Sin duda, la crisis de la presidencia de Suárez favoreció el clima conspirador. Los primeros contactos entre los que luego serían principales dirigentes del intento de golpe de Estado se produjeron en julio de 1980 y en ellos ya participó Tejero. Fue, sin embargo, el ambiente de finales de año 1980 el que principalmente sirvió para incubar la conspiración. En ese contexto, personalidades aisladas de la izquierda y la derecha (Tamames, Ossorio, etc.) aludían a la posibilidad de formar un gobierno de carácter excepcional que tendría a la cabeza un militar pero, además, de todo ello se hacían eco los propios líderes parlamentarios. Sugerencias de este tipo se oyeron en reuniones en las que estaban militantes socialistas, en este caso ante el propio Armada. Como ya se ha indicado, las Memorias de Fraga registran este clima cuando hace alusión a una carta que envió al Rey sugiriendo que convocara consultas para evitar una crisis de trascendencia institucional e histórica. En este ambiente de recurso a la excepcionalidad algún militar, como Armada, pudo aprovecharse convirtiendo la preocupación del Rey en un medio para promover algún tipo de intervención extra constitucional. En general, el comportamiento de la clase política, desde el gobierno a la oposición, resultó bastante irresponsable, como acabaría por demostrarse el 23 de febrero: si Suárez parecía conducir al país a un impasse, Felipe González no tenía empacho en afirmar que en los últimos tiempos la transición se había detenido. En esta fecha se hizo, sin embargo, patente que, en realidad, la conspiración militar, por lo que se refiere a sus pretensiones políticas, era muy plural y que, en cualquier caso, no iba a lograr la aceptación del Rey, ni espontáneamente ni bajo presiones.
En la noche del 23 al 24 de febrero, mientras tenía lugar la segunda votación para la investidura del sucesor de Suárez, el coronel Tejero tomó audazmente, con cuatro centenares de guardias civiles, el Congreso de los Diputados, secuestrándolo. La entrada en el edificio se hizo en «en nombre del Rey» y la mayor parte de los guardias civiles que tomaron parte en la acción no estaban enterados de los propósitos de los conspiradores y, por lo tanto, carecían de la convicción necesaria para ultimar el golpe si éste encontraba dificultades. La utilización de armas en el hemiciclo puede haberse debido a un deseo de atemorizar a los parlamentarios, pero también de reafirmarse quienes dirigían la operación.
A partir del momento de triunfo inicial del golpe, con la detención de los dirigentes políticos del país, habrían sido necesarios varios requisitos para que se convirtiera en definitivo. En primer lugar, era preciso que existiera una sublevación militar en la periferia que fuera arrastrando a la intervención de los altos mandos en cada una de las regiones militares. Los conspiradores consiguieron inmediatamente el control de la región de Valencia donde el general Milans del Bosch asumió el mando total con la pretensión de garantizar el orden «en tanto que se reciban las correspondientes instrucciones de S. M.». Sin embargo, aunque hubo serios titubeos en buena parte de los altos mandos, ninguno de ellos siguió la senda marcada por Valencia.
Las mayores dudas procedieron de las autoridades militares de Sevilla, Zaragoza y Valladolid, pero lo que mide la gravedad de lo sucedido fue el hecho de que sólo un número reducido de las capitanías generales estuvo desde el principio inequívocamente a favor de la legalidad constitucional. El resto osciló y en su posición definitiva jugó un papel determinante la intervención del Rey.
Tampoco logró el triunfo la conspiración en Madrid, aunque durante horas se mantuviera una situación muy confusa. El general Torres Rojas tenía que ponerse al frente de la División Acorazada, cuyo mando había desempeñado antes de convertirse en gobernador militar de La Coruña. Sin embargo no lo hizo porque, aunque el general Juste, el comandante de la unidad, estaba fuera de Madrid, volvió nada más enterarse de la sublevación. Así, la División Acorazada, pieza esencial para el triunfo de la conspiración, se mantuvo en una situación ambigua: sólo un destacamento de ella marchó al Congreso para adherirse a los sublevados. La Brigada Paracaidista, otra unidad decisiva, permaneció fiel a la legalidad y también el general Quintana Lacaci, al frente de la guarnición de Madrid, desempeñó un papel decisivo a la hora de impedir que el golpe triunfara en la capital. Su caso es muy significativo de la actitud de una parte de los miembros del generalato: había sido coronel de la guardia de Franco y, pese a ello, se mantuvo al lado de la legalidad. Algo parecido cabe decir de quien, en la fase final del franquismo, había contribuido a desarticular la UMD.
En lo que fracasaron desde el primer momento los sublevados fue en obtener el apoyo del Rey. Todo el planteamiento del golpe se basaba en la creación de una situación excepcional que provocara la intervención de la autoridad militar y que sería avalada por el Rey para reconducir la situación a una supuesta normalización como consecuencia de la cual el régimen democrático padecería del intervencionismo militar y la supeditación a sus altos mandos. Eso fue lo que falló por completo. El Rey y sus colaboradores, después de informarse de lo acontecido, tomaron una postura diametralmente opuesta a la que era la previsión de los conspiradores. No se autorizó la presencia en la Zarzuela del general Armada o de Milans del Bosch y fue el propio Rey el que recomendó la inmediata reunión de la Junta de Jefes de Estado Mayor, mientras que uno de sus colaboradores más directos consiguió que las unidades que habían tomado Radiotelevisión Española la abandonaran. Era fundamental, en efecto, poder dirigirse al país para mostrar un inequívoco repudio del golpe. En el transcurso de aquella noche el monarca hizo más de un centenar de llamadas telefónicas para asegurarse la fidelidad a la Constitución de las unidades; luego admitiría que, en algún caso, no había sido suficiente hablar con los generales, sino que hubo de hacerlo también con los coroneles. Uno de ellos le dijo que acataba sus indicaciones pero que «menuda ocasión estamos perdiendo».
Todo este cúmulo de circunstancias detuvo el desarrollo del golpe que, inmediatamente, empezó a retroceder en sus posibilidades de victoria. Sin autorización del Rey, el general Armada acudió ante el Congreso para lograr esa situación intermedia —gobierno militar pero con apoyo de los partidos— que ratificaría el intervencionismo militar sobre la política española. Fue perceptible entonces la distancia que mediaba entre un Tejero, que quería volver a un gobierno puramente militar y que abominaba de los partidos políticos, y un Armada, para quien resultaba esencial la obtención del apoyo parlamentario para un gobierno que él mismo presidiría. Ni siquiera la intervención de Milans cerca de Tejero consiguió convencerle. Resulta extremadamente improbable, en cualquier caso, que el Congreso hubiera llegado a aceptar la fórmula propuesta por Armada, ni siquiera bajo la coacción de las armas. En el edificio de las Cortes, como cuenta Calvo-Sotelo, tras unos minutos dramáticos, se vivió una experiencia esperpéntica con gotas de humor negro. A un diputado (Herrero) uno de los guardias civiles le pisó una mano e inmediatamente le pidió excusas; eso le hizo pensar que lo que sucedía era «menos atroz» de lo imaginado.
A partir de este momento la sublevación había sido derrotada y sólo faltaba por saber si el desenlace se produciría con o sin derramamiento de sangre. El momento decisivo para la derrota del golpe fue la intervención del Rey en Televisión, dejando bien claro que la Corona «no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan por la fuerza interrumpir el proceso democrático que la Constitución, votada por el pueblo español, determinó en su día a través de referéndum». Mientras tanto, una especie de gobierno en la sombra, formado por los subsecretarios y secretarios de Estado y presidido por el secretario de Estado para la Seguridad y Orden Público, mantuvo la autoridad civil. El Rey no le dio ninguna orden durante el proceso y, al mismo tiempo, estuvo asistido por ella, de modo que en ningún momento, pese a la excepcionalidad, pudo decirse que hubiera ejercido cualquier tipo de poder en solitario. Durante algunas horas estuvo preparada una intervención armada sobre el Congreso, pero el hecho de que ya los sublevados no tuvieran esperanza alguna y la posibilidad de que se pudiera producir una masacre aconsejaron evitarla. Tejero, desencajado y confuso, vio cómo Milans —que después de una intervención del Rey había retirado su bando y sus tropas— le aconsejaba rendirse. Lo hizo no sin antes pensar en una resistencia numantina e incluso redactar un manifiesto en el que se proclamaba mucho más monárquico y demócrata de lo que era. Este mismo hecho revela hasta qué punto, por mucha que hubiera sido la irresponsabilidad de la clase política, era patente el aislamiento de los sublevados. De la peculiar mentalidad del jefe de los asaltantes da buena idea el hecho de que pensara, en el último momento, hacer salir a los diputados en ropa interior.
A la hora de discernir cuáles fueron las causas por las que fracasó la conspiración hay que hacer mención, en primer lugar, a la persona del monarca. Juan Carlos I, que había tenido perfectamente clara cuál debía ser su actitud durante la transición hacia la democracia, sabía, además, que existían dos buenos ejemplos de lo que tenía que hacer: su abuelo Alfonso XIII y su cuñado Constantino pagaron con la corona la ambigüedad a la hora de golpes militares o de colaboración con los mismos.
Con tan sólo no haber actuado cerca de los mandos militares o haber mantenido el silencio, otro pudo ser el resultado del golpe de Estado porque, como ya hemos visto, la colaboración del Rey fue siempre un elemento decisivo en los planes de los conspiradores. Para muchos españoles, principalmente en la izquierda, esa noche supuso la identificación con la institución monárquica. Sin embargo, aunque para ellos fuera una revelación desde el punto de vista de la trayectoria anterior de D. Juan Carlos, resultó, más bien, una consecuencia: no podía comportarse de otra manera. Pero, en segundo lugar, la victoria de la legalidad constitucional se debió también a la actitud y a la acción de varios altos mandos militares que cumplieron su deber constitucional. Éste fue el caso de los generales Gabeiras, primer Jefe del Estado Mayor, Quintana Lacaci, Aramburu Topete, director general de la Guardia Civil, y Sáenz de Santamaría, de quien dependía la Policía Nacional. Por supuesto, el hecho de que fueran ellos los que ocuparan los puestos decisivos no fue casual y demuestra que la política de nombramientos seguida no dejaba de tener fundamento. Si no persiguió a los más peligrosos, tampoco les concedió los puestos decisivos.
Un tercer factor que explica el fracaso del golpe radica en las deficiencias mismas de la conspiración. La ocasión aprovechada fue excelente para provocar el descabezamiento de la autoridad civil en España, pero eso explica también la improvisación con la que se actuó. El golpe, por más que hubiera podido triunfar, fue mal planificado y ejecutado. Careció de un liderazgo claro y sus principales protagonistas resultaron incompatibles, no sólo política sino también personalmente, hasta tal punto que, de haber triunfado, hubiera cabido esperar un enfrentamiento entre ellos. Tejero era contrario a la democracia y la Monarquía, Milans a la democracia, pero no a la Monarquía, y Armada quería manejar a una y otra, pero sin enfrentarse con ellas. Hubo actuaciones personales que concluyeron por provocar resultados impensados. Éste fue el caso, por ejemplo, de todos los que permanecieron a la expectativa, sin decantarse de manera definitiva; si alguno de ellos lo hubiera hecho en el momento decisivo habría podido provocar un desenlace diferente. Si el coronel San Martín, cuya actitud fue favorable al golpe, no hubiera hecho que Juste volviera a la División Acorazada, para así desempeñar él mismo un papel más importante, Torres Rojas hubiera podido hacerse con el mando de esa unidad.
Un último factor importante en la derrota de los golpistas fue el hecho de que su intentona no sólo fue conocida inmediatamente por la totalidad de los españoles, sino que, además, éstos pudieron oír su retransmisión. Un golpe que no había vencido en el primer momento y que fue retransmitido, necesariamente debía concitar la movilización popular en su contra. De esta manera quedaron claros los objetivos de los conspiradores, así como los avalares de su intento. Por supuesto, la inmensa mayoría de los españoles estuvieron por completo en contra del golpe, con una indudable sensación de rubor.
Derrotado éste, las manifestaciones populares posteriores demostraron que el desencanto concluía con el solo hecho de ver en peligro la democracia.
Resulta difícil determinar cuáles fueron realmente las consecuencias políticas del intento de golpe de Estado. Se ha dicho que fomentó una tendencia hacia la derechización de la política española, pero esto no parece cierto. En adelante, más que una democracia vigilada hubo una democracia vigilante: se produjo una profunda revisión de los mandos militares, descartando a los que habían mostrado una actitud complaciente o titubeante, se organizó mucho mejor la inteligencia militar (CESID) y ya no se toleró que las revistas dedicadas a temas militares y financiadas con dinero público mostraran un ideario contrario a los principios democráticos. Por otro lado, en el terreno político, el Partido Socialista ya había emprendido un decidido camino hacia la socialdemocracia, aunque con un característico doble lenguaje, y la disminución del sufragio comunista tuvo como principal razón de ser su conflictividad interna y no su carácter de fórmula política peligrosa. Por tanto, no disminuyó el voto de la izquierda, ni tampoco se alteró su programa como consecuencia del intentó de golpe. Ya veremos que fue la falta de coherencia y la desunión, más que la derechización, las que motivaron el desastre de la UCD. Las actitudes que los principales dirigentes políticos tuvieron ante el golpe de Estado tuvieron muy poco que ver con los resultados electorales posteriores: ni, sobre todo, Suárez ni tampoco Carrillo —los únicos que no se arrojaron al suelo— recibieron los votos que merecía la gallardía en aquellos momentos. El impacto fundamental de la intentona militar sobre la política española consistió precisamente en desprestigiar cualquier intento de involución militar. Junto a este sorprendente resultado hay también que citar otro, no menos importante, pero más previsible. El golpe llamó la atención de todos —clase política y ciudadanos— acerca del peligro de adoptar posiciones irresponsables. El propio Rey, que tan destacado protagonismo había tenido en esas horas decisivas, recordó, en un texto entregado a los principales líderes políticos horas después de los acontecimientos, que ya no era imaginable que, de nuevo, él mismo pudiera desempeñar un papel semejante y tan crucial en caso de una nueva intentona golpista. Este llamamiento a la responsabilidad jugó un papel de importancia en la evolución política inmediata, porque planeó sobre las decisiones de todos los grupos políticos e introdujo cordura donde no había existido.