La transición a la democracia supuso, como es natural, el predominio de la política interior sobre la exterior. Eso explica que la transición en este terreno fuera más lenta, de modo que se puede decir que no se produjo de forma definitiva hasta 1986. No obstante, se debe tener en cuenta también que la democratización equivalía a europeización y a equiparación con el resto del mundo occidental por lo que, con muchos matices, se puede sostener que los dos procesos fueron paralelos. En términos generales, con la única excepción del ingreso en la OTAN, la política exterior española se desarrolló en el consenso, con éxito menos evidente y en un claro segundo término.
La coincidencia fue mayoritaria a pesar de que, por ejemplo, los socialistas tuvieran como modelos Suecia o Austria y no quisieran alinearse tan claramente con el bloque occidental. Además, no cabe la menor duda de que se produjo una cierta decepción por la lentitud en el ingreso en la Comunidad Económica Europea.
La primera cuestión que es preciso tratar es la de hasta qué punto influyeron factores externos en la transición española. La respuesta es que lo hicieron, aunque no decisivamente. Si, por ejemplo, comparamos lo sucedido en España con la transición portuguesa no cabe la menor duda de que en este caso jugó un papel mucho mayor la intervención occidental, en especial en un momento en que pareció posible que la Revolución de los Claveles evolucionara hacia unas fórmulas muy poco democráticas.
Las Memorias de Brandt y de algunos dirigentes de la política exterior norteamericana lo prueban sin género de dudas.
El primer modo (y quizá más importante) en que el contexto internacional influyó sobre la transición española fue el ambiental. Basta con comparar la presencia o ausencia de representaciones de otros países en las ceremonias de exequias de Franco o en la coronación de Juan Carlos I para comprobarlo. A los funerales acudieron unas denominadas «misiones extraordinarias» que, en realidad, tenían una escasísima relevancia. De la Europa democrática no llegaron jefes de Estado o de gobierno y resultó habitual que presidieran esas delegaciones los propios embajadores. Francia y Gran Bretaña estuvieron representadas por el ministro de Defensa y el líder de la Cámara de los Lores, mientras que la Comunidad Económica Europea tan sólo envió una personalidad de rango equivalente a director general. En cambio, a los actos de la proclamación del Rey, en los que no jugaban un papel relevante las instituciones del antiguo régimen, hubo representaciones importantes. Acudieron los presidentes de Francia, Irlanda, Alemania, el primer ministro y el ministro de Exteriores de Portugal, el Duque de Edimburgo, el príncipe heredero de Luxemburgo y otros miembros de las casas dinásticas de Suecia y Bélgica. Parecía, por tanto, que la Europa democrática quería, a un tiempo, mantener la reserva respecto del fallecido dictador y animar al nuevo Jefe de Estado con el respaldo de algunas personalidades muy relevantes del mundo político. Todo ello testimonia hasta qué punto, pese a la apariencia que a veces tuvo de ser un régimen normal, el franquismo seguía apareciendo como una especie de leproso a los ojos del mundo internacional, por más que con el ministro Castiella se hubieran formado gran parte de los mejores diplomáticos de la época posterior.
El apoyo fue meramente ambiental, entre otras cosas porque tampoco fue necesaria más ayuda: el proceso español fue autónomo. Pero, en cambio, cuando la democracia estaba en vías de consecución, o incluso establecida, algunos de los países que habían dado ese espaldarazo inicial no se sintieron obligados a mantener su ayuda o tan siquiera un mínimo de cooperación. Los Estados Unidos, por ejemplo, que en un momento inicial no percibieron la necesidad de legalizar el Partido Comunista, luego, con ocasión del golpe de Estado del 23-F, hicieron pública una desafortunada nota en la que parecían desentenderse de la evolución de los acontecimientos españoles, como si éstos fueran un mero asunto interno. El propio Tejero se sintió reconfortado por una postura como ésa cuando estaba todavía en el Congreso. No tiene, pues, razón Kissinger cuando, en sus Memorias, atribuye a los Estados Unidos un papel que no le correspondió. Por su parte, Francia, como tendremos ocasión de comprobar, fue el país que opuso más dificultades para la entrada de España en el Mercado Común y tampoco cooperó suficientemente en la lucha contra el terrorismo.
Si la diplomacia oficial de las potencias democráticas no intervino nada más que de esa manera ambiental (porque no hizo falta otra), una actuación más positiva tuvieron, en cambio, las organizaciones partidistas transnacionales. Jugaron éstas un papel importante, aunque no decisivo, en la configuración del sistema de partidos, como de hecho ya había sucedido en el vecino Portugal, donde el Partido Socialista había desaparecido prácticamente desde los años treinta y fue refundado en el comienzo de los años setenta gracias al patrocinio de los socialdemócratas alemanes. Fue Alemania, en efecto, el país que, merced a la potencia económica de sus fundaciones políticas, más influyó en el panorama político español. Hay que tener en cuenta que las internacionales partidistas carecen, en general, de fondos para apoyar a los grupos políticos afiliados a ellas. También otros partidos del norte de Europa e incluso de Sudamérica (Venezuela) desempeñaron un papel relevante a este respecto.
Aún hoy en día, es muy difícil conocer la cuantía de la ayuda económica obtenida por cada formación política. En términos generales, puede decirse que la ayuda procedente del exterior no se dirigió a la financiación de campañas electorales, sino a actividades de formación o a seminarios de estudio. Sin embargo, para unos partidos nacientes, y por tanto, carentes de fondos, esa ayuda fue a menudo preciosa, sobre todo porque ponía en dificultades a quienes carecían de ella. Sin duda, la ayuda externa jugó un papel importante en la configuración del PSOE como alternativa gubernamental y, probablemente, en su moderación. Los socialistas tuvieron cuatro o cinco veces más ayuda que liberales y democristianos juntos y el reconocimiento único del Partido Socialista dirigido por Felipe González tuvo como virtualidad acabar uniendo en torno a él a la totalidad de los socialistas. La solidaridad de las personalidades más relevantes del socialismo europeo (Brandt, Mitterand, Foot, Nenni, Palme, etc.) con ocasión del congreso del PSOE celebrado a fines de 1976, fue sólo el testimonio de una identidad de fondo, siempre pronta a traducirse en la realidad.
La ayuda recibida por los grupos de centro fue menor, pero también importante.
Aunque el papel internacional del liberalismo es escaso, la intermitente reaparición de grupos políticos de este signo sólo se puede entender gracias al apoyo de los liberales de otros países. La ayuda de los demócratas cristianos se ejerció, en primer lugar, a favor de sus homónimos y, luego, de UCD. Sin duda, la colaboración económica alemana tuvo un papel importante en el mantenimiento de las opciones de centro-derecha, pero a la democracia cristiana, por culpa de sus dirigentes, le dio una excesiva confianza en sus posibilidades electorales en 1977. También tuvo relevancia la ayuda recibida por Alianza Popular de la CSU bávara. En cuanto a la ayuda recibida por los comunistas es muy difícil de cuantificar y precisar. Sin embargo, parece que el PCE, que había recibido originariamente ayuda del PCUS y de los partidos de Alemania del Éste y Checoslovaquia, después de 1968 debió trasladar sus fuentes de financiación a otros países como Rumanía, Corea del Norte y los partidos comunistas de Italia y Francia.
Puede decirse, en definitiva, que los contactos internacionales facilitaron en todos los casos la articulación de un sistema de partidos.
Finalmente, al hacer mención de los aspectos ambientales de la transición, es preciso aludir al modo en que los acontecimientos portugueses repercutieron en España.
No cabe la menor duda de que ambos países se influyeron mutuamente y que el resultado fue positivo. Portugal, adelantándose, testimonió la fragilidad de las dictaduras ibéricas. Del miedo de Franco a la repetición de algo parecido derivó la detención de los militares de la UMD. Luego, durante 1975, en la etapa más revolucionaria del proceso portugués, su desarrollo pudo atemorizar a la clase dirigente española y a los sectores sociales más conservadores, pero en Portugal la situación ya se había enderezado cuando comenzó la transición española. Más adelante, el modelo de UCD fue, en cierto sentido, exportado a Portugal: fue durante un congreso del partido español que democristianos y socialdemócratas portugueses decidieron una alianza electoral que obtendría la victoria. Aparte de esta influencia general, debates más concretos —como, por ejemplo, la unicidad del movimiento sindical— se reprodujeron también en España.
Hecha esta imprescindible referencia al papel de los factores exteriores de la transición, se hace preciso narrar la política internacional seguida por los gobiernos durante este período. Respecto del primero de ellos, el de Arias Navarro, no es mucho lo que puede decirse. Areilza, el ministro de Asuntos Exteriores, abrigó desde el primer momento el temor de verse obligado a actuar como una especie de «vendedor foráneo de una mercancía averiada» (una reforma que no se cumplía). Así fue, pero no hay que descartar que sus declaraciones en Europa, donde viajó en tres ocasiones, tuvieran un efecto de cierta importancia sobre la política interior española. Sin embargo, cualquier tipo de política exterior imaginativa era imposible, por la sencilla razón que a ello obligaba la actitud del presidente del Gobierno. «Habla sobre clichés imaginarios», dice Areilza en sus Memorias, «desconoce el mundo exterior y tiene unos informadores que rayan en lo grotesco». La posición en política internacional de Arias constituye la muestra definitiva de su incapacidad para realizar cualquier programa de reforma. No tuvo empacho en asegurar a un periodista que la Guerra Civil había sido el resultado de «haberse obstinado en el pasado por organizar nuestra vida política como mero reflejo de otros países occidentales», con lo que mostraba la distancia abismal que lo separaba de las promesas de evolución democráticas que formulaba Areilza. Además, no tuvo ningún interés en establecer relaciones diplomáticas con los países del Éste. Sus puntos de vista eran particularmente reaccionarios respecto de la Iglesia: según él, Pablo VI había sido un «calvario» para España y la curia vaticana estaba poco menos que dominada por los comunistas.
En estas condiciones, los únicos cambios reales respecto de la política exterior partieron de la Monarquía o de las expectativas creadas por la muerte de Franco. El Rey, en efecto, tomó la iniciativa de mejorar el clima de relaciones con la Iglesia renunciando al privilegio de presentación; obtuvo, además, un éxito considerable con ocasión de su visita a los Estados Unidos, poco antes de la caída de Arias Navarro.
También en Europa se mantuvieron esperanzas sin que ello supusiera pasos adelante.
Desde enero de 1976 se reanudaron las relaciones plenas con los países europeos y los viajes de Areilza contribuyeron a alimentar esa actitud. Pero, en realidad, como ya se ha señalado, los verdaderos cambios fueron posteriores: el abandono del Sahara, en un plazo todavía más corto del que se había previsto todavía en vida de Franco, indica la extrema debilidad de la política española, que se transmitía inevitablemente a la actuación exterior.
Los primeros pasos de la transición en política exterior fueron, como en la interior, rápidos y decididos. Guiada por Suárez y, más directamente, por Marcelino Oreja, consistió, en primer lugar, en ofrecer una imagen dinámica en correspondencia con el proceso que ya se había iniciado en la política interna. Además, de manera inmediata, se señalaron los objetivos y contenidos de esa política solicitando la entrada en organismos (Comunidad Económica Europea, Consejo de Europa, etc.) a los que durante el régimen anterior era imposible incorporarse. Como complemento, los viajes del presidente del Gobierno a Francia en 1976 y, luego, ya en 1977, a México y Estados Unidos, proporcionaron a los observadores internacionales la seguridad de que ahora la reforma política iba a realizarse. Por otro lado, la política exterior —en ello, el mérito principal cabe atribuírselo a Marcelino Oreja— se fundamentó en principios o, lo que es lo mismo, en la defensa de los derechos de la persona y en la consiguiente ratificación de los convenios sobre el particular suscritos por los organismos internacionales. Así, por ejemplo, Suárez entregó en la ONU, con ocasión de su visita a los Estados Unidos, la ratificación española de los tratados sobre el particular.
Otro aspecto importante de la política exterior del gobierno que hizo la transición fue la normalización. Como consecuencia de la iniciativa tomada por el Rey, se produjo una inmediata mejora de las relaciones con el Vaticano. En julio de 1976 se firmaron unos primeros acuerdos por los que, al tiempo que el Estado renunciaba al derecho de presentación, el Vaticano se desprendía del fuero eclesiástico. Las relaciones entre Iglesia y Estado se fueron configurando de forma paralela a la elaboración a la Constitución y con una voluntad semejante de consenso entre las diversas fuerzas políticas. Ello explica que un potencial motivo de división entre los españoles quedara neutralizado en este momento decisivo. En enero de 1979 —es decir, tan sólo unos días después de la promulgación de la Constitución— se suscribieron cuatro acuerdos concordatarios que regularon la totalidad de las relaciones entre ambos poderes. En este punto, como en la regulación de la cuestión religiosa en la Constitución, hubo consenso entre las diferentes fuerzas políticas.
El establecimiento de relaciones con los países del Éste de Europa fue anterior aunque, como en el caso precedente, pareciera responder a un calendario cuidadosamente meditado. En tan sólo cuatro meses, los iniciales de 1977, todavía siendo ministro Areilza, se establecieron relaciones diplomáticas plenas con esos países, con los que ya existían contactos comerciales desde la etapa anterior. El comercio con la URSS, en especial en productos petrolíferos, experimentó un elevado crecimiento. Ya entre 1976 y 1977, se transformó la relación entre Portugal y España en sus contenidos fundamentales, sobre todo tras las recíprocas visitas de los dos presidentes, y ello a pesar de los graves incidentes que, al final de la época franquista, habían supuesto la quema de la embajada española.
Un último aspecto de la normalización se refiere a la política seguida respecto del norte de África. La herencia de la cuestión del Sahara dejaba en precario la posición española entre dos rivales, Argelia, que apoyaba al Frente Polisario, y Marruecos, que podía afectar gravemente los intereses de los pescadores españoles. Más grave aún era que la posición española de cara a la ONU se había visto seriamente deteriorada por el abandono de la administración del territorio, como consecuencia de la situación política interna. No obstante, Oreja dejó claro que para España era esencial la consulta a la población saharaui. La política española con estos dos países osciló de modo que, a fines de 1977, rompió con Argelia y en 1980 pareció alinearse más bien con Marruecos.
Se debe tener en cuenta, no obstante, que mientras que en el primer caso se trataba de un país que prestó ayuda al terrorismo «etarra», el segundo se inclinó hacia posiciones más occidentalistas. No se evitó que los buques de pesca españoles padecieran ciertas consecuencias pero sí, al menos, se logró hacer desaparecer un peligro que durante algún tiempo fue verdaderamente grave. A fines de 1977 existía la posibilidad de que la existencia de un artificial movimiento independentista canario sirviera de pretexto para que la supuesta descolonización de Canarias fuera incluida en la agenda de la Organización de la Unidad Africana. Precisamente en Argelia fue objeto de un atentado el dirigente de este movimiento, Cubillo. La rápida movilización de la diplomacia española —Oreja llegó a visitar 19 países africanos— impidió que el propósito prosperara. Pero, a lo largo de estos años, la cuestión del Sahara dejó una herencia de conflictos muy engorrosos. Marruecos, por ejemplo, si por un lado en 1976 decidió aplazar cualquier reivindicación de Ceuta y Melilla hasta el momento en que Gibraltar fuera español, luego aseguró haber recibido promesas de una cesión española. En 1979 el Rey viajó a Marruecos y Suárez a Argel, en un momento en que ya las peores tensiones parecían haberse ido apaciguando.
No cabe la menor duda de que la aprobación de la Constitución implicó un cierto cambio, al menos de matiz, en la política exterior española. En parte fue así porque ello trajo consigo un cambio en las prioridades. La primera y más evidente fue la solicitud de ingreso en el Mercado Común Europeo, que para muchos españoles era el obvio correlato de la transformación democrática. La petición de apertura de negociaciones se realizó inmediatamente después de las elecciones de 1977 y, en febrero de 1978, Leopoldo Calvo-Sotelo fue nombrado ministro sin cartera, con el cometido de dedicarse específicamente a esta negociación. Pero quienes habían esperado que con el cambio de las circunstancias políticas desaparecieran los obstáculos para el ingreso, sufrieron una fuerte decepción, pues surgieron problemas económicos de inusitada gravedad. España, a estas alturas, vendía la mitad de sus exportaciones en los países de la CEE y compraba la mitad de sus importaciones, excluyendo el petróleo; para ella, por tanto, la integración era una cuestión vital. Sin embargo, la potencia económica española podía convertirla, si no en un peligro, sí en un competidor importante de otros países, en concreto Italia y Francia. Fue esta última, con un gobierno de derechas (Giscard) la que causó los mayores problemas, que acabaron por resultar insolubles. Como ha escrito Calvo-Sotelo, la negociación se convirtió en un «asunto franco-español». En junio de 1980 se produjo el giscardazo, es decir, la declaración de radical oposición gala a la entrada española en la Comunidad, a la que se sumaron la totalidad de las fuerzas políticas del vecino país. Lo grave de la responsabilidad francesa reside no en la primacía concedida a sus propios intereses económicos, sino en que pareció desentenderse por completo de los problemas de una joven democracia en los momentos de su singladura inicial. Tal actitud se producía después de haber pretendido el Presidente francés ejercer una especie de tutela sobre el régimen naciente. Como, además, Giscard no prestó ningún apoyo a la lucha antiterrorista española y actuó con paternalismo e impertinencia, el resultado fue que engendró una actitud manifiestamente galófoba en gran parte de la clase dirigente española.
Por una vez, en cambio, dio la sensación de que las relaciones españolas con otra gran potencia europea, Gran Bretaña, iban a mejorar sustancialmente. En abril de 1980, tras una entrevista celebrada en Lisboa entre Oreja y Lord Carrington —el secretario del Foreign Office— se llegó a un acuerdo por el que los británicos, por vez primera, aceptaban discutir todas las cuestiones relacionadas con Gibraltar, incluyendo la de la soberanía del Peñón. Sin embargo, a pesar de que en este marco existía la posibilidad de la apertura de las comunicaciones con la base británica, la guerra de las Malvinas —en que España adoptó una postura cercana a Argentina, sin desligarse del resto de los países europeos—, y la propia inestabilidad política española impidieron que el propósito pudiera fructificar.
La modificación parcial de la política exterior española a partir de 1978 derivó no sólo del cambio en las prioridades, sino también en algún matiz de enfoque.
Probablemente, la responsabilidad fundamental en este giro deba ser atribuida al propio Adolfo Suárez. La primera posición de Oreja respecto de la integración española en el mundo occidental presentó al Consejo de Europa, el Mercado Común y a la OTAN como una sola realidad en política internacional. A partir de 1979, sin embargo, coincidiendo con una mayor dedicación de Suárez a la política exterior, hubo un significativo deslizamiento como consecuencia del cual esa identidad no se configuró ya con tanta claridad. La política exterior de Suárez fue, así, un tanto anticonvencional y autónoma, abundando en gestos y con cierta proclividad a veleidades más propias de un partido de izquierdas. Por una parte, el partido del gobierno se decía partidario del ingreso de España en la OTAN y seguía una política militar tendente hacia ello pero, por otro, esta eventualidad parecía remota y sujeta a apreciaciones sobre la necesidad de un consenso nacional para tomar esa medida y a elucubraciones acerca del supuesto papel que España podía jugar en tal organización. Es posible que fuera la divergencia de matiz entre Suárez y Oreja sobre el particular lo que explique el cese del segundo. En cualquier modo se trataba, en el primer caso, de una mezcla entre el recuerdo de la política del período anterior, un deseo de evitar la incidencia del terrorismo en España y, sobre todo, de jugar con todas las bazas para llegar a definir de manera definitiva el futuro papel de España en el mundo. Suárez, no siempre bien informado y carente de experiencia en el terreno internacional, pretendía actuar de una manera anticonvencional, demostrando una autonomía que a veces, sin embargo, chocaba con la imprescindible coherencia. Así se explica que mostrara cierta receptividad ante las tesis de desnuclearización del Mediterráneo del dirigente maltés Don Mintoff, que recibiera a Arafat a fines de 1979, que no estableciera relaciones con Israel y, en fin, que enviara una representación a la conferencia de países no alineados (septiembre de 1979) donde Fidel Castro pidió que España no entrara en la OTAN, encontrándose con la sorpresa de que, por ello, el gobierno español lo acusara de entrometerse en su política. Sin embargo, a comienzos de 1981, todavía bajo la presidencia de Suárez, hubo la posibilidad de que, en efecto, España ingresara en la OTAN. En suma, la posición del presidente español quizá «sobreabundó en olfato», pero no pasó de gestos anticonvencionales destinados a probar independencia. Luego votaría en contra de la entrada de España en la OTAN.
La única ventaja (y ésta de carácter exclusivamente diplomático) obtenida por nuestro país como consecuencia de esta posición de relativa ambigüedad fue convertirse en sede de la segunda Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, abierta en septiembre de 1980. Antes, un buen número de dirigentes de países de la Europa del Este (incluido Gromiko) habían pasado por España, que recibió también a dirigentes del mundo occidental, como Cárter. En realidad, en mayo de 1982, España había llegado a un nuevo acuerdo con los Estados Unidos, y su posición en la Conferencia, cuyos resultados fueron modestos, siempre resultó coincidente con la de las potencias occidentales. La llegada al poder de Calvo-Sotelo supuso también un cambio de rumbo en la política exterior española. Uno de los problemas políticos que tenía era el de lograr un mayor grado de definición de UCD y ello lo podía conseguir con una política exterior definitivamente homologada con el mundo occidental. En éste, España estaba integrada de hecho desde los tratados de 1953 con los Estados Unidos, aunque fuera de una manera mendicante, indirecta y sin efectivo protagonismo. Resulta posible que, en la decisión del ingreso, jugara algún papel el deseo de que el Ejército español se integrara en un marco más cosmopolita y moderno. De hecho, los ministros del ramo fueron partidarios del ingreso y en la OTAN la actitud del conjunto del Ejército varió de forma sustancial a partir del momento en que se produjo esa integración, haciéndose mucho más profesional y similar a la de los militares de esos países aliados. Sin embargo, ni los militares presionaron en ese sentido, ni fue ése el factor más importante en la decisión, a la que se llegó en junio de 1981.
Tanto ésta como la del reconocimiento del Estado de Israel, que también estuvo a punto de producirse (no se llevó a cabo por no acumular conflictos con la oposición y por el empeoramiento de la situación en Oriente Medio), nacían de una voluntad de definición y de clarificación internas, incluso al precio de la confrontación. No fue una decisión precipitada, pues los congresos de la UCD la habían auspiciado repetidamente, ni tampoco rompió el consenso, pues la ruptura de éste ya había tenido lugar y fue producto, en última instancia, de la propia debilidad gubernamental y de la emergencia del PSOE como alternativa. Otra cosa es que ya no hubiera la unanimidad del pasado (como a la hora de ratificar las declaraciones sobre los Derechos Humanos). Sí se puede decir, en cambio, que fue una decisión tomada con conciencia de que era irreversible.
En realidad, lo que hizo el Gobierno de UCD fue situar al PSOE en las mismas condiciones en que quedaron los socialdemócratas alemanes, quienes aceptaron la OTAN después de que un gobierno de diferente significación política —democristiano— hubiera llevado a la RFA a participar en aquélla.
La decisión de Calvo-Sotelo fue valiente y se mostró positiva con el transcurso del tiempo —incluso se puede decir que benefició al PSOE, a quien le hubiera costado tomarla por propia iniciativa—, pero también fue arriesgada en el terreno de la política interna. España fue invitada a participar en la OTAN por la totalidad de sus miembros, incluso por Grecia, gobernada por socialistas. Noruega hubiera estado dispuesta a un veto, pero ni los mismos socialistas españoles parecieron interesados en ello. La única protesta, injustificada y además producto de la intromisión en la política interna, fue la de la URSS quien, en realidad, sólo podía tener muy vagas esperanzas de que España persistiera en proclividades neutralistas. Para nuestro país el ingreso en la OTAN tenía ventajas no sólo en el aspecto defensivo, sino en otros muchos campos; además, la decisión votada por las Cortes suponía un apoyo consistente en sectores más amplios que la UCD (189 votos, es decir, los de centristas, derecha y nacionalistas vascos y catalanes).
La actitud del PSOE fue, sin embargo, de cerrada oposición, en términos tan duros que provocaron un cambio decisivo en el estado de la opinión pública. Si en 1975 un 57 por 100 de los españoles era partidario de la entrada en la OTAN y sólo un 24 por 100 contrarios, los porcentajes habían cambiado a un 17 y un 56 por 100, respectivamente. Este giro, que tan inconveniente habría de resultar cuando definitivamente el PSOE optó por la permanencia en la OTAN, a corto plazo le produjo unos importantes dividendos en términos electorales. La divisa con la que el PSOE convocó a decenas de miles de seguidores en estos momentos («De entrada, no») dio toda la sensación de ser una promesa de abandono de la organización. De hecho, en un viaje anterior a Moscú, los dirigentes del PSOE habían manifestado su voluntad de que no se ampliaran las alianzas militares en Europa. Las cosas, sin embargo, cambiarían mucho con su llegada al poder.
En un último aspecto, en cambio, habría una clara continuidad en la política española desde los gobiernos centristas a los socialistas: Iberoamérica. Respecto de esta zona del mundo, la propia Constitución española atribuyó un papel esencial a la Corona y ésta lo asumió sólo tiempo después de la muerte de Franco. D. Juan Carlos, por ejemplo, procuró estar en un país iberoamericano —República Dominicana— antes de viajar a Estados Unidos y muy pronto manifestó su deseo de contribuir a la existencia de una Comunidad Iberoamericana de Naciones. En marzo de 1977 se restablecieron relaciones con México, superando el alejamiento producido por razones políticas. La transformación del Instituto de Cultura Hispánica contribuyó también a evidenciar ese nuevo rumbo. En 1979 Suárez pensó, por un momento, en fundar una Internacional de partidos centristas con apoyo en Iberoamérica. Sin embargo, no dejaron de existir dificultades. El gobierno español quizá se inmiscuyó en asuntos internos de algunos países —Venezuela— y su posición de defensa de los derechos humanos le hizo proteger a los disidentes en países de América Central, lo que provocó asaltos a las embajadas de El Salvador y Guatemala (1980).