La Constitución de 1978: elaboración y contenido

Desde el punto de vista del trámite parlamentario, en la elaboración del texto constitucional se pueden distinguir hasta siete fases, pero la verdadera complejidad política del proceso se aprecia en la divergencia de puntos de partida de quienes lo subscribieron. UCD intentó, en un primer momento, que la Constitución fuera redactada por un grupo de expertos, aunque con la participación de los partidos políticos; el texto debía de ser corto y evitar las bienintencionadas y genéricas declaraciones de propósitos en materias económicas y sociales. En un segundo momento, parece haber intentado redactarla de acuerdo tan sólo con el PSOE, cosa que éste no aceptó. Sus propósitos fundamentales incidieron, sobre todo, en la defensa de la institución monárquica y en el logro de un apoyo lo más amplio posible para la Constitución. Lo primero se logró sin mayores dificultades, pues aunque el PSOE se manifestó republicano, lo hizo tan sólo formalmente y hasta que la primera votación parlamentaria resolviera la cuestión. En cambio, la Constitución debió ser larga porque la izquierda impuso una extensa enumeración de derechos e intenciones, en buena parte lógica dada la circunstancia española, a la salida de la dictadura. Por eso Miguel Roca pudo decir que si en Suecia, donde había existido desde siempre el derecho de reunión, no era necesario tratar de él en la Constitución, en cambio sí resultaba imprescindible en España. En suma, en la elaboración de la Constitución participaron todas las fuerzas políticas, aunque los dos partidos más numerosos en las Cortes desempeñaran un papel de primera importancia.

Los comunistas y la derecha desempeñaron una función menor en comparación con las otras dos opciones con más diputados, pero su aportación fue importante, aunque desde un principio quedó claro que no aceptarían que el texto fuera redactado tan sólo por UCD y PSOE. AP, de quien ya se ha señalado su voluntad de no llegar a una fase constituyente, hubiera preferido varios textos constitucionales. El PCE insistió en los contenidos sociales de la Constitución, pero se mostró mucho más propicio que los socialistas a aceptar la Monarquía. Los catalanistas jugaron un papel importante, principalmente como mediadores entre otras opciones y con sus reivindicaciones precisas en torno a la organización territorial del Estado. En cambio, los nacionalistas vascos se limitaron a expresar unas reivindicaciones de soberanía propia que eran inaceptables para los demás, sin intentar influir directamente en la redacción del texto. Ni siquiera formaron parte de la ponencia constitucional, aunque no parece que tuvieran un verdadero interés en ser miembros de la misma. Como escribe Peces-Barba, en realidad no hicieron otra cosa que plantear su reivindicación histórica: recuérdese que el PNV nunca ha aprobado ninguna constitución española. El PSP, en cambio, fue marginado de la misma, pero al final a Tierno Galván se le admitió una enmienda a la misma, que constituye su preámbulo.

La labor principal en toda la primera parte del proceso de elaboración constitucional le correspondió a una subcomisión formada por siete personas. Tres de ellas pertenecían a UCD (Miguel Herrero, José Pedro Pérez Llorca y Gabriel Cisneros) y tan sólo una al PSOE (Gregorio Peces-Barba), al haber cedido un segundo puesto (que correspondía originariamente a Alfonso Guerra) a los catalanistas (Miguel Roca).

Estaban también Jordi Solé Tura (un comunista) y Manuel Fraga, de AP. Tan sólo los socialistas y Fraga ofrecieron versiones completas de su constitución ideal; los primeros lo hicieron gracias a contar con grupos de trabajo y el segundo, probablemente, la redactó él solo. Los ponentes de UCD dependían del Gobierno. Si entre ellos en un principio correspondió un papel decisivo a Miguel Herrero, éste luego se trasladó a Pérez Llorca y, como veremos, en un último momento, intervino el propio Abril. Sin embargo, no faltaron las discrepancias internas, en especial acerca del problema de las autonomías. Miguel Herrero, en sus Memorias, ha narrado el proceso de forma muy vivida el desde su propio punto de vista, sin ser desmentido. Si para él Peces-Barba fue el contrincante fundamental, pero también el polo de referencia, Roca fue el aliado natural. Las dificultades de UCD nacieron, según él, de que Suárez sabía tan poco derecho constitucional como González, pero además le faltó «algo más importante, la capacidad de decidir mientras que Abril ni sabía derecho constitucional ni cómo asesorarse al respecto». De este modo, la posición de UCD nunca fue definitiva.

La subcomisión inició sus trabajos en agosto, decidiendo mantener el secreto de sus deliberaciones, que fue roto en noviembre de 1977, gracias a una filtración periodística de la que fue responsable el diputado socialista Pablo Castellano. El conocimiento de este primer borrador hizo que contra él se desataran severas críticas, incluso en lo que respecta a la pura corrección formal del texto. Sin embargo, de esta manera quedaron al descubierto los principales puntos de desacuerdo entre los dos partidos con mayor representación parlamentaria, centristas y socialistas. Se referían a cuestiones relacionadas con la educación y a la forma de tratar diversas cuestiones de índole socio-económica. Como consecuencia de estas diferencias, en marzo de 1978, poco antes de que concluyera la redacción del proyecto, los socialistas se retiraron del subcomité. Luego Gregorio Peces-Barba ha aducido que lo hizo no tanto por la cuestión concreta que se debatía (los límites al derecho de creación de centros educativos), como por el deseo de forzar concesiones en otros aspectos del borrador; había apreciado, además, un acercamiento, que juzgó excesivo, entre UCD y AP. En este sentido ha escrito que su abandono de la comisión fue «una jugada de póquer que salió bien, con lo que a mi juicio tenemos una Constitución más progresista y con mayor aceptación profunda del conjunto de nuestro pueblo». Sin duda, el creciente papel que el PSOE jugaba en la política española, después de incorporar al PSP a sus filas, le animó a reivindicar también un mayor protagonismo en lo relativo al contenido de la Constitución.

En mayo, el proyecto constitucional pasó a ser tratado por el pleno de la comisión constitucional del Congreso de los Diputados. En ella hubo abundantes discusiones pero, después de un enfrentamiento acerca de la posibilidad de suspensión temporal de los derechos de la persona, las cuestiones más espinosas empezaron a ser resueltas sin publicidad, principalmente por Fernando Abril (ayudado por Óscar Alzaga y José Luis Meilán) y Alfonso Guerra, que venían a ser las segundas espadas de la UCD y el PSOE, respectivamente. El consenso se amplió luego a otras formaciones, siempre en reuniones restringidas, dejando para los plenarios de la comisión las cuestiones adjetivas y, sobre todo, la formalización solemne del acuerdo. Al final del proceso, los puntos que todavía marcaban diferencias de criterio entre los diversos grupos se referían a cuestiones como la composición del Senado o el sistema electoral, sobre las que fue posible un acuerdo de transacción.

Así las cosas, en julio de 1978, la Constitución fue aprobada por el Congreso de los Diputados con una gran mayoría, en la cual figuraban personas tan antitéticas como Manuel Fraga y Santiago Carrillo. De los diputados presentes sólo el 15 por 100 habían participado en la Guerra Civil y menos de una quinta parte había ocupado cargos durante el franquismo. Sólo la extrema izquierda, los nacionalistas vascos y algunos diputados de derecha votaron en contra o se abstuvieron. Sin embargo, quedaba todavía el trámite parlamentario de la cámara alta (Senado). Allí fue preciso practicar una especie de «reconsenso», término bárbaro que indica la fragilidad de los pactos suscritos hasta entonces y la necesidad de una tenaz defensa del acuerdo global. Sin embargo, se produjo el inconveniente de que tan sólo algunas de las reformas sugeridas por los senadores fueron aceptadas. En el último momento, Fernando Abril, en nombre del gobierno y la UCD, intentó que los nacionalistas vascos se incorporaran al consenso por el procedimiento de añadir una enmienda que aludiera a sus libertades históricas, intento que fracasó al juzgarse inaceptables las exigencias del PNV, que insistía en la soberanía nacional de los vascos, lo que hubiera aumentado hasta tal extremo la ambigüedad del texto constitucional que le hubiera privado de todo sentido. De todos modos, los nacionalistas vascos habían colaborado en algunas de las conversaciones tendentes a lograr el consenso y dejaron claro que actuarían en el marco constitucional. Luego, alguno de sus principales dirigentes —Arzalluz— afirmaría que sólo Herrero había sido capaz de entender sus deseos. En octubre de 1978 la Constitución fue aprobada en una sesión conjunta de ambas cámaras, de acuerdo con lo preceptuado por la Ley de Reforma Política. Se sometió a referéndum, en el mes de diciembre, tal como había quedado dispuesto en misma ley. En ninguna de las transiciones a la democracia de la «tercera ola» se procuró de forma tan decidida alcanzar un acuerdo tan completo entre las fuerzas políticas así como un grado tal de participación ciudadana.

Se había llegado al texto constitucional tras un proceso muy laborioso, sujeto a contradicciones importantes lo que, sin duda, perjudicó la claridad e incluso la corrección gramatical del mismo. Pero, por todo ello, la Constitución, por vez primera en la Historia de España, fue de consenso y el arco constitucional resultó mucho más amplio de lo que hubiera podido esperarse en un principio. Sólo sectores de extrema derecha e izquierda se manifestaron en contra de ella, pero el voto favorable de Fraga y Carrillo les privaba de cualquier posible apoyo en sectores más amplios de la población. Ese carácter consensuado de la Constitución es, pues, su rasgo más relevante y positivo. En realidad, lo dicho vale no sólo para su texto, sino para el conjunto de la transición: supone reconciliación, pero también moderación y voluntad de no repetir el pasado. Sus consecuencias menos positivas fueron la longitud del texto, la lentitud en su elaboración y un cierto hastío de la opinión pública ante todo el proceso. El tipo de consenso logrado fue multilateral y acumulativo; no se trató de llegar a la común aceptación de un mínimo de declaraciones o de un marco institucional escueto, sino que se llegó a él mediante la adición de matices, a veces heterogéneos. A veces alcanzaron lo que Herrero ha denominado «compromisos apócrifos», es decir, fórmulas que pretendían satisfacer a la vez a un cúmulo de exigencias contradictorias y que, por ello, llegaban a dejar indecisa la misma cuestión en litigio. En el fondo, desde un principio, sobre todo en determinadas cuestiones, como las autonómicas, quedó bien claro que resultaría imprescindible recurrir a la interpretación del Tribunal Constitucional. Pero todo ello no es tan grave si tenemos en cuenta el acuerdo general conseguido.

A su lado, en efecto, poco importa que la Constitución de 1978 sea también derivada, es decir poco original y, por contra, muy influida por otros textos de la época (Portugal, Grecia) o anteriores (Italia, Francia y Alemania), o que resulte, en ocasiones, falta de previsión a pesar de su longitud: no tiene en cuenta, por ejemplo, la posible crisis del Estado de Bienestar ni la futura integración en Europa. Quizá de las influencias exteriores lamas importante fue la alemana, perceptible en la concepción de los derechos fundamentales, la configuración de la jurisdicción constitucional, la estructura del gobierno y la regulación de las relaciones entre éste y las Cortes. Por otro lado, existe en ella una fuerte influencia del constitucionalismo histórico español, principalmente de los textos de 1812 y 1931, pero también incorpora soluciones como el voto de censura constructivo, que aparecieron en el constitucionalismo europeo tras nuestra Guerra Civil. Sus innovaciones se refieren, además, a cuestiones de trascendencia menor como es el caso del Defensor del Pueblo, sugerido por AP, o la protección de los derechos individuales y las libertades públicas por el Tribunal Constitucional.

Cuando, en diciembre de 1978, la Constitución fue sometida a referéndum el número de votos afirmativos que obtuvo estuvo muy por encima de los negativos. No obstante el resultado del referéndum revistió aspectos menos positivos. En primer lugar la participación fue baja, un 69 por 100, de modo que tan sólo un 60 por 100 del conjunto de los electores ratificaron con su voto el contenido de la Constitución. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que era la tercera consulta electoral en un año y que el voto afirmativo no tenía ningún adversario importante. Sin embargo, por otro lado, a estas alturas existía ya un importante cambio en el clima político español. En los comentarios de la prensa había hecho ya fortuna el término «desencanto» para referirse al juicio de los ciudadanos respecto de la transición, el consenso e incluso las instituciones políticas. Ese «desencanto» contribuye también a explicar la abstención. Finalmente había un problema más grave, que era el referente al País Vasco, donde la Constitución no tuvo el apoyo que en el resto del país, como tendremos ocasión de comprobar más adelante.

La Constitución de 1978 consta de once títulos y 169 artículos a los que hay que añadir las disposiciones adicionales, transitorias y derogatorias. Una buena prueba de la dificultad del consenso reside en que una de estas últimas, relativa a la necesidad o no de disolver las Cortes constituyentes, motivó específicas y complicadas negociaciones entre los grupos políticos. El título preliminar avanza las características básicas definitorias del texto, al que proporciona su presentación y sus bases de principio.

Fue, sin duda, el Título primero el más discutido por los constituyentes. En él se abordan las cuestiones relativas a los derechos humanos y las libertades de los españoles. Resulta significativo que, respecto de unos y otras, no se plantearan las disputas que caracterizaron a otras constituciones españolas. La confesionalidad o no del Estado, verdadero caballo de batalla en el pasado, no fue tal en esta ocasión, sino que hubo una práctica unanimidad en considerar como situación óptima un Estado no confesional en el que se reconociera la realidad objetiva de la influencia de la Iglesia católica. Fue ésta, y los partidos de centro y derecha, quienes influyeron para que la mención se incorporara pero, en realidad, la cuestión apenas produjo debates. Fraga recordaba el alejamiento del catolicismo en la segunda época del régimen de Franco y Herrero hubiera preferido que ni siquiera se hubiera mencionado la aconfesionalidad, pero el resultado fue el mismo. En este primer título se define a España como Estado social y democrático de Derecho, en que no sólo se postulan libertades sino que se garantiza por el ordenamiento jurídico su defensa y puesta en práctica. Ya en el preámbulo se señala también, como objetivo, el avance hacia una denominada «democracia avanzada», perfeccionando la que ya existía, formulando más una aspiración que otra cosa. Eso, y la detenida enumeración de los contenidos de los derechos, así como la prolija enumeración de su contenido, demuestran la generosidad y la voluntad progresista de los constituyentes españoles.

No obstante, en este Título hubo discrepancias en tres puntos importantes durante el transcurso de la elaboración del texto constitucional. La primera se refirió a la abolición de la pena de muerte que, para algunos, no debía figurar en un texto constitucional; sin embargo, acabó incluyéndose. En segundo lugar, otra cuestión muy debatida fue la posibilidad de introducir en la legislación ordinaria el aborto. Las posturas fueron tan opuestas que no hubo otra solución que la de optar por un texto ambiguo, susceptible de interpretaciones divergentes. El artículo relativo a la libertad de enseñanza fue objeto de una complicadísima elaboración. Al final se aceptó una redacción que suponía la plena consagración de la libertad de enseñanza de acuerdo con el contenido de los convenios internacionales suscritos por España. Al mismo tiempo, se hicieron, sin embargo, concesiones a los socialistas en lo referente a la participación de los sectores implicados en la dirección de los centros educativos y en lo relativo a los requisitos para la concesión de ayudas a los centros de carácter privado. El examen detenido del contenido de este título prueba hasta qué punto el texto de la Constitución fue el producto de un difícil consenso entre los distintos sectores políticos. El artículo dedicado a la propiedad privada procede de propuestas de AP, catalanistas y UCD, y el relativo a materias educativas de tres párrafos de AP, dos comunistas y uno mixto entre comunistas y AP. El derecho de huelga fue un caso de «compromiso apócrifo» y se recurrió a la fórmula de incluir unos «principios rectores» de la política económica y social, con el objeto de evitar que la enumeración de los derechos en esta materia se prolongara en exceso.

El segundo Título de la Constitución se refiere a la Monarquía. No hubo entre los constituyentes divergencias importantes a este respecto y, por supuesto, las enmiendas tendentes a aumentar sus poderes se debieron a iniciativas individuales, más que de grupo político o del propio monarca. La Monarquía no aparece en la Constitución como un poder, sino como órgano del Estado. Es definida como parlamentaria, moderadora y arbitral y le corresponde ejercer funciones representativas y de carácter simbólico, que derivan de su condición de magistratura moral y no de responsabilidades políticas concretas. En efecto, la Constitución española atribuye al Jefe del Estado un papel inferior al que puede tener en Noruega o en los países del Benelux, de modo que su condición de «arbitral» no tiene un verdadero asidero en sus funciones específicas. La paradoja real es que la Monarquía tiene en España un apoyo social superior e incluso, después del 23-F, está identificada en la práctica con la democracia en tal grado que eso hace a sus declaraciones especialmente influyentes.

Los Títulos tercero y cuarto se refieren a los dos poderes clásicos, el legislativo y el ejecutivo. En relación con el primero, podría definirse el sistema español como de bicameralismo muy atenuado en el sentido de que, existiendo dos cámaras, una de ellas, el Congreso de los Diputados, tiene una relevancia muy superior a la otra. El Senado queda reducido a la condición de cámara de segunda lectura para los proyectos aprobados por el Congreso. Tiene cierto componente regional, al ser sus miembros elegidos no sólo en circunscripciones provinciales, sino también en representación de las comunidades autónomas, pero está muy lejos de ser una cámara federal, como podría haberlo sido, de aceptarse alguno de los textos propuestos por los diferentes grupos políticos —principalmente los catalanistas y los comunistas— en el transcurso de la elaboración del texto. El sistema electoral se basa en unos procedimientos que son, en esencia, exactamente idénticos a los previstos por la Ley de Reforma Política, haciendo buena la máxima de que toda cámara legislativa mantiene en vigor el sistema por el que ha sido elegida. Como en la Ley citada, el Congreso de los Diputados es elegido por un sistema proporcional atenuado, mientras que el Senado sigue el sistema mayoritario. Se mantiene de este modo la voluntad sincrética esbozada al comienzo del proceso de transición.

En el régimen constitucional español existe también una fórmula de democracia directa, el referéndum. Sin embargo, por influencia de la izquierda y por el recuerdo del inmediato pasado dictatorial, los referendos sólo pueden ser consultivos y se establecen cautelas para la utilización de esta fórmula. Un rasgo muy característico de la Constitución española de 1978 es la existencia de unas leyes denominadas «orgánicas», que exigen un número de votos equivalente a la mayoría absoluta y no sólo de la mitad más uno de los presentes. Tienen carácter de «orgánicas» las disposiciones relativas a una amplia gama de asuntos; por supuesto, el objetivo de este tipo de disposiciones es lograr que perdure en el futuro el consenso constitucional. En ese sentido puede decirse que la democracia española, por este procedimiento, como también a través de la existencia de organismos que exigen una mayoría cualificada para la lección de sus miembros, no sólo se basa en un consenso inicial, sino que en cierta manera y grado lo necesita de modo perpetuo. Uno de los ponentes de la Constitución, Miguel Roca, ha podido escribir que la Constitución no sólo fue elaborada desde el consenso sino para el consenso. Respecto del ejecutivo, se muestra una tendencia preventiva en lo relativo al exceso de parlamentarismo, probablemente derivada del recuerdo del pasado español y, en especial, de la Segunda República. De ahí la exigencia de un voto de censura constructivo para derribar a un gobierno, fórmula que procede del constitucionalismo alemán.

En los Títulos sexto y séptimo, relativos a cuestiones de carácter social y económico, se aprecia uno de los inconvenientes más graves de la Constitución española, como es el exceso de declaraciones bienintencionadas de las que quizá hubiera podido prescindirse en la redacción de una ley fundamental y que, por supuesto, necesitan de la legislación ordinaria para convertirse en una realidad efectiva. De cualquier modo, el marco institucional del sistema económico español aparece definido como de economía social y de mercado encajando, por tanto, en los rasgos básicos del mundo europeo occidental.

Sin duda, ha sido el Título octavo de la Constitución, relativo a la organización territorial del Estado, el más discutido por los especialistas y el más endeble, tanto desde el punto de vista de la técnica jurídica, como del estrictamente político. Los redactores originarios de la Constitución y los dirigentes de los partidos políticos debieron hacer malabarismos para llegar a un acuerdo sobre un texto que resultara aceptable para todos. La fórmula a la que se llegó resulta desafortunada, incompleta y evidentemente ambigua, pero se debe tener en cuenta que con ella se pretendía conseguir un marco en el que fuera posible, a la vez, incluir la reivindicación de los derechos históricos por parte del nacionalismo vasco, la exigencia del nacionalismo catalán que quería, al menos, una situación semejante a la Generalitat de los años treinta, pero que nunca dudó de que Cataluña es una nación, y una fórmula para dar respuesta al sentimiento regionalista nacido en la totalidad de España, en parte siguiendo el modelo de Cataluña y el País Vasco y en parte también como reacción al centralismo anterior. Se debe tener en cuenta también que los diferentes grupos políticos tuvieron posiciones heterogéneas en esta cuestión. En UCD, por ejemplo, ex falangistas y socialdemócratas tendían a ser centralistas, pero también había regionalistas, y quienes querían disminuir las tendencias centrífugas a base de multiplicar las regiones. En AP, frente a la postura más abierta de Fraga, hubo quienes se abstuvieron en la votación de la Constitución por el título VIII de la misma. Éste fue obra principalmente de los diputados catalanes, con independencia de su significación ideológica (jugó un papel importante el comunista Solé Tura) pero hubo un momento en que, por las dificultades existentes para llegar a un acuerdo, Roca estuvo dispuesto a que esta cuestión se sustrajera del texto constitucional y se abordara fuera de él.

Una forma de satisfacer a Cataluña, País Vasco y Galicia consistió en el empleo del término «nacionalidad» para referirse a ellas. La derecha consideró esta expresión gravemente atentatoria para la unidad nacional y, más justificadamente, algunos intelectuales expresaron sus dudas acerca de la legitimidad del empleo de un término como el citado. Sin embargo, dicha palabra puede servir para designar aquellas entidades territoriales que tienen una conciencia nacional desarrollada en términos culturales, o a las naciones sin Estado, lo que no implica la reivindicación de una ruptura política. El sistema constitucional español pretende ofrecer diferentes posibilidades, como si quisiera dar una respuesta flexible y plural a la variedad de situaciones existentes en España. Con ello diseña un panorama impreciso, pero que, al menos, tiene el mérito de no estar cerrado y, a la vez, traslada al futuro la posibilidad de construirlo, así como la necesidad del consenso para hacerlo. En términos generales no se puede decir que el sistema español sea federal, pero puede convertirse a esa fórmula en el caso de que esa sea la voluntad de cada una de las regiones. Si, por una parte, la Constitución prescribe la unidad de España y la solidaridad de sus regiones, por otro, al derogar las leyes de 1839 y 1876, otorga concesiones a los nacionalistas vascos. Su texto contiene una lista de competencias del Estado y de materias en las que se declara necesaria una «Ley marco» para, en ella, configurar la legislación de las comunidades autónomas. Sin embargo, la ambigüedad del texto constitucional reside, especialmente, en la existencia de competencias concurrentes entre el Estado y las Comunidades autónomas y en el diseño de varias fórmulas de acceso a la autonomía. En realidad éstas son tan sólo de procedimiento pero, en cuanto que favorecen, al menos, en lo que atañe a la velocidad en la tramitación de su Estatuto a las llamadas «nacionalidades históricas» —es decir aquéllas que tuvieron en el pasado unas instituciones autonómicas en funcionamiento— inducen a pensar en la existencia de diferentes grados de autonomía por lo diferente de las competencias asumidas.

La prueba de hasta qué punto la redacción de este título no resolvió la cuestión la tenemos en el hecho de que en un libro redactado por los ponentes constitucionales y destinado a conmemorar el vigésimo aniversario de la Constitución, así como apenas se dice nada acerca del contenido global de la misma, suficientemente aceptado por todos, en cambio, el título VIII resulta objeto de controversia no tanto por su contenido en sí, sino en lo relativo a su interpretación de cara el futuro. Llama la atención el hecho de que los propios ponentes constitucionales discrepen y que lo hagan siguiendo unas líneas de confrontación que no se corresponden estrictamente con la de los partidos.

Quienes se muestran menos propicios a lo que denominan «reinterpretaciones imaginativas» son Cisneros, Pérez Llorca y Peces-Barba, partidarios, además, de no cambiar la Constitución. El resto de los ponentes, o bien se muestran propicios a una interpretación flexible de su texto, o proponen modificarla porque no da soluciones a los problemas que pretendía resolver.

Para concluir esta referencia a la Constitución, hay que recordar que su sistema de libertades está protegido por un triple procedimiento que incluye el Tribunal Constitucional, el Poder Judicial y el Defensor del Pueblo, todos ellos elegidos por mayoría cualificada. La Constitución, en fin, es calificable de rígida en el sentido de no ser fácilmente reformable, aunque sí propicia a reinterpretaciones —por ejemplo, en la materia indicada— que prestan mayor elasticidad de la prevista a su contenido.

Una interpretación muy estricta del ámbito cronológico de la transición concluiría su análisis en el momento en que se aprobó definitivamente la Constitución.

Sin embargo, quedaban abiertos en este momento interrogantes decisivos que, si no hubieran sido despejados, impedirían un juicio acertado acerca del proceso. Existía la duda de si el sistema de partidos había quedado configurado de una manera estable. Si la democracia existía ya en la Constitución, cabe preguntarse hasta qué punto impregnaba todas las instituciones e incluso los hábitos de unos españoles que ya padecían el llamado «desencanto». Faltaba, en fin, enfrentarse con algunos de los graves problemas políticos y económicos que tenía el país, desde el terrorismo a la crisis económica. Además, y sobre todo, estaba pendiente, como ya se ha indicado, el problema de la organización territorial del Estado, que en buena medida había sido aplazado y cuyo contenido concreto dependía de la posterior evolución de los acontecimientos. La misma falta de apoyo del texto constitucional en el País Vasco, o la expectativa de una autonomía amplia, en el caso de Cataluña, obligan a dilatar el final del proceso. Algunas de estas cuestiones podían provocar, por otro lado, una reacción involucionista. Por eso se debe prolongar el período acogido a la denominación «transición» hasta 1982.