Para cualquier historiador español del final del siglo XX la etapa del gobierno socialista supone un necesario cambio de enfoque, el que lleva desde el «tiempo presente» hasta la «Historia inmediata». El tiempo presente es aquél que un ser humano percibe como memoria y vive como experiencia: en última instancia se puede decir que, en el momento actual, cubre desde el final de la Guerra Civil (en otras latitudes se podría situar desde la conclusión de la Segunda Guerra Mundial) hasta aquellos acontecimientos más cercanos que se han producido en, por ejemplo, los tres últimos lustros. La Historia inmediata cubre el último espacio intergeneracional vivido, donde las fronteras entre la experiencia instantánea y el poso que deja el pasado sobre el presente resultan difíciles de precisar y donde existe el peligro de que la Historia se confunda con el relato periodístico de mayor o menor calidad.
La Historia de lo inmediato es posible, pero tiene también sus propias exigencias. Resulta lo primero porque siempre se pueden reconstruir las raíces del presente en el pasado, incluso si no sabemos lo profundas que puedan llegar a ser o cuándo se averiguará su exacta influencia. Ahora bien, en esta reconstrucción el historiador debe tener muy cuenta que lleva a cabo una labor caracterizada por su provisionalidad. Debe ser consciente, por tanto, que no cuenta con todos los testimonios y las fuentes posibles. Cierto que eso sucede casi siempre, pero en este caso de forma muy relevante, pues al menos una parte de ellos serán conocidos, incluso por él mismo, a no tardar mucho tiempo. En este sentido bien puede decirse que el historiador que trate de acontecimientos muy cercanos está en una suerte de situación de libertad vigilada, y en cualquier momento puede verse desmentido por un testigo que vivió los acontecimientos directa y personalmente. La provisionalidad nace también de su propia experiencia. Cualquier persona que ha vivido en el pasado un momento colectivo ha tratado, en la modesta medida de sus fuerzas (a veces incluso tan sólo con su voto) de modificarlo. Pero aunque esto sea no sólo legítimo, sino también obligado, resulta imprescindible desligar esta actitud de la reconstrucción del pasado a partir del presente. Aparte de esta conciencia de provisionalidad, la Historia inmediata se caracteriza por una voluntad de síntesis y un intento de trascender lo estrictamente periodístico. Un personaje de Borges, Ireneo, el memorioso, a base de recordar todo y no poder olvidar nada resultaba, al mismo tiempo, incapaz de llegar a entender el conjunto de las cosas. Si en la Historia del siglo XX, con mucha frecuencia, el peligro consiste no en la falta de fuentes, sino en su sobreabundancia, lo que resulta especialmente cierto en el caso de la Historia inmediata. El buen periodista no es el historiador de la actualidad sino más bien quien da mejor cuenta de lo efímero; el retrato depurado de cómo se perciben las cosas en un determinado momento —ésa es la gran virtud de los mejores periodistas— resulta inapreciable para el historiador. Pero la tarea de este último es otra. Debe distinguir de entre todo lo sucedido lo verdaderamente digno de ser recordado por su trascendencia para el futuro. Está obligado a tener en cuenta, además, todo el conjunto de los acontecimientos y a establecer la conexión existente entre los diferentes campos de la realidad humana, de modo que pueda ofrecer un panorama integrado y comprensivo de la misma. Al hacerlo tiene que partir de una dosis considerable de humildad, nacida de esa condición provisional de lo que elabora.
Incluso se puede añadir que ésta se debe reflejar en la propia extensión del texto que elabora. Hay momentos en el pasado que tienen una especial densidad y trascendencia y que requieren más espacio que otros en que el tiempo parece mucho más inmóvil: éste es el caso, por ejemplo, de los años de la República y la Guerra Civil, en comparación con los del comienzo del siglo XX. Hay momentos, también, en que la inmediatez obliga, de forma necesaria, a un especial espíritu de síntesis porque, de no existir, se infiltraría la parcialidad. Si la reconstrucción del pasado quiere ser estrictamente histórica ha de evitar la acumulación de datos del memorioso y ceñirse a las grandes líneas de una evolución cuyos perfiles tienen la dificultad de la cercanía para dibujarse de forma nítida en nuestros ojos. En ella, además, el criterio de selección deberá centrarse en aquellos aspectos de la realidad cuya influencia inmediata resulte más evidente —la política o la política exterior, por ejemplo— mientras que se atribuirá menor espacio a aquellos otros cuyas consecuencias resulten más difíciles de conocer en un plazo corto de tiempo como, por ejemplo, la evolución económica.
Teniendo en cuenta todo lo dicho se debe intentar la reconstrucción histórica de la larga etapa de gobierno del PSOE. Su victoria electoral en las elecciones de octubre de 1982 supuso todo un cambio histórico, al margen de que fuera también un auténtico terremoto, de consecuencias perdurables en el comportamiento político de los españoles. Significó, en efecto, un relevo generacional al frente de la vida pública y una ruptura con respecto al pasado en el sentido de que los más destacados dirigentes socialistas no habían tenido que ver con el régimen anterior, aunque tampoco desempeñaran un papel verdaderamente relevante en la oposición al régimen hasta la década de los setenta. Pero, además, el propio contenido de la tarea de gobierno tuvo unas orientaciones muy distintas respecto a las del pasado. En la etapa anterior lo esencial fue el proceso por el que se llegó a la democracia y evitar los peores peligros de involución. En líneas generales, en 1982 la democracia ya estaba consolidada en España, pese a que un sector de la sociedad española, el situado más a la izquierda, pudiera dudar de ello espontánea y no malintencionadamente. Al tiempo que la victoria de los socialistas consolidó definitivamente la democracia, permitió que la acción gubernamental trasladara su centro de gravedad desde lo estricta y esencialmente político a otros ámbitos, como el económico, la construcción del Estado de las Autonomías o la plena identificación de la política exterior española con su contexto europeo y occidental. El gobierno de los socialistas debe identificarse, en definitiva, con la normalización de la democracia, un período que se ha dado en todos los procesos de transición pero al que, en la práctica, no siempre se ha llegado. En Hispanoamérica, por ejemplo, dista de haber sido completa en muchos casos y en la Europa del este postcomunista constituye más bien la excepción.