Evolución económica durante la transición política

A lo largo de las páginas precedentes la política ha tenido un lógico predominio, quedando las referencias a la economía reducidas al mínimo y siempre en relación con la política, como ha sido el caso al tratar de los Pactos de la Moncloa que, a fin de cuentas, constituyeron un pacto político. Ahora, en cambio, será preciso tratar de la evolución económica. En realidad, ésta sólo puede abordarse a medio plazo pero, además, uno de los motivos para justificar este tardío tratamiento es que jugó un papel de primera importancia en la etapa del declive final de UCD. Como hemos visto, la organización patronal, bajo la égida de Carlos Ferrer Salat, adoptó una actitud muy beligerante respecto de la política seguida hasta el momento, que tildó de «socialdemócrata» y la personificó en el principal responsable ministerial, José Luís García Diez. Es muy posible que la patronal deseara más que nada la colaboración entre la derecha y UCD, pero en la práctica se dedicó sobre todo al deterioro de la segunda, coadyuvando de forma importante a su derrota política. La única justificación que puede tener este tipo de activismo político es la necesidad de reafirmarse en un momento en que la organización patronal era inexperta, tenía escasos afiliados y se sentía agobiada por la crisis. Ya veremos, en cambio, que la forma de enfrentarse a los problemas nacidos de la crisis energética fue ortodoxa, señalando un rumbo que se mantuvo constante en el futuro.

Conviene hacer un planteamiento de carácter general acerca del panorama económico existente para poder llegar a partir de él a algunas conclusiones. «Me tocó gobernar en el peor momento de la crisis económica», ha escrito en sus Memorias Leopoldo Calvo-Sotelo, como para llamar la atención acerca de lo inexorable de una situación poco susceptible de ser modificada por la acción de los protagonistas políticos. La afirmación es cierta, aunque no exime de responsabilidad a quienes entonces tuvieron las máximas responsabilidades políticas y vale también para la etapa en que la Presidencia fue desempeñada por Adolfo Suárez.

La economía española todavía parecía boyante en 1973, pero esa apariencia no se correspondía con la realidad. En esa fecha, el crecimiento era del 8 por 100, el paro apenas superaba el 1 por 100 y la inflación el 11 por 100. Sin embargo, había problemas de fondo, la mayor parte de los cuales ya han sido citados. En suma, el sector público, siendo relativamente reducido, no evitaba la omnipresencia estatal porque la liberalización se había detenido. La empresa era débil y poco innovadora. El problema del paro no se había planteado aún, pero podía surgir en cualquier momento, por más que pocos hablaran de él. En efecto, desde 1964 sólo se habían creado un millón de puestos de trabajo. Una población joven y la llegada de la mujer al trabajo complicarían la situación en el futuro pero, además, hay que tener en cuenta que la combinación entre la carencia de huelga y de libertad sindical había producido un mercado de trabajo sobreprotegido y, por tanto, poco propicio a crear empleo.

Como ha afirmado Enrique Fuentes Quintana, quizá la más destacada personalidad de la transición en el terreno económico, el que se multiplicara por tres el precio del crudo a comienzos de los setenta fue un golpe durísimo para la economía española, equivalente a la disminución en un quinto de su capacidad adquisitiva en el exterior o a una detracción de tres puntos en el producto interior bruto. El resultado inmediato fue un grave desequilibrio en la balanza de pagos y un crecimiento de la deuda exterior. Sin embargo, se ha de tener en cuenta que muchos otros países partían de condiciones semejantes a las españolas, hallándose en circunstancias idénticas. Lo peculiar de la crisis económica española fue que se daba en un país que pasaba por una grave crisis política. Las decisiones que se tomaron después del alza del petróleo fueron exactamente las contrarias a las que adoptaron los países de la OCDE: lejos de trasladar a los costes la elevación de los precios del crudo, lo que se hizo fue tratar de evitar el impacto del alza en la economía española por el procedimiento de promover una generalizada intervención pública. Es posible que hubiera un diagnóstico equivocado acerca de la duración de la crisis, pero es indudable que hubo otro factor seguramente más decisivo. El régimen de Franco estaba aquejado en estos momentos de una parálisis decisoria y de una crisis de legitimidad que le impedían adoptar y poner en práctica las medidas que los expertos consideraban pertinentes. Esta situación se prolongó durante la primera etapa de la transición. De hecho, aunque ya en 1974 se consideraba insoslayable un ajuste, una verdadera política económica frente a la crisis sólo fue posible cuando cambió el sistema político y hubo un gobierno de sólida mayoría parlamentaria. A pesar de ello, ya desde su llegada al poder, Suárez contó con un equipo de asesoramiento económico formado por algunos de los mejores especialistas (Fuentes Quintana, Rojo, Sarda y Jane).

Por esas razones se explica que la cronología de la crisis económica en España sea muy diferente de la de otros países. En España, en la práctica, el efecto de la primera subida del petróleo no se había disipado cuando se produjo la segunda, en 1979. La crisis sólo se superó de forma definitiva entre 1985 y 1986, con tres años de retraso respecto a la recuperación general en el mundo occidental. Al margen de la política económica seguida desde 1982, parece indudable que un elemento decisivo en esta evolución fue la propia conexión de la economía española con la del resto del mundo occidental.

Lo que nos importa es señalar que la transición política se produjo en las peores condiciones económicas imaginables y que, por tanto, no deja de tener sentido la reflexión que se hicieron no pocos comentaristas en los años de la transición. Como en 1931, daba la sensación de que la democracia llegaba en el momento menos oportuno desde el punto de vista económico; de hecho, en el período 1976-1982 hubo un crecimiento medio anual de tan sólo 1,4 por 100, muy por debajo del que hubo en los sesenta, pero también del crecimiento posterior a 1985. En el año 1977, el decisivo de la transición, el Estado estaba, de hecho, en bancarrota y la inflación alcanzó el 30 por 100 en el mes siguiente a las elecciones; hubo momentos en que incluso pudo llegar al 50.

Al mismo tiempo, el diferencial de precios con Europa rebasaba los 15 puntos.

Es muy posible que los Pactos de la Moncloa fueran ante todo un procedimiento para evitar que la aspereza en las reivindicaciones sociales hiciera imposible el acuerdo en una Constitución, pero también respondieron a ineludibles exigencias económicas y sirvieron para trazar un diagnóstico y una política destinada a combatir la crisis. Quien se enfrentó con uno y otra fue el programa económico que UCD llevó a las elecciones.

En él se consideraba que el problema urgente era la contención de la inflación, lo que obligaba a sacrificios que podrían tener como contrapartida la realización de ciertas medidas de reforma social. Ésta fue la política seguida, con mayor o menor acierto, por los gobiernos centristas, y se prolongó en los posteriores con los que no tuvo «sustanciales diferencias ni en las preocupaciones, ni en el enfoque, ni en el establecimiento de prioridades». Se explica que así sucediera porque quienes llevaron a cabo estas medidas formaban parte de una clase dirigente funcionarial homogénea, primero socialdemócrata y luego más liberal, aunque siempre coincidente en que el Estado tenía responsabilidades importantes respecto del conjunto de la sociedad.

Desde el punto de vista de la política económica, los Pactos de la Moncloa empezaron por la constatación de que la crisis existía, cosa que hasta entonces no se había admitido en la práctica. Además, quedó claro que, para combatirla, era precisa la colaboración de todos los agentes económicos y un programa de saneamiento y reforma de aspectos fundamentales de la economía nacional. Los ejemplos de políticas económicas seguidas en otras latitudes —informe McCraken de la OCDE y el acuerdo programático italiano— también inducían a un pacto de los principales agentes económicos. Se trató, en suma, de un paquete articulado de medidas que presuponían la obtención por parte del gobierno de la paz social, teniendo como contrapartida, como ya hemos visto, la realización de una reforma fiscal y la ampliación de los servicios sociales. Es evidente que el plan tuvo también un contenido estrictamente económico y que sus resultados efectivos fueron positivos. Tras una devaluación del 20 por 100 y merced a una política monetaria restrictiva, al margen del mantenimiento de los salarios, a finales de 1978 la inflación se había reducido al 16,5 por 100 (un tercio en el diferencial con respecto a Europa) y la balanza de pagos ofrecía ya un resultado favorable de 1500 millones de dólares.

Es posible que, al menos, una parte de estos resultados se debieran a la propia recuperación de la economía mundial, pero no cabe duda de que con las medidas tomadas se recuperó una parte del tiempo perdido desde 1973. En cualquier caso, desde 1979, no fue posible seguir adelante con una política económica concertada. Fuentes Quintana, que había sido el principal protagonista de la política económica en tiempos de esa fase inicial de la transición, abandonó la vicepresidencia dedicada a esta materia, en parte por no sentirse respaldado desde el punto de vista político y, en parte también, por juzgar que no tenía las características personales necesarias para una acción política partidista. De todos modos, hubo en principio razones para pensar que siguiendo las indicaciones de los expertos económicos, aunque estuvieran fuera del gobierno, iba a ser posible mantener un rumbo claro y decidido. De hecho, Abril, que sustituyó a Fuentes, demostró una indudable capacidad para llegar a la concertación. Pero los problemas internos de UCD y el impacto de la segunda crisis del petróleo impidieron sostener el rumbo con la misma decisión y asiduidad. La subida de precios tuvo lugar en 1979 y supuso para España dos puntos del PIB. La reacción de los Estados europeos fue más rápida que en 1973, pero los precios siguieron aumentando hasta 1981.

Un elemento principal en la configuración de la política económica en el período 1979-1982 fue el disenso político que impedía una acción contra la crisis, semejante a la de los Pactos de la Moncloa y que se agravó por el progresivo deterioro de la situación del partido del Gobierno. En estas condiciones, la política económica se vio obligadamente reducida a unas cuantas medidas coyunturales de política monetaria y presupuestaria. Por eso no puede extrañar que un rasgo muy característico de la situación fuera el aplazamiento de las decisiones. En los propios Pactos de la Moncloa apenas se había tratado del ajuste industrial que hubiera sido, en condiciones normales, el paso siguiente que debía seguirse en la política económica. En realidad, la reconversión no comenzó desde el punto de vista sectorial, sino en 1981, puesto que hasta la fecha sólo hubo ayudas estatales y un tímido plan de los astilleros en 1978. Por otro lado, la fuerte conflictividad social —en 1979 hubo más huelgas que en los dos años precedentes— obedeció a una beligerancia de UGT, en parte debida a motivos políticos. Todo ello hace que parezca lógico retrasar lo esencial del estudio de la reconversión industrial hasta el próximo capítulo. La excepción puede estar constituida por lo sucedido en la banca. Entre 1975 y el comienzo de los ochenta, casi la mitad de las sociedades bancarias fueron reconvertidas, mientras que algunas de ellas quebraron o cambiaron de manos (Banca Catalana, Bankunion, Banco Urquijo, etc.). Para solucionar este problema fue preciso crear una institución, el Fondo de Garantía de Depósitos, entre el Estado y la banca privada: en 1982 se había gastado más de un billón de pesetas para solucionar este problema.

Otro dato digno de mención es lo mucho que se tardó en elaborar un Plan Energético Nacional (1979) que, por si fuera poco, previo una ampliación de la capacidad productiva por completo irreal y que luego habría de tener como consecuencia graves problemas financieros para las empresas eléctricas. Algo parecido sucedió con la reconversión industrial, cuyas primeras medidas parciales no se aprobaron hasta 1981, cuando en otros países ya hacía mucho tiempo que se contaba con una política específica al respecto. Pero no sólo hubo demora en las decisiones, sino también irresponsabilidad en el incremento del gasto público. La debilidad gubernamental y la imperiosidad de las demandas del partido principal de la oposición, el PSOE, convirtieron la situación en incontrolable. A todo ello se sumó el paro, producto no sólo del impacto de la crisis económica, sino también de otros factores de fondo, algunos de los cuales derivaban de elementos específicos de la sociedad española. Se ha calculado que, entre 1978 y 1984, se destruyó algo más del 20 por 100 del empleo industrial en España, tasa superior a la de Italia o Francia, aunque inferior a la británica. La gravedad del paro en España se explica por el crecimiento de la mano de obra activa en un país joven, en comparación con otros europeos, por el regreso de los emigrantes y por la incorporación de la mujer al mercado del trabajo, fenómenos todos ellos peculiares de la España de estos años. A todo ello se suma la singular situación del mercado de trabajo, caracterizado por su falta de flexibilidad y por un crecimiento en sus costes, durante este período, superior al de la productividad. En definitiva, se ha calculado que durante la crisis la industria española perdió 3,5 puntos en costes y 6,5 en competitividad con respecto a la europea.

En estas condiciones de incapacidad política para enfrentarse con la crisis y de solapamiento de las dos subidas del precio del crudo no puede extrañar que los datos macroeconómicos acerca de la economía española fueran invariablemente pésimos. El crecimiento económico fue negativo en 1980 y 1981, mientras que la inflación se estancaba en torno al 14-15 por 100 y el déficit acumulado en la balanza de pagos del período 1980-82 se elevaba a 14 270 millones de dólares. Desde esta óptica, se entiende mejor la impaciencia de los empresarios respecto de una situación a la que no se parecía encontrar salida, por más que su reacción resultara desaforada. No puede extrañar que, a partir de un determinado momento, estuvieran más dispuestos a pasar por el riesgo de enfrentarse con la incógnita de un grupo político como el PSOE, en vez de permanecer en la incertidumbre respecto de un gobierno inevitablemente débil y, por ello, incapacitado para hacer frente a una crisis cuyos efectos se habían hecho especialmente graves por la falta de decisión a la hora de enfrentarse con ella. En realidad, la mejora en la situación económica auspiciada por un gobierno sólido, que había cambiado de modo sustancial en sus planteamientos de política económica, sólo se produjo, merced a la bonanza internacional, a partir de 1985, y sólo en 1986 creció el empleo.

Con todo, conviene también tener en cuenta que la política económica seguida por UCD, incluso en este momento, tuvo un resultado positivo en un sentido específico.

García Diez, uno de sus responsables, ha recordado que no sólo de este modo se inició una política económica que no había de variar en lo sustancial en los años siguientes, sino que además ya se adoptaron las medidas esenciales en lo que respecta al Estado de Bienestar o la reforma social. El mérito de UCD —añade— fue retrasar la llegada del PSOE al poder hasta que hizo su aprendizaje en materia económica, perdiendo su componente anticapitalista y autogestionario. En definitiva —ironiza— fue bueno que el PSOE tuviera que estar más tiempo en la oposición, como hubiera sido óptimo que antes hubiera hecho más oposiciones.