Un rasgo peculiar de la vía española a la democracia es el papel jugado en ella por el Ejército. En Turquía, Italia, Portugal y Grecia el elemento militar desempeñó un papel importante en la transición a la democracia, bien como elemento tutelar inicial y luego rectificador (Turquía), como factor decisivo en la desaparición de Mussolini, para quedar inmediatamente fuera del protagonismo político (Italia), como detonante del final de la dictadura en una sociedad desmovilizada para luego radicalizarse hacia la izquierda (Portugal) o como factor decisivo en el régimen dictatorial previo, pero que acabó por dividirse favoreciendo la llegada de la democracia (Grecia). En España, el papel de los militares resultó relativamente poco relevante, lo que no deja de ser curioso, teniendo en cuenta que el punto de partida era precisamente una dictadura militar. No hubo fragmentación en tendencias, al menos perceptible con nitidez desde fuera, pero tampoco voluntad mayoritaria de protagonismo político. Aunque la única esperanza que tuvieron los elementos contrarios a la democracia fue la intervención militar, el Ejército mantuvo la fidelidad a un sistema institucional que evolucionaba de una legalidad a la otra, contando con la voluntad de los españoles y por procedimientos de reforma, sin ruptura de la legitimidad ni la legalidad previa.
Ésta, sin embargo, es sólo una de las razones por las que no se produjo un golpe militar. Para llegar a descubrir las restantes hay que tener en cuenta factores históricos previos y también el modo preciso en que se llevó a cabo la transición española a la democracia. En primer lugar, ya se ha advertido que el franquismo fue la dictadura de un militar más que un régimen del Ejército como corporación. Las decisiones más importantes las tomaban civiles. Los militares recibían en las Academias una instrucción que les vinculaba sentimentalmente a Franco y les obligaba a una estricta disciplina, pero no una formación política en sentido determinado. La paradoja de la situación española consistió en que precisamente durante la Dictadura de Franco, para evitar una posible oposición militar, el Ejército fue adquiriendo progresivamente una voluntad de no intervención en la vida política, al mismo tiempo que permanecía, en general, aislado y encerrado en sí mismo, sin pretensión alguna de protagonismo.
Por otra parte, la transición española no se produjo tras una derrota militar, como en Grecia, tras una reforma pactada con el propio Ejército, como en Chile, o mediante un golpe militar, como en Portugal. En esos casos las consecuencias fueron, respectivamente, la marginación del terreno político, una presencia mediatizadora importante y un protagonismo exagerado. En España la propensión a no intervenir directamente en política se mantuvo y se vio fomentada por la transferencia de fidelidad de Franco al Rey. En cualquier declaración militar, individual o colectiva, incluso las que contuvieron protesta, fue ratificada. La propia Constitución española contenía elementos de calculada ambigüedad en lo que respecta a las responsabilidades del Monarca, en cuanto que su artículo 62 le atribuía el «mando supremo» del Ejército pero, en su artículo 97, atribuía la defensa de la nación al Gobierno. Así, las actitudes golpistas no fueron nunca mayoritarias, como se demostró en 1981, ni resulta concebible que, de haber triunfado inicialmente el golpe, hubiera podido mantenerse la situación política engendrada por él, con el apoyo de todos los militares por la existencia de esta fidelidad monárquica. Los propios golpistas del 23-F, en consecuencia, utilizaron la persona del Rey como argumento para atraerse más apoyos.
Otra cuestión es la posición de la mayor parte de los altos mandos militares. En 1976, 68 de los 95 generales de brigada procedían de la Guerra Civil. La organización militar de entonces presuponía, además, que al retiro sólo se llegaba a los setenta años. El ideario de estos altos mandos militares estaba muy vinculado al franquismo y, por lo tanto, era poco propicio al cambio democrático. El general Gutiérrez Mellado señaló, a la hora de explicar las dificultades para hacer los nombramientos más importantes, que «de una cesta de fresas no se podía sacar una manzana». Era cierto: para nombrar a Gabeiras, un militar disciplinado, jefe del Alto Estado Mayor, hubo que rechazar cuatro candidatos —uno de ellos Milans— por falta de idoneidad política y hacer nombramientos complementarios que lo justificaran. Por otro lado, en el Ejército se daban condiciones objetivas para el descontento. Era una colectividad que había tenido un papel político relevante durante el régimen anterior, en el que se le había atribuido un papel no meramente defensivo, sino también de salvaguarda del orden público. Pero, además, se daban en él factores internos que conducían a una frustración y que propiciaban la intervención en la política: el porcentaje del PNB dedicado a defensa era en España, a la muerte de Franco, muy pequeño en comparación con otros países europeos, mientras que el número de profesionales de la milicia era demasiado alto. Los militares vivían, además, aislados, y en la precaria situación económica que ya se ha descrito. En 1979 la única persona civil en el Ministerio del ramo era el propio ministro y así siguió sucediendo en los dos años siguientes.
Pese a ello, el Ejército no intervino en la política para detener la transición: la fragmentación generacional y por armas, la propia evolución de las circunstancias y la carencia de un liderazgo y un programa son los motivos. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que Aviación y Marina siempre estuvieron lejos de la posibilidad de protagonizar un golpe, la primera por arma técnica por excelencia y la segunda porque, aunque muy conservadora, estaba mucho más conectada con la defensa occidental en su conjunto. Por otro lado, los oficiales más jóvenes tenían una mentalidad muy distinta de la de los altos mandos. Un informe de la inteligencia militar, fechado en 1978, situó al 45-50 por 100 de los altos mandos en la derecha o la extrema derecha, mientras que el 60 por 100 de los primeros pertenecía al centro o centro-derecha y el 10 por 100 a la izquierda.
En segundo lugar, se debe tener en cuenta que la intervención militar sólo hubiera podido ser efectiva de producirse al principio, en el momento de la Ley de Reforma Política, cuando lo intentó Fernández de la Mora. A lo largo de la transición fueron otras las ocasiones en las que se planteó la posibilidad de una intervención militar en sentido involutivo. Ya en páginas precedentes se han mencionado crisis militares que, de momento, no tuvieron otro resultado que motivar la dimisión de los altos mandos más decididamente contrarios al proceso. Sólo cuando tuvo lugar la legalización del Partido Comunista se reprodujeron las posibilidades de una acción colectiva de los altos mandos militares, neutralizada en los términos ya indicados. Por más que los militares vivieran la transición como una sorpresa y que la mitad de los asesinados por ETA pertenecieran al Ejército, el simple paso del tiempo fue diluyendo las posibilidades de intervención.
Pero, además, no hubo ni liderazgo ni programa, más allá de la pura resistencia al cambio. En la etapa de Arias y al comienzo de la de Suárez, Fernando de Santiago intentó mediatizar cualquier tipo de evolución política incluso presionando al Rey, en compañía de los otros ministros militares, contra el primero. Cuando desapareció del poder hubo un constante pugilato psicológico entre autoridades militares y civiles. Por poner un par de ejemplos, baste recordar el caso del general Coloma, capitán general en Barcelona, que se declaró contrario a recibir a Tarradellas mientras que hubo de aceptar que éste le visitara. Otro hecho menos conocido es que, de viaje a Valencia, Suárez no abandonó el aeropuerto hasta que acudió el capitán general a saludarle. En la práctica, los altos mandos militares sólo mediatizaron la transición en un aspecto, el veto a la amnistía a los militares de la Unión Militar Democrática.
Una figura clave en la transición, Manuel Gutiérrez Mellado, fue el principal responsable, como vicepresidente de Asuntos de la Defensa, de la política militar durante los años de la transición, tarea en la que colaboró posteriormente Rodríguez Sahagún. Gutiérrez Mellado, que nació en 1912, participó en la conspiración contra la República en 1936 y actuó durante la guerra en los servicios de inteligencia de Franco.
Acabada ésta siguió desempeñando tareas de este tipo pero también colaboró en las negociaciones militares con los Estados Unidos y permaneció durante algún tiempo en la vida civil. En los setenta participó en los intentos reformistas de la estructura militar llevados a cabo por Diez Alegría. Antes de llegar a la Vicepresidencia estuvo al frente del Alto Estado Mayor. Podía decirse que era el militar más prestigioso del Ejército español cuando llegó a la cúspide de la colaboración con Suárez.
En su cargo se encontró con el doble inconveniente de encontrar una mentalidad poco propicia a la sumisión a la autoridad civil y una legislación de otro tiempo.
Durante estos años, las intervenciones de Gutiérrez Mellado insistieron siempre en la necesidad de alejar la política de los cuarteles, que debían concentrarse en la tarea de preparación técnica. Siempre recalcó el valor militar de la disciplina y procuró imponer serenidad en los momentos en que —por los atentados terroristas— se hacía más patente su necesidad. Sincero y espontáneo, pero vilipendiado desde la extrema derecha, probablemente fue la persona sometida a una tensión más dura a lo largo de toda la transición. Durante su mandato comenzó una importante labor de modernización de las Fuerzas Armadas. A fines de 1978 se modificaron las Reales Ordenanzas que, por ejemplo, limitaron la jurisdicción militar y adaptaron el Ejército a las condiciones de la vida democrática. Dos años después cambió parcialmente el Código de Justicia militar.
En julio de 1980, una ley orgánica establecía los criterios básicos de la organización militar configurando el Ministerio de Defensa. Se mejoraron los sueldos de la oficialidad y se le otorgó una protección social adecuada, al tiempo que se le exigía la dedicación plena a su tarea. Mientras tanto se acometía el rejuvenecimiento de los mandos y se adoptaban las medidas presupuestarias para solucionar las más apremiantes deficiencias de la administración militar española (presupuestos por programas, plan META, etc.) elaborándose un Plan Estratégico Conjunto.
Esta política modernizadora pretendía cambiar progresivamente al Ejército español, adaptándolo a las necesidades de la defensa nacional y alejándolo de la tentación de un protagonismo militar en la vida pública. De lo que cabe dudar es de si fue acompañada por una política de nombramientos adecuada, pero claro está que no puede saberse si una política más drástica y decidida hubiera provocado una reacción contraria en otros estamentos militares. De todos modos, las trayectorias de los que luego resultaron conspiradores, y que como tales fueron juzgados y condenados, no ofrece dudas. Tejero envió telegramas impertinentes a las autoridades estando de guarnición en el País Vasco y se extralimitó disolviendo manifestaciones autorizadas; cuando se produjo la conspiración de la cafetería Galaxia (noviembre de 1978) tan sólo fue condenado a siete meses de cárcel, pena leve, aunque el propósito que perseguía —asaltar la Moncloa— pudiera parecer descabellado o irreal. El tribunal que le condenó aseguró que no se había tratado de un delito de rebelión sino «un acuerdo preliminar de su ejecución» y el Jefe del Alto Estado Mayor lo calificó de «completa tontería». Poco después se produjo otro caso de indisciplina al visitar Cartagena Gutiérrez Mellado, que ni siquiera fue sancionado y mereció, por parte de la autoridad citada, la descripción de que quien lo había protagonizado era «un militar de los pies a la cabeza». En enero de 1980, el general Torres Rojas, que había pronunciado ante el Rey un discurso en tono encendido y que incluso parece que inició otra conspiración, sólo fue desplazado del mando de la División Acorazada y enviado a La Coruña. En cambio, fue cesado de la dirección de un diario el periodista que denunció la conspiración. Milans del Bosch se había caracterizado por sus declaraciones intemperantes en lo político, siempre al borde de la legalidad. En general, la política seguida por las autoridades consistió en relegar a puestos de menor importancia o relieve a quienes parecían potencialmente más peligrosos; por otro lado, como ya veremos, cuando llegó el momento decisivo, las autoridades militares clave permanecieron fieles a la Constitución. Un caso especial es el del general Armada que, por haber estado muy cerca del Rey, parecía por completo fiel a él, aunque no ocultara su actitud conservadora y hubiera abominado de la legalización del PCE. A pesar de las reticencias de Suárez en el momento en que se produjo su dimisión acababa de ocupar el puesto de segundo Jefe del Estado Mayor Central.
Al menos se debe hacer, en este punto, una mención a la extrema derecha, que dio cobertura ideológica al intento de golpe de Estado. En realidad, lo característico de ella fue la fragmentación y el escaso peso social durante los primeros tiempos de la transición: apenas obtuvo un 1 por 100 del electorado en las elecciones de 1977 y sólo algo más del 2 por 100 en 1979, a pesar de conseguir un diputado. No obstante aparecía muy dividida. La que obtuvo representación parlamentaria era el integrismo católico de Blas Piñar. Los conspiradores parecen haber estado conectados más bien con el mundo del entorno de Girón. En El Alcázar, órgano de los excombatientes, aparecieron algunos artículos firmados por Almendros que se interpretaron como preparatorios de un intento de golpe posterior, para la primavera de 1981. En el primero de ellos se pedía un presidente que tuviera respetabilidad ante el Ejército; en el segundo se sostenía que el «ensayo democrático» había fracasado, y en el tercero, ya el primer día de febrero, se aseguraba que España estaba en un «punto crítico» de no retorno y argüía acerca de la «soledad del Rey», como si él debiera tomar una decisión. Este lenguaje partía de una voluntaria ambigüedad cuando a los conspiradores no les guiaba en absoluto propósito de fidelidad monárquica alguno.