Si merece la pena tratar de manera unitaria la evolución económica durante la transición, algo parecido puede decirse de la evolución social para la que, todavía en mayor grado, es necesario un período más largo para apreciar los cambios de fondo producidos. Un período de tan sólo siete años difícilmente puede suponer cambios tan sustanciales en la vida de la sociedad española. Sin embargo, es necesario mencionarlos porque, de lo contrario, se puede pensar que la transformación experimentada en España durante estos años se redujo de modo exclusivo a la política. Una crítica habitual en los medios de izquierda extrema, consistió en juzgar que el cambio se había limitado superficialmente a las instituciones, como si hubiera permanecido —con idénticas características—, el mismo sistema social anterior. En realidad, ya en los primeros años de la transición pudieron apreciarse indicios ciertos de un cambio en el terreno social, que, a la vez, acompañaba y se veía propiciado por la evolución política. En este sentido, cabe preguntarse hasta qué punto los políticos desempeñaron un papel esencial o fue la misma sociedad la que los impulsó a aprender de su propia moderación y de su deseo de que el cambio que no fuera traumático. Probablemente, se conjugaron ambas realidades. Lo cierto es que esta transformación —como corresponde a una transición democrática—, se realizó, no por procedimientos revolucionarios, sino graduales y reformistas, aunque algunos datos que se citan más adelante den cuenta de la velocidad con la que se llevó a cabo.
Un primer dato que ofrece la observación de la sociedad española es que, en estos años, su demografía era ya idéntica a la europea, con un crecimiento intercensal del 1,1 por 100. España dio el primer paso en el camino hacia una sociedad estacionaria en términos demográficos. Además, lo hizo en un corto plazo de tiempo, de modo que, aun siendo una sociedad relativamente joven, experimentó de manera brusca una disminución en su natalidad, equiparándose a las sociedades europeas, aunque en éstas el proceso se había producido en el pasado de forma más gradual. Otro hecho permite constatar que, durante la transición, aumentó claramente el grado de igualitarismo en la sociedad española, a pesar de que el estancamiento económico hacía pensar en que no se daban las mejores circunstancias para un nuevo reparto de la renta nacional. Entre 1974 y 1980, el 10 por 100 de los hogares con ingresos inferiores disminuyó del 1,7 por 100 del total al 2,4 por 100; y en el mismo período, el 10 por 100 de los hogares con ingresos más elevados, pasó del 39 al 28 por 100 de la renta total. En suma, los pobres españoles lo eran menos, así como los ricos. En 1979, dos sociólogos de distinta ideología —García San Miguel y Tezanos— evaluaron que la clase media constituía el 55 por 100 de la sociedad española. No obstante, persistía una alta desigualdad de oportunidades: quien provenía de la clase alta tenía veinticuatro oportunidades más de mantenerse en ella que el de extracción humilde.
No obstante, el crecimiento del gasto social fue explosivo entre 1977 y 1981.
Este rasgo de la realidad española, irreversible durante los años ochenta, se aprecia en la participación del Estado en el Producto Interior Bruto, que creció en un 50 por 100, mientras que en el Mercado Común Europeo permanecía estacionario. No en vano, durante la década de la transición España fue uno de los países del mundo en que la presión fiscal creció más rápidamente aunque, desde luego, sin llegar a la cota más alta en los países europeos de tradición socialdemócrata.
Todo esto fue el resultado de un proceso de modernización que es visible en muchos otros aspectos de la vida española en estos años que transcurren desde la muerte de Franco hasta la llegada el poder de los socialistas. A lo largo de estos años siguió disminuyendo, por ejemplo, el porcentaje que le correspondía a la agricultura en el Producto Interior Bruto. Con el paso del tiempo, en un plazo cronológico más amplio, se produciría una confirmación y ampliación de este rasgo que apenas apuntaba en este período. La modernización tuvo otra vertiente en la aparición de fenómenos inéditos de los que quizá el más evidente fue el surgimiento de un poder sindical, fuerte desde un principio y dotado de rasgos que estaban destinados a perdurar.
Para comprender la actitud de los sindicatos durante la transición es preciso tener en cuenta que las organizaciones clandestinas existentes antes del establecimiento de las libertades estuvieron estrechamente ligadas a los partidos políticos, lo que explica que adecuaran sus actitudes al proceso mismo de la transición. En este sentido se puede decir que rebajaron el listón de sus planteamientos, que hubiera podido ser mucho más alto. Así, por ejemplo, Comisiones Obreras siempre juzgó, como el PCE, que España era una democracia poco consolidada, en la que era necesario moderar las reivindicaciones. En ocasiones UGT actuó de forma más exigente, paralelamente a la política del PSOE de acoso al gobierno.
En cualquier caso la situación descrita no se dio desde un principio de forma clara. En un primer momento hubo, por parte de las autoridades, unos propósitos sólo tímidamente reformistas. El intento de reforma desde dentro llevado a cabo por Martín Villa en la etapa en que fue ministro de Relaciones Sindicales hubiera supuesto, de haber triunfado, un cierto mantenimiento de la Organización sindical y del unitarismo.
En ese momento se produjo, además, una fuerte conflictividad social. Poco después de la muerte de Franco hubo hasta 75 000 obreros militarizados y la confrontación social, medida en huelgas, fue muy intensa durante toda la etapa del gobierno Arias —en la que buena parte de las huelgas fueron ilegales—, situación que se prolongó hasta comienzo de los años ochenta. De todos modos se produjo una cierta ruptura, aunque fuera limitada —«astillada» la denomina Camacho— de tal manera que, en abril de 1977, se aceptaron las organizaciones sindicales existentes. En octubre siguiente la estructura burocrática de los sindicatos —unas 30 000 personas— se integró en la Administración en igualdad de condiciones.
Muy pronto, a partir de los pactos de la Moncloa, el sindicalismo español se convirtió en un sindicalismo de concertación. Con motivo de los mismos se produjo una caída de los salarios reales, compensada con medidas de gasto público y de igualación en la remuneración en las distintas categorías de trabajadores. En años sucesivos se siguió con acuerdos semejantes, bien entre sindicatos y Gobierno o con los patronos (Acuerdo Básico Interconfederal, de julio de 1978, Estatuto de los Trabajadores, de marzo de 1980, Acuerdo Marco Interconfederal, de enero de 1980, y Acuerdo Nacional de Empleo, de junio de 1982). En junio de 1977 se fundó la patronal bajo las siglas de CEOE —Confederación Española de Organizaciones Empresariales—; en este caso no se produjo ruptura sino, más bien, reforma, porque algunos de los dirigentes o incluso de las asociaciones provenían del régimen precedente. El primer presidente de la patronal fue Carlos Ferrer, que procedía del Fomento del Trabajo Nacional, que había subsistido durante el franquismo. Si los trabajadores se sometieron a las exigencias políticas de la transición, algo parecido sucedió con los patronos. Aunque los gobiernos de UCD —en especial, el de Calvo-Sotelo— tuvieron graves problemas con ellos, actuaron siempre desde los principios de la democracia.
Con el transcurso del tiempo —y desde la misma etapa de la transición— el sindicalismo se configuró no sólo como una realidad social fundamentada en la concertación sino también como un instrumento de representación y no como una organización de masas caracterizada por la afiliación masiva. Hubo un momento, en 1978, en que los sindicatos reclamaron la afiliación del 57 por 100 de los trabajadores pero en sólo dos años se había reducido en un 40 por 100. Muy pronto el sindicalismo español se situó en las antípodas del modelo característico de los países del norte de Europa, con unos porcentajes de afiliación muy bajos. Pero eso no quiere decir que los trabajadores no participaran en las elecciones sindicales. Lo hicieron y, además, con el transcurso del tiempo, hubo un creciente bisindicalismo imperfecto pues si las dos grandes centrales apenas superaron en la primera elección el 55 por 100 de los cargos en los años ochenta ya alcanzaron el 80 por 100. Como ya sabemos, Comisiones se impuso claramente a UGT en las primeras elecciones (34 frente a 21 por 100) pero en 1982 venció UGT. La coyuntura política sirve para explicarlo, pero se debe tener en cuenta también que el tercer sindicato —USO— se dividió pasando gran parte de sus cuadros al sindicato socialista. En suma, configurado el sindicalismo español como un instrumento de concertación y de representación de propósitos moderados y reformistas, su labor consistió en aceptar recortes a las peticiones salariales excesivas a cambio de lograr ventajas importantes para la clase trabajadora y una representación propia en todo tipo de entidades y organismos sociales.
La gran paradoja es que la aparición del poder sindical se produjo en el mismo momento en que comenzaba a aparecer un fenómeno nuevo y que, durante estos años y los posteriores, constituyó el centro de gravedad de la realidad social española: el paro. Éste había sido un problema prácticamente inexistente hasta el momento mismo de la transición. Entre 1975 y 1978 el crecimiento de la oferta de trabajo fue del orden del 0,4 por 100 anual, pero eso se produjo en las peores condiciones, con el acceso de una cohorte muy nutrida de edad juvenil al mercado del trabajo, la incorporación de la mujer al mismo y el regreso de los emigrantes. Además, aunque luego la situación empeoraría con el proceso de reconversión, entre 1978 y 1980 se destruyeron unos 366 000 puestos de trabajo. Incluso la tasa proporcional de ocupación de la mujer disminuyó en estos años. En adelante no hubo preocupación más acuciante para el trabajador español que la amenaza del paro.
Todos estos rasgos —igualación, poder sindical— indican una modernización de la sociedad española. Sin embargo, otros datos señalan que en otros terrenos se mantenían las divergencias entre la sociedad española y las pautas habituales en otras europeas. Haremos una mención somera a ellos pues, como ya se ha dicho, sólo en un espacio más amplio de tiempo se puede percibir la real trascendencia de estos cambios.
Mientras que en aspectos cuantitativos y materiales la identidad era cada vez mayor, persistía la distancia en el terreno de los valores. A comienzos de los ochenta la sociedad española daba la sensación de estar poco sedimentada, tanto en su vertebración social como en sus sistemas de ideas y creencias. Parecía como si la rapidez con que tuvo lugar la transición hubiera evitado el lento aprendizaje que una sociedad debe hacer de las pautas de comportamiento democrático, no tanto el terreno estrictamente político como en el social. La sociedad española seguía siendo poco tolerante, escasamente informada y no estaba vertebrada por un asociacionismo voluntario, rasgos todos ellos de las democracias. Daba la sensación de que en ella había una cierta «anomia», como si se hubieran liquidado las normas de comportamiento del pasado sin sustituirlas por otras nuevas. Los valores de la seguridad material y una cierta actitud cínica, despreciativa de los principios de la moral social, constituían un rasgo muy característico de la vida española en un momento en el que, en todo Occidente, lo más frecuente era el paso de una civilización del consumo a otra de valores postmaterialistas. Es muy posible que la misma forma en que se llevó a cabo la transición, mediante un pacto de la clase política en las alturas, tuviera ese efecto indirecto, al evitar una confrontación de ideas que hubiera podido ser clarificador para el conjunto de la sociedad española.
Cuanto venimos diciendo es de aplicación general, pero se aprecia especialmente en algunas instituciones, como la Iglesia católica. El catolicismo había sido durante mucho tiempo un elemento vertebrador de la vida española y, además, de una forma determinante: todavía en los años setenta la mayor parte de los españoles eran católicos practicantes. Durante el período de la transición se puede decir que se hicieron patentes y bien visibles las consecuencias de la crisis experimentada en España por el catolicismo a partir de los años sesenta. A comienzos de los ochenta tan sólo un tercio de los españoles eran católicos practicantes, aunque la influencia del catolicismo en la sociedad española era mucho mayor que lo que parecen indicar estas cifras: si entre los jóvenes sólo uno de cada cinco era católico practicante, tres de cada cuatro creían en Dios. La Iglesia española había hecho el aprendizaje de la libertad y del pluralismo antes de la transición y contribuyó a ella de forma significativa, pero, una vez producida ésta, se encontró con que no se le reconocía por una parte de la sociedad mérito alguno, ni tan siquiera el derecho a emitir opinión. Ella misma sufría en sus carnes la mencionada «anomia» en cuanto que su propio pluralismo interior parecía haber disipado cualquier signo de identidad propia. A veces una parte de la propia jerarquía parecía verse tentada por una cierta nostalgia del pasado mientras que la más abierta descubría, con sorpresa, que habiendo coadyuvado al cambio en España ahora no se consideraba suficientemente tenida en cuenta por los gobernantes. En este sentido la elaboración de una ley de divorcio sin tratar con la Iglesia de esta cuestión puede haber constituido el principio de un malestar en el que la propia perplejidad jugó un papel importante.