Ya hemos hecho mención páginas atrás de la privilegiada situación que Adolfo Suárez jugaba en la política española en la primavera de 1979. Nada más concluidas las elecciones recibió una carta de felicitación del Rey en la que alababa su papel durante la transición. En el siguiente año y medio, sin embargo, se produjo su acelerado declive como político y como Presidente, sumido en la perplejidad como gobernante e incapaz de solucionar unas disputas en el partido que encabezaba que, además, le tenían a él como principal motivo. Con ello se demostraron los límites de su carisma personal, que se había supuesto hasta entonces decisivo. Al margen de las objetivas dificultades de la política española del momento, las insuficiencias de su formación le impidieron elegir un rumbo claro en muchas cuestiones y, así, quien había jugado un papel tan importante en la consecución de la democracia pareció incapaz de adecuarse a ella.
El primer error de Adolfo Suárez comenzó en el propio debate de investidura para la formación de un nuevo gabinete después de las elecciones generales. Resulta significativo el hecho de que pretendiera una votación sin debate propiamente dicho, lo que suponía en realidad un profundo desconocimiento práctico de los mecanismos del parlamentarismo democrático, por no decir también de sus temores a intervenir ante el Congreso. De hecho, en el período que transcurrió de mayo de 1979 hasta el mayo siguiente, de las 2046 votaciones parlamentarias habidas, Suárez no estuvo presente en 1555. Esta actitud no sólo deterioró su imagen, sino que inevitablemente supuso conflictos con el Presidente del Congreso de los Diputados, Lavilla, que ejerció su cargo con responsabilidad e imparcialidad. En su presentación inicial ante el Parlamento, Suárez consiguió la mayoría por el procedimiento de sumar a los votos de UCD los de los andalucistas y otros regionalistas. La situación en que el gobierno y la UCD habían quedado fue tan poco airosa que Santiago Carrillo llegó a asegurar que el Presidente del Gobierno «se ciscaba en la autoridad del pleno». Fraga describe en sus Memorias lo sucedido en el Parlamento afirmando que «no hubo debate sino bronca y broncas de voto».
Aun así, la intervención de Suárez no dejó de tener aspectos positivos en cuanto que señaló su voluntad de abrir una nueva etapa política, marcada por la desaparición del consenso, una vez que ya estaba elaborada y aprobada la Constitución. La composición del gabinete, por otro lado, pareció demostrar una voluntad de superar la fragmentación del partido del gobierno en baronías autónomas o en tendencias que recordaran la plural procedencia de sus miembros. Se trató de un gobierno aparentemente menos brillante, pero también susceptible de una labor administrativa de mayor categoría. La voluntad de concluir la transición ha de ponerse en relación con la composición del gabinete. En él jugó un papel decisivo Fernando Abril, amigo íntimo del presidente.
Sin embargo, el esfuerzo de normalización política se encontró con problemas objetivos, con independencia de que el gobierno se mostrara poco apto para resolverlos.
Al margen de la duración de la crisis económica, se produjo una grave conflictividad en el problema autonómico. Ya se ha señalado el modo como Suárez encauzó los casos del País Vasco y Cataluña desde 1977. Aunque en las dos regiones las primeras elecciones autonómicas, celebradas en marzo de 1979, supusieron la victoria de opciones nacionalistas y la pérdida de 100 000 votos centristas, los problemas más graves para el partido del gobierno procedieron de regiones que no habían tenido en el pasado un sistema de autogobierno. En ellas, probablemente la mayor parte de la población no consideraba crucial la cuestión autonómica en 1977, pero el ejemplo del País Vasco y Cataluña y la actitud de la clase política dirigente de todas las regiones hizo ir naciendo una reivindicación generalizada. Es cierto, sin embargo, que la política seguida por el ministro de Administración Territorial de UCD en el período inicial, Manuel Clavero Arévalo, al propiciar el establecimiento de regímenes preautonómicos, contribuyó a estimular ese género de reivindicaciones. En junio de 1978 diez regiones, con las tres cuartas partes de la población española, estaban dotadas de regímenes preautonómicos que, si bien carecían de atribuciones significativas, servían para encauzar (y fomentar, al mismo tiempo) la identidad regional. Se ha especulado sobre si esta generalización del sistema autonómico estaba justificada o si no tuvo otro motivo que diluir el supuesto peligro de los nacionalistas periféricos. Todo hace pensar que la difusión de la autonomía era inevitable y que, además, legitimó lo logrado por las nacionalidades históricas. Pero otro efecto colateral, y no buscado, fue crear una espiral reivindicativa alimentada por la voluntad de imitar a quienes tenían mayores competencias.
Después de las elecciones de 1979, como una faceta más de la normalización política intentada por el Gobierno Suárez, se pretendió una reordenación del proceso autonómico, partiendo de la consideración de que se había ido demasiado deprisa y se había generalizado un tipo de organización territorial que hubiera sido más lógico limitar a las regiones de indudable raigambre nacionalista. Arias Salgado, secretario general de UCD, llegó a decir, no sin razón, que España se había condenado a un sistema político en que cada veinte días sería preciso convocar un referéndum o una elección. De hecho, el paso de Clavero Arévalo desde Administración Territorial a Cultura fue indicio de la voluntad de replantearse este problema.
Sin embargo, la solución concreta dada a esta cuestión no pudo ser más desafortunada para el partido del gobierno. En febrero de 1980, al plantear el acceso de Andalucía a la autonomía con un techo de competencias inferior al de las regiones de régimen autonómico con precedentes históricos, se dio la sensación de querer cometer con los andaluces un agravio comparativo. El procedimiento alambicado y malintencionado por el que se optó, mediante la redacción una pregunta de difícil comprensión en el referéndum previsto, no hizo sino acrecentar la indignación andaluza.
Clavero dimitió de la cartera de Cultura y el referéndum sobre la autonomía andaluza resultó un auténtico desastre para el partido en el poder, que no recuperaría su influencia, ni siquiera después de rectificar su política autonómica a fines de año. El beneficiario fue el PSOE, que probablemente era consciente de que se podía ir por la senda autonómica de forma más pausada, pero que no quiso desaprovechar esta circunstancia para aumentar sus votos, empleando un lenguaje tan demagógico como inepta había sido la postura de UCD. En la cuestión autonómica pronto se plantearon problemas adicionales. La UCD navarra, por ejemplo, se sintió poco apoyada por el gobierno en la defensa de la identidad de su región respecto de la vasca.
Con ser grave el deterioro de UCD como consecuencia de su política sobre la organización territorial del Estado, todavía lo fue más el inmediato nacimiento de disputas internas, en ocasiones por motivos ideológicos, pero también a menudo por meras cuestiones personales. A comienzos de 1980, Jaime Ignacio del Burgo, uno de los dirigentes de la UCD navarra, fue procesado como consecuencia de denuncias de miembros de su propio partido. El planteamiento del Estatuto de Centros por el nuevo ministro de Educación, Otero Novas, supuso el primer caso de medida legislativa provocadora de discrepancias en el seno de UCD y tuvo como consecuencia, además, un duro enfrentamiento con los socialistas, que remitieron la cuestión al Tribunal Constitucional.
La formación, tras una larga gestación, de un nuevo gobierno en mayo de 1980, pudo dar la sensación de que iba a suponer una mayor coherencia en el poder, pues la interpretación que de él se hizo fue que suponía un leve retoque que consagraba un predominio absoluto de Abril. La paradoja es que la crisis estuvo provocada por la dimisión de dos ministros con responsabilidad en su área de competencia. Trabajador, absorbente y siempre muy consciente de su responsabilidad al frente del Estado, Abril fue, sin embargo, un mal parlamentario, desordenado en la acción, poco eficaz, aunque con capacidad de negociación en el campo económico que tenía atribuido, y acabó por irritar al resto de los dirigentes de UCD por su exceso de poder. UCD tenía una situación parlamentaria difícil, por faltarle votos para tener la mayoría parlamentaria, pero lo peor era que no existía en absoluto unidad entre sus dirigentes a la hora de juzgar quién podría ser el aliado más oportuno (los catalanistas, la derecha o el PSOE). Las Memorias de Fraga dan cuenta de sus conversaciones con los dirigentes centristas que, por un lado, le ofrecían colaboración, pero, al mismo tiempo, evitaron siempre hacerla estable al pensar que eso acentuaría la división interna. El dirigente de la derecha empezó a ver los problemas existentes en UCD como la evidencia de una «crisis de Estado».
En el declive de la estrella política de Adolfo Suárez jugó un papel fundamental el voto de censura a que le sometió el Partido Socialista, con ocasión de la presentación del nuevo gobierno en el Congreso de los Diputados. Suárez, en otro tiempo tan brillante en la iniciativa, ya había demostrado una preocupante tendencia a la falta de asiduidad en la labor de presidir el Consejo de Ministros cuando las tareas que debían realizarse eran cotidianas y de carácter administrativo. Ahora, su respuesta ante el voto de censura fue tímida e insuficiente; sólo el 26 por 100 de los españoles la aprobaron, según las encuestas posteriores a la sesión parlamentaria. En cambio, dadas las características del voto de censura constructivo, el resultado de su presentación por parte de Felipe González fue potenciar, ante la opinión pública, su personalidad política, fortaleciendo la impresión de que servía para desempeñar el gobierno de la nación.
Desde el verano de 1980, las encuestas colocaron ya a Felipe González y al PSOE por delante de Suárez y la UCD en la intención de voto de los españoles.
La inminencia del peligro no produjo entre los centristas más que la floración de una creciente y malhumorada oposición a los procedimientos de gobierno de Suárez.
Garrigues, el más significado de los dirigentes liberales, le espetó: «o hacemos una banda y gobernamos contigo o gobiernas tú solo». A comienzos de julio los dirigentes de UCD acusaron al Presidente de dirigir de forma excesivamente personalista el partido y el gobierno, y de no pedir ni aceptar consejos. Tras una acalorada reunión en julio de 1980, el resultado de esta especie de insurrección fue constituir una Comisión permanente del partido que, en septiembre, se convirtió en nuevo gobierno. De esta manera, Suárez parecía contradecir el que había sido su propósito desde 1979, es decir, consolidar el partido marginando a los «barones». Ahora el gobierno pretendía ser «el mejor de los posibles» bajo el centrismo, para tratar así de ocultar lo que en realidad no dejaba de ser un fracaso personal. Prescindió, además, de Abril, que le había presentado la dimisión hasta cinco veces y se había atribuido un papel sin duda excesivo en la política nacional, pues toda su influencia derivaba de la que él tenía con el presidente; luego diría que en realidad se situaba más a la derecha de lo que estaba éste. De este modo Suárez perdió otra baza para solucionar sus problemas, los de su partido y los de su gobierno.
Con todo, no consiguió detener la creciente sensación de descomposición en UCD. Desde octubre de 1980 empezaron a movilizarse los sectores más derechistas del partido pretendiendo una definición del mismo, vista la supuesta incapacidad del Presidente para consolidarlo por sí mismo. En octubre, fue elegido para regir el grupo parlamentario Miguel Herrero, representante de esta tendencia. Era, sin duda, un excelente orador, pero había vencido abrumadoramente a pesar de que Suárez apoyaba a otro candidato; por vez primera el Presidente pensó en presentar la dimisión. En adelante, tras no recibir más que un «extraño silencio» a sus propuestas de colaboración, Herrero dirigió la minoría parlamentaria en un estrecho contacto con Coalición Democrática.
Unas semanas después hizo su aparición un sector «crítico» en el seno del partido que, a mediados de enero de 1981, había logrado el liderazgo de Lavilla, presidente del Congreso de los Diputados, aunque, verdaderamente, quienes inspiraban ese sector eran centristas más jóvenes, como Miguel Herrero y Óscar Alzaga. Mientras tanto, la vida política nacional se había enrarecido con toda una serie de despropósitos que, por su excepcionalidad, revelaban a la vez irresponsabilidad y marasmo en el gobierno y la oposición. Fraga refleja en sus Memorias una entrevista con el Rey, en la que le habló de «crisis de Estado, crisis de sociedad y necesidad de un cambio de rumbo». Por su parte, entre los socialistas hubo quienes propusieron un gobierno de gestión o de concentración incluso presidido por un militar. Este tipo de actitudes, sin tener un origen o propósito en absoluto semejante, favorecieron las quejas de la extrema derecha y sus llamamientos a una intervención militar. Girón, por ejemplo, afirmó que la Monarquía estaba prisionera de los partidos y desde el diario El Alcázar, que incrementó su difusión de 15 000 a 70 000 ejemplares, se jaleó una intervención militar. Las luchas internas favorecieron la inestabilidad gubernamental del centrismo, pero ésta se agudizó por la actitud de Adolfo Suárez. UCD hubiera podido inclinar levemente su postura más o menos a la izquierda o la derecha, siguiendo las inclinaciones del electorado, siempre que se hubiera consolidado previamente como partido, pero no podía emprender tal tarea sin hacer esto último previamente, pues, de lo contrario, se condenaba al suicidio. Culpables de la no consolidación del partido fueron sus dirigentes, pero también las limitaciones del propio presidente del Gobierno que, si no tan claras en marzo de 1979, no habían dejado de evidenciarse en los meses transcurridos desde entonces. Con posterioridad Suárez procuró, como es lógico, insistir en las responsabilidades del resto de los dirigentes centristas. «Tenemos un pueblo admirable y unos políticos de miseria», dijo a uno de sus colaboradores más íntimos, refiriéndose principalmente a los de UCD; muchos de ellos contribuyeron insistentemente al deterioro de su liderazgo sin darse cuenta que con ello se ponían en peligro a sí mismos.
Pero esa explicación es manifiestamente insuficiente para comprender lo sucedido el día 29 de enero de 1981. En esa fecha, de manera absolutamente sorprendente para la inmensa mayoría de los españoles y la mayor parte de sus propios ministros, Suárez presentó su dimisión. Fue probablemente una decisión tomada de una forma súbita, pues en la primera quincena del mes estaba todavía preparando el enfrentamiento con el sector «crítico» de su partido en el Congreso que iba a tener lugar inmediatamente. Este hecho ha rodeado a su decisión de todo tipo de especulaciones, convirtiéndola en uno de los interrogantes que todavía deben ser despejados en el período de la transición española a la democracia. Es probable, sin embargo, que no exija una explicación basada en datos que hasta el momento no han sido revelados. «Yo no creo que hubiera una sola causa ni que se haya ocultado», escribe su sucesor. No dimitió por una sola razón, «sino desde un estado de ánimo».
La respuesta histórica más probable a este interrogante es simple. Suárez era, a esas alturas, el presidente de Gobierno europeo que llevaba más tiempo en el poder y sabía, además, que le resultaba imposible mantenerse en él hasta 1983, año de las próximas elecciones. Era consciente de que despertaba una oposición creciente no sólo entre sus adversarios, sino también entre quienes hasta entonces habían sido sus seguidores. Es posible que, de una manera más o menos vaga, pretendiera crear con su actitud una reacción favorable. Pero, sobre todo, se daba cuenta de sus limitaciones. Su intervención ante algunos de los dirigentes más importantes de su partido para anunciarles su decisión ha sido descrita como la «más brillante, sincera, desgarradora y emotiva de su vida». Consistió en presentarse como un prestidigitador que, durante años, no había hecho otra cosa que extraer conejos de su chistera; ahora definitivamente se le habían acabado. Dicho con palabras mucho más duras, a «Suárez le perdieron sus propios defectos; le perdió su falta de formación, que le produjo un pánico casi enfermizo al Parlamento y al debate; le perdió su desconfianza, que le llevó a una sensación casi paranoica en el trato con los responsables de su propio gobierno; le perdió su osadía, que le condujo a enfrentarse, a veces sin necesidad, con los poderes de hecho de su país; le perdió su aparente frialdad, que contribuyó a hacer de él la imagen de un hombre aferrado al cargo; le perdieron sus consejeros, que nunca le hablaron con claridad, que siempre estimularon sus defectos y ocultaron sus virtudes. Suárez dimitió porque no tenía otra salida y porque, al contrario de lo que pensaba de la clase política, todavía le quedaba la grandeza moral del gesto ético» (Oneto).
La explicación de lo sucedido con Suárez es, por tanto, más sencilla y más complicada al mismo tiempo de lo que, en ese momento y aún ahora, suele admitirse.
No fue empujado por el monarca, que carecía en estos momentos de los poderes que había tenido en la época de Carlos Arias. Sobre el Rey se ejercieron presiones, pero no existe el menor indicio de que encontraran acogida. Otra cosa es que el Rey mismo pensara que no debiera ser sustituido como presidente si no cambiaba su forma de actuar. El propio Suárez anunció a sus colaboradores su dimisión antes de acudir al Rey, como forma de mostrar que éste no tenía nada que ver con lo sucedido. Otra interpretación afirma que el Presidente estaba enfrentado con los poderes económicos y con el Ejército. Esto es cierto, pero ni unos ni otros exigieron colectivamente su defenestración. Por otro lado, las características personales de Suárez le hubieran empujado a la confrontación y no a la dimisión, de haber sido el caso. Sencillamente lo que ocurrió es que Suárez se derrumbó psicológicamente después de una estancia en el poder de cinco años superando unas circunstancias gravísimas. Al cabo de ese período se habían evidenciado, súbitamente, sus propias limitaciones. La imagen tópica que de él se tenía contrasta con esta manifestación de fragilidad que, sin embargo, parece auténtica aunque no resultara duradera.
Suárez tuvo la suficiente grandeza moral como para aceptar esta situación y expresarla con sinceridad a sus colaboradores y compatriotas. Había sido el político español del siglo XX con la ejecutoria más positiva; en la transición su protagonismo sólo cede ante el del Rey. Quienes, desde su propio partido, habían contribuido a hacer inviable su Presidencia descubrieron pronto que, con su desaparición, no cesaba la conflictividad interna de la UCD. Los críticos del partido se abstuvieron en la elección de Calvo-Sotelo como su sustituto en la Presidencia del Gobierno. Frente a lo que ellos pensaban, el mal de la UCD no radicaba en Suárez, sino también en ellos mismos. Se había iniciado un proceso que, con el paso del tiempo, se revelaría imparable. Un partido que había jugado un papel decisivo en la consecución de la democracia y que tenía en su activo a una personalidad enormemente popular fracasó en su intento de institucionalizarse y acabaría reducido a cenizas en las siguientes elecciones generales.