La ley para la reforma política

Esta vía consistía, siguiendo los planteamientos de Fernández Miranda, en ir «de la ley a la ley». Para ello se procedió, durante el verano de 1976, a la redacción de una Ley de Reforma Política en la que colaboró principalmente Fernández Miranda y el equipo de Lavilla, en especial Herrero. El proyecto fue objeto de varias redacciones; en las primeras parece haber existido el deseo de mantener algún recuerdo de la estructura organicista en la segunda cámara o de conservar en ella a altos cargos en virtud de sus funciones pasadas. Sin embargo, siempre estuvieron claros los propósitos fundamentales: la ley debía resultar aceptable para la oposición y conducir de manera rápida a unas instituciones de carácter democrático. En sus líneas esenciales, el proyecto fue obra de Fernández Miranda, cuya colaboración era imprescindible de cara a las Cortes (de hecho el gobierno sólo podía actuar mediante decretos leyes, cuya urgencia debían determinar aquéllas). La actitud de los procuradores más proclives al inmovilismo se había hecho ya levantisca con ocasión de la reforma del Código Penal, de modo que quedó desechada la posibilidad de ir cambiando el orden político mediante un goteo de medidas parciales, como quería Fraga. También se descartó cualquier Comisión mixta Consejo Nacional Gobierno. Hasta el mes de agosto resultó posible un referéndum de arbitraje como el propuesto por Herrero. Éste, procedente de la oposición, pensaba que la otra vía era no sólo más lenta, sino aleatoria e innecesaria y, además, no se fiaba de los procuradores. Suárez y Fernández Miranda impusieron la otra fórmula. El segundo —que no había cometido otro error que el de decir a los periodistas, tras la reunión del Consejo del Reino, que ya disponía de «lo que él Rey me ha pedido»— supo aceptar que desapareciera su papel de redactor de la ley. En cuanto al equipo de Lavilla, introdujo el componente más democrático en el prólogo de la ley y también en su propia denominación. Fue una ley para la reforma política y no de reforma política, en el sentido de que la última decisión y el contenido definitivo del cambio quedaba en manos de los ciudadanos. En el fondo, además, no era una ley de reforma en el régimen, sino del régimen.

En definitiva, el 8 de septiembre se presentó el proyecto de ley a los altos mandos militares, ante los que Suárez dio la sensación de que el PCE no sería admitido en la legalidad. Ni el Rey ni él pensaban que eso fuera posible desde el punto de vista político; jurídicamente lo impedía el contenido de sus estatutos. Dos días después, Suárez se dirigió al país en unos términos que permiten explicar sus planteamientos fundamentales en la materia. Más que defender un texto legal, Suárez anunció la apertura de un gran debate nacional destinado a acomodar las leyes a la realidad del país. Manifestó que el propósito del Gobierno era dar la palabra al pueblo español para resolver el problema político, sin despejar el cual ninguno de los restantes tendría planteamiento correcto ni, por lo tanto, solución apropiada. Concluyó animando a los españoles a participar en un proceso en el que se jugaban su destino: «No hay porque tener miedo a nada —dijo—, el único miedo racional que nos debe asaltar es el miedo al miedo mismo».

Un rasgo esencial para comprender la Ley de Reforma Política es su carácter instrumental. A diferencia de los proyectos de Fraga, que insistían en la continuidad, se trataba tan sólo de aprobar un texto que hacía posible un resultado final democrático, pero sin crear un marco cerrado y rígido que partiera del sometimiento a la legalidad precedente. La flexibilidad era tal que bien se pudo decir del texto que venía a ser una ley de transacción para la transición (Cavero); además, implícitamente, se habían tenido en cuenta los planteamientos de la oposición para dar validez a todo el proceso.

De la Ley de Reforma Política es preciso, en primer lugar, examinar su preámbulo, redactado por Lavilla con la intervención de Ossorio. De acuerdo con él, la democracia, objetivo final, no podía improvisarse, sino que debía partir de asumir la Historia y la realidad social existente. Al mismo tiempo, la admisión de los principios de sufragio universal y de soberanía de la ley introducían, desde este mismo preámbulo, una especie de «autoruptura» que justificaba todo el proceso de cambio y quitaba legitimidad a las instituciones vigentes durante la dictadura de Franco. Tan es así que, finalmente, este preámbulo acabaría por desaparecer, como mínima concesión a los sectores más opuestos a la reforma. Sin embargo, subsistiría otro rasgo esencial, la consideración, por parte de esa disposición, de que España vivía una fase de transición, cuyo contenido jurídico definitivo no se conocería hasta que se hubiera consultado la voluntad nacional mediante sufragio. Por eso sólo «cuando el pueblo haya otorgado libremente su mandato a sus representantes podrá acometerse democráticamente y con posibilidades de estabilidad y futuro la solución de los más importantes temas nacionales como son la institucionalización de las peculiaridades regionales, como expresión de la diversidad de pueblos que constituyen la unidad del Reino y el Estado; el sistema de relaciones entre el Gobierno y las cámaras legislativas, la más profunda y definitiva reforma sindical o la creación y funcionamiento de un órgano jurisdiccional sobre temas constitucionales y electorales».

Desde el punto de vista jurídico, la Ley de Reforma Política ha podido ser definida por Lucas Verdú como «la Octava Ley Fundamental del régimen», una ley provisional, consecuencia de una medida política, y que tendría como resultado, caso de aprobarse, modificar de forma sustancial el contenido del régimen político existente en España. Es posible que, desde el punto de vista de la técnica legal, fueran muchos sus defectos y lagunas. En ella no se hacía alusión alguna a la institución monárquica —para no suscitar el problema de su legitimidad—, ni tampoco a la responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento, pues estas cuestiones se remitían a las nuevas Cortes, sorteando, así, con concisión y prudencia, las mayores dificultades que podían plantearse. Sin embargo, más allá del preámbulo, abriendo el articulado de la ley, se hacía una declaración fundamental que daba sentido a todo el texto: «Los derechos fundamentales de la persona son inviolables y vinculan a todos los órganos del Estado». Venía, a continuación, la forma de llevar a la práctica esta declaración básica. Lo esencial de la Ley de Reforma Política era la convocatoria de elecciones y la configuración de un marco institucional mínimo para realizarlas.

Ésta consistía en la creación de dos cámaras, Congreso y Senado, compuesta de 204 y 350 miembros respectivamente, nombrada por sufragio universal, con la excepción de un corto número (40) de senadores de nombramiento real. Estas dos cámaras tendrían como misión la elaboración de una nueva Constitución; en el caso de que existieran discrepancias entre ellas, éstas serían dirimidas mediante una comisión mixta o en una votación conjunta de senadores y diputados. Las divergencias existentes respecto al sistema electoral que se debía emplear, que ya habían aparecido en el Consejo Nacional y en las filas de la oposición, se solucionaron por el procedimiento de que el Senado fuera elegido por una ley electoral mayoritaria, mientras que ésta sería proporcional en el caso del Congreso; se reservaba al Rey el derecho a convocar un referéndum, caso de que lo considerara necesario. Tal disposición pendía como una especie de espada de Damocles sobre las cabezas de quienes, en el Consejo Nacional y en las Cortes, ofrecieran resistencia al proceso reformador. Había una llamativa ausencia en el proyecto: no se hablaba de las instituciones del régimen, condenadas a la desaparición.

El texto de la Ley de Reforma Política fue recibido con expectación por la oposición. Tan sólo, a la izquierda, el Partido Comunista se opuso a esta fórmula, a la que acusó de intentar evitar la convocatoria de un proceso constituyente; el Partido Socialista mostró también su oposición e incluso promovió una resolución condenatoria de la misma en el Parlamento Europeo, que fue rechazada. La realidad es que la mayor parte de los grupos opositores plantearon protestas formales mientras que esperaban, interesados, el momento electoral, ya inminente.

En los primeros días de octubre la Ley de Reforma Política pasó por el trámite del Consejo Nacional del Movimiento, que había de realizar un informe preceptivo, pero no vinculante. Había pasado ya el tiempo en que pudo determinar, junto al Gobierno, el contenido de cualquier reforma política. Suárez presentó el proyecto como el testimonio de una voluntad de «profundos cambios», pero «desde la legitimidad del Estado». De esta manera esgrimió, con una conveniente ambigüedad, la valía de las propias instituciones del franquismo para conseguir la aprobación de una ley que alteraba radicalmente sus fundamentos políticos. El Gobierno, sin embargo, no estuvo presente en los debates del Consejo como si, desde el primer momento, quisiera indicar su despego respecto de la opinión de sus miembros. Éstos, por su condición de procuradores en Cortes, tendrían en ellas otra nueva ocasión para plantear sus modificaciones. En el Consejo Nacional estuvo especialmente activo, en estos momentos, Gonzalo Fernández de la Mora, que había sido en otros tiempos principal inspirador de la Ley Orgánica del Estado y que ahora intentaba movilizar a los militares contra el programa reformista. Sin enfrentarse directamente con la fórmula propuesta por el Gobierno el Consejo propuso rectificaciones que no parecían más que adjetivas como, por ejemplo, declarar a ambas cámaras colegisladoras, mostrar su preferencia por la ley electoral mayoritaria y requerir el informe del Consejo del Reino para la convocatoria de cualquier tipo de referéndum por parte del Rey. Daba pues la sensación de que el Consejo se sentía incapaz de enfrentarse directamente con el proyecto, pero que seguía manteniendo la voluntad de controlar, en la medida de lo posible, una democracia irreversible. El Gobierno no hizo suyas las enmiendas del Consejo que, junto al proyecto mismo, envió a las Cortes.

En ellas se jugó el destino del proyecto de Ley porque la decisión era, en este caso, vinculante. La aprobación no era, ni mucho menos segura, puesto que la primera disposición legal votada con el gobierno Suárez fue la reforma del Código Penal, que logró tan sólo 225 votos, cuando eran precisos 280 para modificar las Leyes Fundamentales. Sin embargo, la Ley salió adelante merced a varios factores, aparte de la tradicional docilidad de los procuradores del franquismo ante las insinuaciones del Gobierno. Factores determinantes fueron, en primer lugar, la mano hábil de Fernández Miranda, que hizo que la ley se tramitara por procedimiento de urgencia y dirigió el debate con firmeza. «Considerar que, porque el cambio es sustancial, ya es ruptura —dijo— es, con todos los respetos, terquedad». En segundo lugar, el Gobierno y los sectores reformistas presionaron sobre los procuradores, jugando con sus expectativas de salir reelegidos. El hecho de que hubiera unos puestos reservados al nombramiento del Rey creó esas esperanzas. Alguno de los ministros más importantes llegó a entrevistarse con una cincuentena de procuradores; unos quince fueron enviados a un viaje a Panamá y Cuba. El único grupo organizado como tal en las Cortes era el afín a Alianza Popular, con casi 200 diputados; para neutralizarlo fue preciso llegar a un acuerdo en materia de ley electoral, introduciendo un criterio restrictivo respecto de la proporcionalidad absoluta. No fue un órdago absoluto porque, en realidad, desde un principio, el Gobierno había anunciado que estaba dispuesto a transigir en estas materias. Aunque, en principio, era previsible que la Ley diera lugar a larguísimos torneos oratorios, lo cierto es que sólo hubo tres resonantes intervenciones en contra, protagonizadas por Blas Piñar y dos procuradores sindicales. Uno de ellos presentó lo ocurrido en España desde 1957 como un proceso degenerativo que llevaba al triunfo del capitalismo. Al margen de ellas, en la práctica, no hubo más que una larga discusión acerca del sistema electoral proporcional o mayoritario, que se saldó con la aceptación del primero pero con la adición de determinados procedimientos correctores que luego se plasmarían en la ley electoral. Un último medio para influir en las Cortes consistió en recurrir a personas cuya actitud, apellido o biografía no suscitaran recelos en los procuradores. La ponencia encargada de examinar el texto del proyecto estuvo presidida por Gregorio López Bravo, el ponente fue Fernando Suárez, vicepresidente del Gobierno con Arias, todavía vivo Franco, y quien presentó la ley ante las Cortes fue Miguel Primo de Rivera. Los cinco miembros de la Comisión correspondiente en las Cortes eran jóvenes y ninguno había vivido la Guerra Civil.

Todo este conjunto de habilidades, presiones y maniobras tuvo como resultado una votación en la que los procuradores que votaron a favor fueron 435, con sólo 59 en contra, entre los que estaban siete generales y las figuras más destacadas del bunker. En cualquier caso, cuando mejor se aprecia la resistencia al cambio es a la hora de examinar las votaciones de algunos grupos de procuradores: de los 28 militares, sólo la mitad votaron a favor y eran ministros o habían abandonado el servicio activo; de los nombrados por Franco, más del 40 por 100 votó en contra. Las 13 abstenciones (el periodista Emilio Romero dijo haberse abstenido porque la ley le parecía poco rigurosa; también lo hizo Pilar Primo de Rivera, influida por su sobrino) y los ausentes, hasta 531, pueden considerarse también como contrarios al proyecto. La votación concluyó con el espectáculo, no exento de emoción y grandeza, del Gobierno y los procuradores aplaudiéndose mutuamente. Cabe preguntarse si los procuradores se daban cuenta de que, en su mayor parte, estaban en aquel momento cometiendo un suicidio político (un «harakiri», como se dijo entonces). La verdad es que quienes no querían cambios se sabían al margen de la sociedad española del momento y carecían de una dirección capaz y decidida. No cabe la menor duda de que muchos albergaban esperanzas respecto al futuro, que no resultarían fáciles de cumplir. Aunque 35 parlamentarios de UCD era procuradores en 1976, las cuatro personas que más habían intervenido en favor de la aprobación de la Ley de Reforma Política no estuvieron en las Cortes constituyentes de 1977. Hubo, en fin, paradojas, como la de que Fernández de la Mora, que trataba de mover a los militares contra la transición, acabara votando la ley porque le obligaba su pertenencia a Alianza Popular.

De acuerdo con la propia Ley de Reforma Política, su texto debía ser ratificado en referéndum nacional. Las semanas que transcurrieron desde la votación en Cortes a la celebración del mismo tuvieron aspectos dramáticos, que se citarán más adelante, pero el resultado del referéndum era ya previsible, no sólo por las condiciones en las que se realizaba y por el resultado de la votación en las Cortes, sino también (y sobre todo) por el hecho de que los partidos de oposición que recomendaron la abstención lo hicieron de una manera puramente formal, convencidos de que el resultado sería afirmativo con unos porcentajes aplastantes. El propio Tarradellas, presidente de la Generalitat republicana en el exilio, dio libertad de voto a sus seguidores.

Hubo, desde luego, una presión de la propaganda oficial a favor del voto afirmativo e incluso algún gobernador civil de la época —Sánchez Terán— ha narrado en sus memorias que un alcalde le preguntó si el referéndum iba en serio o era como los de antes. Sin embargo, fue la consulta más libre que tuvo lugar en España desde la Guerra Civil y la mayor parte de la población sintió que había podido expresarse de manera no manipulada. Además, el referéndum tuvo la ventaja de que supuso una primera aproximación entre el electorado y los partidos políticos. Éstos, que tenían una tendencia más radical frente a la moderación de aquél, se vieron obligados a adaptarse tanto en sus pronunciamientos televisivos como en su línea política a partir de este momento. Los resultados del referéndum del 15 de diciembre arrojaron tan sólo un 2,6 por 100 de votos negativos y un 3 por 100 en blanco, para una participación de algo más del 77 por 100. Tan sólo en alguna provincia, como Guipúzcoa, daba la sensación, por el número de abstenciones, de que la senda de la democracia se iniciaba con un apoyo social muy insuficiente.