La cultura durante la transición:
El tiempo de las recuperaciones

Aunque, como tendremos ocasión de comprobar, no existe propiamente una coincidencia entre la transición política hacia la democracia y cualquier otra en el terreno cultural, es preciso concluir con una referencia a esta última, aunque no sea más que para confirmar precisamente este hecho y comprender la transición en todas sus dimensiones. En el capítulo siguiente podremos abordar de forma más detenida tanto los cambios sociales como los culturales producidos en los años posteriores a la muerte de Franco.

A finales de la dictadura se había producido una clara beligerancia del mundo de la cultura en contra del sistema político vigente. Así se aprecia, por ejemplo, en algunos ejemplos cinematográficos que bordean el anti franquismo sin apenas velos (El espíritu de la colmena, La prima Angélica…); hubo también novelas prohibidas y que, por tanto, debieron ser publicadas fuera de nuestras fronteras (el caso de Recuento, de Goytisolo o Si te dicen que caí, de Marsé) e incluso en las artes plásticas resulta perceptible un desgarramiento dramático que era testimonio del compromiso político de algunas de las figuras más destacadas. La beligerancia política del mundo de la cultura jugó, así, un papel de cierta importancia como motor del cambio político, como también lo hizo la prensa. El efecto más inmediato de todo ello fue que la emergencia de la libertad habría de tener consecuencias inmediatas (y, por supuesto, positivas) para la creatividad cultural, una vez establecida la democracia.

En realidad, no fue exactamente así. De hecho, la transición cultural ha sido posterior en el tiempo y la libertad política no tuvo como consecuencia una inmediata floración cultural de los valores a los que la situación política anterior hubiera marginado o sumido en el olvido como consecuencia de su actitud disidente. La cultura española siguió estando principalmente protagonizada por quienes empezaron a desempeñar en ella un papel importante a mediados de la década de los sesenta, momento en que no sólo aparecieron unos protagonistas y unas tendencias sino también unos circuitos comerciales y una infraestructura mínima vigente hasta hace muy poco tiempo. Sólo en época muy posterior a la muerte del general Franco aparecieron nuevos creadores y tendencias.

El tránsito a la libertad en materia cultural fue rápido y, en general, estuvo exento de problemas graves, con la sola excepción que más adelante se mencionará. En 1976 tan sólo se prohibieron dos películas extranjeras (de las que eran autores Oshima y Pasolini), por motivos no estrictamente políticos; en cambio se permitieron otras como Canciones para después de una guerra, de Martín Patino, o El gran dictador, de Chaplin, que habían estado prohibidas hasta entonces. En noviembre de 1977 desapareció la censura cinematográfica y se pudo ver en las pantallas españolas cine prohibido, como Viridiana, de Luis Buñuel. El caso de El crimen de Cuenca, de Pilar Miró, prohibida durante un año y medio, fue tan desgraciado como injustificable y excepcional. Esta película, que debía haber sido estrenada a fines de 1979, presentaba un caso histórico de tortura por parte de la Guardia civil a los falsos autores de un crimen. La película fue denunciada por un fiscal militar y sólo pudo estrenarse poco después del golpe de Estado del 23-F, convirtiéndose en el gran éxito de taquilla del año 1981. En general (de ello es testimonio esa película) aunque durante los años de la transición siguió existiendo una beligerancia izquierdista de buena parte de los intelectuales, no fue característico de este mundo, como de ningún otro sector de la vida española, una actitud radicalmente agresiva con respecto al pasado ni en defensa del mismo; en cambio, la referencia al pasado histórico, más o menos inmediato, fue muy frecuente. En La escopeta nacional, de Berlanga (1977), la imagen esperpéntica de las cacerías del franquismo contiene el elemento distanciador del humor. Incluso el éxito, durante este período, de las novelas reaccionarias de Vizcaíno Casas sólo se entiende desde esta óptica humorística.

Un rasgo decisivo de la cultura española durante la transición fue, sin duda, el haber recuperado y rescatado gran parte de la tradición intelectual que había quedado rota por motivos políticos. En realidad, al hacerlo así no hacía otra cosa que continuar una tendencia que se había iniciado a mediados de los años sesenta, pero ahora se de una manera más rápida, decidida y completa. De hecho, la propia concesión a Vicente Aleixandre del Premio Nobel de Literatura en 1977 puede entenderse como un testimonio del rescate de la tradición liberal española, pero en muchos otros aspectos resultó perceptible un proceso semejante. En teatro, por ejemplo, se produjo la recuperación de Alberti, Lorca y Valle-Inclán; en pensamiento y ciencias sociales fueron dos ilustres exiliados, representantes ambos de la generación de 1914 (Claudio Sánchez Albornoz y Salvador de Madariaga) quienes regresaron a España; en artes plásticas la devolución del Guernica, en septiembre de 1981 y, en general, de Picasso, fue también una manera de recuperar el vínculo con un pasado borrado como trágica consecuencia de la Guerra Civil. Al lado de estas recuperaciones se puede hablar también de una voluntad de que la Administración oficial de la cultura reconociera la realidad de la creatividad intelectual española del momento, cosa que, por razones partidistas, no se había hecho hasta entonces. Ejemplo de ello puede ser la concesión de la Medalla de Oro de Bellas Artes a artistas como Antoni Tapies o Eduardo Chillida, o la celebración de sendas exposiciones antológicas organizadas por el Estado en su honor (el precedente inmediato fue la celebración de una gran antológica de Miró en 1978).

Esta tarea de recuperación y de normalización se cumplió básicamente durante la etapa de UCD en el poder, aunque luego no se interrumpiera con la llegada a él del PSOE. Era algo obligado, aunque en alguna ocasión pudiera dar la sensación de que la cultura española se volcara en exceso hacia el pasado, si bien la atracción por éste fue intensa a lo largo de estos años: un buen ejemplo es El desencanto, de Chávarri (1976), ácida evocación de las tensiones familiares en torno a la vida de un conocido intelectual del franquismo, pero incluso en Volver a empezar, Oscar cinematográfico de 1982, el protagonista es un antiguo exiliado que regresa a España. La referencia cultural a este pasado poco modélico estuvo presente en la creación literaria del momento y pudo contribuir al buen resultado de la transición. Un ejemplo puede ser la novela Las guerras de nuestros antepasados, de Miguel Delibes.

Otro rasgo importante de la cultura española en los tiempos de la transición fue que podría denominarse como la popularización de la cultura. Ésta, en contra de lo que había sido habitual en el inmediato pasado, se convirtió en objeto de una atracción reverencial y, por vez primera, en objeto de consumo para amplias capas de población.

Hay algunas cifras, como los centenares de miles de asistentes a las exposiciones de Picasso o Dalí o el incremento del número de libros editados (40 000 a comienzos de los ochenta) que son muy significativas; también puede serlo el incremento de la oferta musical o la importancia conseguida por una feria de arte moderno como ARCO. En general esta popularización de la cultura no se vio acompañada por una disminución de las exigencias de calidad, pues las mismas producciones cinematográficas que tuvieron mayor éxito de público cumplían con ellas: éste fue el caso de La colmena, o Los santos inocentes, basadas ambas sobre textos literarios de los dos grandes novelistas españoles de la época. Sin embargo, hubo una tendencia abusiva a considerar como cultura popular cualquier tipo de manifestación lúdica, quizá precisamente gracias a ese prestigio de la creación cultural. Además, no se tuvieron en cuenta las deficiencias existentes en los hábitos culturales de los españoles. Un 63 por 100 no leían nunca y un 92 por 100 jamás utilizaba una biblioteca mientras que en Francia los porcentajes eran 25 y 77 por 100, respectivamente.

Si la normalización y la difusión de los valores de la cultura pueden considerarse los aspectos más destacados y más positivos de la transición ésta, al mismo tiempo, reveló insuficiencias legislativas y deficiencias estructurales. La legislación española en materia cultural era manifiestamente obsoleta y, además, surgían problemas derivados de las nuevas necesidades de la cultura y de su relación con el Estado. La inestabilidad de UCD (en cinco años seis directores generales de cine) y la existencia de otras prioridades políticas imposibilitaron la aprobación de una nueva legislación para promover las fundaciones, proteger el patrimonio histórico-artístico o la creación intelectual. Al mismo tiempo, se hicieron patentes las nuevas condiciones exigidas por la creación cultural. La liberalización de la industria del libro quizá avanzó con demasiada lentitud, pero en la industria cinematográfica la insuficiente protección al cine nacional tuvo como consecuencia una disminución radical del número de espectadores al cine español —a una sexta parte en un plazo muy corto de tiempo— mientras que los gastos se incrementaban en un 66 por 100. El teatro se encontró con un problema parecido pues también en poco tiempo se convirtió en una actividad semipública. Por si fuera poco España, a comienzos de la década de los ochenta, se encontró con que la creciente demanda cultural no contaba con una infraestructura de apoyo suficiente: no había, por ejemplo, auditorios musicales ni, sobre todo, una enseñanza musical que permitiera la formación de profesionales. De todavía más difícil resolución era el hecho de que también la demanda cultural tuviera sus fragilidades.

Baste con recordar (como ya se ha indicado) que el rápido paso de una cultura leída a otra visual y el deficiente punto de partida hacía que a comienzos de la década de los ochenta un porcentaje muy de la población no leyera libro alguno.

Puede ser útil también hacer alguna mención al papel de los intelectuales en el cambio político y a la evolución de la enseñanza en estos años. En cuanto al primero no es posible, desde luego, establecer una comparación entre el relevante papel desempeñado por los intelectuales en la transición de 1931 y el que jugaron ahora. Sin embargo, no cabe la menor duda de que ese sector tuvo importancia en la transición, como se demuestra por la propia composición de las Cortes constituyentes. Amando de Miguel pudo ironizar, por entonces, respecto de los «intelectuales bonitos» que, como los generales en la época de Isabel II, parecían mucho más interesados en cometidos poco relacionados con lo que debiera haber sido su actividad preferente; si estos últimos estaban más cerca de la política que de la milicia los intelectuales del tiempo de la transición parecían interesados, ante todo, en escribir en el Boletín Oficial del Estado. La verdad es que, al mismo tiempo, en determinados campos de la creación cultural se producía un cambio desde el compromiso hacia lo que podría denominarse como «el arte por el arte»; tal actitud es perceptible, por ejemplo, en el terreno de las artes plásticas. La elección de 1982 presenció incluso un reverdecimiento del interés de los intelectuales por la vida pública, como se demuestra en el «manifiesto por el cambio», suscrito en apoyo del PSOE por una amplia mayoría de los intelectuales más conocidos.

En el terreno educativo no hubo cambios legislativos verdaderamente fundamentales antes de 1982, ni siquiera donde eran más necesarios (la universidad) pues la propia división interna del partido del gobierno y las exigencias de la oposición (principalmente, el PSOE) lo evitaron. Sin embargo hubo, al menos, un intento de normalización en cuanto a la creación de plazas escolares —haciendo desaparecer, gracias a los pactos de la Moncloa, las deficiencias más graves—, y la consolidación de los puestos docentes de buena parte del profesorado, universitario o no, que los tenía el precario a la altura de 1975. Por otro lado, si en el terreno cultural se ha podido hablar de una popularización esta afirmación es extensible también al terreno educativo. La década posterior a 1975 presenció una muy considerable expansión (del orden del 50 por 100) de la enseñanza media y una «feminización» de la misma, demostrativa en sí misma de un cambio importante en la sociedad española.

Finalmente merece la pena aludir a los cambios en los medios de comunicación durante este período. En su caso se multiplicaron las paradojas existentes en el terreno de la cultura. La prensa escrita había tenido un papel decisivo en el período anterior, contribuyendo a la difusión del ideario de los derechos de la persona. Pero la llegada de la libertad no fue un momento de esplendor para ella sino de relativo declive. Desde los años setenta a los ochenta su tasa de circulación disminuyó algo más del 10 por 100 y sólo con el tiempo se produciría un cambio más esperanzador en la lectura de diarios.

Más sorprendente aún fue la desaparición de la prensa de significación ideológica más contraria al régimen franquista. En octubre de 1978 dejó de publicarse Cuadernos para el Diálogo y en 1982 sucedió lo propio con Triunfo. En cambio, El Alcázar pasó de unos 15 000 a unos 70 000 ejemplares. Si la desaparición de esas publicaciones se explica por su falta de adaptación a una situación nueva también se debe tener en cuenta que el diario El País, surgido al principio de la transición, asumió su herencia y en un plazo corto de tiempo, con una tirada que en 1982 próxima a los 300 000 ejemplares, se había convertido en el primero de España. Mientras tanto, durante la época de los gobiernos centristas, tuvo lugar el primer desmantelamiento de la cadena de periódicos del Estado, legado del inmediato pasado. En cambio hubo menos decisión a la hora de configurar una nueva organización, adaptada a la democracia, de la televisión pública, siempre sujeta a la manipulación por parte del Gobierno. El Estatuto aprobado para ella en 1977 se demostró inviable desde sus inicios, pues el nombramiento de su director por el gobierno y de su consejo por el Parlamento tuvo como resultado una mediatización política doble y siempre proclive a la conflictividad.