La figura y la personalidad política de Felipe González están estrechamente unidas a este período de gobierno al que dan unidad y coherencia. Tan es así que se ha llegado a denominar el período aludiendo a su nombre, ni siquiera al apellido («felipismo»). Pero la utilización de este término ha adquirido una connotación manifiestamente negativa, lo que obliga a excluirla. Es cierto que la personalidad de Felipe González domina casi tres lustros de la vida pública española. Todavía más: durante ese período fue el gobernante, elegido por procedimientos democráticos, que ha tenido en sus manos un poder político más completo y decisivo en todo el siglo XX.
Pero eso también lo ha convertido en un personaje objeto de tantos entusiasmos como odios, de los cuales han sido protagonistas sucesivamente las mismas personas. La aprobación que logró su tarea de gobierno durante tantos años, constatable por los datos de las encuestas de opinión, se mezcla, en el momento presente, con juicios en los que coexisten componentes tan variados como la supuesta traición a unos principios, la impotencia para derrotarlo en las elecciones y las críticas merecidas a muchos aspectos de su obra como gobernante.
Líder del partido con sólo treinta y dos años, Felipe González tenía cuarenta cuando alcanzó la Presidencia del Gobierno. Era, pues, el representante de una nueva generación política, la contrafigura misma de Franco y de la política franquista. Dos escritores lo han retratado a partir de esta realidad. Eduardo Haro ha escrito de él que fue la primera cara del anti franquismo y Vázquez Montalbán que representaba el «anti franquismo inocente» o, lo que es lo mismo, aquellos sectores juveniles que, sin tener nada que ver con el pasado republicano, contribuyeron a reconstruir la izquierda democrática española. Nació en Sevilla en 1942 en el seno de una familia trabajadora y más bien austera, vinculada al medio rural, pero con ciertos recursos económicos, lo que en ocasiones se traslucía en su vocabulario y forma de expresarse. Estudiante mediocre en el Bachillerato, tampoco tuvo una carrera brillante en la Universidad y su estancia como becado en Lovaina no parece tampoco haber sido especialmente relevante para su trayectoria personal, quizá porque en esta ciudad siempre sintió una abrumadora nostalgia de su Andalucía natal.
Sin embargo, en esos años juveniles, siguiendo una pauta común a tantas otras personas de su edad, definió unos intereses personales y un rumbo vital. Tras su paso por las aulas de la universidad, todas sus biografías subrayan su recuerdo de Jiménez Fernández como persona que hacía nacer entre sus estudiantes preocupaciones críticas sobre las más variadas cuestiones. Fue, además, militante de la JOC y de la HOAC de manera que, aunque su padre hubiera sido republicano, él más bien se debe considerar procedente de medios católicos progresistas y no de la izquierda tradicional. Ya a comienzos de los sesenta, como a tantos otros, esta procedencia católica se desdibujó y su activismo religioso se trasladó al terreno de la política. Mal opositor, como Suárez, ejerció durante algunos años como abogado laboralista compatibilizando este trabajo con la política de oposición. Ésta pronto fue muy absorbente —se casó por poderes por causa de un imprevisto viaje político— obteniendo un éxito considerable en los medios socialistas tanto del interior como del exilio que, con muy pocas excepciones (Castellano), vieron en él un posible líder. Esta condición tendía a imponerse de forma natural y explica que luego se prolongara. Nada más inapropiado, por tanto, que describir la renovación en la dirección del PSOE como el proceso gracias al cual «un grupo de cuates» se hicieron con unas siglas (Gutiérrez y De Miguel). El reverso de una explicación tan simple se puede encontrar más que en la dureza de las persecuciones sufridas, en la soledad en que una persona como él tuvo que vivir durante algún tiempo.
A su llegada a Madrid, por ejemplo, se encontró con un partido mínimo y dividido, en que tan sólo algunos —Solana y Boyer— parecían prestarle cierta atención. De ahí derivaron amistades políticas estables.
Con el paso del tiempo sus capacidades personales y su liderazgo en el seno de su partido habrían de convertirle en uno de los gobernantes europeos más duraderos de su época, por delante de Margaret Thatcher y sólo detrás de Helmut Kohl. Gran orador, tanto en el Parlamento como en campaña electoral o ante los medios de comunicación, ha estado dotado siempre de una complementaria y envidiable capacidad de simplificación pedagógica que le acercaba al auditorio de menor formación aunque, con el transcurso del tiempo, a menudo irritara a otros sectores. «Cuando empieza por “enormemente importante” y termina con “así de claro” es que, entre medias, no hay más que una confusa obviedad», han escrito sus más acerados biógrafos. De lo que no cabe la menor duda es que estas frases —e incluso su «orientalismo de andar por casa»— han resultado tremendamente efectivas desde el punto de vista electoral. Otra cosa es que se le pueda considerar como un teórico o un intelectual, por amplio que sea el sentido que se quiera dar a estos dos términos. Pero tampoco se puede decir, como también se ha escrito, que para él las ideas sean como kleenex, es decir, material utilizable e inmediatamente desechable sino que, por lecturas y por gustos, está más cercano al mundo de la cultura que Suárez y sus preocupaciones tienen un aire de mayor actualidad que muchas de Calvo-Sotelo.
El liderazgo de Felipe González sobre su propio partido, conquistado en 1974 y revalidado de forma abrumadora en 1979, nunca fue seriamente controvertido hasta la derrota electoral de 1996 y, al final, debió ser él mismo quien lo abandonara. Durante esos años no sólo fue siempre el mejor candidato del PSOE, sino que tuvo capacidad para estar por encima de disputas internas mínimas o personalistas, y prudencia para no fomentarlas innecesariamente. A su capacidad de convicción en el interior de su partido y de cara al mundo exterior se unió, además, un don especial para resumir y sintetizar en posiciones convergentes un partido de almas a menudo distintas y, por tanto, proclive a la fragmentación interna. De esta virtud careció Suárez y eso explica que no fuera capaz de articular un partido político. Todavía más: como demuestra el ejemplo que se acaba de citar, a menudo impuso un rumbo al PSOE que no era aquél al que espontáneamente tendía. Esto tuvo a menudo como consecuencia que se le acusara de cesarismo, tanto dentro como fuera del partido. Pero, en la mayor parte de sus decisiones fundamentales acertó, sobre todo en comparación con muchos de sus adversarios.
Éste fue el caso del bagaje con el que abordó su tarea de gobierno. Partía, como tantos otros políticos procedentes de la oposición, de una sobrecarga ideológica que, además, tenía un tono radical, pero sobre ella se superpuso un pragmatismo, dotado de buen sentido, que le hizo optar en las decisiones fundamentales por el reformismo moderado. Si se leen los textos que escribió inmediatamente antes de su llegada al poder se aprecia de forma inequívoca esa elementalidad radical bastante generalizada en la oposición antifranquista de izquierdas. De ella cabe responsabilizarle, aun admitiendo lo generalizada que estaba. Sin embargo, siempre pareció, quizá porque una parte de lo que escribió en aquel momento ni siquiera salió de su propia mano, de que en él se imponía una propensión natural hacia el reformismo. Por lo tanto, el hecho de que suscribiera la sentencia china —«da igual gato blanco o negro; lo importante es que cace ratones»—, durante un viaje a este país no indica que en este momento o en otro inmediatamente anterior se hubiera producido en él una conversión, sino que era el fruto directo de un modo de ser. Por cierto que esta frase le valió, en 1985, el ataque más cruel y desaforado. El escritor Sánchez Ferlosio escribió que desde que oyó esas palabras no se le había podido borrar la «mirada tontiastuta de un gatazo castrado y satisfecho» del entonces presidente. Pero no se había despojado de nada: ése era su ser natural y el que le dio votos a lo largo de tantos años.
Hay otras vertientes de Felipe González como político que arrojan un juicio mucho más ambivalente. En algunos aspectos su presidencia dio la sensación de traer un aire refrescante a la política española, como si estuviera en manos de un no profesional, pero en él pudieron darse también, de forma implícita, algunas de las propensiones más ambiguas a las que tiende la política en el peor sentido del término. Su ambición y tenacidad ante las adversidades era compatible con un cierto despego respecto del poder político que puede haber querido abandonar en más de una ocasión, en especial a finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Tranquilo, hábil negociador, tolerante con respecto a otras actitudes, no fue, en general, un gobernante de confrontación innecesaria y menos aún como consecuencia de su inseguridad o de su desconfianza en las propias fuerzas como, según uno de sus ministros —Solchaga—, le sucedía a no pocos de los líderes sindicales. Pero, al mismo tiempo, parece no haber sido consciente de que no podía dejar de tener bajo atenta vigilancia todos los aspectos de la acción de su propio partido, sin olvidar o dejar de tomar en consideración la supuesta inevitable «fontanería», es decir, los entresijos prosaicos de la financiación. Tampoco pesó en él lo suficiente el respeto al delicado equilibrio entre las instituciones democráticas sino que, con tan sólo sus victorias electorales, justificaba una legislación que hubiera podido resultar más apropiada con mayor grado de consenso. Y, sobre todo, pudo dar la sensación, en acciones y declaraciones, de que, apoyado por impresionantes cosechas de votos, se consideraba legitimado para elegir —o tolerar en otros— caminos demasiado cortos o expeditivos, pero moralmente muy reprobables, para alcanzar sus objetivos. La magnitud del poder político recibido y el paso de un exceso de ideología al pragmatismo contribuyen a explicar también que tendiera a elegir atajos aparentemente eficaces, pero que luego resultarían peligrosos y, éticamente, más que discutibles.
Con él, sin embargo, la democracia española tuvo el primer líder adaptado al quehacer ordinario de la democracia en tiempos de normalidad. Muy por debajo de la capacidad intelectual de Azaña, supo mucho mejor que él establecer, cuando estuvo en el poder, el calendario, las prioridades y el contenido de una acción reformadora (claro que las circunstancias eran muy distintas de las de los años treinta). Al margen de este dato, deben también citarse dos factores que contribuyen a explicar su larga duración en el poder. En primer lugar, la propensión reformista de González, al margen del programa máximo del partido o incluso del redactado para la campaña electoral, se vio estimulada o complementada por el ejemplo de la rectificación en materia económica producida en Francia: a fin de cuentas el fracaso de la política económica del socialismo francés era ya evidente en 1982. En cualquier caso, el socialismo español efectuó una experiencia de rápida adaptación a la realidad desde la clandestinidad y no en el sentido de una radicalización temporal en un partido de larga solera. Muy pronto se pudo percibir que, en muchos puntos, su sintonía en Europa se dirigía más bien hacia el democristiano Kohl que a los socialistas franceses. Por otro lado, frente a otros períodos de predominio de la izquierda en la política española —como en tiempos de Canalejas o de Azaña— no existió en este caso una fragilidad política del gobierno sino que, como ya se ha dicho, no ha existido nunca en la Historia de España uno que, en una situación democrática, tuviera tanto poder depositado en sus manos por los ciudadanos. Su inexperiencia en la administración fue superada gracias a la incorporación al socialismo de una parte considerable de la burocracia estatal más joven y menos vinculada con el régimen anterior. En la inevitable comparación con sus precursores hay que concluir que aunque la tarea de Suárez durante la transición fue, sin duda, más decisiva, lo superó en capacidad parlamentaria, tenacidad ante las adversidades y preparación para una política democrática.
Poco después de abandonar el poder González resumió en una intervención pública ante oyentes universitarios lo que había sido su gestión en una frase y cinco puntos concretos. En la primera aseguró que «nos opusimos sin rencor y gobernamos sin rencor». Cabría argüir que en aquella primera etapa, aunque el consenso fundamental no se lesionara, al menos dio la sensación en ocasiones de que se escenificaba un cierto rencor, por más que resultara innecesario. En cuanto a la segunda, el mal no estuvo en el rencor —de él pecó quizá más la propia oposición— sino en el exceso de suficiencia.
Los cinco puntos en que resumió el ex presidente su gestión fueron la modernización y liberalización de la economía española, la mejora del capital humano, incrementando la cohesión social, la mejora del capital físico, el desarrollo de la Constitución, tanto en lo relativo a la reforma de la institución militar como en la puesta en marcha del Estado de las Autonomías, y la ruptura del aislamiento internacional heredado del pasado. En ninguno de estos ámbitos se puede decir que la acción del gobierno socialista fuera por completo original o que no estuviera exenta de errores, pero el elenco es acertado en sus líneas generales. Ni el más severo de sus críticos puede negarlo, si bien en las formas y en los grados, puedan darse discrepancias.
Para concluir este perfil biográfico no ha de olvidarse que sobre la persona de González gravitó una circunstancia colectiva irrepetible, ya descrita en sus orígenes, y que por sus consecuencias ha de tenerse muy en cuenta. En el anuario periodístico de mayor difusión publicado a comienzos de 1982, hubo quien se refirió a las supuestas «dificultades de la derecha clásica española para administrar la transición democrática» mientras que un conocido economista declaró su esperanza de que «la economía española contara con un horizonte de cuatro años en el que fuera posible programar ordenadamente su recuperación». En un principio lo esencial pareció el primer entrecomillado y eso explica la satisfacción con la que fue recibido el PSOE por gran parte de la sociedad. El «cambio» no se sabía bien en qué consistía —no, desde luego, en el programa electoral con que los socialistas fueron a las elecciones— pero implicaba una desbordante confianza de los nuevos gestores políticos en sí mismos, una propensión a desdeñar a los anteriores y a la oposición, una voluntad de tomar decisiones y acortar caminos sin pararse a medir consecuencias ni tener en cuenta los medios; todo ello pudo tener muchos aspectos positivos en la rapidez y la rotundidad de la gestión pero que, a partir de comienzos de los noventa, se revelaron los negativos. En 1984, Javier Pradera pudo escribir que si muchos españoles sentían por vez primera la sensación de que tenían un gobierno suyo, los socialistas, por su parte, habían demostrado «síntomas preocupantes» de su «descubrimiento del poder» testimoniando, de paso, que lo que consideraban suyo eran los votos conseguidos. En este sentido se tendría que someter a consideración la tendencia habitual a considerar que la década de los ochenta fue la positiva en la gestión de los socialistas y la negativa la posterior. En realidad en la segunda se recogieron muchos de los malos frutos de la primera y éstos dependieron del fervor, algo milagrero, con que fue asumido y recibido el «cambio». Lo que quedará de positivo en el balance de la gestión del PSOE, desde el punto de vista histórico, será esa estabilidad que permitió realizar cambios legislativos importantes. En ese sentido tenía más razón, desde el punto de vista histórico, el economista que el periodista.