El declive del gobierno Calvo-Sotelo se produjo paralelamente a la descomposición de la UCD, influyéndose tanto ambos procesos que no se entienden el uno sin el otro. El resultado final fue que un partido político que había jugado un papel trascendental en la transición española a la democracia concluyó prácticamente su vida en la elección parlamentaria de 1982. Este caso resulta verdaderamente excepcional en la Historia política de Europa. Tras un pasado que habría de merecer alabanzas generalizadas, tan sólo obtuvo el 7 por 100 de los votos y 11 escaños. Entre 1992 y 1994 los socialistas italianos pasaron del 13 al 2 por 100 y los democristianos del 29 al 11 por 100, pero sólo tras una crisis mucho más larga.
Este hecho ha llevado a pensar que UCD no tenía otra razón de ser que la transición misma y que, por ello, resultaba inevitable su desaparición una vez concluida ésta. Sin embargo, esta afirmación contrasta con lo sucedido en otras transiciones a la democracia. En 1945, en Alemania, fue la CDU de Adenauer quien tuvo el principal protagonismo en la transición, pero no por ello se extinguió, sino que sus adversarios socialistas tardaron mucho en acceder al poder; en Venezuela, Acción Democrática hizo la transición en 1958 y no abandonó el poder hasta una década después. En uno y otro caso el partido que hizo la transición continuó alternando en el poder con sus adversarios. Parece, por tanto, que hay que recurrir a otras razones para explicar lo sucedido en España.
En nuestro país el consenso era difícil de conseguir, por lo que el partido del gobierno debió filtrar muchos conflictos en su seno y, sobre todo, evitar una confrontación durante el período constitucional, como aquélla que llevó a cabo Adenauer en Alemania, que le permitió consolidar su opción política partidista. La confrontación, sin embargo, podía haberse producido a partir de 1979, pero entonces se encontró con otros problemas. En primer lugar, la propia actitud de Suárez como promotor de un partido: ya antes se había mostrado poco propicio a favorecer el nacimiento de un partido de masas, pues su tendencia natural era no intervenir en actos públicos, no dejar funcionar de manera regular los órganos directivos y no definirse ideológicamente. Al trasladar las divisiones internas al Consejo de Ministros tendió, además, a multiplicar la ineficacia de éste. Sin embargo, cuando Suárez desapareció de la Presidencia del Gobierno y del partido no mejoró la situación. Como diría Calvo-Sotelo, Suárez era el «clavillo del abanico» que unía a los distintos sectores de UCD y, al desaparecer, no encontraron un modo de organizar el consenso interno. Hubo divergencias de carácter ideológico, ninguna de ellas estrictamente insalvable, pero mucho más graves fueron las personales, que encontraron racionalización posterior en matices intranscendentes. Fue la frivolidad y la inconsciencia empleadas en las disputas internas las que liquidaron a UCD como partido y, en este sentido, lo sucedido constituye una buena demostración de hasta qué punto lo irracional puede desempeñar un papel importante en la política. En la vida interna de un partido es imaginable (e incluso necesaria) la aparición de tendencias, pero UCD era un partido no consolidado en la etapa inaugural de la democracia y que, como tal, hubiera debido esperar todavía algún tiempo para permitir que se configurara en su seno una opción situada en el centro-izquierda y otra en el centro-derecha. No lo hizo, y los factores personales multiplicaron las incipientes tensiones ideológicas con el resultado de arruinar la viabilidad del partido. En Italia, en cambio, la democracia cristiana, que hizo la transición en 1945, no tuvo esas diferencias internas sino en los años sesenta. La crisis provocó el declinar electoral del partido y no al revés. También favoreció la debilidad ante los grupos de presión económica, que no había existido antes.
Las encuestas postelectorales de 1979 revelaron que tres de cada cuatro electores de UCD se consideraban a favor de este partido. Había, en este momento, un cierto giro de la opinión pública hacia posiciones más izquierdistas, lo que favorecía al PSOE, pero el peligro para el partido del gobierno no era inmediato. Hubo, sin embargo, un profundo deterioro de la imagen del partido entre marzo de 1979 y febrero de 1981.
Adolfo Suárez no dimitió sólo de la presidencia del Gobierno, sino de la del partido y a éste hubo que encontrarle solución en el Congreso celebrado en Palma de Mallorca en enero de 1981. Fue esta una reunión estéril y muy poco ejemplar en la que se mantuvo una disputa inacabable acerca del reparto de los puestos en los organismos internos del partido. El grado de disidencia internase demostró lo suficiente como para que un tercio de los compromisarios asistentes al Congreso no votaran a la candidatura que triunfó. El nuevo Presidente del partido fue Agustín Rodríguez Sahagún, que contó con la aprobación de Adolfo Suárez y Calvo-Sotelo, pero que, con el paso del tiempo, demostraría discrepancias con este último.
El intento de golpe de Estado de febrero de 1981 aplazó las divergencias en el seno de UCD, pero en el verano ya se habían reproducido éstas con motivo de algunos proyectos legislativos. Cuando se aprobó el divorcio con los votos de los socialdemócratas de UCD, un grupo de unos cuarenta diputados centristas, de los que los más brillantes eran Óscar Alzaga y Miguel Herrero, constituyeron la llamada «plataforma moderada». Los «moderados» protestaron contra «eventuales y artificiales mayorías parlamentarias» ajenas a la voluntad del electorado y pidieron el «fortalecimiento del sector privado de la economía». Al poco tiempo dimitió Fernández Ordóñez, el representante más destacado de los socialdemócratas, indicando una voluntad de «recuperación de su propia identidad» que le haría abandonar definitivamente el partido en el transcurso del mes de noviembre. Con todo, no todos los pertenecientes a este sector siguieron su trayectoria.
A la vuelta del verano de 1981 hubo una tregua entre los dirigentes de UCD ante la inminencia de las elecciones gallegas, celebradas en octubre. En ellas, Alianza Popular subió 17 puntos porcentuales mientras que UCD descendió 9; a los 26 escaños de la derecha el centro sólo pudo contraponer 24 (el PSOE logró 17). Fue la primera ocasión en la que, en una región significativa, AP superaba a UCD. Lo verdaderamente decisivo de estas elecciones no fue que se hubiera producido un giro a la derecha, sino que ésta empezaba a conquistar las clases medias urbanas que hasta ahora habían votado mayoritariamente a la UCD. Fue la trayectoria errática de ésta la que causó su deterioro electoral. El propio Suárez ofreció un diagnóstico tan negativo respecto de la situación de su partido como para asegurar que «si no fuéramos nosotros de UCD, no nos votaríamos a nosotros mismos».
Los resultados electorales gallegos provocaron un relevo en la dirección centrista, pasando a ocupar la presidencia de UCD el propio Calvo-Sotelo, pero ello no supuso una rectificación de rumbo ni una recuperación de la unidad. Los sectores más próximos a Adolfo Suárez abandonaron la dirección del partido. Calvo-Sotelo trató, con insistencia, de evitar la fragmentación del mismo incorporando a su gabinete a buen número de ministros socialdemócratas y nombrando como vicepresidente del Gobierno a Martín Villa, la figura más destacada de los centristas procedentes del régimen anterior. Sus preferencias personales, no obstante, iban por los sectores liberales. Sin embargo, este intento de restañar la división de su partido no consiguió fructificar: a comienzos del año 1982 se producían las primeras incorporaciones de diputados centristas (Miguel Herrero) a Alianza Popular y poco después los seguidores de Fernández Ordóñez ingresaron en el grupo mixto del Congreso.
Unas nuevas elecciones regionales revelaron el declive, cada vez más grave, del centrismo. En las andaluzas de mayo de 1982, Alianza Popular obtuvo 350 000 votos más que en las elecciones precedentes, cuadruplicando su fuerza, mientras que UCD perdía medio millón de sufragios. La campaña vino acompañada por una intervención de la patronal, cada vez más beligerante en sus pronunciamientos políticos, que descalificó al gobierno y benefició a la derecha, actuando de manera en exceso partidista y beneficiando indirectamente al PSOE. Como en el caso de las elecciones gallegas, los resultados de las andaluzas provocaron un intento unitario en UCD y un inmediato relevo en la cúspide. Calvo-Sotelo quiso ahora intentar una dirección colegiada con Suárez y con Landelino Lavilla, el presidente del Congreso de los Diputados. Sin embargo, el primero no estuvo dispuesto a colaboración alguna, sino que pretendió sustraerse a cualquier responsabilidad en el declive de UCD fundando un nuevo partido en julio. Antes se había hecho cargo de la presidencia de UCD Lavilla, logrando incorporar a su equipo a algunos de los ministros más significativos de los pasados años. Lavilla, en realidad, no tenía ninguna ambición por ocupar tal puesto, sino que acudía a él con el convencimiento de cumplir con una obligación. Su esfuerzo estuvo destinado al fracaso. En un momento en que ya se daba por descontada la derrota del partido y la victoria del PSOE, no logró detener la sangría de escisiones. Aparte del Centro Democrático Social de Suárez, otro grupo de diputados centristas, capitaneado por Alzaga, formó el Partido Demócrata Popular, de tendencia demócrata-cristiana, al que incluso se incorporó uno de los ministros del gabinete Calvo-Sotelo, José Luís Álvarez. Incluso apareció un nuevo partido centrista bajo la denominación de Partido Demócrata Liberal. Ni siquiera hubo buen entendimiento entre el presidente del Gobierno y el del partido en esta ocasión final del centrismo. El intento de Lavilla sólo tenía sentido en el caso de que dispusiera del tiempo suficiente para hacer despegar de nuevo el centrismo o lograra formar una especie de «gobierno-escaparate» que implicara una cierta renovación. Pero Calvo-Sotelo, ya abrumado por las derrotas sucesivas, disolvió las Cortes en agosto, contribuyendo de esta forma a hacer irrealizable un propósito que ya resultaba muy difícil.
Antes de las nuevas elecciones generales estaba ya prácticamente liquidado un partido, UCD, que había desempeñado un papel decisivo en la transición a la democracia. No fue un adversario político quien le arrebató sus sufragios. Aunque la briosa oratoria de Fraga lograra atraerle parte del voto de la clase media y unos núcleos dirigentes jóvenes estuvo, como veremos, muy lejos de ocupar todo el espacio político de UCD. Nunca se configuró como un partido político articulado en la sociedad; pecó, además, de oportunismo, de indefinición y de falta de dirección. Pero lo más grave en ella fue, sin duda, lo que uno de sus miembros, Emilio Attard, ha descrito como «un canibalismo feroz». Su agonía contribuyó en gran medida a hacer posible la victoria electoral socialista, pero ésta no puede entenderse sin tener en cuenta también la estrategia seguida por este partido y el derrumbamiento paralelo del Partido Comunista.