Esa liberación fue recibida con alivio por toda la opinión, máxime cuando el 24 de enero se había producido un atentado de la extrema derecha en un despacho de abogados laboralistas del PCE, que se saldó con siete muertos. El suceso tuvo una gran repercusión política, provocó significativas muestras de solidaridad y, sobre todo, demostró que el PCE era capaz de controlar a sus masas y actuar de una manera en extremo responsable. La actuación del Colegio de Abogados de Madrid también contribuyó a calmar los ánimos y sirvió de vehículo para una protesta pacífica y no partidista; así el entierro de los militantes comunistas sirvió decisivamente a la causa de la legalización de su partido. Después de este hecho, se dio la paradoja de que las fuerzas de orden público de un Estado que no reconocía la existencia legal del PCE habían de emplearse en la protección de algunos de sus miembros. Ahora bien (y esto es también significativo), los policías que detuvieron a los responsables del atentado terrorista contra los abogados comunistas no aceptaron las recompensas y honores que se les concedieron.
Todo ello expresa la peculiar situación del PCE, que sólo se definió con su legalización, producida el 9 de abril de 1977. En realidad, el PCE estaba en una situación de tolerancia real desde diciembre de 1976. Su principal dirigente, Santiago Carrillo, había regresado del exilio en febrero de 1976, permaneciendo oculto, pero iniciando también contactos con la oposición, en la que encontró una actitud que no le hizo pensar que se marginara por completo de los procesos electorales futuros en el caso de que el PCE no fuera legalizado. Se vio, en efecto, con Areilza poco después de su salida del Gobierno, con Pujol, e incluso en noviembre de 1976, asistió a una reunión colectiva en casa del primero en la que estuvieron también presentes Felipe González, Tierno Galván y Ruiz Giménez. Por otra parte, las autoridades de entonces le hicieron llegar un mensaje que para él resultaba descorazonador. Ya conocemos el mensaje inicial enviado en su momento por el Rey. Meses después, en torno a mayo de 1976, el propio presidente rumano le transmitió la impresión predominante en los medios españoles con los que tenía contacto de que, si bien se tenía en cuenta, no era imaginable la legalización del partido. Todavía en agosto de 1976, siendo ya presidente Suárez, se le negó el pasaporte español, a pesar de haber sido bien recibido en un primer momento por el embajador español en París, a quien luego se le hizo dimitir. Más adelante, el abogado madrileño José María Armero trataría de poner en contacto a los comunistas con el Gobierno.
En estas condiciones se explica que Carrillo pretendiera forzar algún tipo de reconocimiento del PCE por el procedimiento de mostrar cada vez menos reserva a dejarse ver por Madrid. Dio una rueda de prensa y la televisión francesa le entrevistó paseándose en coche por la capital. Su detención en los últimos días de diciembre de 1976 no sólo se explica por esta voluntad propia de aflorar a la vida pública, sino también por la necesidad sentida por el gobierno Suárez de demostrar su autoridad y su eficacia policial. Carrillo permaneció detenido tan sólo una semana, ocasión que sirvió para demostrar que las tentaciones para destruir la convivencia podían ser muchas, pero que, afortunadamente, podían ser encauzadas gracias a la sensatez de los dirigentes políticos. En efecto, Suárez tuvo la tentación de condenar al «extrañamiento» a Carrillo, es decir, de alejarlo de España, sin tener en cuenta que esa medida era incompatible con un Estado de Derecho; fue su ministro de Justicia, Lavilla, quien le llamó la atención acerca del hecho de que ni siquiera era viable hacerlo con la legalidad preconstitucional vigente. Suárez, por su parte, se dio perfecta cuenta de que el dirigente comunista había provocado su detención, planteándole un problema que debía resolver. Carrillo, que en la comisaría fue sometido a vejaciones (por ejemplo, se le obligó a desnudarse), no por ello dejó de dar facilidades para una transición sin aspereza. En la mayor parte de los policías que le detuvieron y custodiaron vio, tal como cuenta en sus Memorias, «jóvenes profesionales, despistados políticamente, más inquietos que yo mismo por su futuro personal y con bastantes problemas económicos». «Durante el interrogatorio —prosigue— me di cuenta de que aquellos funcionarios y, detrás de ellos, el Gobierno, no sabían muy bien qué hacer conmigo». Pero en las comisarías donde estuvo había retratos de Franco y no del Rey.
Como ya se ha dicho, lo más probable es que todos los actores gubernamentales de la transición pensaran originalmente que la legalización del PCE tendría lugar después de las elecciones; a lo sumo podían aceptar que acudiera a éstas a través de una agrupación de electores, sin explícita mención de su nombre. Todo esto demuestra hasta qué punto la transición fue un complicado proceso en el que se entrelazaron, sucesivamente, las posiciones del Gobierno y la oposición. El PCE, con poca ayuda del resto de los partidos de la oposición, insistió en su legalización, y el gobierno (en realidad, Suárez) acabó aceptándola en el momento preciso. Pero a ese resultado no se hubiera llegado de no ser porque la opinión pública fue evolucionando en este punto, tan conflictivo en otro tiempo, y porque parecía que los militares, en un determinado momento, no iban a plantear problemas.
A comienzos de año Carrillo tuvo una conversación con la jefe del gabinete de Suárez. En febrero tuvo lugar el primer contacto secreto directo entre el presidente y el secretario general del PCE en casa del abogado José Mario Armero, días después de la liberación de Oriol y Villaescusa. Ésta, en efecto, había relajado la tensión existente: Martín Villa había pasado dos meses durmiendo en el propio ministerio. De entre los personajes políticos del momento sólo Ossorio y Fernández Miranda fueron informados de la conversación, que fue muy fructífera, no porque se llegara a acuerdos precisos sino, como ha escrito Carrillo, porque inmediatamente se estableció un entendimiento entre los dos políticos que, como tendremos ocasión de comprobar, duraría todo el período de la transición. «Yo no vi en Suárez ningún tic fascista», escribe en sus Memorias el entonces dirigente comunista, «parecía cualquier líder político europeo de los que conocía». Suárez ha contado que su interlocutor empezó diciéndole que le iba a legalizar, mientras que él se negaba. Luego le dijo que llegaría a esa solución si aceptaba la bandera y la Corona y Carrillo que lo harían al revés (como, en efecto, sucedió). Lo importante es que se estableció una relación de cordialidad y confianza.
Sin embargo, al día siguiente de la entrevista entre Suárez y Carrillo, el Gobierno Civil de Madrid prohibió un acto que los comunistas habían pretendido convocar, ocultándose tras una denominación inocua.
El Gobierno, en efecto, pretendió evitar por el momento una cuestión que era especialmente espinosa, pero en febrero de 1977 retiró de manos gubernativas la competencia para legalizar a los partidos políticos —la famosa «ventanilla»— transfiriéndola a las autoridades judiciales. De esta manera, remitió al Tribunal Supremo la decisión sobre el carácter totalitario del PCE. Mientras tanto, se iba ampliando progresivamente la tolerancia hacia este partido (en marzo tuvo lugar una cumbre eurocomunista en Madrid) y la opinión pública hacía imperiosa una legalización que, además, era necesaria para dar veracidad a todo el proceso. En octubre de 1976, sólo el 25 por 100 de los españoles eran partidarios de la legalización del PCE, por un 35 en contra; a fines de año los porcentajes se igualaron y, en marzo, las encuestas de opinión ya arrojaban un 40 por 100 de partidarios de la legalización, por un 25 en contra; en enero los porcentajes eran del 55 y del 12, respectivamente.
Así las cosas, a principios de abril, el Tribunal Supremo, en donde se había producido un vacío en la sala que debía dictaminar, devolvió la pelota al gobierno transmitiéndole a él la decisión de legalizar al PCE. Fue Suárez en solitario (los ministros no estuvieron en absoluto informados, Fernández Miranda no intervino y Ossorio estuvo en contra, al menos en el método) quien decidió la legalización el 9 de abril, un Sábado Santo en que, por las vacaciones, la capacidad de reacción de la clase política y periodística era menor. Fue la decisión más arriesgada de toda la transición política, a pesar de que el presidente la tomó a conciencia y tras haber medido los riesgos (mucho tiempo después afirmó que los asesinatos de Atocha plantearon un problema más grave por su carácter de incontrolable). Lo de menos es que constituyera una obra de artesanía jurídica: lo fue porque la falta de una resolución del Tribunal Supremo le sirvió al Gobierno para decidir, puesto que el órgano competente no había tenido nada en contra de la legalización. Lo verdaderamente peligroso era que la legalización podía suponer un inmediato contragolpe por parte de la derecha.
De hecho, Fraga, ya lanzado por el camino de la atracción del voto más conservador, juzgó lo sucedido como un error y un «verdadero golpe de Estado». Tal actitud fue muy desafortunada, aunque acabaría por ser rectificada con el transcurso del tiempo. Pero lo realmente peligroso de ella no era su posible influencia en los electores, sino en los cuarteles. A la complicación política existente se unió falta de previsión acerca de una posible reacción por parte de los responsables militares: Gutiérrez Mellado estaba ausente en Canarias, el ministro del Ejército enfermo y el Jefe del Alto Estado Mayor, que presidió el máximo organismo consultivo militar, estuvo muy desafortunado. Se produjo en este momento una fuerte tensión en los altos mandos militares que, incluso, llegaron a mostrarse contrarios a la medida, aunque la aceptaran por «disciplina y patriotismo». Afortunadamente, el sector más involucionista del Ejército carecía de cabeza dirigente y voluntad política precisa en estos momentos. El jefe de la inteligencia militar hizo circular un documento opuesto a la legalización, presentándolo como resultado de las deliberaciones del Consejo, pero más decisivo aún fue que el almirante Pita da Veiga dimitiera de la cartera de Marina, produciendo la segunda crisis militar de la transición. Hubo que recurrir a un marino que estaba ya en la situación B —el almirante Pery— para cubrir un puesto que nadie quería. Esta misma crisis parece, sin embargo, haber tenido un componente más personal que ideológico, pues Pita da Veiga hubiera querido desempeñar el puesto de Gutiérrez Mellado. Aunque la Marina (el arma más conservadora, en la que perduraba el recuerdo de los asesinatos de oficiales al comienzo de la Guerra Civil) estuvo mayoritariamente en contra de la legalización, tampoco tradujo esta actitud en una posición cerrada en contra del gobierno: de hecho, se contentó con mayores presupuestos. Por su parte, al ministro del Aire, Franco Iribarnegaray, le preocupaban tan sólo los controladores aéreos y el del Ejército se alineó con el gobierno. En la fecha emblemática del 14 de abril, la dirección del PCE decidió, por abrumadora mayoría, aprobar la propuesta de Carrillo de aceptar la bandera oficial.
En el transcurso de ese mes de abril, el Gobierno prosiguió su vertiginosa acción. Pocas horas antes de legalizar el PCE había decidido suprimir el Movimiento, cuyo ministro se convirtió ahora en secretario del Gobierno. Esto implicó la desaparición de sus símbolos, aunque ya había perdido su contenido político. Como ella quería, y como la oposición aceptaba, la burocracia sindical se integró en la Administración. El 25 de abril el presidente viajó a México, el país que tradicionalmente se había opuesto a la dictadura de Franco. Unos días después, a comienzos de mayo, anunció ya su deseo de presentarse a las elecciones.
En el ínterin se podía percibir ya el balance netamente positivo de la legalización del PCE que, en sus mítines, obligaba a dejar la bandera republicana a aquéllos que todavía la enarbolaban. Mientras tanto, el Gobierno fue consiguiendo unos resultados aceptables en su labor contra el terrorismo. ETA asesinó a un presidente de Diputación y mantuvo a una parte de la opinión pública vasca a su favor. No obstante, la falta de comprensión de los políticos del régimen por los sentimientos de catalanes y vascos (Suárez hizo unas declaraciones despectivas acerca de la capacidad del catalán para la ciencia moderna y no aceptó la ikurriña) hizo que persistieran las tensiones de fondo.
Sin embargo, la acción policial fue eficaz en otros campos de batalla, contra los GRAPO, contra la extrema derecha y los grupúsculos menores como el MPAIAC (Movimiento para la Autonomía e Independencia del Archipiélago Canario).