Las elecciones del mes de junio supusieron, como es lógico, una clarificación política decisiva no sólo en lo que respecta a la determinación del peso relativo de cada fuerza política, sino también en cuanto al rumbo a seguir en el proceso de transición a la democracia por entonces en curso. A las elecciones habían acudido los principales partidos políticos con un programa que incluía la consideración de la cámara electa como Constituyente; de hecho, desde la Ley de Reforma Política, se había remitido a este momento la elaboración de este texto político fundamental. Tan sólo Alianza Popular había mostrado su resistencia a abrir un proceso constituyente, pero eso se debía más que nada al pasado de quienes la dirigían; por otro lado, frente a lo que se preveía, el voto de AP resultó más modesto de lo previsto y esto mismo tuvo como consecuencia que las Cortes reunidas tuvieran carácter constituyente.
En estas condiciones, la paradoja fue que estas Cortes Constituyentes hubieran de actuar cuando no había texto legal que determinara la responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento. Sólo en noviembre de 1977 se aprobó una disposición en este sentido que venía a servir, en la práctica, como una especie de avance de la futura Constitución, todavía no elaborada. De todas formas, la relación entre Gobierno y Parlamento fue en muchas ocasiones muy complicada, dada la inexperiencia tanto del primero como de la oposición. Como señaló Suárez, hay que recordar que la transición se realizó manteniendo el funcionamiento de un Estado cuyos fundamentos eran radicalmente contrarios a sus objetivos. En general, el Gobierno tendió a actuar al margen del Parlamento y, sin duda, más lo hubiera hecho de disponer de una mayoría parlamentaria confortable. La oposición, por su parte, se vio tentada en más de una ocasión por la demagogia o la irresponsabilidad. Un acontecimiento muy característico de los primeros momentos de las Cortes democráticas fue el debate acerca del incidente sucedido en Santander, cuando un diputado socialista fue golpeado por la policía: ni el comportamiento de ésta fue correcto ni, probablemente, merecía la pena magnificar lo sucedido.
Un factor esencial para comprender la política española en los meses que van desde la reunión de las Cortes hasta la definitiva aprobación de la Constitución reside en que el gobierno Suárez era apoyado por Unión de Centro Democrático que, por el momento, no era otra cosa que una pura coalición electoral de la que sus propios miembros habían asegurado que se podía disgregar en el futuro. A comienzos de julio de 1977, cuando el presidente Suárez formó un nuevo gobierno, se vio obligado a recurrir a todos los sectores que habían contribuido a su victoria electoral. Con ello, el nuevo gabinete dio la sensación de estar compuesto por una pluralidad de familias políticas, al modo como sucedía en la dictadura de Franco. No obstante, también como entonces, fueron hombres de la más estrecha confianza de Suárez o técnicos de reconocido prestigio quienes ocuparon los puestos más importantes. Gutiérrez Mellado figuró en el gobierno como vicepresidente y ministro de Defensa, único militar de un gabinete civil; su condición de primero entre los vicepresidentes parecía demostrar la relevancia concedida en estos delicados momentos al control del Ejército. Habiéndose distanciado Ossorio de Suárez, Fernando Abril Martorell ocupó la vicepresidencia política y fue el principal consejero de Suárez en estas materias. Por su condición de personalidad universalmente respetada en materias económicas, Enrique Fuentes Quintana ocupó la segunda vicepresidencia del Gobierno, dedicada a estos aspectos, que tenían ya una importancia crucial, al haberse soslayado en los meses anteriores el ajuste al que obligaban las circunstancias por temor a solaparlo con la delicada situación política. El gobierno mantuvo una jefatura indisputada y, en general, mostró estar a la altura de las circunstancias; como en la etapa anterior, mantuvo la iniciativa en todas las cuestiones importantes y su presidente probó una capacidad de reflejos como la que había demostrado hasta entonces, aunque ya se vislumbrara en algún caso una cierta carencia de criterio. Hubo en el gobierno dos pequeños reajustes, producido el primero por el pronto abandono de Camuñas de su responsabilidad como ministro de Relaciones con las Cortes, y la dimisión posterior, de mucha mayor trascendencia, en febrero de 1978, de Fuentes Quintana, una vez concluida su misión como experto económico y como consecuencia de sus dificultades personales para actuar en el marco de una política partidista. Él, sin embargo, lo atribuyó a una cierta incapacidad gubernamental para mantener todo el vigor innovador y reformista.
La formación del Gobierno de julio de 1977 contribuyó a que UCD empezara su singladura como partido político unificado. La propia ausencia de mayoría parlamentaria obligaba a ello y evitaba la tentación de la dispersión. A partir de diciembre de 1977, las distintas agrupaciones preexistentes se disolvieron, no sin ciertas tentaciones de resistencia, principalmente en los medios liberales y demócrata-cristianos. Sin embargo, ya desde un primer momento, se pudieron percibir las dificultades de UCD para funcionar como un partido propiamente dicho. La unificación no fue voluntaria, ni el producto de una confluencia ideológica, sino el resultado de un impulso nacido en las alturas, muy personalista y poco congruente con lo que debe ser la vida interna de un grupo político partidista en una democracia. Por otro lado, la unificación no supuso más que un procedimiento para neutralizar las posibles tensiones internas y, de hecho, en los primeros momentos la vida del partido fue un tanto lánguida.
Tanto el Gobierno como las Cortes elegidas en junio se enfrentaron con un panorama político complicado, sobre todo en lo que respecta a problemas como el regional, el económico y el orden público, aparte de la elaboración de la Constitución.
Para presidir las Cortes fue nombrado Antonio Hernández Gil, un jurista conocido, que desempeñó su cargo con imparcialidad y a satisfacción de las diferentes tendencias.
Para la presidencia del Congreso fue elegido Fernando Álvarez de Miranda y para la del Senado Antonio Fontán, ambos centristas y procedentes de la oposición. D. Juan Carlos I pronunció ante las Cortes, reunidas por vez primera para oír de su boca el discurso de la Corona, unas palabras en las que, partiendo del reconocimiento de que allí estaba representada la soberanía nacional, hizo un llamamiento a la colaboración de todos en la empresa colectiva de conseguir la convivencia democrática de los españoles. Se refirió específicamente a la tarea de elaborar una Constitución en la que se concretara el modo de conseguir la autonomía de las regiones y un mayor grado de justicia, con el objeto de conseguir la profundización en los principios básicos de la dignidad del hombre. El discurso fue, en general, muy bien recibido por los parlamentarios. Eran, sin embargo, los momentos en que todavía el Partido Socialista mantenía reticencias, aunque fueran exclusivamente formales, respecto de la Monarquía. Así se explica que alguno de sus dirigentes (Alfonso Guerra) no aplaudiera el discurso del monarca.
Los principales problemas que el Gobierno y las Cortes debían afrontar tuvieron que abordarse simultáneamente, solapándose unos con otros, al tiempo que se elaboraba el nuevo texto constitucional. Así, en el mes de septiembre de 1977, ya se había dado una solución provisional a la reivindicación autonómica catalana, fórmula que progresivamente fue ampliándose a lo largo del período constituyente, a otras regiones configurando un sistema preautonómico generalizado. Si eso ya demostraba una voluntad de consenso en uno de los problemas políticos más graves de España, la neutralización de la conflictividad social mediante los llamados Pactos de la Moncloa la ratificó y constituye, además, un rasgo muy característico de la transición española a la democracia.
En efecto, en verano se habían alcanzado ya unas cotas de inflación casi iberoamericanas (del orden del 50 por 100 anual) mientras que el paro alcanzaba el 6 por 100, una porcentaje por completo infrecuente en el pasado histórico inmediato, produciéndose, además, un fuerte endeudamiento. Era necesario superar la ausencia de política económica anterior y crear, además, un marco en el que pudiera afrontarse la redacción de una nueva Constitución, con la suficiente holgura y paz social como para que no se produjera una peligrosa espiral de reivindicaciones sociales estimuladas por el cambio político. Los Pactos de la Moncloa vinieron a ser, en el terreno socio-económico, el equivalente del consenso político. En realidad, se trató de un acuerdo político del que resultaron principales responsables Suárez y Carrillo —ellos ya habían tratado de la cuestión en conversaciones previas— que no motivó un especial entusiasmo en los socialistas —que dijeron aceptarlo de forma «crítica»—, mientras Alianza Popular se mostró reticente a aceptarlos y más aún la patronal. Suárez consiguió que se aceptaran apelando a la responsabilidad colectiva y a la mala imagen que tendrían quienes no lo hicieran. Las directrices de lo pactado habían sido elaboradas por Fuentes Quintana, quien venía insistiendo en la necesidad de ajuste desde el verano anterior. Consistieron en que los partidos políticos, organismos patronales y sindicatos y las fuerzas sociales de la izquierda se comprometieron a una cierta austeridad salarial a cambio de una serie de contrapartidas que iban desde el inicio de la reforma fiscal, con establecimiento de nuevos impuestos como el del patrimonio, hasta la construcción de un elevado número de puestos escolares o la extensión de las prestaciones de la Seguridad Social. No todo el plan se cumplió ni desapareció por completo el antagonismo social pero, al margen de sus positivos resultados en el terreno estrictamente económico, es necesario señalar que contribuyó a disminuir las tensiones políticas, al tiempo que propiciaba el comienzo de una importante transformación de la sociedad española.
Los meses en los que se elaboró la Constitución presenciaron también, con trágica insistencia, la repetida incidencia de los conflictos de orden público que dieron, en alguna ocasión, la sensación de poder provocar alguna tensión involucionista. A fines de 1977 y comienzos de 1978, una revuelta de las prisiones españolas tuvo como consecuencia la práctica destrucción de buena parte de ellas. Pero los problemas más apremiantes tuvieron que ver, sobre todo, con el terrorismo de ETA. En los once meses siguientes a junio de 1977, año en que se decretaron tres amnistías sucesivas, ETA asesinó a otros tantos policías. Como ya hemos venido señalando, a la violencia y barbarie terroristas se sumó, con frecuencia, la impericia de unas fuerzas de orden público poco habituadas a comportarse en la forma exigible en un Estado democrático y carentes, por si fuera poco, de eficacia. La combinación entre la provocación de quienes simpatizaban con los terroristas y esa incapacidad para la actuación contundente y, a la vez, moderada, tuvieron como consecuencia, por ejemplo, los graves incidentes de los San Fermines de Pamplona en el verano de 1978. Al terrorismo «etarra» le ayudaba el hecho de que quienes colaboraban con él (parte de la izquierda española y la mayoría de la sociedad vasca) consideraban a sus integrantes como heroicos luchadores antifranquistas. Sólo con el paso del tiempo se fue haciendo patente que el terrorismo era también una amenaza totalitaria contra la democracia: no sólo constituía el principal argumento de los involucionistas, sino que sus objetivos finales no tenían nada que ver con ningún tipo de liberación. En este sentido fue muy positiva la manifestación en contra del terrorismo celebrada en noviembre de 1978, en la que colaboraron las fuerzas políticas más relevantes. Fue el principio de una colaboración que sufrió alternativas según los momentos. La propia ETA parece haber sido responsable de la eliminación física de quienes, dentro o fuera de ella misma, parecían inclinarse por el abandono de las armas.
En fin, también hubo problemas políticos a lo largo de los meses en que se elaboró la nueva Constitución española. Las fuerzas de la oposición de izquierdas reivindicaron una democratización de las instituciones que, por el momento, no habían experimentado esta imprescindible transformación. Como en otras cuestiones, resultó necesario atender, al menos parcialmente, estas reivindicaciones, a pesar de solaparse con la tarea constituyente. A comienzos de 1978 se celebraron las elecciones sindicales, que supusieron una victoria de Comisiones Obreras, el sindicato de mayor implantación en España desde los años sesenta y ya por completo decantado hacia el PCE y los grupos políticos situados a su izquierda. Sin embargo, ese predominio no implicaba que el trabajador industrial se decantara hacia el comunismo, pues había afiliados a Comisiones que votaban al PSOE. Por su parte, UGT no logró una implantación semejante y su desarrollo fue bastante posterior. Otra reivindicación de la izquierda era la de la celebración inmediata de elecciones municipales. Esta petición no fue atendida, pues el gobierno de UCD adujo que la realización de elecciones al mismo tiempo que se redactaba la Constitución, pondría en peligro la perduración del consenso. El PSOE, convertido en alternativa al gobierno de UCD, reivindicaba legítimamente por este procedimiento mayores cuotas de poder político que las logradas hasta entonces.
Con todo, el problema más grave y de mayor trascendencia de todo el período, con protagonismo decisivo en estos meses, fue el de la elaboración de la Constitución.
En realidad, la redacción de un nuevo texto político fundamental juega siempre un papel crucial en toda transición a la democracia y de ella depende en gran medida su éxito o fracaso. En la España de los años setenta, a diferencia de lo ocurrido en los treinta, hubo un consenso generalizado sobre el texto constitucional, con el apoyo de la inmensa mayoría de los grupos políticos. Lo difícil de la operación se aprecia no sólo por los antecedentes de la Historia española, sino mediante la comparación con lo ocurrido en un país tan próximo como Portugal, que con menos problemas que resolver, por la ausencia de regionalismos y nacionalismos periféricos, tras graves problemas de estabilidad interna, acabaría modificando su Constitución no mucho tiempo después. En España, tras dieciocho meses y a través de un texto de más de 160 artículos, se llegó a ese acuerdo de consenso generalizado. Sin embargo, su final feliz no debe hacer olvidar la dificultad de un proceso de la que es testimonio tanto esa duración como la longitud misma del texto.