La gran cuestión pendiente: nacionalismos y terrorismo

Como queda claro en las páginas precedentes, a pesar de la decidida voluntad de llegar a un consenso constitucional completo, no fue posible alcanzarlo en la decisiva cuestión de la vertebración territorial del Estado. Como mucho, se llegó a una común aceptación de un marco impreciso y técnicamente incorrecto que, al menos, tenía la virtualidad de remitir hacia el futuro una voluntad de consenso todavía no traducida a la realidad. Tanto en el caso español, como en el de otros países, la transición a la democracia ha tenido como consecuencia inmediata el planteamiento de este género de reivindicaciones. Los casos de Yugoslavia (o incluso el de la Unión Soviética) demuestran que éstas dificultan enormemente el proceso de transición. Nada resulta más complicado, en efecto, en el camino hacia la democracia, que la duda en cuanto a la pertenencia a una misma entidad cultural o a una unidad política. Ahora bien, si conviene plantear la cuestión de las reivindicaciones de autonomía regional en España en un marco amplio y de carácter general, hay también que tener en cuenta que el español resulta un caso peculiar. Si bien el grado de pluralidad cultural es entre nosotros mayor que en cualquier otra nación de Europa occidental —comparable incluso al de Europa central y balcánica—, tiene poco que ver, por ejemplo, con el que se da en la antigua URSS donde en las siete ciudades más importantes de Letonia la mayor parte de la población es rusa —y habla este idioma— o en Asia Central, en donde además existe una diferencia religiosa.

Hay que partir de la base de que, en cierto sentido, el cambio producido por la nueva organización del Estado era para buena parte de la sociedad española tanto o más revolucionario que el paso de una dictadura como la de Franco a un sistema democrático, hasta tal punto había calado la tradición centralista del Estado español y se había pretendido hacer desaparecer esta realidad. En 1975, la cuestión, desde el punto de vista de la propia sociedad española, podía resumirse en los siguientes términos: para todos los españoles España era un Estado, pero así como para la mayor parte de ellos era Estado y Nación a la vez, para importantes minorías era Estado pero no Nación. Eso es lo que explica la utilización del término «nacionalidad» en la Constitución española. Tal realidad se explica por razones históricas que configuran la española como una verdadera «contra experiencia» en comparación con lo sucedido en otros países. Así como las últimas décadas del siglo supusieron en Alemania e Italia el advenimiento de la unidad nacional, en España se presenció una experiencia radicalmente contraria, por la dificultad de erradicar el pluralismo, incluso por procedimientos dictatoriales, y por la debilidad del Estado liberal, que, a diferencia del francés, no tuvo la capacidad de imponer una lengua común y un servicio militar obligatorio; por eso, en el XIX surgieron nacionalismos que en el XX se vertebraron políticamente. Los movimientos nacionalistas periféricos, además, se produjeron en regiones que no eran las más deprimidas (como sucedió en Alemania e Italia con Baviera y Sicilia, respectivamente) sino en las más pujantes desde el punto de vista económico, aparte de su peculiaridad cultural, es decir, Cataluña y el País Vasco. Una comparación entre el caso español y el de otros países con problemática semejante demuestra la peculiaridad del primero. En Escocia no ha existido nunca un problema de asimilación de la inmigración como en Cataluña y el País Vasco, y el sistema de partidos ha quedado integrado en el de carácter nacional hasta tiempos recientes, en que se ha producido un cambio y, con él, la autonomía. En Bélgica, el peligro exterior ha contribuido a afirmar la convivencia entre flamencos y valones que, por otro lado, mantienen unas áreas de influencia mucho más homogéneas que las existentes en el País Vasco y Cataluña entre la población autóctona y la inmigrada. Yugoslavia ha vivido menos tiempo con una experiencia unitaria, pero los componentes de la misma tienen un peso específico mucho más semejante. Incluso el Ulster, que ha tenido un terrorismo mucho más brutal que el País Vasco (casi 1400 muertos entre 1969 y 1975) ha vivido en una situación democrática más estable, sin que haya existido el peligro de involución golpista que siempre planeó en España después de cada actuación terrorista.

Hechas estas reflexiones, pasemos a considerar, a continuación, el clima existente en la sociedad española en torno a esta cuestión en los primeros momentos de la transición. La verdad es que el regionalismo o la configuración de un Estado basado en fórmulas de descentralización o de carácter federal no parecen haber sido una reivindicación de primera magnitud en la fase inicial del cambio político, con la excepción del País Vasco y Cataluña (y, algo menos, de Galicia). Da toda la sensación de que si, a partir de un momento, hubo una espiral de reivindicaciones de este carácter, se debió a su nacimiento en el seno de la clase política dirigente, que acabó transmitiéndola al resto de la sociedad. Si las encuestas sociológicas revelaban que no existía esa voluntad reivindicativa generalizada, con el paso del tiempo, las reclamaciones vasca y catalana actuaron como detonante del sentimiento regionalista en la totalidad de España, aunque tuviera un contenido significativamente distinto.

Antes que nada, resulta preciso tratar del País Vasco y Cataluña, mientras que la referencia a la eclosión de sentimientos regionalistas en otras regiones y nacionalidades puede, en cambio, remitirse a una época posterior a las elecciones de 1979, que fue cuando alcanzaron verdadera relevancia política. Lo primero que es preciso recalcar es la diferencia entre estos dos casos, aunque tengan en común la existencia de un sentimiento de peculiaridad cultural que les lleva a considerarse como naciones. La radicalización provocada por el terrorismo y la represión ha tenido como consecuencia un planteamiento muy distinto en estas dos regiones. En el País Vasco, a fines de los setenta, un 52 por 100 de la población sentía más la identidad vasca que la española, un 20 por 100 sentía sobre todo la española y un 27 por 100, a la vez, la española y la vasca. En Cataluña, en cambio, sólo un 15 por 100 se declaraban catalanes ante todo, mientras que el 31 por 100 se declaraban españoles y un 43 por 100 tan catalanes como españoles. Las cifras pueden variar algo de acuerdo con las preguntas realizadas en la encuesta: en el caso de que se preguntara sobre la exclusividad de la condición de vasco, disminuía el primer porcentaje. En el País Vasco los deseos de lograr la independencia eran compartidos por un 24 por 100 de la población, en tanto los repudiaban un 29 por 100; en Cataluña ésa era una reivindicación muy minoritaria, que respondía a los deseos de tan sólo el 11 por 100 de la población.

Las diferencias entre las dos nacionalidades se acentúan si tenemos en cuenta el grado de integración en el proyecto de convivencia democrática iniciado en 1977. Ya hemos indicado que el País Vasco inició la singladura democrática con un consenso insuficiente, apreciable en una participación de tan sólo el 45 por 100 en el referéndum de la Ley de Reforma Política. Hay que añadir que el voto negativo alcanzó un 24 por 100, frente a tan sólo un 8 por 100 en la media nacional. En cambio, en Cataluña la proporción de votantes fue idéntica a la nacional y sólo votó negativamente el 5 por 100 del censo. Cuando llegó la hora de votar acerca del texto de la Constitución sólo menos de uno de cada tres electores en Vizcaya, algo más de uno de cada cuatro en Guipúzcoa, casi uno de cada dos en Álava y uno de cada dos en Navarra lo hicieron de forma positiva. En cambio, un mayor grado de acuerdo con el sistema político vigente se logró en octubre de 1979, con ocasión del referéndum sobre el Estatuto Vasco. Sólo HB no lo votó, representando aproximadamente el 15 por 100 del electorado. Sumados los que apoyaban entonces la Constitución, el Estatuto o tan sólo uno de ambos, se llegó ya al 50 por 100 de la población vasca.

Todas estas estadísticas, extraídas de las encuestas de opinión de 1979-1980, revelan la dificultad para resolver el problema vasco, incluso comparándolo con el de Cataluña. Mientras que en ésta la existencia de un nacionalismo moderado, capaz de sentirse español al tiempo que catalán, propiciaba una solución de concordia, en el País Vasco la propia sociedad se mostraba mucho más fragmentada. En este último caso, el problema no era entonces, ni es ahora, de autodeterminación, por muy inaceptable que esa solución resultara una proporción muy mayoritaria de los españoles; si fuera eso, en definitiva, podría ser solucionado por el procedimiento de un plebiscito. Era (y es) que esa división se da entre los mismos vascos, hasta hacer muy difícil entre ellos la convivencia caso de emplearse la violencia o existir un empecinamiento en que un grupo quiera imponerse sobre los otros. No existe un problema semejante en Europa, con la posible excepción del Ulster. Añádase que, en realidad, no hay un País Vasco sino varios. Es muy diferente el problema en la ría izquierda del Nervión, que vota socialista, el Goyerri, reducto del nacionalismo vasco más radical, o Álava en donde predominaba en los setenta la derecha españolista. Incluso hay varias Navarras: tan sólo se llega al 10 por 100 de la población capaz de entender el euskera en Estella y Pamplona, mientras la proporción es mínima en Tudela. Por si fuera poco, hay que tener en cuenta el elevado porcentaje de la población que no aceptaba las normas democráticas más elementales al comienzo de la transición. A fines de los años setenta, entre un 13 y un 16 por 100 de los vascos consideraba a los terroristas de ETA como patriotas y entre un 29 y 35 por 100 como idealistas. Resultaba mucho más grave lo segundo que lo primero, puesto que indicaba una actitud complaciente en una proporción muy significativa de la población. La suma de ambos porcentajes coincide aproximadamente con la de los vascos que se consideraban preteridos por el conjunto del Estado.

La mención a los antecedentes históricos y la radiografía de la sociedad vasca en un momento determinado de su existencia constituyen otros tantos elementos para entender la base de partida del problema de la vertebración del Estado de las autonomías en la España democrática. A partir de estos datos, es preciso volver a la narración cronológica.

La reivindicación nacionalista se inició, desde luego, en el País Vasco y Cataluña. En estas dos nacionalidades, el franquismo había sido socialmente minoritario y, durante éste, habían existido, en el exilio, unos gobiernos autonómicos procedentes de las instituciones autonómicas creadas de acuerdo con la Constitución de 1931. Es lógico que después de las elecciones de 1977 la reivindicación de la autonomía se hiciera especialmente presente, dado que junto con la libertad y la amnistía, ya logradas, había sido un componente decisivo en los lemas de todas las manifestaciones auspiciadas por la oposición.

En Cataluña, después de las elecciones, sesenta y dos de los sesenta y tres parlamentarios electos solicitaron la vuelta al Estatuto de Autonomía del año 1932. Ello hizo imprescindible dar satisfacción a una reivindicación que se presentaba de modo tan generalizado y pacífico. Antes, sin embargo, se habían sentado las bases para una solución, que incluso databan de la época en que Fraga ocupaba la cartera de Interior.

Un emisario suyo se entrevistó con Tarradellas, Presidente de la Generalitat en el exilio. Los contactos con él siguieron en otoño de 1976 pero, a partir de entonces, se interrumpieron. Suárez, que en un momento inicial estaba muy alejado de la comprensión de este problema —que le llevó alguna declaración desafortunada—, se vio durante muchos meses agobiado por otras cuestiones. La misma actitud plural de los políticos catalanes —Pujol no quería ver a Tarradellas más que como un símbolo y quería sustituirle en la condición de tal— coadyuvó a que la cuestión pareciera menos apremiante. Pero, en junio de 1977, volvió a tener este carácter. Al margen del dato indicado hay que tener en cuenta que en la región, la izquierda, con el 46 por 100 del voto, estaba por encima del resto de las fuerzas políticas en número de parlamentarios.

Para encauzar el problema fueron decisivos tanto Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio, como Suárez, que supo actuar con rapidez, decisión y habilidad. El primero, en realidad, mantenía con la Generalitat de los tiempos republicanos un hilo de conexión más bien tenue, pero había conseguido convertirse en un símbolo y, además, estaba dotado de un realismo y una experiencia que situaban por encima de la media de los políticos de la oposición al fenecido régimen. La otra cara de su personalidad consistía en una tendencia megalomaníaca a considerarse como el único representante verdaderamente válido de la Cataluña que iniciaba la singladura democrática.

Fue el propio Tarradellas quien inició de forma indirecta las gestiones para volver a España y llegar a un acuerdo temporal con el gobierno, ya que después de las elecciones estaba en unas condiciones óptimas para conseguirlo. «Suárez tenía motivo para estar preocupado respecto a Cataluña», advierte en sus Memorias, y el juicio parece acertado teniendo en cuenta la victoria electoral que allí se había producido de fuerzas que nada tenían que ver con el régimen pasado ni con el centrismo. Después de intentar una gestión con los socialistas, lo hizo luego directamente con un diputado de UCD, Carlos Sentís. El 27 de junio, tan sólo unos días después de las elecciones, tuvo lugar una entrevista en Madrid entre Tarradellas y Suárez. No fue fácil para ninguno de los dos: el segundo no quería, en principio, aceptar ningún tipo de restablecimiento de la Generalitat y llegó a decir que él era el Jefe de Gobierno de un país con 36 millones de habitantes y su interlocutor el representante de un gobierno exiliado, después de vencido en una Guerra Civil. Tarradellas replicó, con razón, que un jefe de Gobierno que no supiera resolver el problema catalán inevitablemente pondría en peligro la Monarquía democrática. Todavía resultó más áspera la entrevista que tuvo con Fraga. Pese a todo, evitando dar cuenta de las tensiones, Tarradellas prolongó la negociación, que acabó prosperando, superando todas las dificultades, a fines de septiembre. Como él mismo dice en sus Memorias, el ambiente político madrileño había cambiado de manera sustancial respecto de la etapa republicana: ahora se palpaba una manifiesta voluntad de llegar a un acuerdo, que fue mucho más difícil en los treinta. La entrevista con el Rey parece haber sido especialmente fructífera, y lo fue por el mero hecho de realizarse pues, en definitiva, significaba que un personaje político republicano (que durante su exilio había sido desposeído del pasaporte español, por lo que en 1977 le debió ser devuelto) aceptaba de hecho la legalidad democrática emergente.

En realidad, la Generalitat que fue restablecida tuvo unos poderes más simbólicos que reales, pero la vuelta de Tarradellas a Barcelona en los primeros días de octubre contribuyó de manera decisiva a encauzar, a través de unas vías pragmáticas, una situación que podría haberse convertido en explosiva. De hecho, el restablecimiento de esta institución constituye un caso excepcional, en el sentido que fue quizá el único aspecto de ruptura del proceso de transición español, al restablecerse una institución nacida en la legalidad republicana. El Presidente no tuvo el apoyo de todos los nacionalistas catalanes; inevitablemente surgió una dura tensión con Pujol, a quien atribuye en sus Memorias un odio y, a la vez, fascinación tremendos respecto de su persona, idénticos a los que él mismo debió sentir. Eran, en realidad, incompatibles, pues ambos querían simbolizar a Cataluña y porque si uno tenía el prestigio de la institución, el otro encabezó el partido que acabó por convertirse en hegemónico en el catalanismo y en la propia Cataluña tras las primeras elecciones autonómicas. Ni siquiera Tarradellas estuvo de acuerdo con la organización territorial del Estado que el gobierno empezó a poner en marcha, puesto que rechazó siempre una generalización de la autonomía como la que al final realizó la UCD. Con todo, la presencia de Tarradellas fue un elemento de ponderación en una Cataluña potencialmente explosiva. Aunque se produjeron las lógicas tensiones a la hora de debatir el Estatuto de Cataluña, el referéndum del mismo, en octubre de 1979, demuestra el consenso al que se había llegado, pues la campaña misma fue discreta hasta la pobreza. Las elecciones al parlamento catalán del mes de marzo siguiente supusieron un importante triunfo para Convergencia que, de tener una implantación muy desigual en Cataluña, pasó a ocupar el primer puesto en los resultados de 28 de las 38 comarcas catalanas. Quedaba así marcada una tendencia que convertiría a Cataluña en un ejemplo de estabilidad, al menos en comparación con el País Vasco.

Allí no se dieron las mismas circunstancias que en Cataluña. A pesar de la existencia de un Gobierno Vasco en el exilio, no hubo ningún Tarradellas, es decir, ninguna personalidad que, por su condición comúnmente respetada, fuera capaz de desempeñar una función institucional al margen y por encima de los grupos políticos. El radicalismo de una parte de quienes hacían profesión de fe nacionalista y la actitud reactiva de la extrema derecha contribuían, además, a hacer muy difícil el acuerdo. No hay que olvidar que en estos momentos la actitud de las autoridades fue positiva y generosa. Antes de las elecciones, se recurrió a un procedimiento de amnistía y extrañamiento que servía para incrementar el número de los beneficiados por ella. El propio gobernador civil de Guipúzcoa pidió el ingreso en la gestora proamnistía de la provincia, en que figuraba también el escultor Chillida. En el mes de octubre de 1977 se amplió la amnistía decretada con anterioridad; si antes no se extendía a los delitos en los que se hubiera producido derramamiento de sangre ahora sí lo hizo. Ni siquiera la aceptación mayoritaria por las fuerzas políticas de una medida como ésa detuvo a los terroristas: el mismo día en que se aprobó la amnistía, ETA asesinó a tres personas. Si las cárceles se vaciaron en un momento inicial, los nuevos atentados volvieron a llenarlas.

En el caso del País Vasco sólo en diciembre de 1977 se llegó a un acuerdo para el establecimiento de un régimen de autonomía provisional. La mayor dificultad derivó no de una actitud centralista por parte del Gobierno, sino de la propia división de los vascos (como demuestran los datos que acaban de citarse). A diferencia de lo sucedido en Vizcaya y Guipúzcoa después de las elecciones de 1977, en Álava no le correspondió al Partido Nacionalista Vasco la condición de partido más votado, pero más grave era todavía la situación en Navarra, donde existió una fuerte contraposición entre quienes eran partidarios de la integración en Euskadi y los contrarios a la misma. Si el régimen preautonómico fue posible, la razón estriba en que se remitió al futuro la solución del problema de Navarra que, de momento, permanecía al margen de la comunidad autónoma, en la que podría integrarse caso de así decidirlo. Los parlamentarios de UCD habían obtenido sus votos haciendo una campaña caracterizada por el tratamiento diferenciado de Navarra respecto del resto del País Vasco, pero la actitud originaria del Partido Socialista consistió en defender su plena integración en él. Esto supuso un problema más, dada la oposición de la mayor parte de los navarros a esa integración.

El Consejo General Vasco, después de sortear esos inconvenientes, a los que se habrían de añadir, por si no fueran pocos, la reivindicación inicial del establecimiento de conciertos económicos entre el Estado, estuvo presidido por Ramón Rubial, un histórico dirigente socialista, pues los centristas, muy enfrentados con los nacionalistas, no dudaron en apoyarle. Lo cierto es, sin embargo, que su ejecutoria durante el primer año de su existencia resultó bastante endeble, al combinarse el rechazo de muchos de los traspasos por parte de los gobernantes autonómicos, del texto constitucional por parte del PNV y la redacción de un borrador de Estatuto en Guernica que resultaba inaceptable para las autoridades centrales en virtud de la implícita asunción, en él, de una soberanía nacional vasca.

En los primeros meses de 1979 se produjeron unas negociaciones muy difíciles sobre el contenido del Estatuto, que fructificaron gracias a la capacidad negociadora de Suárez y de Garaicochea, quien desempeñaba la presidencia del Consejo desde las elecciones de 1979, momento en que comenzó el crecimiento del PNV. El contenido del Estatuto no satisfacía a ninguna de las dos partes, principalmente porque estaba redactado con la inevitable ambigüedad que derivaba de intentar hacerlo aceptable para ambas. Con todo, el referéndum sobre el Estatuto, celebrado en octubre de 1979, mostró esa positiva ampliación del ámbito del consenso de la que ya se ha hecho mención.

Frente a la consigna de abstención defendida por HB, próxima a ETA, votaron afirmativamente un 90 por 100 de los electores que participaron (un 60 por 100). Con todo, ni siquiera de esta manera se puede considerar que el problema vasco hubiera iniciado la senda definitiva de su solución. En enero de 1980, los diputados nacionalistas se retiraron del parlamento protestando por la forma en que se llevaban a cabo los traspasos de competencias. Las instituciones autonómicas, por otra parte, tan sólo pudieron funcionar, dada la fragmentación política de la región, por el procedimiento de que HB no asistiera al parlamento, adquiriendo así el PNV una mayoría artificial. En febrero de 1981 se produjeron graves incidentes en Guernica, provocados por los diputados pertenecientes a Herri Batasuna, con ocasión de la presencia de los Reyes en la Casa de Juntas.

La cuestión de la autonomía vasca debe ser abordada con una referencia al terrorismo de ETA, que complicó hasta el infinito la normalización democrática española. Ya hemos visto la magnitud de los atentados cometidos por los etarras que, muy pronto, habían logrado el triste privilegio del práctico monopolio del uso de la violencia terrorista en España. Aunque ya hemos hecho mención de los atentados que tuvieron una influencia más directa en la política española, conviene tratar de una manera global la evolución del nacionalismo vasco radical en el que ETA tuvo un indudable, aunque reducido, apoyo social.

En realidad, bajo la apariencia de una evolución confusa y llena de contradicciones, la evolución de ETA y sus sectores políticos afines resulta fácil de resumir en sus tendencias generales. A partir del momento en que se hizo manifiesto que la senda reformista se iba a recorrer con plena sinceridad, el nacionalismo radical se encontró ante la disyuntiva de elegir la senda de la política como complemento de la violencia o como única fórmula de actuación. El camino hacia la política fue, pues, recorrido antes o después por quienes procedían de ETA, pero esto no excluye que se siguiera utilizando como arma el atentado. Muy pronto se perdieron las esperanzas de que ETA desapareciera con la libertad, como si sólo el franquismo hubiera justificado su existencia y sus procedimientos. Por el contrario, como sabemos por las cifras ya citadas, la democracia sufrió muchos más los zarpazos del terrorismo que la Dictadura.

Esto se explica, por un lado, dada la tendencia de los más jóvenes en ETA a proseguir en el activismo terrorista, mientras que los más veteranos se inclinaban hacia la política. Por otro, no cabe negar el impacto que siempre tuvo en favor del terrorismo las actuaciones torpes y sin control de las fuerzas de orden público, todavía no acostumbradas al nuevo orden democrático y, por ello mismo, proclives a una represión desmesurada que sólo favorecía a ETA. Un buen ejemplo de este comportamiento lo proporciona la ocupación y saqueo de Rentería por parte de la policía armada en julio de 1978. Pero un tercer factor, fundamental, del mantenimiento de la violencia terrorista reside en la propia ideología de ETA, carente de cualquier escrúpulo a la hora del derramamiento de sangre.

Un último factor que conviene tener en cuenta a la hora de estudiar la evolución de ETA durante la transición reside en que, durante ésta, siempre se produjo una contraposición entre quienes empuñaban las armas y el resto del movimiento, triunfando casi siempre los primeros por razones obvias y, en parte también, por otras de carácter sentimental, derivadas de la admiración por quienes pretendían aparecer como héroes de la libertad vasca. A este respecto hay que señalar que existía en el País Vasco una visión de la Guerra Civil como guerra de invasión, que no corresponde a la realidad, pero que contribuyó a alimentar el mito de los terroristas como gudaris.

A fines del franquismo, ETA aparecía dividida en dos ramas. ETA militar era el antiguo Frente militar de la organización; formada sólo por un puñado de militantes, profesaba un radicalismo mucho más nacionalista que revolucionario. ETA político militar tenía originariamente el apoyo de la mayor parte del movimiento y se había planteado ya la posibilidad de actuar por otros procedimientos que no fueran el terrorismo. Mucho más marxista y revolucionaria, tendía a considerar que debía aliarse con los movimientos de izquierda extrema existentes en el País Vasco, aunque otros los consideraran «españolistas» (Movimiento Comunista, ORT, etc.).

La senda seguida por estas dos ramas de la ETA original fue tan contrapuesta que merece la pena tratar por separado de cada una de ellas. ETA-PM tuvo como principal dirigente al comienzo de la transición a Pertur, quien la condujo hacia una actuación política que, sin embargo, no excluía el uso de la violencia. Para ello contó con unos «comandos especiales» (bereziak) que acabaron siendo autónomos y que es probable que asesinaran al propio Pertur, por imaginar que era demasiado propicio a negociar el final de la violencia, para acabar desembocando en ETA-M. Sin embargo, la línea mayoritaria de ETA-PM se volcó hacia la intervención en política. En junio de 1977, la coalición Euskadiko Eskerra, de la cual EIA, el correlato político de ETA-PM, era el componente esencial, consiguió un 10 por 100 de votos en Guipúzcoa y la elección de dos parlamentarios, un diputado y un senador (Letamendia y Bandrés, respectivamente). A partir de este momento, su evolución hacia la intervención en la política fue cada vez más marcada, hasta el punto de modificar sus estatutos para ser legalizada y acabar sumándose a los restos del comunismo ortodoxo vasco. En esta evolución hubo, sin embargo, fuertes tensiones internas que llevaron, por ejemplo, a la separación de Letamendia y a nuevas incorporaciones de otros dirigentes a ETA-M. Sin embargo, el enfrentamiento más duro en el seno de este sector fue el inevitable entre quienes practicaban la violencia y los ya dedicados a la acción política. Entre 1977 y 1978, aunque siguió utilizando la violencia, ETA-PM no causó muertos y criticó los atentados indiscriminados provocadas por ETA-M. A partir de 1979, sin embargo, la práctica de una violencia indiferenciada se mostró tan criminal como la de ETA-M e incomprensible para los propios nacionalistas radicales. Los comandos de ETA-PM atacaron a vendedores de droga, patronos, militantes de UCD (atentado contra el diputado Cisneros y secuestro del también diputado Rupérez) e incluso lugares públicos frecuentados por el turismo. Desde del verano de 1979 se fue haciendo cada vez mayor la distancia entre EE y ETA-PM. La política de represión y reinserción seguida por el ministro del Interior, Rosón, con la colaboración de EE, tuvo como consecuencia que ETA-PM prácticamente se descompusiera al comienzo de los ochenta, disminuyendo considerablemente el número de muertos provocados por esta organización y por el terrorismo vasco en general. ETA-PM, finalmente, anunció su disolución en septiembre de 1982. Desde meses antes, la política de reinserción del ministro Rosón consiguió desarticular buena parte de sus cuadros y conducirlos a la legalidad. ETA-M, reducida originariamente a unos cuantos militantes, se benefició de la incorporación de los comandos bereziak, lo que le permitió realizar una fuerte campaña terrorista a fines de 1977. Aunque en la primavera de 1978 creó también su propia organización paralela de carácter político (Herri Batasuna), para ETA-M el terrorismo era en realidad un sustitutivo, no un complemento, de la acción de masas. HB, de la que formó parte originariamente un conglomerado de fuerzas muy diferentes desde el punto de vista ideológico, desde marxistas-leninistas, pasando por socialdemócratas e incluso algún conservador como Telesforo Monzón, siempre estuvo subordinada a la estrategia violenta de ETA-M, aunque obtuviera muchos votos a partir del momento en que decidió presentarse a las elecciones, por la solidaridad de una porción considerable de la sociedad vasca con los etarras. Prueba de la absoluta falta de discriminación de sus atentados es el hecho de que los dirigiera contra periodistas nacionalistas pero deseosos de concluir con la violencia (Portell, en el verano de 1978), contra simpatizantes del PNV o contra los ingenieros de la central nuclear de Lemóniz. Sin embargo, en el verano de 1979, resultaba ya manifiesto que no sólo el PNV retenía el apoyo mayoritario de los nacionalistas vascos (el doble de voto de HB), sino que estaba dispuesto a reaccionar contra el terrorismo «etarra» y actuar en el marco de la Constitución. Eso no resolvía por completo el problema de ETA pero, por lo menos, lo ponía en vías de una solución, por más que todavía quedara muy lejos.