Octubre del 82: el final de la transición

Las elecciones generales de octubre de 1982 se pueden considerar como el momento final de ese proceso histórico que fue la transición española a la democracia.

En el terreno institucional la transición había concluido en diciembre de 1978, con la promulgación de la Constitución. Sin embargo, en términos de historia política, su final ha de remitirse a octubre de 1982 por tres razones principales. En primer lugar, en esa fecha el grupo político que había mantenido un papel protagonista en la transición no sólo fue desplazado del poder, sino que desapareció, siendo sustituido por un nuevo partido en que el componente político del régimen anterior era casi nulo. Por otro lado, en esa fecha las posibilidades de un golpe de Estado eran mínimas, por no decir nulas.

La conspiración había sido derrotada en 1981 y ese mismo hecho tuvo como consecuencia que disminuyera el número de insatisfechos con el régimen democrático: si un 9 por 100 de los españoles adoptaba esa postura antes de febrero de 1981, cuando las elecciones de 1982 sólo lo hacían el 5 por 100. Los mismos resultados vinieron a ser un plebiscito a favor del régimen que, de esta manera, se consolidó en esta fecha definitivamente.

Y hay, en fin, una última razón para designar octubre de 1982 como fecha final de la transición española y es que en esa fecha se produjo un aparente terremoto electoral de perdurables consecuencias y que fue un profundo corte con respecto al pasado. En octubre de 1982, diez millones de españoles cambiaron su voto, lo que equivale a decir que lo hizo el 40 por 100 del electorado y la mitad de los votantes. En un contexto europeo en donde, como consecuencia de la crisis económica, resultaba cada vez más habitual que fueran los partidos de la oposición quienes obtuvieran la victoria electoral con unos márgenes amplios y tras una bipolarización creciente, el caso español puede considerarse muy peculiar porque constituye una radicalización extrema de las tendencias generales del momento.

Sin embargo, venía de lejos una tendencia que ya señalaban las encuestas de opinión y que acabó traduciéndose en los resultados electorales que vamos a comentar más adelante. A partir de 1981 se fue intensificando la preocupación de los españoles por la situación económica, debida a la crisis por la subida de los precios del petróleo y, al mismo tiempo, era patente un desencanto cada vez mayor de la política, lo que empujó al electorado a encontrar alguna salida en una nueva esperanza. Paralelamente a su descomposición como grupo político, desde mediados de 1980 la UCD iba declinando en la intención de voto. Ya entonces, el PSOE superaba en intención de voto pero, además, también lo hacía AP. Incluso en el otoño de 1981, Fraga superaba a Calvo-Sotelo en las preferencias del electorado de centro y derecha. En los meses anteriores a las elecciones, el proceso no hizo sino acelerarse hasta el extremo que, de abril a junio de 1982, la intención de voto del PSOE pasó del 24 al 30 por 100 mientras que la de UCD disminuyó del 13 al 10 por 100.

Las elecciones de octubre de 1982 fueron, probablemente, aquéllas en las que la campaña electoral influyó menos sobre los resultados. El PSOE se benefició no sólo de la tendencia señalada por las encuestas, sino también del ansia del electorado por lograr una estabilidad gubernamental. Su divisa «Por el cambio» suponía no tanto un programa electoral preciso, como una voluntad genérica de transformación de las mismas condiciones de hacer la política: a un periodista que preguntó acerca del contenido del mismo, el secretario general del PSOE le respondió que consistía «en que las cosas funcionen». Eso explica, por ejemplo, el enorme apoyo que prestó a la candidatura socialista el mundo intelectual español. A lo largo de la campaña, el resto de los grupos políticos admitió, de hecho y sin el menor reparo, la victoria socialista. El espectáculo de la división había sido demasiado patente en los meses anteriores como para que UCD y PCE consiguieran rectificarlo ahora. El PSOE pareció a muchos votantes de izquierda la única posibilidad de cambiar el gobierno del país, mientras que AP consiguió desplazar definitivamente a UCD de las preferencias del electorado de centro-derecha.

El primer dato que permite comprobar la magnitud del terremoto electoral es el de participación: tres millones doscientas mil personas pasaron de no votar a votar. Sin embargo, donde más claramente se aprecia esa conmoción es analizando los resultados obtenidos por el PSOE, que consiguió más de diez millones de votos, de los que unos cuatro millones y medio procedían de la abstención o de otros partidos políticos. En total, un 48 por 100 del electorado votó por el PSOE que, con ello, logró 202 diputados frente a los 105 de la coalición siguiente, AP-PDP, cuyo voto fue algo menos de la mitad del socialista. El PSOE logró un apoyo masivo de los jóvenes que votaban ahora por vez primera y también de los estratos medios urbanos, especialmente sensibles a la información diaria de los medios de comunicación. Pero si esto era de esperar, otros aspectos de los resultados electorales lo fueron mucho menos. Por ejemplo, el PSOE consiguió en esta ocasión captar aproximadamente la mitad del voto comunista precedente y el 30 por 100 del voto centrista; siendo un partido inequívocamente socialdemócrata sumó también gran parte del voto de la extrema izquierda más allá del comunismo. Triunfó de manera aplastante en aquellas categorías sociales más inesperadas y más reacias hasta el momento a darle sus votos. Fue el vencedor en todos los sectores profesionales y de ocupación, excepto en el de los empresarios. Por supuesto, venció abrumadoramente entre los obreros industriales, cualificados o no, pero también logró más de un tercio del voto campesino. En las elecciones anteriores sólo había tenido el 13 por 100 del voto de los jubilados, el 15 por 100 del voto femenino y el 22 por 100 del voto de los parados; ahora los porcentajes fueron, respectivamente, del 36, el 40 y el 52 por 100. Mientras que en la anterior elección los mayores de sesenta años votaron tres veces más a UCD que al PSOE, ahora éste obtuvo también la victoria entre ellos. Únicamente no logró vencer entre los católicos de misa diaria, pero, en cambio, le votaron el 35 por 100 de los católicos practicantes y el 55 por 100 de los no practicantes. En definitiva, el PSOE había pasado de ser hegemónico en la izquierda a serlo en el conjunto del sistema político. Daba la sensación de que de un sistema de partidos pluralista se había pasado a uno como el de Suecia, con un partido predominante o hegemónico, muy superior en votos su inmediato seguidor.

La coalición AP-PDP superó con creces la votación alcanzada por Fraga en 1979: si entonces no había llegado al 6 por 100 de los votos ahora, en cambio, pasó a tener casi cinco millones y medio, lo que suponía un 26 por 100 de los votantes.

Además, había conseguido penetrar en sectores de los que estaba muy alejada en anteriores comicios, como, por ejemplo, los jóvenes. Sin embargo, es preciso tener en cuenta también las limitaciones del voto conseguido, que no derivaban sólo de la enorme distancia con respecto al del PSOE: era un voto de derecha moderada más que centrista y, por lo tanto, tenía el inconveniente de que, en el caso de que se pretendiera satisfacerlo, quien lo hiciera se alejaría de la ubicación mayoritaria de la sociedad española.

Por su parte, UCD experimentó un completo derrumbe. Del 35 por 100 del voto pasaba a algo menos del 7 por 100. Había sido el sujeto paciente (con razones más que sobradas) del desengaño del pueblo español, motivo principal por el que los españoles cambiaron su voto. La UCD no cayó porque se hubiera decantado a la izquierda o a la derecha, sino porque no había sido capaz de actuar con consistencia, claridad y eficacia: un 30 por 100 de los que la votaron en 1979 lo hicieron ahora por el PSOE y un 40 a favor de AP-PDP. Lo peor no es que ese reducto final de voto fuera marginal y deferente a quien estaba en el poder. En esta elección, el votante típico de la UCD fue el ama de casa del medio rural. Sin embargo, las encuestas postelectorales anunciaban presagios más graves para el futuro: sólo un 9 por 100 de los electores pensaba que UCD podría volver a recuperarse en próximas confrontaciones, mientras que un 38 consideraba que estaba ya liquidada como grupo político. Ni siquiera podía constituir un paliativo para la derrota del partido que hasta entonces había dirigido la política española que el voto obtenido por el CDS fuera mínimo (menos del 3 por 100 y tan sólo dos escaños).

Las esperanzas de futuro eran mejores en el caso del PCE, pero en 1982 sólo obtuvo el 4 por 100, por un 10 en 1979. Así, el comunismo español se situó en la cota electoral más baja de todo el Mediterráneo occidental, cuando en tiempos inmediatos había tenido un protagonismo decisivo en el movimiento eurocomunista. En el Parlamento el voto más estable, aunque al alza, fue el de los nacionalistas vascos y catalanes, que en casi nada se vieron afectados por las peculiares circunstancias de estas elecciones (la fidelidad del electorado nacionalista quedó ratificada en posteriores consultas).

No obstante, hay que tener en cuenta que, en realidad, el terremoto electoral había sido mucho menor en la sociedad misma que en su inmediata traducción política.

Los españoles apenas habían cambiado su posición de fondo: sólo el 13 por 100 cambió en la escala de autoposicionamiento político. Quiere esto decir que, aunque España hubiera evolucionado algo hacia la izquierda, eso no fue lo decisivo para explicar los resultados electorales. Quienes habían cambiado eran los partidos que con su trayectoria se habían liquidado a sí mismos (UCD), habían ahuyentado a la mitad de su voto (PCE) o por el momento, distaban mucho de cualquier expectativa de alcanzar el poder (APPDP).

En cualquier caso, en estos momentos, el acceso del PSOE al gobierno se hizo bajo las mejores perspectivas. El programa electoral del nuevo gobierno podía tener aspectos muy difíciles, por no decir imposibles, de cumplir, como era la creación de 800 000 puestos de trabajo, pero estaba rodeado de una mística que hacía pensar que todos los problemas se solucionarían de forma inmediata. Felipe González logró un nivel de aceptación popular de 7,5 sobre 10, lo que era no sólo muy superior al de cualquier otro gobernante europeo sino que, además, por vez primera y única, superaba la cota que entonces tenía el propio Rey. Se iniciaba, pues, una nueva singladura política bajo los más favorables auspicios.

No obstante, antes de tratar de ella, como se hará en el próximo capítulo, resulta preciso abordar ahora la transición no tanto desde el punto de vista cronológico y narrativo, como hasta el momento, sino desde el temático. Varios aspectos de la misma así lo exigen, pues sólo desde esa perspectiva es posible conocerlos en su globalidad.