La devolución de España

En plena transición a la democracia, una figura que desempeñó un papel muy influyente en los medios intelectuales y periodísticos, el filósofo y académico Julián Marías, escribió que España había sido devuelta a los españoles en el transcurso de aquellos meses. Si se quiere dar una fecha precisa para esta devolución sería sin duda la del día 15 de junio de 1977. La entrega a los españoles de su propio destino se había iniciado con la liberalización iniciada en el verano de 1976, pero España no llegó a ser una democracia hasta junio de 1977. A partir de esta fecha, es lícito decir que tuvo el futuro en sus manos, es decir, en su propio voto.

La campaña electoral sirvió para acercar progresivamente, en el contexto de una liberalización progresiva, los deseos de la población a los partidos políticos presentes sobre la arena electoral. La politización de los españoles no se llevó a cabo de una manera brusca y maximalista, como en la Segunda República. Mayoritariamente moderados e interesados en la resolución de los problemas prácticos (el paro, por ejemplo), los españoles, en los meses de su naciente libertad, habían convertido la Monarquía (o quizá, la persona de su monarca) en un vínculo de unión comúnmente aceptado. En cambio, no deseaban volver la vista al pasado, como dejaron claro las encuestas preelectorales. Uno de cada tres españoles se declaró manifiestamente desinteresado del enfrentamiento entre franquismo y anti franquismo; incluso quienes se identificaban sentimentalmente con uno de los términos de esta antítesis no tenían voluntad de traducirla en un áspero enfrentamiento. Querían votar a partidos, no sólo a personalidades, aunque éstas pudieran jugar un papel importante por su identificación previa con una sigla.

Las últimas semanas de la campaña debieron influir de una manera muy destacada en los resultados electorales. Sin duda, quien demostró mayor sensación de dinamismo y capacidad técnica y organizadora fue el PSOE y, en consecuencia, sus expectativas de voto no hicieron sino crecer, triplicándose a partir del 10 por 100 inicial que las encuestas le atribuían. En cambio, como ya se ha dicho, la campaña de UCD fue prácticamente inexistente, dado que, además, la formación de las candidaturas se había caracterizado por un largo proceso en el que, a menudo, quienes procedían del régimen adquirían la primacía; la seguridad en la victoria de Adolfo Suárez era muy grande, pero había olvidado que en una democracia siempre resulta imprescindible conquistar los votos uno a uno. El día de las elecciones, por un momento, dio la sensación de que el PSOE triunfaba y parece que Suárez incluso pensó en la posibilidad de renunciar al poder, poniendo en duda, de paso, la capacidad de su adversario de habérselas con los militares. Pero hubo otras campañas todavía más erradas. La Democracia Cristiana, que no se unió a la candidatura centrista, pareció pensar que el solo hecho de disponer de esta sigla, en teoría prometedora desde el punto de vista electoral, le autorizaba a esperar unos resultados excelentes, pero más que a conquistar votos se dedicó a repartir supuestas actas de legitimidad democrática y a hacer actos de contrición. También se equivocó Alianza Popular, que obtuvo grandes llenos en sus mítines pero que pareció creer que España estaba compuesta exclusivamente por el tipo de gente que acudía a ellos. Por si fuera poco, hizo un uso completamente equivocado de la televisión que, como siempre, tuvo un papel importante en los resultados electorales. Aunque, desde el punto de vista ideal, no puede decirse que las elecciones fueran un dechado de perfecciones (los gobernadores civiles jugaron un papel de primera importancia en la determinación de las candidaturas de UCD), bien puede decirse que los resultados representaron con bastante fidelidad lo que era la realidad de la sociedad española. Así se demostró en las elecciones siguientes.

Para lo que hasta entonces había sido habitual en la Historia española, no cabe duda de que la participación electoral fue alta, un 78 por 100; el largo período anterior sin elecciones puede darnos la explicación primordial de ello. Unión de Centro Democrático obtuvo aproximadamente el 34 por 100 de los votos emitidos y 165 diputados, lo que le convertía en la mayor minoría parlamentaria, aunque lejos de la mayoría absoluta, a pesar de que en los meses precedentes se había dado como casi segura una victoria aplastante. El PSOE obtuvo el 29 por 100 de los votos y un total de 118 diputados, lo que le situó de manera clara como segundo grupo político nacional.

Muy lejos de las dos primeras fuerzas políticas, el PCE obtuvo veinte escaños y Alianza Popular, 16: para ella misma y para los comentaristas fueron una sorpresa los malos resultados conseguidos y aún mayor que los comunistas quedaran por delante de Alianza Popular. Ni ésta fue nunca el peligro que sus adversarios le atribuyeron durante la campaña, ni los electores identificaron al PCE con la oposición al franquismo. El Partido Socialista Popular de Tierno Galván tuvo una pequeña minoría de tan sólo 6 diputados y la democracia cristiana no alcanzó, excepto en Cataluña, otra representación que un reducido número de senadores logrados, además, en colaboración con fuerzas de izquierda. En cambio, los partidos nacionalistas lograron una veintena de puestos en el Congreso (8 del PNV y 13 catalanes, en dos coaliciones distintas).

Gracias a las peculiaridades del sistema electoral, mayoritario en las elecciones senatoriales, la distancia entre UCD y el PSOE fue mayor en la cámara alta, 106 puestos frente a 35, pero, aun así, el partido del gobierno estaba lejos de la mayoría absoluta. Los socialistas habían patrocinado candidaturas con grupos de centro opuestos a UCD que, si no podían darles la victoria electoral absoluta, al mismo tiempo multiplicaban la identificación con la oposición al franquismo. Por su parte, tal como estaba previsto en la Ley de Reforma Política, el Rey nombró a un grupo de senadores, entre los que figuraron, junto a algunos ministros del gobierno que no habían ido a la campaña electoral, significados intelectuales y personas bien conocidas, cuyos puntos de vista eran representativos de un laudable pluralismo, hasta el extremo de haber algún exiliado republicano. La distancia entre las personas nombradas por el Rey y las que nombró Franco era, sencillamente, abismal.

La interpretación de estos resultados electorales debe hacerse teniendo en cuenta la tradición electoral histórica española, la propia campaña electoral, las encuestas previas y las realidades sociales del país. En términos muy generales, puede decirse que aquellas regiones que votaron a la izquierda durante la Segunda República ahora lo siguieron haciendo a favor del PSOE y PCE; en cambio, las votaciones más altas de AP y UCD se lograron en las zonas de predominio del centro y la derecha en los años treinta. No debe extrañar que se mantuvieran estas tendencias, habituales en todas las latitudes, incluso a lo largo de períodos muy largos de tiempo. Sin embargo, tampoco deben exagerarse estas líneas de tendencia, pues también se dieron otros testimonios de evidente discontinuidad.

En general, como queda dicho, el voto UCD correlacionaba con el voto derechista (CEDA) en la Segunda República, pero en el año 1977 fue perceptible una actitud mucho más centrista en el campo. Por su parte, el PSOE logró el triunfo en zonas de voto al Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, lo que indica no sólo la permanencia de su voto, sino también la transferencia del voto republicano de otros tiempos hacia el socialismo. Éste fue el caso en Valencia y Cataluña, regiones de las que desapareció el republicanismo hegemónico de otros tiempos, en Cataluña con un sentido marcadamente nacionalista. El voto de AP no fue exactamente el mismo de la extrema derecha en la República, sino que ahora estuvo más concentrado en los núcleos urbanos. Todavía se aprecia un cambio más significativo en el caso del PCE, cuyo centro de gravedad se trasladó desde el trípode en que tenía su mayor implantación en los años treinta (País Vasco, Madrid y Asturias) hacia el sur y el este, es decir, hacia Andalucía y el litoral mediterráneo. En efecto, el Partido Comunista, obtuvo sus mejores resultados en Barcelona y, en general, en Cataluña, hasta el punto de que, en total, de cada cuatro votos que obtuvo, uno tenía esa procedencia regional. En cambio, el desarrollo de una izquierda nacionalista vedó una influencia semejante en el País Vasco. Tampoco logró una penetración consistente en las antiguas zonas de influencia anarquista, quizá aquel sector ideológico que había experimentado una evolución más negativa, hasta desaparecer casi por completo. Hay que tener en cuenta, en fin, que los comunistas tuvieron como adversarios a los candidatos de una izquierda extrema, muy fragmentada, pero que, por ello, dispersaba voto, y que carecía del elevado grado de concentración en algunas regiones que el que se daba en este momento en Portugal o en Italia, lo que inevitablemente les perjudicaba, dado el sesgo mayoritario del sistema de recuento D’Hondt, vigente tras la aprobación de la ley electoral. Un hecho curioso y significativo, aunque no relevante desde el punto de vista político, es que en estas elecciones todavía existía una izquierda extrema de procedencia católica que logró votaciones importantes en una provincia como Navarra. En una comparación a escala europea, ésta sería la circunscripción con mayor influencia de la extrema izquierda de todo el viejo continente, no obstante su pasado tradicionalista.

La comparación del voto con las coordenadas de carácter socio-económico es también muy interesante y no toda ella es la que cupiera esperar en un principio. La UCD obtuvo un apoyo preferente en las zonas rurales y entre las clases medias urbanas; en cambio el PSOE lo logró en los núcleos urbanos e industriales y entre los jóvenes y los parados. También existió una destacada correlación entre el voto comunista y los obreros industriales, así como entre el voto de AP, los «noes» en el referéndum del 76 y las clases medias altas, en especial cuanto más católicos y de mayor edad.

Los resultados electorales de junio de 1977 diseñaron un sistema de partidos en España que, en realidad, experimentó un cambio menor de lo que pudiera imaginarse, a pesar de los supuestos vuelcos electorales posteriores. Jamás se pudo hablar de un sistema de partidos basado en la hegemonía de tan sólo uno. Eso nunca fue verdad en el caso de UCD, a pesar de que se dijo en este momento, y sólo temporalmente lo fue con el PSOE, en función de circunstancias que, más adelante, se detallarán. Tampoco surgió de estas elecciones un sistema bipartidista en el sentido estricto del término. En 1977, UCD y el PSOE tenían el 86 por 100 de los escaños, pero no llegaban al 63 por 100 de los votos populares, todo ello sin contar con una derecha y un comunismo muy difícilmente reducibles a las fórmulas predominantes.

La mejor fórmula para definir el sistema español de partidos políticos, a partir de 1977, es utilizar el criterio del especialista italiano Giovanni Sartori. Para él España sería un caso más de sistema de partidos polarizado y plural. El polipartidismo indica la imposibilidad de reducir el sistema de partidos a tan sólo dos, mientras que la polarización significa la existencia de motivos de divergencia potencialmente importantes. Por supuesto, en 1977, las circunstancias no eran las mismas que en los años treinta. La diferencia sustancial entre una y otra fecha residía en que la tendencia centrífuga de los años treinta había sido sustituida, a partir de 1977, por otra de carácter centrípeta. Mientras que, durante la Segunda República, los sectores de centro tendieron a bascular hacia los extremos, en la derecha o en la izquierda, pasadas cuatro décadas, la misma actitud de fondo de la sociedad española impulsaba a una lucha por el centro del espectro político, obligando a los partidos a tener muy en cuenta esta realidad en el caso de que los dirigentes optaran por una postura diferente. Sin embargo, el pluralismo y la polarización subsistieron, al menos en cierto sentido. Además, a la tradicional división entre derecha e izquierda hay que añadir la derivada de los nacionalismos en Cataluña y País Vasco, que contribuía a aumentar la complejidad del sistema. Esta caracterización del sistema español de partidos reviste interés más allá de la elección, pero sirve para explicar la situación política y su evolución en los meses posteriores a junio de 1977. Con los resultados electorales que se produjeron en esa fecha, UCD carecía de fuerza suficiente para ejercer el gobierno con holgura, dado el número de escaños que le correspondían. Por otro lado, no podía aliarse con el PSOE, porque entre los electorados de ambas formaciones existía una diferencia bastante sustancial, ni con Alianza Popular, porque ello le daría un tinte demasiado derechista en el momento de elaboración de la Constitución. El sistema de partidos impuso, en definitiva, un gobierno monocolor minoritario y, por tanto, débil, abocado a una necesaria concurrencia de criterios con otras fuerzas políticas. Esa obligada actitud de consenso y transacción fue, sin duda, muy positiva, dadas las circunstancias, sobre todo ante la inminencia de una Constitución destinada a ser válida para todos los españoles.

Sin embargo, al mismo tiempo, los resultados electorales obligaban a cada uno de los partidos a adoptar una estrategia para el inmediato futuro. El partido del gobierno, que había sido el producto de la colaboración o alianza iniciada tan sólo semanas antes de las elecciones, tenía que afrontar el constituirse como un partido unificado. El PSOE debía demostrar que era capaz de configurarse como alternativa de gobierno, participando en la gestión concreta de los asuntos públicos; y que era capaz de incorporar a las filas del socialismo a aquellos sectores que habían quedado marginados, principalmente el PSP de Tierno. El PCE se encontraba en la disyuntiva de insistir o no en su eurocomunismo, con el objeto de multiplicar su implantación electoral. Alianza Popular, en fin, podía insistir en su trayectoria original o intentar recuperar la vocación reformista de Fraga.

En cualquier caso, el 15 de junio fue un hito histórico en la Historia de España, al sustanciar esa «devolución» de España a los españoles de la que escribía Julián Marías. En realidad, en esa fecha el pueblo español resolvió definitivamente con su voto la contraposición entre reforma y ruptura que había presidido la vida política durante los meses precedentes. Su veredicto no había sido a favor de una u otra, sino a favor del procedimiento reformista, pero expresando al mismo tiempo un deseo de transformación profundo y radical, del cual fue la mejor expresión la magnitud del voto socialista.