Un balance de la transición

Nos toca ahora, para concluir, hacer un balance de la transición española a la democracia en sus aspectos positivos y negativos. Los primeros predominan con nitidez, no sólo porque la transición concluyera bien sino, sobre todo, porque el punto de partida no justificaba un pleno optimismo, aunque hubiera razones, como el grado de desarrollo económico alcanzado, que pudieran inducir a él.

Si tenemos en cuenta el conjunto de los países que participaron en la «tercera oleada» de las democratizaciones, lo comprobaremos con claridad. Hay que tener en cuenta que en los países sudamericanos, que nunca tuvieron unos referentes económicos o militares, como pusieron ser la Unión Europea o la OTAN, se cometieron, además, graves errores, aunque en parte inevitables. Los problemas económicos siempre fueron mayores pero, además, se dio una mayor dilación hasta que se llegó a la consolidación de la democracia y hubo presidencialismos excesivos y, sobre todo, en algunos países como Chile, han perdurado «islas autoritarias» en un contexto democrático hasta el punto de que se puede decir que la democracia se ha mantenido incompleta. La fragilidad de su democracia se percibe en la aparición de cesarismos o populismos y, sobre todo, en el hecho de que una parte importante de la población sigue sin creer que la democracia sea el mejor sistema político posible. En cuanto a las dos docenas de países ex comunistas, al margen de los graves problemas que han tenido respecto de su organización territorial, sólo un máximo de cinco o seis están claramente en la senda democracia mientras que el resto permanecen en el mundo del autoritarismo, con mayor o menor grado de libertad. Es de señalar que en ellos no se siguió la pauta de la transición democrática española: sin tener un Estado legitimado por la democracia emprendieron reformas económicas que, en ocasiones, resultaron muy negativas (esto vale, por ejemplo, para gran parte de las privatizaciones).

En realidad en esa «tercera ola» sólo los países que la iniciaron en el Mediterráneo han tenido democracias consolidadas rápidamente. Pero, si tomamos los casos de Grecia y Portugal, las dificultades para una transición española a la democracia eran comparativamente mayores, y, sin embargo los traumas de todo tipo fueron menores. En ningún momento pasó España por el peligro de convertirse en un régimen dictatorial de izquierdas —como ocurrió en Portugal— ni tampoco se produjo la inestabilidad gubernamental y la grave crisis económica que disipó las amplias reservas de divisas de que disponía el país vecino al comienzo de la transición. Sin embargo, la propia rapidez de ésta y el balance de carácter general netamente positivo puede tener el riesgo de hacer olvidar las dificultades objetivas que se dieron a lo largo de todo el proceso. Marías, refiriéndose a esta realidad, ha podido hablar de la «gratitud del pueblo español ante el infortunio evitado», que se debe a los gestores de la cosa pública en estos precisos momentos.

De todos modos, aunque la balanza se inclina claramente hacia el lado positivo, se ha de tener en cuenta que es fácil, pero no del todo correcto, considerar lo sucedido en España como absolutamente ejemplar, irrepetible y modélico. Una década después de la transición española se produjeron las de los países del centro de Europa, que antes tenían sistemas de «democracia popular», y de ellas hay que decir que revestían un grado de complejidad indudablemente mucho mayor. Probablemente estos regímenes —que podrían denominarse de «totalitarismo decadente»— tenían un apoyo social tan débil como el franquismo en su fase final, pero en ellos, además, el Estado había tenido una pretensión de ocupar la sociedad mucho más persistente y decidida que en España.

Es preciso, por tanto, un previo aprendizaje de la democracia y, sobre todo, encontrar un camino —inédito hasta el momento— para pasar de la centralización económica absoluta al mercado. Después de celebrar las primeras elecciones democráticas España había ya emprendido un decidido rumbo hacia la democracia, pero en Europa del Este eso sólo indicaba que el camino se había iniciado sin que el final fuera en absoluto claro, ni tan siquiera para los países más vinculados a la tradición cultural occidental (Checoslovaquia), o en aquéllos cuya sociedad civil había resistido mejor al modelo estalinista (Polonia) o en los que las reformas dentro del comunismo habían sido más tempranas (Hungría).

Pero también ha de señalarse un cierto balance negativo en la transición española que no deriva de la comparación, sino que ha aparecido con el transcurso del tiempo en relación con la forma misma de hacerla, en general tan alabados. El consenso y la búsqueda de fórmulas legales que evitaran los peligros a una joven democracia fueron factores positivos en el momento de iniciarse la transición, y lo hubieran sido también en el caso de haberse mantenido en sus estrictos términos como una constante de conducta. Sin embargo, no sólo no ha sido así sino que, además, surgieron inconvenientes: el principal es que, al haberse practicado desde arriba el consenso en la clase política, la movilización popular ha sido limitada y aún decreciente. Es cierto que se han evitado los temas conflictivos pero, de esa manera, si se ha dado estabilidad a la política nacional también se la ha privado del componente popular que una democracia debe tener siempre. Una movilización política escasa siempre será un inconveniente grave en un sistema democrático.

Pero, además, con el transcurso del tiempo se ha hecho patente también otro defecto. El afán de la clase política por lograr una democracia estable se tradujo en una serie de medidas cautelares que creaban una especie de tutela sobre la ciudadanía española. En todo la obra legislativa de la transición, especialmente en aquélla a la que se llegó mediante consenso, se aprecia un temor a la repetición de la experiencia de nuestra Guerra Civil. De aquí que el régimen parlamentario, la ley electoral, la estabilidad gubernamental, la vida interna de los partidos o las relaciones entre los poderes permanezcan encorsetados en unas fórmulas que todavía contribuyen a alejar más de la savia popular a un sistema político que la necesita. Una década después de la aprobación de la Constitución el peligro de la democracia española era mucho más el cáncer del escepticismo que el infarto de un golpe de Estado.

Aun así se debe tener en cuenta que en este mismo escepticismo España ya no era tan diferente del resto de los países europeos con una democracia consolidada desde mucho tiempo antes. En realidad, tras la tercera oleada de democratizaciones se hizo patente una crisis global de este régimen político que se refería a su práctica diaria y no a sus planteamientos teóricos. Se da en los países que la tienen desde hace mucho tiempo y los que han llegado a ella hace poco. En realidad, lo que en todas las latitudes estuvo en juego durante la década de los ochenta fue ya la calidad de la democracia y no su propia existencia. Por eso esta cuestión aparecerá como una de las protagonistas en el capítulo inmediato.