidación del sistema de partidos residía claramente en la derecha y en el centro porque, además de esta distancia, que convertía en remota cualquier posibilidad de relevo gubernamental, existía la realidad de una profunda fragmentación. Aparte de la colaboración entre Alianza Popular, Partido Demócrata Popular y Unión Liberal en Coalición Popular, que pronto se deshizo, hubo otros dos pequeños grupos en la oposición situada más a la derecha. El CDS de Adolfo Suárez pasó de 2 a 19 escaños, pero este éxito era un tanto ficticio porque quedaba por debajo de la suma de UCD y CDS en la elección decisiva de 1982; además, por su condición de tercer partido menor quedaba muy perjudicado por la legislación electoral. Al menos había conseguido descartar la amenaza nacida de una opción nueva. El Partido Reformista Democrático, del catalanista Miquel Roca, apenas obtuvo un 1 por 100 de los votos y sólo en siete distritos superó el 2 por 100. Su presentación dio la sensación de favorecer tan sólo a Convergencia, pues incluso los pequeños grupos regionalistas de otras comunidades autónomas que participaban en esta operación política experimentaron una disminución de su voto.
Los cambios en el gobierno precedieron a la convocatoria electoral de 1986: fueron sustituidos Boyer, que hubiera deseado mayor capacidad de dirección del conjunto del equipo económico, y Moran, cuya política exterior resultaba demasiado a la izquierda para los gustos de González. No hubo cambio en la política económica ni apenas en otros ámbitos, pero el panorama político se modificó sustancialmente porque ya había quedado definido en lo sustancial el panorama de la política exterior del gobierno y las circunstancias económicas pasaron a ser mucho más positivas. El centro de gravedad de la política interior se trasladó desde la reconversión industrial a la protección social (Ley General de Sanidad de 1986). Al mismo tiempo, la mejora de los presupuestos de justicia dio la posibilidad de solventar alguna de sus peores lacras. Una remodelación modesta del gobierno permitió la sustitución de los ministros más afectados por el inevitable desgaste (Maravall fue reemplazado por Solana en Educación y Barrionuevo por Corcuera en Interior).
Incluso en las elecciones de 1989 el partido socialista consiguió la mayoría absoluta, aunque no fuera más que por un solo escaño. En realidad, en lo esencial, no se había producido ningún cambio importante, sino que predominaba la continuidad del comportamiento electoral y la falta de consolidación del sistema de partidos. Persistió la sangría de votos del PSOE, que en esta ocasión perdió unos 800 000, pero le bastó para llegar a 176 escaños. El Partido Popular ya no perdió sufragios, pero sólo sumó unos 40 000 votos y un escaño en el Congreso. Ahora, en cambio, desapareció cualquier posibilidad inmediata de que una fórmula de centro político pudiera llegar a significar un peligro para la más fuerte. El CDS de Suárez quedó por debajo del 8 por 100 de los votos y tan sólo 14 diputados, siendo superado por los comunistas. En definitiva, al final de la década daba la sensación de que el sistema de partidos estaba aún por consolidar o incluso que, rompiendo las previsiones iniciales, se enderezaba hacia la hegemonía de un partido predominante, como en Suecia. Es esto lo que obliga a tratar en este momento de la evolución de la oposición.