El nacimiento de un sistema de partidos

Al mismo tiempo que actuaba el gobierno en el sentido indicado, la opinión pública empezó ya a centrar su interés, más que en las dificultades del proceso de transición, en la inminente campaña electoral que precedería a la consulta popular, a la que podrían concurrir, tras la legalización del PCE, la práctica totalidad de los partidos políticos existentes. Después de que en febrero desaparecieran los requisitos más restrictivos para la legalización de los partidos, aquéllos que no aceptaban la legalidad o incluían apelaciones a la violencia, tuvieron la posibilidad de recurrir al procedimiento de formar coaliciones o agrupaciones de electores que velaran levemente su carácter o su significado. Además, a mediados de marzo, se aprobó una ley electoral que reunía las condiciones necesarias para ser aceptada por la totalidad de las fuerzas políticas. En consecuencia puede decirse que, en el período inmediatamente anterior a las elecciones de junio de 1977, hubo el imprescindible ambiente de libertad: no existía aún la democracia, pero inequívocamente se iba hacia ella.

En ese clima comenzó a gestarse un sistema de partidos. Aunque existían fuerzas políticas procedentes del asociacionismo de la Dictadura, lo cierto es que el nuevo sistema se configuró durante estos meses principalmente a partir de las fuerzas de oposición al régimen anterior. Como ya se ha señalado, los organismos unitarios de la oposición perdieron la iniciativa a partir del momento en que Suárez llegó a la Presidencia. Aunque se entrevistaron con él los líderes más importantes de la oposición, lo cierto es que no hubo pacto alguno, sino simple intercambio de opiniones; también es cierto que casi todo lo que hizo Suárez no se alejaba de cuanto quería la oposición. Por otro lado, aunque Ossorio hubiera querido jugar un cierto papel aglutinador de los núcleos democristianos y de centro, fue el propio presidente el que llevó todo el peso de las conversaciones, lo que quizá también contribuyera (junto con el hecho de verse preterido en una empresa en que él había desempeñado un papel importante) a la dimisión de Torcuato Fernández Miranda como presidente de las Cortes a fines de mayo. En adelante, optó por una crítica dura —pero no pública— de quien había sido su protegido, incluso llegando a emitir un juicio negativo sobre la amplitud alcanzada por el cambio político.

Sin embargo, el espectáculo de los numerosos grupos políticos en los meses que precedieron a la celebración de las elecciones impedía discernir cuál iba a ser la configuración definitiva del sistema de partidos. Como escribió Julián Marías, los partidos eran «indiscernibles como infusorios en una gota de agua» y, además, daban la sensación de ocuparse mucho más de los otros políticos que del país. Pero, afortunadamente, al mismo tiempo, la sociedad española estaba iniciando ese proceso de movilización social y de decantación ideológica que siempre ha acompañado a una transición a la democracia. En palabras del propio Marías habría que decir que la sociedad española estaba «a punto de picar tímidamente la cáscara calcárea y salir del huevo». Al hacerlo, proporcionó un elemento añadido de sensatez a una clase política que, por otro lado, ya había demostrado estar provista de esta cualidad en los momentos más decisivos del proceso.

En una situación como la descrita, no podía pedírsele al español medio que se identificara con las fórmulas políticas del pasado. Habían transcurrido muchos más años que los 12 de Alemania o los 19 de Italia sin elecciones, por no hablar del caso de la Grecia de los Coroneles. Sin embargo, la sociedad española tenía una idea bastante clara de lo que quería y la evolución política sirvió para que fuera decantándose hasta decidir finalmente su voto durante la campaña electoral. La sociedad española no vivió las elecciones como una ocasión revolucionaria, ni con una fuerte politización pues, a estas alturas, sólo el 4 por 100 de los españoles se declaraba muy interesado en la política, mientras que los poco o nada preocupados por ella superaban el 70 por 100. Los españoles querían la libertad y no la revolución, repudiaban el marxismo —e incluso el aborto— y, con un espíritu optimista, sólo un tercio de ellos veían más cosas negativas que positivas en el horizonte inmediato. Una figura había ya conseguido un elevado grado de consenso entre ellos: el Rey, del que el 77 por 100 decía que tenía un papel muy importante, mientras que en la monárquica Gran Bretaña el porcentaje era del 54 por 100. Estos datos prueban que ese solapamiento de legitimidades le había dotado de una excepcional fuerza moral que tuvo un papel muy positivo.

Además, en la primavera de 1977, la sociedad española ofrecía un panorama moderado. Situados ante una escala de 0 a 10, en que la primera cifra fuera la extrema izquierda y la segunda la extrema derecha, los españoles optaban mayoritariamente por el centro del espectro político. En 1976 la media era 5,6 y sólo, muy lentamente, fue trasladándose a valores inferiores a 5, un fenómeno de cristalización definitiva más que de brusca alteración de sus actitudes políticas. Un 42 por 100 de los españoles se declaraba de centro (un 52, si se suma la derecha), mientras que la izquierda era un 44 por 100 que, con la extrema izquierda, podía llegar casi al 48 por 100. En definitiva, todo hacía pensar que, en un futuro, la vida política española se concentraría en dos fórmulas políticas centradas y moderadas. Sin embargo, hubo sorpresas con respecto a estas previsiones iniciales: aunque, en general, los españoles se inclinaran hacia posturas de centro, la derecha parecía más fuerte que en otros países europeos. Se percibió en las encuestas preelectorales la existencia de una masa popular capaz de orientarse hacia un socialismo democrático, pero el existente en España en aquellos momentos era, en apariencia y por el momento, mucho más radical. Finalmente, por referencia inmediata al caso italiano, hubo quienes pensaron que en España habría un importante grupo demócrata cristiano y un partido comunista, al mismo tiempo fuerte y moderado. Ninguna de estas dos previsiones se confirmó, no porque partieran de bases incorrectas, sino por la sencilla razón de que el punto de partida en que se fundamentaban se vio modificado por la actuación de los propios grupos políticos ante el electorado.

La derecha quedó configurada en Alianza Popular, cuyo destino estuvo ligado siempre a quien fue desde el primer momento su principal animador, Manuel Fraga. Al abandonar éste el gobierno, se había sentido, sin duda, despechado; tenía la esperanza de que todavía pudiera ser llamado a ejercer el poder, porque su juicio acerca de quienes le habían sustituido en él fue invariablemente negativo; quizá incluso tuviera reticencias respecto al propio Rey, que no manifestó llevado de su prudencia. Durante el verano de 1976, tuvo un cambio de rumbo muy significativo. Al principio se relacionó con personalidades que militarían en el centrismo, como Pío Cabanillas y José María Areilza; manteniendo así la línea que le había caracterizado desde que abandonó los gobiernos de Franco en 1969, pues no deja de ser válida la afirmación de que él había sido el patrocinador del centro político desde el régimen de Franco, aunque más desde un punto de vista declarativo que por lo que respecta a talante. Sin embargo, a partir del verano de 1976, debió pensar que la mejor forma de organizar una sólida fuerza tras de sí, sería vertebrando el llamado franquismo sociológico.

Para hacerlo, en una fecha muy temprana (entre septiembre y octubre de 1976), articuló una coalición de asociaciones políticas del régimen anterior con algunas de sus figuras más caracterizadas. Esta coalición comenzó con la desventaja de aparentar tener más fuerza que la real, porque agrupó un número importante de procuradores en Cortes, lo que, como hemos visto, le permitió influir, aunque no de manera decisiva, en la elaboración de la Ley de Reforma Política. Además, el que se anticipara tanto su aparición, con respecto a lo que luego sería UCD, tuvo el inconveniente de ponerla en el punto de mira de sus competidores en la arena electoral, sobre todo de la oposición política al régimen de Franco. Por si fuera poco, el reformismo de Fraga en la etapa anterior quedaba ahora desdibujado por las posiciones de otros miembros de su coalición. Si alguno puede ser calificado como moderado (López Rodó) y, por tanto, capaz de votar una constitución democrática, otros manifiestamente no lo eran (Fernández de la Mora) y alguno más que había perdido el apoyo de su propia familia en el seno del franquismo acabaría evolucionando hacia la extrema derecha (Silva Muñoz). La incorporación, en la candidatura electoral de Madrid, de Carlos Arias Navarro, no fue sino una confirmación de todos estos errores, que no dejaron de aumentar en el curso de la campaña electoral. Si con esas alianzas, Fraga recordaba mucho más al pasado que a un futuro inevitablemente democrático, en sus discursos y mítines ratificó esta impresión. Su voluntad de mantener la coherencia propia y de atraer al franquismo le hizo, por ejemplo, condenar la legalización del PCE y abogar por una reforma constitucional exclusivamente a partir de la legalidad del franquismo oponiéndose, por tanto, a que las Cortes fueran constituyentes, lo que a estas alturas resultaba inevitable. Probablemente, el propio Fraga deseaba ya una España organizada bajo los principios de una democracia occidental, lejos de cualquier control desde las instituciones del pasado, pero su insistencia en «no aceptar la voladura de la obra de Franco» tuvo como inevitable consecuencia que su centrismo pareciera mucho más propio de la etapa final de la dictadura que del comienzo de una democracia. Queda, en fin, por mencionar un último aspecto que permite explicar el resultado electoral: el temperamento de Fraga le hizo tender de forma inevitable a la confrontación, en especial cuando, como sucedió en este momento, se convirtió en objeto de los ataques masivos de la izquierda (en sus Memorias, Fraga afirma haber vivido la campaña como «el momento de los carroñeros»). Su imagen, dirigiéndose a quienes le increpaban en un mitin con propósito de llegar a la respuesta física ante la agresión verbal, terminó por deteriorar sus posibilidades electorales, que inicialmente se creían mucho mejores. Su expectativa de voto fue disminuyendo a medida que avanzaba la campaña electoral, porque su propia personalidad parecía amenazadora y conflictiva para la segunda fase de la transición que iba a abrirse a partir de este momento.

Los numerosos grupos de significación, más o menos centrista, que existían a finales de 1976, empezaron en dicha fecha a plantearse la posibilidad de colaborar en fórmulas políticas más amplias. En realidad, todos estos grupos no eran más que una sigla, un personalismo y muy pocos centenares de afiliados. Procedían de la oposición moderada al franquismo o de la zona intermedia entre el régimen y la oposición. Los partidos más importantes eran los de significación demócrata-cristiana o liberal, que tenían apoyos exteriores en sus homólogos europeos. Sin embargo, también fue habitual la designación «socialdemócrata» (Martín Villa asegura en sus Memorias que «en aquella época todo el mundo era socialdemócrata»), aunque tal denominación no pasara de indicar nada más que un cierto liberalismo avanzado, partidario del intervencionismo, el Estado de Bienestar y el reparto de la riqueza en favor de las personas más desfavorecidas. Todos estos grupos sabían que tenían pocas posibilidades, en el fondo, si actuaban por separado; sólo algunos de ellos, los demócrata-cristianos, excesivamente confiados en la valía de su sigla, pensaron en concurrir a las elecciones al margen de cualquier otra coalición.

Los primeros antecedentes de lo que luego sería UCD cabe encontrarlos en el grupo Tácito, de carácter reformista y perteneciente a esa zona intermedia entre el régimen y la oposición, aunque en él jugó un papel muy destacado la vinculación con lo que muy vagamente podríamos denominar como democracia cristiana. El Partido Popular, fundado en noviembre de 1976, no tuvo otro propósito que el de convertir en realidad el propósito que había guiado a Tácito, es decir, crear un centro como elemento de contrapeso y equilibrio en la vida española; a ellos se unieron reformistas de todo tipo y antiguos miembros de la oposición que habían perdido el radicalismo de antaño.

Militaron en el Partido Popular personas de procedencia variada (incluidos sedicentes liberales y socialdemócratas), pero las dos figuras más conocidas y con las que se identificó inevitablemente el partido mismo, a pesar de que sus militantes eran más jóvenes, fueron Areilza y Cabanillas. El Congreso del partido, celebrado en febrero de 1977, tuvo una envergadura semejante al que poco antes había tenido el del PSOE. Ya antes, el Partido Popular aglutinó una coalición electoral que, con la denominación de Centro Democrático, agrupó a la mayoría de esos partidos de centro. El Partido Popular convocó algunos actos públicos en los que, desde un principio, José María Areilza figuraba como el orador más importante.

El problema político que entonces se planteó fue la relación entre el partido y la coalición con el Gobierno. En realidad, desde fines de 1976, Suárez ya había pensado en la posibilidad de aglutinar a su alrededor un partido, pero tanto el Rey como Fernández Miranda desaconsejaron esta posibilidad; es muy posible que la presencia de Cabanillas en el Partido Popular se tenga que poner en relación con este hecho. El Centro Democrático, ya en la primavera de 1977, debía tener la presencia de Adolfo Suárez si quería atraer a un electorado que se identificaba con él y que sintonizaba con las aspiraciones que representaba, pero esta coalición no era lo mismo que el gobierno, aunque su virtual coincidencia con él tenía la inevitable consecuencia de restringir su presencia pública para evitar posibles disonancias. Suárez había ido, por su parte, aumentando su talla política a los ojos de la opinión pública. Era un político prácticamente desconocido en el momento de llegar a presidente —tan sólo el decimonoveno en el ranking de popularidad de entonces—, pero, a estas alturas, casi la mitad de la población consideraba que era el que mejor podía dirigir la transición hasta su resultado final y la distancia que mantenía con su inmediato seguidor era enorme. Así se explica que pensara en crear un partido de centro-izquierda con elementos procedentes del sector reformista juvenil del régimen. La verdad es que si lo hubiera hecho no habría logrado buenos resultados, pues las personas en las que pensó eran ilustres desconocidos que, además, tuvieron una vida política corta y poco brillante, sin que acabaran por adaptarse al nuevo mundo democrático. En otras transiciones a la democracia también ha sido necesario contar, al menos en la fase final, con una confluencia entre los sectores del régimen y los vinculados a la oposición: éste fue el caso de la Corea de Roo Taewoo, por ejemplo. Sin embargo, nunca dudó Suárez que obtendría la mayoría absoluta en los próximos comicios. Como veremos, era demasiado optimista.

Ni el Partido Popular, ni el Centro Democrático, demostraron tener la imaginación suficiente como para lograr la autonomía política respecto del Gobierno, lo que les hizo gravitar inevitablemente hacia la dependencia del mismo. La figura de Areilza se convirtió, por sus éxitos oratorios, en una pálida alternativa a Suárez, pero demostró mayor capacidad inicial de adaptación a un contexto político nuevo. En marzo, utilizando a Ossorio (o quizá por iniciativa propia de este último), el presidente logró desplazar a Areilza de la dirección de Centro Democrático; este hecho dice poco de su persona, pero menos aún de los dirigentes de la coalición electoral. En uno de sus libros de memorias, Areilza parece adoptar una postura distante sobre lo sucedido (lo describe como «una comedia de enredo patética y humorística a la vez»). La verdad es que, con razón, se sintió profundamente herido por lo sucedido y tardó mucho en perdonarlo.

A este hecho poco ejemplar hay que añadir otros dos para llegar a comprender los resultados electorales que obtuvo UCD.

En primer lugar, de forma muy tardía, un ministro, Leopoldo Calvo-Sotelo, desembarcó en la coalición para presidirla, adoptando una denominación definitiva con el término Unión precediéndola. Aun así UCD fue un partido-archipiélago, cuya acta constitutiva estaba suscrita por nada menos que quince partidos, diez de ellos de carácter estatal y otros cinco regionales. Ni siquiera estos datos reflejan la realidad de un grupo de procedencias distintas e incluso divergentes y con la cohesión que puede proporcionar una colaboración de tan sólo cinco semanas. Un 46 por 100 de los candidatos se agrupaban bajo la denominación de «independientes», que encubría en buena parte a colaboradores moderados del franquismo; del resto, un 17 por 100 procedía del Partido Popular y un 12 por 100 de los demócrata-cristianos. De todos modos, el porcentaje de los diputados de UCD que habían sido procuradores con Franco era sólo del 17,5 por 100 mientras que 13 de los 16 diputados de AP habían sido ministros en el régimen pasado. Fue UCD quien recibió la mayor parte del franquismo sociológico, mientras que AP se quedaba con la porción de más edad del político. Lo que sucede es que esta aparente novedad de UCD apenas si pudo percibirse a lo largo de la campaña donde, por prudencia, pero también por ignorancia de lo que deben ser las campañas electorales en regímenes democráticos, apenas sí se contrastó la opinión con el grupo situado algo más hacia la izquierda.

Hubo algunos grupos políticos de significación centrista que no llegaron a colaborar con la coalición presidida por Suárez. De ellos, el único que alcanzó una cierta significación electoral fue la democracia cristiana. Durante los años sesenta había jugado un papel importante en los medios de la oposición y, en el momento de la transición, un sector de ella, la Izquierda Democrática, dirigida por Ruiz Giménez, vino a servir de intermediario entre gran parte de la oposición y de vehículo de contacto con el gobierno. Sin embargo, tenía en su contra que la situación en la España de 1975 era muy distinta de la Italia de 1945. La Iglesia no ayudó a la implantación de la democracia cristiana y, sin duda, hizo bien, teniendo en cuenta la vinculación anterior entre Dictadura y catolicismo. Por otro lado, si un partido hubiera optado por identificarse vagamente con el humanismo cristiano, la Iglesia, sin apoyarlo claramente, no lo hubiera obstaculizado. Pero el fracaso electoral de la Democracia Cristiana hay que atribuirlo, fundamentalmente, a los errores de dirección. El programa de los demócrata-cristianos era en exceso izquierdista y federalista para como pensaba su potencial electorado y, por si fuera poco, no llegó a vertebrarse en una fórmula política mínimamente coherente y unitaria, al tiempo que, sin unirse a una opción más amplia, desaparecía la posibilidad de desempeñar un papel importante en el seno de UCD.

El principal beneficiario de esta situación del centro político fue, sin duda, el Partido Socialista Obrero Español, quien celebró su XXVII congreso en el mes de diciembre de 1976, con la presencia de una numerosísima y muy brillante representación extranjera, entre la que figuraban, por ejemplo, Nenni, Brandt, Palme, Altamirano, etc. Ya antes, esta ayuda se había hecho palpable: cuenta Brandt en sus Memorias cómo intervino para lograr que se le concediera el pasaporte a Felipe González para que pudiera viajar al extranjero. El apoyo externo contribuye, por supuesto, a explicar la influencia que tuvo este partido político, facilitando que se impusiera sobre los demás grupos socialistas, en absoluto en el sentido de crear ficticiamente una opción política, pues si había una que lo fuera en la España de comienzo de la transición era, precisamente, el socialismo, que encerraba las dosis oportunas de identificación con la libertad y de voluntad de transformación social como para atraer a una parte considerable de la sociedad.

Si se leen los textos aprobados en el congreso citado, hay que reconocer que el PSOE de entonces partía de una definición muy radical. La persona más aplaudida en el Congreso fue el socialista chileno Altamirano, que propuso una colaboración entre socialistas y comunistas; los propios dirigentes del partido eran partidarios de lo que denominaban un «bloque anticapitalista de clase». Siguiendo su tradición, el PSOE se proclamó republicano, pero si esto se podía tomar como un puro gesto, por el momento no parecía serlo el proponer llegar a poner en marcha «un modelo nuevo no implantado en ningún país», que sería una fórmula intermedia entre el comunismo y la democracia, la voluntad de mantener «una escuela pública única» o de administrar la justicia mediante «tribunales populares», elegidos por los ciudadanos.

El lenguaje del PSOE tardaría bastante en moderarse, pero su actuación práctica siempre fue flexible y hábil, más que dogmática e ideologizada. Además, Felipe González siempre estuvo por delante de su partido, sin dejarse llevar por las tentaciones del momento. Ese lenguaje era tan sólo de consumo interno, para los afiliados. La divisa electoral «Socialismo es libertad» resultó, en cambio, mucho más sugerente para los españoles, que querían un tránsito más decidido y firme hacia un régimen democrático que aquél en que parecía embarcado Suárez, mucho más proclive a preocuparse de los riesgos de una involución militar. Es posible que una parte de la sociedad española fuera, como el PSOE de entonces, radical sólo en la expresión, aunque en la práctica resultara reformista. Una parte muy importante de los esfuerzos del PSOE en estos meses estuvieron dedicados a intentar aglutinar tras de sí a la totalidad de los socialistas españoles. Es eso, por ejemplo, lo que explica que este partido se retirara de los organismos colectivos de la oposición en febrero de 1977, cuando el Gobierno legalizó al PSOE histórico, en otro tiempo dirigido por Llopis. Los socialistas que seguían a Felipe González no lograron de forma completa que bajo las siglas del PSOE figuraran la totalidad de los socialistas, pero sí incorporaron a algunos grupos de procedencia católica (Convergencia Socialista) y a otros de carácter regional (en especial, el socialismo catalán, que había llevado una vida prácticamente autónoma durante el período franquista). El sector más importante del socialismo que seguía su propio camino fue el Partido Socialista Popular, de Enrique Tierno Galván que, si por un lado tenía una significación aparentemente más radical, al mismo tiempo mantenía, por la imagen de quien lo dirigía, una cierta semejanza con un cierto centro-izquierda azañista, intelectual y de clase media baja. Sin lugar a dudas, un papel decisivo en el crecimiento del PSOE lo tuvo el hecho de que muy pronto la imagen de Felipe González se convirtió en la segunda más atrayente entre los líderes políticos españoles de la época. Joven, pero con el bagaje de todo su legado histórico, Felipe González representaba a una España ajena al sistema político de Franco y poco propicia a contemplaciones con él. A lo largo de la campaña electoral, buen número de españoles pensó que oposición al régimen era lo mismo que socialismo.

Ya se ha tratado con anterioridad del proceso que llevó a la legalización del PCE. Sus expectativas, en este momento, eran grandes, porque durante el régimen de Franco el propio sistema había identificado a toda la oposición con el comunismo; además, el PCE había conseguido la hegemonía en el movimiento sindical y, lo que es más importante, una sólida penetración en los medios periodísticos, universitarios, intelectuales y profesionales. Pero muy pronto se descubrió que nada de ello le garantizaba ir por delante de los socialistas en los resultados electorales.

Ya durante la campaña electoral, percibieron las graves dificultades de que el PCE llegara a alcanzar los resultados electorales a que aspiraba. A diferencia del PSOE, el PCE no había renovado su dirección política en los años de exilio; aunque pudiera exhibir a personajes emblemáticos como Dolores Ibárruri, Pasionaria, tenía más dificultades para conectar con los sectores juveniles, de un izquierdismo superficial, aunque en apariencia radical. Además, la vieja dirección era símbolo para los militantes del partido en el interior, pero distó de identificarse con ella en cuanto la conoció más de cerca. Carrillo manifestó una clara voluntad de evitar cualquier peligro de involución, lo que le hizo cargar durante la campaña electoral contra AP, pero no, en cambio, contra UCD. Además, desdeñó al PSOE, cuyo voto acabaría considerando «de aluvión». Es muy probable que, de esta manera, con una táctica que no sería desmentida a lo largo de toda la primera etapa de la transición, el PCE contribuyera destacadamente a la estabilidad del proceso pero, al mismo tiempo, se privó de unos apoyos electorales que quizá hubiera obtenido de haber exhibido un lenguaje más agresivo o virulento.

Como había sucedido en la Segunda República y en consonancia con las características de una sociedad plural como la española, también ahora surgieron, en las regiones periféricas de sentimiento nacionalista más desarrollado, agrupaciones políticas de este carácter. En Cataluña, el catalanismo de carácter centrista estuvo representado por Jordi Pujol y su Pacte Démocratic per Catalunya, en el que se alineaban personas de significación y de autodefinición diferente, como liberales y socialdemócratas, unidos por el vínculo del catalanismo. A esta primera fuerza nacionalista catalana, es preciso sumar los demócrata-cristianos de Unió Democrática, cuyo origen se remonta a la época de la Segunda República española y que formaron candidatura propia. En esa época había sido hegemónico en Cataluña la Esquerra Republicana, ahora con una implantación mucho menor. En cambio, el Partido Nacionalista Vasco, que dominaba el Gobierno en el exilio, desde el que había mantenido una sólida resistencia frente al franquismo y un apoyo social indudable (hasta el punto de convertirse en la única organización con un número de afiliados semejante al PCE), consiguió mantener un grado de implantación semejante al de los tiempos republicanos. Junto a él otros grupos políticos, procedentes sobre todo de algunas de las escisiones de ETA, completaban el mapa político de la región. El más importante, con mucho, fue Euskadiko Eskerra.