Fue el propio Suárez quien sugirió, como sucesor suyo en la Presidencia del Gobierno, a Calvo-Sotelo, que había sido ministro con él durante el primer Gobierno de la Monarquía y lo siguió siendo cuando asumió las responsabilidades de la Presidencia.
Además, había sido el organizador de la campaña de UCD para las elecciones de junio de 1977, experiencia que, si bien describió luego como «completa y profunda» debió ser muy poco grata, lo suficiente como para que no admitiera que la herencia de Suárez incluyera también presidir el partido. Vuelto al gobierno tras ser durante algún tiempo portavoz parlamentario centrista, Calvo-Sotelo no se había significado hasta el momento por adscribirse a una tendencia en el seno de UCD, ni tampoco por ambicionar el puesto de Suárez, a diferencia de otros. Resulta muy probable, precisamente, que si algo le caracterizara en el momento de acceder al poder fuera la carencia de cualquier apetencia de él. En efecto, siempre recordó tras su presidencia una frase de Melquíades Álvarez que se atribuía esa característica personal, la cual puede tener también una vertiente muy negativa para el político en ejercicio.
Tan estrecha colaboración de Calvo-Sotelo con Suárez no indica similitud en las procedencias ni en los rasgos personales. Calvo-Sotelo ocupó cargos en el régimen de Franco (procurador en Cortes por el tercio sindical), pero el mundo del que procedía era el de la empresa y el ambiente en que se había educado era monárquico «juanista», próximo a los medios de la familia católica del régimen y a los sectores europeístas. Por eso puede decirse que estaba más cercano a la zona «intermedia» entre el franquismo y la oposición, en especial a su sector monárquico, que a la Falange y el Movimiento, por donde había transcurrido la vida política de Suárez. Inteligente, cultivado, hábil e incluso mordaz parlamentario, Calvo-Sotelo inevitablemente parecía más derechista que Suárez, pero también más sólido que él. En el momento en que se inició su presidencia, hubo quienes llegaron a compararlo con una especie de Adenauer destinado a encarrilar a España por las vías de la normalidad democrática. Luego no fue así, pero la razón no estriba, desde luego, en lo que afirma Fraga en sus Memorias: «Le faltó la decisión de gobernar con firmeza y la imaginación política para llegar a pactos políticos con otras fuerzas». Partía de una situación indudablemente mala, agravada por la incidencia en la economía española de la nueva elevación de los precios del petróleo. Capaz de referencias históricas y literarias, Calvo-Sotelo recordaría después que aquella frase célebre de Maura cuando abandonó el gobierno nacional en 1918 («A ver quien es el guapo que se hace ahora con el poder») se hubiera podido aplicar a su caso en el momento de llegar a él. Le son achacables errores en su gestión (él mismo ha escrito en sus Memorias que «probablemente ya nada había que hacer a finales de 1981, pero no hicimos bien lo poco que podía hacerse»). Sin embargo, también tuvo aciertos. En lo personal cabe atribuirle tan sólo una falta de tenacidad, precisamente por esa ausencia de apetito de poder que ha sido mencionada: Martín Villa, uno de sus colaboradores más directos, describe este rasgo de su carácter como «falta de fuelle». En sus Memorias hay un momento en que retrata esta carencia de deseo de mantenerse en el Gobierno, cuando escribe: «Si Adolfo tiene ganas de volver y Landelino tiene ganas de llegar, yo cada vez tengo menos ganas de seguir». Sin embargo, por sí solo, a pesar de intentarlo, Calvo-Sotelo no podía resolver problemas como la unidad del partido al que pertenecía, ni tampoco la peculiaridad de una situación política en que había una fuerza política emergente, como era el PSOE, que no deseaba mantener el consenso más que en caso de extrema gravedad de la situación y que, mientras tanto, optó por mantener una actitud de «tregua armada», lo que suponía aún mayor desgaste para el adversario. En contraste con lo que sucedió al final de su mandato, lo cierto es que Calvo-Sotelo consiguió, en los primeros meses de su presidencia, elevar de manera sustancial la aceptación de su gobierno, que ascendió hasta el 40 por 100 mientras que en el final de la fase Suárez sólo llegaba hasta el 26; al mismo tiempo el grado de desaprobación manifiesta se mantuvo en unas cotas relativamente bajas. El derrumbe en el aprecio de la opinión pública no se produjo sino a partir del otoño de 1981, cuando se produjeron las primeras derrotas electorales, ante las que UCD no fue capaz de reaccionar con la unión. Junto a estos factores políticos deben también citarse otros de carácter aleatorio como, por ejemplo, los envenenamientos por aceite de colza adulterado que, en un clima de pesimismo y de hipercrítica, típico del momento en que se vivía, fueron atribuidos a dejadez por parte del gobierno. Tras el verano de 1981 ya se había configurado una imagen de Calvo-Sotelo que no era buena y que resultaba situada bastante más a la derecha que la de Suárez. En las encuestas del otoño de ese año Fraga estaba por encima del Presidente del Gobierno, aunque todavía UCD tuviera mayor intención de voto que AP. En el verano de 1982, el 44 por 100 de los españoles rechazaba a Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno.
Como ya se ha indicado, ese deterioro se debía mucho más a factores derivados de la desunión del partido que a la propia gestión de Calvo-Sotelo. Éste, sin embargo, en los momentos iniciales de su mandato pudo haber dado un giro decisivo a la política española por el procedimiento de formar un gobierno de coalición. Con la vista puesta en lo que siguió es muy fácil decir que esa fórmula hubiera sido mucho mejor que un gabinete monocolor. Sin duda, en teoría, habría sido posible aceptar la oferta del Partido Socialista y también pensó, quizás con mejor criterio y más seriamente, en la posibilidad de llegar a un acuerdo con los nacionalistas catalanes, pero, si finalmente no llegó a él, fue por dos razones. En primer lugar, esa colaboración en el gobierno sin duda habría agriado todavía más las relaciones en el seno del partido y no sólo entre sus alas derecha e izquierda: caso de pactar con los catalanistas hubiera chocado con la vertiente más centralista de UCD, representada por Martín Villa. Además le preocupaba mantener la normalidad de la democracia española y decantarla progresivamente, tratando de cumplir un programa que él mismo definió en el momento de su presentación ante las Cortes. Quiso evitar la sensación de que era correcta la idea de que la democracia española estaba en un estado de precariedad. Era consciente de que las próximas elecciones supondrían una probable victoria de los socialistas y quería que el poder llegara a ellos en toda su plenitud. El propósito de Calvo-Sotelo, por tanto, distaba mucho de ser egoísta. Claro está que no podía prever, a comienzos de 1981, la catástrofe electoral de 1982 y, por eso mismo, la necesidad de un pacto le resultaba menos apremiante. La crítica que le hicieron antiguos afines, como Herrero, resulta cruel y, en general, injusta. Según él, sin pactar en uno u otro sentido, Calvo-Sotelo «quiso ser digno y se mostró impávido», «optó por la nada» y con su «estuporosa quietud» perjudicó a la porción de la sociedad española con la que quería identificarse. En las disputas internas del partido, de que se hará mención más adelante, no le correspondió ningún papel a Calvo-Sotelo que, por el contrario, procuró evitar la responsabilidad de dirigir el partido, trató de mantenerlo unido y no desplazó de sus puestos de responsabilidad a quienes, procedentes del sector socialdemócrata, seguían en él como herencia de su antecesor. Sin embargo, su propia imagen quedaba situada más a la derecha y, sobre todo, así sucedió con algunos de los colaboradores que eligió. Los «liberales», de los que tendió a rodearse, ofrecían esa característica, pero éste es sobre todo el caso de Robles Piquer, nombrado en otoño de 1981 para sustituir a Castedo en RTVE, cuya gestión se había criticado por sus «concesiones» al adversario socialista. Probablemente en la elección jugó un papel importante la indudable capacidad de trabajo de Robles y la voluntad de ordenar la gestión administrativa, pero no se podía olvidar su pasada responsabilidad en la censura y su condición de cuñado de Fraga. La dureza con la que Calvo-Sotelo se pronunció en las campañas electorales contra el PSOE no puede ser juzgada como un síntoma de derechización, sino de conciencia de que la democracia necesitaba del contraste de opiniones y programas.
No obstante, la acusación de derechización al gobierno Calvo-Sotelo fue y sigue siendo bastante habitual, aunque quienes más abundaron en ella fueron sus propios adversarios en el partido. Quizá los más insistentes fueron los seguidores de Suárez, porque con ello justificaban y racionalizaban su propia postura. La verdad es que la inevitable rivalidad entre un político y su sucesor se vio multiplicada en el caso de los dos presidentes de UCD. Calvo-Sotelo tiene razón cuando recuerda en sus Memorias que Suárez sólo le dedicó unos minutos para explicarle los problemas pendientes de la gestión política diaria. Además, el presidente saliente, que muy pronto sintió la comezón de volver a la política, guardó reticencias respecto de quienes habían sido ministros con él y ahora no le añoraban (Calvo-Sotelo dice haberse negado a ser «el ejecutor de sus rencores») y, además, fue muy pronto consciente de que en algunos aspectos era inferior a quien le había sucedido. Calvo-Sotelo describe en sus Memorias la situación afirmando que el anterior presidente tenía «un candoroso complejo de estudiante mediano», pero reconoce que a él mismo le caracterizaba una política demasiado intelectualizada. Quizá su propio afán de dar otra imagen de UCD tuvo como consecuencia «exagerar innecesariamente» —la frase es de Martín Villa— las diferencias con respecto a un Suárez herido y, por ello, especialmente susceptible. De ahí la acusación suarista de que Calvo-Sotelo derechizaba y desnaturalizaba el proyecto centrista. Pero, para ser justos, hay que tener en cuenta, además de lo ya dicho, que Calvo-Sotelo fue atacado también por la otra ala de su partido, que le acusaba de falta de decisión en el camino hacia la derecha y, sobre todo, por parte de los empresarios que, acaudillados por Carlos Ferrer Salat, vieron en los ministros socialdemócratas la expresión del Mal en estado puro. La llevara bien o mal en la práctica, la política de Calvo-Sotelo tenía un fundamento sólido: la llamada «mayoría natural» que se defendía desde la derecha no era ni lo uno ni lo otro y condenaba la fórmula de centro-derecha a no llegar al poder de manera alguna. Nadie puede regatear el mérito de Calvo-Sotelo en lo que respecta a la postura del gobierno ante el juicio de los inculpados en el proceso por el 23-F. El intento de golpe de Estado había creado en muchos españoles una sensación de amenaza para la democracia: según las encuestas, menos de uno de cada cinco creían que los conspiradores iban a recibir las penas merecidas por su delito. Entre los socialistas hubo quien presagió la repetición del golpe si la UCD seguía gobernando porque lo haría con demasiada blandura respecto a los posibles conspiradores. Sin embargo, como señala el propio Calvo-Sotelo en sus Memorias, el golpe consistió en «tres minutos dramáticos y diecisiete horas grotescas». Su misma derrota hizo imposible cualquier otro intento, disminuyó los apoyos a los sectores antidemocráticos y ratificó el abrumador apoyo a la Constitución. «Feliz culpa la de Tejero que nos trajo el arraigo de la Monarquía», escribe, con razón, Calvo-Sotelo en sus Memorias. En la mayoría del Ejército no perduró, después del golpe, el menor deseo de llegar a un protagonismo político, ni un liderazgo para ejercerlo. A Calvo-Sotelo no le llegaron más que algunas protestas relativas a la pornografía y a algunos nombramientos por verdaderas minucias.
Hubo, sin embargo, que sortear repetidas situaciones peregrinas a lo largo de los meses siguientes al golpe. En una ocasión, por ejemplo, estuvo a punto de desfilar ante el gobierno una unidad de la guardia civil, parte de cuyos efectivos habían tomado parte en el asalto al Congreso. A la hora de juzgar a los culpables del golpe, la desaparición del procedimiento sumarísimo en tiempo de paz, tomada en el pasado como medida liberalizadora, evitó que se aplicara a este caso, pero la reforma del Código militar tuvo como resultado que el juicio pudiera celebrarse, al haber hecho desaparecer una redacción anterior que habría podido justificar a los golpistas. Una Ley de Defensa de la Constitución creó un marco legal adecuado para la represión de cualquier posible nueva intentona, incluso previendo la suspensión de los medios de comunicación que auspiciaran esas posturas. Al final, en febrero de 1982, 32 personas fueron juzgadas por su participación en el intento de golpe: se empleó, por tanto, un criterio restrictivo porque, de no ser así, hubieran podido ser juzgados los centenares de oficiales que dudaron. Los argumentos de la defensa fueron los previsibles: existencia de un «estado de necesidad», defensa del honor militar y obediencia debida al mando. En libros posteriores, se sugirió que el Rey estaba en el golpe o incluso la todavía más descabellada tesis de que lo promovió para, de forma indirecta, acabar consolidando así la Monarquía. Durante el juicio hubo incidentes debidos a la debilidad del primer presidente del tribunal con los acusados y su inaceptable actitud respecto de la prensa. Con todo, su desarrollo no hizo otra cosa que testimoniar la improvisación del golpe y la desunión de los conspiradores, alguno de los cuales (Armada) debió ser protegido de los otros encausados. Cuando las sentencias del tribunal militar fueron conocidas, la opinión pública estuvo al lado del presidente del Gobierno —y del propio Suárez— en considerarlas insuficientes. La causa fue trasladada al Tribunal Supremo, quien aumentó de manera considerable las penas. En realidad, no hubo peligro alguno de golpe de Estado desde el 23-F. Si las supuestas «tramas civiles» del golpe no pudieron ser descubiertas fue, probablemente, porque no existían. El sindicalista García Carrés no hizo más que modestas tareas de enlace, aunque otra cosa es que Girón y El Alcázar desearan fervientemente el triunfo de Tejero.
Hubo otro aspecto de la gestión de Calvo-Sotelo a la que también cabe atribuir un cierto balance positivo, aunque con muchos matices. Destinada a establecer una regulación armónica de la ordenación autonómica, la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico) fue aprobada con el apoyo de los dos partidos mayoritarios (UCD y PSOE), lo que hizo decir a Carrillo que había sido engendrada en pecado de soledad, sin los nacionalistas vascos y catalanes y los comunistas. Es verdad que, en una parte sustancial, la LOAPA fue declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional, pero no lo es menos que esta misma decisión estableció una cierta ordenación de la política autonómica. El Tribunal Constitucional se atribuyó a sí mismo la competencia sobre la materia y mediante su jurisprudencia llevó a cabo, en adelante, lo que la LOAPA había pretendido hacer de otra manera. De todos modos, lo sucedido prueba que la política de los dos grandes partidos nacionales seguía siendo un tanto errática en esta materia, por prevención respecto a un Estado progresivamente federalizado.
Junto con la entrada en la OTAN, de la que se tratará más adelante, ésos fueron los aspectos en los que Calvo-Sotelo consiguió cumplir su programa. En muchos otros fracasó, bien por la magnitud de la tarea o por la división del partido que le apoyaba. La crisis económica, por ejemplo, se había agudizado como consecuencia de la segunda elevación generalizada del precio del petróleo en 1979, que en España fue más grave, porque incidía sobre un país que no había resuelto todavía su primera crisis y en el que la dependencia energética externa era grande y la rigidez institucional muy marcada. El gobierno Calvo-Sotelo se encontró en este punto con una situación muy difícil agravada por su propia fragilidad parlamentaria y tan sólo logró una disminución del crecimiento de los precios y una parcial moderación del ritmo ascendente del paro. En el caso de la reforma de la Administración Pública, las urgencias políticas del momento impidieron que se pudiera resolver una cuestión tan grave.
En cambio, en lo que respecta a la ley del divorcio, las televisiones privadas y la autonomía universitaria fue la desunión de UCD lo que convirtió estas disposiciones en un campo de batalla, llegando en algún caso a impedir la tramitación parlamentaria de la misma. La Ley de divorcio, gestada a partir de marzo de 1981, produjo el primer caso de indisciplina parlamentaria centrista. Se había acordado, en el seno del partido del Gobierno, que en el trámite ante el Senado se incorporaría a ella una «cláusula de dureza», redactada por los diputados democristianos, pero los de tendencia socialdemócrata acabaron votando en el momento decisivo con la oposición. La cuestión no era verdaderamente central en la política española y, en condiciones normales, hubiera podido haber sido debatida y resuelta en el seno del partido, pero no fue éste el caso. La Ley de autonomía universitaria fue pactada con el PSOE, pero eso no hizo otra cosa que excitar la irritación del sector derechista del partido; así no se llegó a aprobar, con lo que los socialistas acabarían imponiendo su propia fórmula con el transcurso del tiempo, en la legislatura siguiente. Lo lógico hubiera sido que la televisión privada fuera introducida por UCD, pero no pudo ni siquiera intentarlo porque era también una cuestión que dividía al partido en un momento ya de grave descomposición y después de dos decisiones que, aun habiendo sido acatadas con disciplina, habían causado tensiones internas, como fue el caso de la entrada en la OTAN y la LOAPA. Ninguna de estas cuestiones era verdaderamente cardinal en el seno de la política española: todas se resolvieron luego de una manera que cabía perfectamente dentro del espectro ideológico de UCD. Sus líderes no se habían encontrado con obstáculos insuperables para la convivencia interna sino que parece que los buscaron.