La agonía de UCD supuso unas excelentes posibilidades para todos los partidos de oposición pero, sobre todo, abrió una gran oportunidad para el PSOE, el segundo partido en términos electorales y, por lo tanto, la alternativa de gobierno más lógica.
Para el socialismo español resultó decisiva la transformación que experimentó en los dos congresos celebrados durante el año 1979, que le llevaron desde unos planteamientos de carácter muy radical, al menos en el nivel teórico, a la adopción de una postura reformista que conectaba mucho mejor con la mayoritaria en la sociedad española. Este giro, en realidad, no fue exclusivo del caso español sino que constituyó, como ha señalado Ignacio Sotelo, un rasgo de todo el socialismo europeo que, desde mediados de los años sesenta y hasta primeros de los setenta, había experimentado un renacimiento del marxismo y de los programas radicales (nacionalizaciones, federalismo, autogestión, pacifismo y antiatlantismo, etc.). En ese ambiente llegó a la dirección del PSOE el equipo dirigente encabezado por Felipe González que, como cabía esperar, se identificó con las fórmulas de este cariz, precisamente cuando empezaban a declinar en Europa. En España también acabaron planteándose estas rectificaciones a los planteamientos radicales, sobre todo teniendo en cuenta que había sido bien patente el fracaso de los mismos en Francia. No obstante, cabe preguntarse si buena parte de estos dirigentes no adoptaron esa actitud de forma un tanto superficial y sin voluntad de hacerla perdurar.
Hubo, sin embargo, factores estrictamente españoles en los enfrentamientos que acabarían por tener como consecuencia el decantamiento hacia el reformismo. De hecho, desde el comienzo de la transición, el Partido Socialista había ido adoptando posiciones que se identificaban con el reformismo, aunque el bagaje programático de sus congresos mantuviera un tono radical. Esa tendencia reformista cuadraba muy bien con la actitud del secretario general del partido, Felipe González, que, a fin de cuentas, procedía del catolicismo de izquierdas más que de una posición ideológica extremista.
Además, en las elecciones se imponía, para llegar a un electorado más amplio, esa moderación en las declaraciones y los pronunciamientos. La misma divisa electoral del PSOE en 1977 lo revela de forma clara.
De ahí la importante repercusión que tuvo el resultado de las elecciones de 1979 en el enfrentamiento entre radicales y reformistas. En esta elección, el PSOE hizo un consciente esfuerzo de captar el electorado conservador, pero obtuvo unos resultados insatisfactorios. La verdad es que, como ya se ha señalado, la causa estribó más en la capacidad de UCD de captar parte de los sufragios de AP que en lo que hiciera el PSOE.
De todos modos, el hecho es que los socialistas habían tenido la casi certeza de acceder al poder y, por tanto, sufrieron una profunda decepción al no lograrlo. Así se explica que, en algún caso, tradujeran su irritación por el procedimiento de culpar al propio electorado: si, empleando un lenguaje tan moderado, no se había accedido al poder, la posibilidad de hacerlo era, en definitiva, muy remota. José María Maravall, uno de los estrategas e intelectuales del PSOE descubre en su análisis de estas elecciones que en 20 de las 36 provincias en que UCD había triunfado el PSOE creció, pero las peculiaridades de la ley electoral invalidaron este avance. En definitiva, los resultados de las elecciones hicieron patente que en el PSOE convivían dos amores imposibles: el radicalismo de las declaraciones y el liderazgo reformista.
De ahí derivaron las dos posturas que se diseñaron en torno al congreso del partido que se celebraría en el mes de mayo de 1979. El sector izquierdista opinaba entonces que, en el pasado, se había adoptado una posición demasiado contemporizadora con la derecha, con el inconveniente añadido de haber obtenido un escasísimo beneficio electoral. Por tanto, opinaban los más radicales, era preciso volver a las esencias programáticas del partido en un momento en que ya no era preciso mantener el consenso, al estar ya aprobada la Constitución. Para la segunda tendencia en el seno del PSOE, la adopción de una política radical tendría como consecuencia el aislamiento del partido respecto de la sociedad y, por lo tanto, la imposibilidad de triunfo. Para quienes auspiciaban esa postura, el PSOE debía intentar conquistar el centro del espectro político, sustituyendo en él a la UCD. En su diagnóstico jugaba un papel esencial el hecho de que la mayor parte de la sociedad española fuera reformista (un 60 por 100, según las encuestas), mientras la democracia no podía considerarse como algo adquirido, sino que era preciso asentarla. Por lo tanto, el programa del socialismo debería consistir en un intento de «modernización» de la sociedad española desde el poder.
De hecho, Felipe González inauguró el camino para este tipo de planteamiento un año antes de abrirse el XVIII congreso del PSOE, al mostrarse propicio a que desapareciera el marxismo como principio ideológico exclusivo del partido. De momento, esa propuesta no supuso más que una conmoción parcial en el seno del PSOE. Parecía contradictoria, por ejemplo, con la incorporación al partido de Tierno Galván, que se declaraba marxista, o de los socialistas catalanes. Las mismas declaraciones de González eran contradictorias o, por lo menos, imprecisas, pues si a veces expresaba sólo reticencias respecto del marxismo, en otras lo repudiaba de forma manifiesta. Se trató de un debate planteado inoportunamente, no resuelto y, por si fuera poco, complicado, por el resultado desesperanzador de las elecciones celebradas en marzo. Pero dejó bien clara la postura del líder del partido.
Abierto el Congreso socialista toda la tensión previa estalló de manera incontrolable. Ocupados los dirigentes en atender a los asistentes extranjeros, pronto perdieron el control de los delegados; como luego diría Ramón Rubial, lo sucedido fue el producto de una «gran novatada». La amargura por la derrota electoral y las quejas por el supuesto cambio ideológico se tradujeron inmediatamente en la elección, como Presidente de la Mesa del Congreso, del entonces radical José Federico de Carvajal, en vez de Gregorio Peces-Barba, propuesto por la dirección del partido. Además, casi un tercio de los delegados del Congreso se pronunció en contra o se abstuvo a la hora de aprobar la gestión del comité ejecutivo. Pero el gran debate se produjo respecto de la definición ideológica del socialismo español. El sector oficial defendió un socialismo de diferentes procedencias ideológicas y, por lo tanto, no únicamente marxista mientras que, en cambio, los más radicales intentaron definirlo como «marxista, democrático y federal».
Lo que sucedió entonces constituyó una doble sorpresa porque el sector radical triunfó en lo que respecta a la definición del partido, mientras que Felipe González, tras afirmar que estaba en contra de la resolución adoptada, contra la que ni siquiera había querido intervenir, presentó su inmediata dimisión, a pesar de haber sido reelegido.
Tenía razón cuando declaró que había provocado un debate mal planteado; también la tenían quienes, después, criticaron por su «evanescente voluntarismo marxista» la resolución adoptada. Fue, sobre todo, el resultado de una sobrecarga ideológica y de una especie de frustración en el proceso de adaptación a la realidad de un grupo político procedente de la oposición a un régimen que tan sólo se había desvanecido hacía dos años. Un debate como éste tenía muy poco que ver con los intereses y las preocupaciones de los electores socialistas, mayoritariamente reformistas.
Por fortuna para Felipe González, del sector radical sólo Francisco Bustelo, que había sido el defensor de la declaración programática aprobada, estuvo dispuesto a aceptar su sucesión, mientras que personas como Tierno Galván y Gómez Llórente se mostraron tan perplejos como temerosos del éxito logrado. El primero creyó que no podría en ningún caso llegar a la popularidad de González y que el partido se quedaría sin ayuda económica exterior. Además, la fragmentación también perjudicó a los vencedores: otro de los radicales, Castellano, se negó a cualquier tipo de colaboración con Tierno. Fue esta indigencia estratégica de la izquierda del partido lo que permitió que, en contraste, inmediatamente se exaltara la imagen pública de González. Tuvo el mérito de explicar su posición aludiendo al componente ético de la vida política y, con ello, realzó su imagen ante el electorado y excitó entre los militantes una especie de inmediato sentimiento de orfandad.
Desde muy pronto la opinión pública y los medios de comunicación se decantaron a su favor. Bustelo cuenta en sus Memorias que «ni un solo periódico importante dejó de hacernos duras críticas». Sin embargo, el partido del gobierno, su principal adversario, no arreció en ellas, pese al delicado momento en que estaba el PSOE. Habiendo quedado remitida la cuestión a un Congreso Extraordinario que se celebraría en el mes de septiembre, el ínterin fue empleado en una especie de debate ideológico de no gran altura, pero que fue resolutivo. Mientras que los partidarios de la posición oficial repudiaban el «monoteísmo marxista» que querían imponer los radicales, éstos, al desarrollar sus argumentos, no hicieron otra cosa que ratificar su alejamiento del electorado socialista. De hecho, sugirieron a menudo la posibilidad de ampliar la colaboración con los comunistas. Más importante que el debate ideológico en sí, fue la sensación de que era preciso recuperar a Felipe González. Incluso quienes se habían opuesto a él parecieron mostrar una especie de mala conciencia por haberlo hecho. Hubo, además, una decisión tomada en el Congreso de mayo que, en apariencia, carecía de importancia, pero que permitió, de hecho, que el aparato central —que se había mostrado dispuesto a boicotear a los radicales— controlara mejor el nuevo congreso. Se trataba de que los delegados de las organizaciones de base fueran sustituidos, a la hora de votar, por quienes dirigían las organizaciones regionales sin que hubiera una representación de las minorías.
En el nuevo congreso de septiembre hubo alrededor de cuatrocientos delegados en vez de un millar, como en mayo. Los críticos fueron barridos casi por completo, obteniendo tan sólo un 7 por 100 de los votos su candidatura a la secretaría general.
Alfonso Guerra, al frente de la delegación andaluza, votaba por el 30 por 100 del Congreso. Además, el problema ideológico pareció desvanecerse como por ensalmo. La resolución política fue encabezada por el programa aprobado por el partido en 1879; a continuación aseguraba que el PSOE era un partido democrático, de masas y federal.
Sobre el marxismo se decía ahora que era un «instrumento teórico, crítico y no dogmático» para el análisis y transformación de la realidad. En realidad, se mantenía un tono radical, repudiando el capitalismo y la «social democratización». Sólo en caso de extrema gravedad los socialistas estarían dispuestos a participar en un gobierno en el que no tuvieran hegemonía. Lo importante era que, por muy radical que esta resolución pareciera, dejaba en manos de la dirección del partido, más homogénea que nunca, el rumbo que se seguiría en el futuro inmediato. En adelante, el sector crítico se limitó a una postura testimonial, sin apenas trascendencia. La postura ideológica del socialismo español se identificó con el «socialismo democrático», que no quería identificarse con la socialdemocracia, pero que se distanciaba del seudo leninismo o del verbalismo revolucionario de quienes auspiciaban la confesionalidad marxista del PSOE. Tal fue el caso, por ejemplo, del libro El socialismo democrático de Ignacio Sotelo, aparecido en 1980.
A todo esto, había tenido lugar un cambio en la composición del partido que estableció una enorme distancia entre el nuevo PSOE y el de los años treinta. En el de comienzos de los años ochenta sólo uno de cada seis afiliados era un obrero sin especializar y sólo uno de cada tres carecía de estudios. El nuevo socialismo tenía ya implantación en las nuevas clases medias y en los profesionales preparados. Era un partido muy joven, en el que el 63 por 100 de los militantes tenía menos de 35 años y el 45 por 100 de los afiliados había ingresado después de 1977. Por si fuera poco, para ratificar la distancia con los años treinta, cuatro de cada diez afiliados decían tener creencias religiosas. Una buena expresión de ese reformismo práctico, aunque todavía amenazado de radicalismo ideológico a la hora de hacer los programas electorales, lo dio el propio González, que seguía siendo el arma electoral más valiosa del partido fundado por Pablo Iglesias. Como él, los principales dirigentes del PSOE tenían en torno a cuarenta años y parecían manifestar, al menos para un sector importante de la sociedad española, el grado suficiente de idealismo juvenil y de capacidad técnica como para asumir las supremas responsabilidades de gobierno.
Lo primero lo logró el Partido Socialista manteniendo un programa en el que si había desaparecido el «monoteísmo marxista», en cambio, había elementos que lo seguían configurando como radical. El Congreso de 1981 se realizó en medio de una paz idílica, sin discrepancia alguna; sus resoluciones mantuvieron un componente ideológico radical que luego acabaría contrastando con la política seguida por los gobiernos de Felipe González. Para el PSOE, la Constitución de 1978 permitía cobijar fórmulas de modelos de sociedad diferentes e incluso contradictorios. La que propugnaban los socialistas se basaba en las libertades, para lo que propiciaba el desarrollo constitucional, el federalismo y un modelo de relaciones económicas en que el mercado no fuera concebido como un fin, sino como un medio. Ante la crisis económica el PSOE pretendía estimular la demanda mediante un incremento del déficit que provocaría la reactivación y el reparto del trabajo. También en política exterior el PSOE mantenía una postura situada más a la izquierda de lo que era habitual en Europa (pero más frecuente, en cambio, en Francia o Grecia). España —decía la resolución— podía contribuir de modo importante a la distensión entre los dos bloques, no ingresando en la OTAN, y debía establecer una relación estable con el Movimiento de los países no alineados.
Pero, mucho más que su ideología o sus programas, lo que explica la creciente influencia del PSOE y su ascenso en todas las encuestas, es su estrategia para acceder al poder. En las resoluciones citadas, presentó a UCD como un partido que había pasado del tibio reformismo populista representado por Suárez a una actitud mucho más entregada al conservadurismo y al gran capital, posición que sería, según el PSOE, la representada por Calvo-Sotelo. La nueva UCD sería incapaz de «desmontar la trama de la conspiración civil» contra la democracia. En consecuencia, los socialistas no dejaron pasar ocasión alguna para criticar con dureza al partido del gobierno, haciéndolo con razón o sin ella, pero siempre con una indudable eficacia. UCD facilitó estas críticas por sus divergencias internas y por no tener un rumbo claro. En no pocas cuestiones, la posición del PSOE puede ser calificada de irresponsable, pero también fue eficaz. Lo que importa, en definitiva, es que a partir de la moción de censura contra Suárez, el líder socialista se situó ya muy claramente por encima del presidente de la UCD en el aprecio de la opinión pública.
Sin embargo, para entender cabalmente la posterior evolución de los acontecimientos no basta con tener en cuenta el deterioro de UCD. A él hay que sumar otro factor de similar relevancia y que no es otro que el proceso paralelo experimentado por el PCE. Cuando Maravall escribió, después de las elecciones de 1979, que sería muy difícil que el PSOE accediera al poder, lo hizo en la presunción de que el resto de las fuerzas políticas se mantendrían en una situación muy semejante a la que había existido hasta el momento. En la práctica, no sólo UCD sufrió el proceso de disidencia interna ya narrado, con lo que el PSOE pudo crecer hacia el centro, sino que, además, en la izquierda, a partir de 1979, el PCE experimentó un proceso de autoliquidación semejante, lo que permitió que los socialistas conquistaran una parte del electorado izquierdista que hasta el momento les estaba vedado.
Para los dirigentes comunistas los resultados de las elecciones de junio de 1977 fueron una sorpresa desagradable. Carrillo, que trataba a los dirigentes del PSOE desde una inequívoca posición de superioridad, juzgó que este partido se había beneficiado de un «voto de aluvión», sobre todo por el sentimiento anticomunista que había creado el régimen anterior. Pensó, además, que podía conseguir cambiar el equilibrio entre las fuerzas de la izquierda por el procedimiento de acentuar el eurocomunismo y, al mismo tiempo, mostrar una postura de mayor complacencia y voluntad de colaboración con la UCD. En realidad pensaba que él y Suárez eran los dos únicos políticos responsables en la España de entonces: tan es así que hubo un momento, a fines de 1978, en que dio la sensación de que UCD y el PCE podían llegar a un pacto de gobierno. Aunque esta colaboración fue beneficiosa para la transición misma no hay duda de que el PCE, a partir de un determinado momento, exageró los peligros de involución y de esta manera pareció excesivamente timorato.
Esta política de los comunistas no les proporcionó grandes éxitos durante el período 1977-1979 y, en la normalidad democrática, hubieron de sufrir no pocos inconvenientes. Ya en octubre de 1977 apareció la Autobiografía de Federico Sánchez de Jorge Semprún, en la que se atacaba con feroz dureza el pasado de Carrillo. No fue ésta la única embestida de que fue objeto el secretario general del PCE. Tras las elecciones de 1977, Carrillo tuvo que habérselas con una ofensiva en su contra auspiciada por los soviéticos, cuya peligrosidad residía en que podía indisciplinarle con un sector del PCE. Desde la prensa soviética se le acusó de «denigrar al socialismo allí donde realmente existe». La verdad es que Carrillo llegó más lejos que nadie en el desarrollo del eurocomunismo, pero éste no fue más que un fenómeno de impregnación de los principios democráticos y no una filosofía política destinada a perdurar. Si por un lado propuso (y consiguió, en el IX Congreso de su partido) la desaparición del leninismo como elemento ideológico inspirador de su partido, por otro, en ningún momento, dejó de considerar necesaria la dictadura del proletariado en Rusia. Su «marxismo revolucionario», nueva inspiración ideológica del PCE, siguió conteniendo un elevado componente de «centralismo democrático» y de personalismo en la dirección del partido, llevado casi exclusivamente por él.
Después de las elecciones de 1979, todas las tensiones que había padecido el PCE terminaron por estallar. El PCE consiguió unos 220 000 votos más y superar la cota del 10 por 100, pero los resultados eran manifiestamente insatisfactorios para las expectativas que tenía Carrillo. De ahí que iniciara una ofensiva en contra de los comunistas catalanes, que habían visto estancarse su voto y eran, desde su punto de vista, excesivamente nacionalistas o demasiado pro-soviéticos. Con su intervención, Carrillo no sólo no consiguió restablecer la disciplina interna, sino que agravó las disensiones: de hecho, acabó produciéndose una escisión del comunismo catalán y, con ella, la ruina del mismo. La tendencia del secretario general a tratar de imponer su criterio frente a los supuestos desviacionismos tuvo también graves consecuencias en el País Vasco, donde buena parte del PCE acabó incorporándose a opciones nacionalistas de izquierda. En un tercer momento, Carrillo se enfrentó con los sectores profesionales del partido. La transición había tenido como consecuencia un primer choque entre la dirección exterior del partido y quienes militaban en él dentro de España. Carrillo quiso imponer dirigentes procedentes, como él, del exilio y, sobre todo, evitar que profesionales e intelectuales tuvieran una organización autónoma en el seno del PCE. El resultado fue que, por ejemplo, en Madrid (donde casi el 40 por 100 de los militantes era de esa procedencia) la afiliación al PCE se redujo casi a la mitad. Fueron estos sectores los que patrocinaron el movimiento «renovador» pero, como en tantos otros casos de disidencia interna con propósito regenerador, ésta concluyó en escisiones sucesivas a lo largo del año 1981. A pesar de ello, en el X Congreso del partido —celebrado en el verano de este año— Carrillo todavía mantuvo una clara mayoría.
Como en el caso de la UCD, también en el del PCE las elecciones andaluzas de mayo de 1982 constituyeron una premonición del desastre posterior. En ellas el PCE perdió unos 200 000 votos, que venían a ser la mitad de los logrados en otras ocasiones. Además, cada día se hacía más evidente las limitaciones del eurocomunismo, no sólo por la actitud dominante de Carrillo en el interior del PCE, sino también por su falta de reacción ante los sucesos de Polonia, donde un sindicato democrático fue el principal adversario del régimen comunista. En una situación como ésta no tiene nada de particular que se produjera aquello que el propio Carrillo habría de denominar como «seísmo posibilista»: muchos jóvenes dirigentes, que ya no veían ninguna esperanza en el partido, juzgaron que ésta se hacía viable en el PSOE. Pero, como demostrarían los resultados electorales de 1982, no sólo fueron ellos, sino también los propios electores los que opinaron así.