La transición entre el terrorismo y el golpe militar

Pero todo lo anterior no quiere decir que no hubiera dificultades y que éstas no fueran graves. Desde el momento en que los españoles aprobaron en referéndum la Ley de Reforma Política hasta el momento de celebración de las elecciones de junio de 1977, transcurrieron muchas semanas y, en más de una ocasión, pudo parecer que las dificultades de la transición misma, unidas a la presión de los acontecimientos, podían tener como inevitable consecuencia el colapso del programa reformista. Cuando se señala la aparente facilidad con la que se desarrolló la transición española se tiende a olvidar este período crucial insistiendo, en cambio, tan sólo, en el resultado final. Pero éste, ni siquiera a fines de 1976, podía darse por supuesto. Al menos hubo dos ocasiones en las que todo hace pensar que la reforma estuvo en gravísimo peligro: en enero de 1977, cuando la doble presión del terrorismo de distinta significación pudo provocar un enfrentamiento global de los españoles, y en la Semana Santa de ese año, cuando se legalizó el Partido Comunista y, al mismo tiempo, se desarticuló el que, en otro tiempo, había sido partido único, transfiriendo sus competencias y elementos personales a la Administración.

Evidentemente, de no ser por la decidida voluntad de los españoles de avanzar hacia un sistema de convivencia democrática, es muy posible que en ambas ocasiones se hubiera producido una involución, quizá definitiva. Sin embargo, el mérito de que eso no ocurriera radica no sólo en la sociedad española, sino en la actitud de los dirigentes de los partidos y, en especial, del Gobierno.

Fue éste el mejor momento de Adolfo Suárez, en especial por lo que se refiere a su capacidad de medir el tiempo para su complicada labor reformista. Era consciente de que tenía que actuar en dos tiempos. El más difícil no resultó ese primero, en que había conseguido hacer aprobar su reforma en las Cortes del régimen, sino el siguiente, aquél en que debió realizar unas elecciones en libertad con el objeto de llevar a cabo una obra constituyente. En esta tarea el Gobierno fue capaz de sortear las mayores dificultades y tomar decisiones en el preciso instante en que eran posibles y oportunas, respondiendo eficazmente a las necesidades del momento. Entonces se pusieron de manifiesto las mejores virtudes de Suárez: su capacidad de trabajo —a menudo acompañada de horarios anárquicos—, su permeabilidad a las sugerencias de sus colaboradores —aunque solieran agotarse como tales al poco tiempo— y, sobre todo, su inteligencia para captar el sentido del momento político. Eso explica la rapidez con la que se verificó el proceso de transición pues, en tan sólo seis meses a partir del referéndum, se dieron ya las circunstancias favorables para la realización de unas elecciones libres con un propósito constituyente. Visto con los ojos del historiador conocedor de los procedimientos de transición de un régimen dictatorial hasta la democracia, lo sucedido durante este período del gobierno Suárez demuestra hasta qué punto un gobierno surgido del régimen anterior puede resultar más funcional para el propósito constituyente que un gobierno provisional salido de la oposición democrática. Si en España se hubiera dado esta última situación —como querían los opositores al régimen—, no se habrían multiplicado las dificultades y planteándose la duda de si habría sido posible afrontarlos. Además, hubiera existido la tentación de adoptar medidas de carácter social y económico antes de las elecciones, lo que hubiera redundado en la división interna de la clase política.

En efecto, como se examinará más adelante, sobre los acontecimientos políticos y de orden público gravitaban constantemente los efectos de la crisis económica. Tal como revelan las Memorias de Ossorio —principal inspirador de los nombramientos de quienes ocupaban las carteras gubernamentales de este carácter—, se trató voluntariamente de evitar la puesta en marcha de un programa de medidas económicas que, por su carácter restrictivo o por la exigencia de sacrificios, pudiera originar dificultades políticas adicionales. Durante el verano de 1976 no hubo más que un goteo de medidas parciales y ese año concluyó por ser el más negativo de la economía española desde 1970. El crecimiento del PNB no llegó al 2 por 100, las cifras de paro ascendieron hasta el 6 por 100 —cifra hasta entonces impensable— y la inflación se situó en el 20 por 100; el Estado aumentó su endeudamiento y la balanza exterior se convirtió en fuertemente deficitaria. No sólo no se realizó el ajuste económico que hubiera sido necesario en condiciones normales, sino que voluntariamente se aplazó, y así, mientras se sufrían las consecuencias de la grave crisis económica, se aceptaban subidas salariales e incrementos en los gastos sociales que, lógicamente, no se hubieran podido aplicar en otras circunstancias políticas. Sólo con el Partido Socialista, ya después de las elecciones, se planteó un programa de política económica coherente.

Sin embargo, sobre la situación política pesaban más los incidentes de orden público que los problemas derivados de la crisis económica. Aunque hubo mucho más tacto y eficacia en el nuevo responsable del Ministerio de Gobernación (Martín Villa), no debe olvidarse que las autoridades de orden público heredadas del pasado no eran lógicamente las más proclives a aceptar la evolución hacia la democracia y que, aunque lo fueran, no siempre sabían responder a las necesidades del momento. Como muestra baste la anécdota de que, siendo ministro Fraga, el jefe de policía de Madrid suspendió un acto de su propio grupo político. Era preciso llevar a cabo una reforma de las fuerzas policiales, al mismo tiempo que se producía la de carácter político. De hecho, aumentó la coordinación entre las autoridades políticas y aquéllas, se incrementó el número de comisarías y se adoptó una nueva actitud en materia de orden público, sujetándose éste al imperio de la legalidad democrática emergente. También se atribuyeron misiones específicas y diferentes a la Guardia Civil y a la Policía Armada y cambió el carácter de los gobernadores civiles, que no fueron ya tutores y gestores de los ayuntamientos en sus respectivas provincias, sino representantes del Gobierno en ellas.

Los problemas más graves de orden público se produjeron en el momento mismo de la aprobación de la Ley de Reforma Política, lo que tuvo como consecuencia que, en aquel momento, se especulara sobre su exclusivo origen en la extrema derecha.

Otros señalaron sus posibles concomitancias con países protectores del terrorismo, como Argelia. De hecho, no cabe la menor duda de que si regímenes políticos del Tercer Mundo —el citado y otros— no hubieran apoyado al terrorismo, proporcionándole armas y entrenamiento, éste hubiera tenido menos efectividad, pero eso no debe hacer pensar necesariamente en una especie de conspiración contra la democracia española. Las dificultades iniciales de ésta procedían de la previa existencia de unos grupos que habían visto crecer el número de sus militantes gracias a las actuaciones excesivas y torpes de la policía y, sobre todo, que habían logrado un apoyo social no muy grande, si se quiere, pero suficiente para tener efectividad política. Debe recordarse que, en el momento de iniciarse la transición, la totalidad de los nacionalistas vascos se negaban a emplear el término «terrorismo» para designar a ETA y que, además, algunos de los abogados de sus militantes tenían una significación política importante en los medios de la oposición de izquierda.

Durante el período 1976-1980, ETA fue responsable de aproximadamente el 70 por 100 de los actos terroristas; a partir de esta fecha prácticamente tuvo el triste monopolio de las acciones de este tipo. En esta primera etapa, el número de muertos como consecuencia de estos actos se estabilizó en torno a los 30 (26 en 1975, 21 en 1976 y 28 en 1977), para dispararse hasta 85 en 1978, 118 en 1979 y 124 en 1980. A partir de este máximo de 1980, la política de reinserción y de simultánea persecución seguida por el ministro Juan José Rosón logró que el número de muertos fuera de 38 en 1981 y 44 en 1982.

Pero lo que interesan no son tanto estas estadísticas, como el efecto político que las acciones terroristas tuvieron en un determinado momento. Ello es especialmente cierto en los primeros momentos de la transición. En ellos tuvo considerable relevancia la acción del GRAPO, un grupo surgido del PCE (M-L), de tendencia pro-china, caracterizado por la extracción proletaria de sus militantes —de extremado sectarismo—, que les hacía vivir en grupos de carácter cuasi familiar, por su reducido número de miembros (unos doscientos) y por la parquedad de sus recursos, que les impedía publicar panfletos explicativos de sus asesinatos cuando los cometían y que les obligaban a procurarse las armas de los propios miembros de las fuerzas de orden público. Los miembros del GRAPO procedían en su totalidad de zonas en las que había existido una extremada conflictividad social en la etapa final del franquismo (Cádiz, Vigo, el País Vasco, etc.). En realidad, su práctica de una ciega violencia fue el producto de unas elucubraciones teóricas simplicísimas que, con un bagaje marxista leninista, les llevaban a intentar la reconstrucción de un comunismo radical o a pretender la recuperación de la experiencia republicana. Los dirigentes del GRAPO, sin embargo, llegaron al terrorismo por su sincera admiración hacia ETA. Verdaderos profetas de la revolución, su entrega a la causa les llevaba a repartir panfletos —explicando su actuación— al mismo tiempo que debían actuar como guardianes de los secuestrados. Como corresponde a una secta de esta características, el GRAPO acabó descomponiéndose en una serie de colectivos liliputienses. Antes, sin embargo, consiguió, en varias ocasiones, poner en peligro a la naciente democracia española.

El éxito de los secuestros de Antonio Oriol, presidente del Consejo de Estado, en diciembre de 1976, cuando todavía no se había aprobado por referéndum la Ley de Reforma Política, y del general Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, unas semanas después, sólo puede explicarse, dados los medios de los GRAPO, por los fallos en la vigilancia de las fuerzas de orden público. Los terroristas habían pensado utilizar a sus rehenes como medio de intercambio de sus correligionarios en prisión, pero se encontraron con la sorpresa de que los medios de comunicación atribuían el acto a la extrema derecha. En realidad, esta especulación, a pesar de lo generalizada que estuvo en los medios de prensa, no tenía ningún fundamento, pero la espera impuesta por el deseo de ver cumplido su objetivo, respecto del cual sólo lograron vagas promesas, permitió que las fuerzas de orden público liberaran a los rehenes a mediados de febrero de 1977.