La elección de Suárez de entre los tres jóvenes ministros reformistas tiene una fácil explicación. Si fue elegido en este momento, la razón estriba en que tenía unas características biográficas óptimas para lograr la aprobación por parte de la clase política franquista de una ley de reforma política de contenido verdaderamente sustancial en las ya previsibles difíciles singladuras ante el Consejo Nacional y las Cortes. Toda su carrera política había estado vinculada al Movimiento Nacional. Allí acababa de conseguir un éxito espectacular, que hubiera sido impensable incluso en una figura mayor y más prominente de esa procedencia: vencer nada menos que al marqués de Villaverde, yerno de Franco, en una elección para cubrir un puesto del Consejo Nacional. Por otro lado, siendo de procedencia falangista no levantaba prevenciones, dada la mezcla entre su aparente inanidad y su simpatía, aunque algunos significativos miembros del bunker en el Consejo del Reino se opusieron a su candidatura. Algunos recordaron su vinculación a Carrero Blanco, pero más que eso hubiera sido preciso tener en cuenta su pertenencia a la misma generación del entonces Príncipe de España, a quien ya había prestado una significativa ayuda en la difusión de su imagen, como director de RTVE, en los cuatro años en los que estuvo al frente de la entidad (1969-1973). Otros aludieron a su condición de dirigente de una asociación política del franquismo que colocaba entre sus principios esenciales el mantenimiento del régimen, pero ésa fue una tarea política como cualquier otra, sin que demostrara una fijación en unas estructuras condenadas a desaparecer. En cuanto a las conversaciones acerca de la democracia que el futuro presidente asegura haber mantenido con Franco, no revisten tanta importancia: ni el último parece haber prestado tanta atención, ni su interlocutor dejó claro que significaba la identificación con Europa.
Resulta muy fácil liquidar la presentación de un personaje histórico como Suárez recordando sus orígenes y aludiendo a su simpatía y habilidad, pero no basta con ello.
En realidad, la tarea es mucho más complicada, como se demuestra por el hecho de que tan sólo en un cuarto de siglo el juicio que ha merecido ha sido muy cambiante. Para llegar a descubrir su significación como protagonista histórico y el papel que jugó en la política de la transición, hay que tener en cuenta que, en realidad, hay dos Suárez separados por la fecha cardinal de 1979, a partir de la cual se hicieron patentes sus insuficiencias. Antes, sin embargo, predominaron no sólo los aciertos sino, más aún, los signos de adecuación entre la tarea que debía abordar y los rasgos de su carácter. Adolfo Suárez nació en 1932 en Cebreros (Ávila). Hijo de un republicano, vivió en su familia la tragedia colectiva del enfrentamiento entre los españoles. Profundamente religioso —pensó en su juventud ingresar en el seminario— en realidad su primera actividad pública estuvo relacionada con el asociacionismo católico. Su ingreso en la función pública, tras las correspondientes oposiciones, fue tardío, sin pertenecer a ninguno de los grandes cuerpos de la Administración. La carrera política la inició con Herrero Tejedor cuando éste fue gobernador civil de su provincia natal. Aunque cercano al Movimiento, como muchos políticos del franquismo final, buscó en la relación personal con personas significadas unos apoyos para su promoción que no implicaban una adscripción clara a ningún sector. Su primer cargo importante fue el de gobernador civil de Segovia en 1968. Luego, en Televisión, estuvo más cerca de la dependencia de Carrero-López Rodó que de su propio ministro, Sánchez Bella. En definitiva, en 1975, sin destacar mucho en la vida pública, aparecía con unos perfiles de católico, del Movimiento y monárquico como para cumplir su función, pero lo suficientemente desdibujados como para no originar prevenciones. De momento, dos peculiaridades de su trayectoria no aparecían definidas ante los observadores. En primer lugar, en su grupo generacional, que había pasado por experiencias semejantes, ejerció siempre un cierto liderazgo. Era, además, una persona muy próxima al Rey, no sólo por cercanía en la edad, sino por amistad: le trataba de tú y, cuando fue nombrado sucesor, debió rectificar la forma en que se dirigía a él. Pero, como se demostraría con el paso del tiempo, esto no quiere decir que fuera una especie de valido ni que careciera de entidad propia. Eso, sin embargo, es lo que pudo pensar Fernández Miranda, uno de sus promotores, que nunca llegó a tomarlo en serio y que parece haber quedado sorprendido por la ambición que revelaba por alcanzar la presidencia.
Llamaba la atención en él, ante todo, la modestia sinceramente sentida, pero producto también de sus insuficiencias —y, como tal, destinada a proporcionarle un cierto complejo— al mismo tiempo que le hacía ser capaz de atender a las realidades sociales sin tratar de sujetarlas a un esquema interpretativo propio. «Yo soy un hombre normal y tengo muchas lagunas», le dijo a Julián Marías en el primer día en que se entrevistaron; como «hombre normal y sencillo» se autodescribió en las Cortes en una ocasión. Sus lagunas eran, en términos generales, de formación cultural y de falta de conocimiento de las implicaciones que la vida política democrática lleva consigo. Las limitaciones, por ejemplo, hacían que tuviera muchos menos conocimientos que Fraga, pero también evitaron que se empeñara en convertirse en un nuevo Cánovas, imponiendo un determinado modo de reforma política. Por otro lado, esa modestia hacía que fuera capaz de hacerse oír, de aceptar consejos y de plegarse a las circunstancias, respetando la realidad que imponía un país joven y ansioso de libertad. Su reforma política fue mucho menos articulada y detallada que la de Fraga, empeñado en imponer a la realidad los esquemas que nacían de su mente, pero precisamente eso le hacía ser capaz de plegarse a las circunstancias y a las peticiones de una oposición a la que supo escuchar. Su famosa frase en una de las primeras intervenciones públicas («elevar a categoría de normal lo que a nivel de la calle es simplemente normal») puede parecer desvergonzada, pero es la asunción básica de cualquier buen político liberal, porque hace nacer del respeto a la realidad todo el fundamento de su acción política. A medio plazo, la modestia de Suárez le permitió —según Ortega Díaz Ambrona— realizar aquella operación practicada por la Alicia de Lewis Carroll: menguar de tamaño y crecer de forma sucesiva para llegar a conseguir sus objetivos. Lo mejor de su ejecutoria de gobierno consistió en una sucesión de actos en este sentido: empezó, por ejemplo, casi pidiendo perdón a la oposición por su presencia para acabar haciendo él mismo mucho mejor aquello de lo que hubiera sido difícilmente capaz aquélla.
Sólo con el paso del tiempo, tras muchos meses de descalificación sistemática, este rasgo del carácter de Suárez se convirtió en un curioso y paralizador complejo de mal estudiante de Bachillerato, tal como lo describió su sucesor en la Presidencia. Sus adversarios no escatimaron las críticas, sin darse cuenta de la dificultad de los problemas a los que había de enfrentarse: como él mismo dijo con lenguaje prosaico «se nos pide que cambiemos las cañerías del agua teniendo que dar agua todos los días». Tras la modestia, entre las virtudes de Suárez, hay que mencionar una extremada listeza y habilidad: la primera impresión de Tierno al visitarle fue, precisamente, que era «bondadoso» y «sumamente avispado». Lo primero debe subrayarse porque, si algo caracteriza a Suárez, es una ausencia de crispación por el uso del poder y el honesto propósito de servir a un interés nacional, aspecto que no siempre debe darse por supuesto en un político español. Adolfo Suárez demostró ser una buena persona, guiada por intereses que superaban lo individual y que tenían muy en cuenta las necesidades objetivas de los españoles. Años después, al recopilar sus discursos, aseguró: «Pienso que en mi actuación pública no he hecho daño a nadie». En cuanto a la habilidad, resulta una tentación elemental considerarla como una virtud de tono menor y así ha sucedido con no pocos políticos a lo largo de la Historia (Romanones, Giolitti, etc.). Se suele olvidar en estos casos el resultado positivo de su acción reformista y que la habilidad es una condición imprescindible en un político. En un proceso como la transición española a la democracia, Adolfo Suárez supo mantener perfectamente la iniciativa unilateral, señal evidente de que sabía lo que quería. «Muy bien informado de las dificultades políticas —escribe Tierno— sabía responder a ellas». Su primer año de gobierno fue fulgurante de decisión, de rapidez y de unidad entre quienes tuvieron las principales responsabilidades con él. Lo que más llama, en efecto, la atención de la transición española es el ritmo adecuado y medido que impuso el Presidente. Garrigues cita en sus Memorias una sentencia de Maquiavelo que resulta de plena aplicación para el caso.
Suárez, durante ese período, supo, como recomendaba el florentino, «mantener siempre en suspenso y asombrados los ánimos de sus súbditos». Tierno Galván también atribuye a Suárez «ninguna ideología política» y una afirmación como ésta, habitual, requiere alguna exégesis. El nuevo Presidente carecía, desde luego, de la sobrecarga ideológica que caracterizaba a la mayor parte de la oposición. Pero eso, en primer lugar, no impide en absoluto que tuviera ideas muy claras respecto del resultado final de su acción política y, además, le hizo aprender las virtudes en que se basa la convivencia liberal y democrática, al mismo ritmo que lo hacia la propia sociedad española. Por otro lado, tenía algo que faltaba en la oposición: sentido del Estado (de su fuerza y de sus debilidades), a lo que se unía la conciencia de la tarea común, moderación, frialdad así como la capacidad de concordia que se daba en lo mejor de aquélla.
El primer problema grave que se encontró Suárez fue el de la composición de su gobierno. A pesar de que trató de conseguir, con ayuda del Rey, la incorporación de la vieja generación reformista —Fraga y Areilza— tuvo que renunciar a ello. Como afirma Ossorio, Suárez tenía «pocos amigos fuera de sus fieles» y éstos no parecían los más indicados para desempeñar un papel relevante en un proceso de transición democrática: de hecho, entre sus más allegados, sólo Fernando Abril fue nombrado ministro, aunque en el gabinete hubiera también otras personas de idéntica procedencia (Martín Villa). En cambio, la mayor parte del mismo procedió precisamente del mundo representado por el gran gestor de su composición, Ossorio, o, lo que es lo mismo, la «familia» católica del régimen en su sector más reformista. Muchos de los ministros (Oreja, Lavilla, etc.) eran del grupo Tácito, el más representativo de esa zona intermedia entre el régimen y la oposición característica de la época del tardofranquismo. El primero llevó a cabo la reforma en términos de política exterior, mientras que el segundo lo hizo desde el punto de vista jurídico; como ha escrito Herrero «si el impulso político lo dio Suárez, la instrumentación jurídica que posibilitó su ejecución se llevó a cabo en el Ministerio de Justicia».
En líneas generales, puede decirse que el gobierno se caracterizó por dos rasgos que también eran propios de Suárez, la juventud y la moderación. Tan sólo uno de los miembros, el almirante Pita da Veiga, había sido ministro con Franco y la media de edad era de 44 años. Frente al exceso de críticas, los ministros optaron por el ejercicio de la paciencia, tratando de modificar las impresiones adversas mediante un cambio significativo en el modo de ejercer el poder. El juicio de Fraga, según el cual Suárez se habría servido de «grupos de jóvenes oportunistas dispuestos a cualquier cosa con tal de hacer carreras políticas rápidas», es comprensible por la marginación del autor de la Ley de Prensa de 1966, pero no aceptable desde un punto de vista histórico. También la denominación de «penenes», referida a los ministros (acuñada por Fernández Ordóñez), tenía un sentido despreciativo, pero se demostró lo injusta que era cuando se hizo balance de lo sucedido (el propio Fernández Ordóñez acabaría por incorporarse al gabinete de Suárez). Se dijo, en fin, que aquél era «un gobierno de verano» pero, tras él, sin haberse tomado vacaciones, se presentó un programa de acción que indicaba un rumbo cierto.
Resulta muy revelador el contenido de la primera declaración política de Suárez.
La realizó en su propio hogar, durante una intervención televisada que tuvo inmediatamente un gran eco en toda la sociedad española. Dijo, con su característica modestia, que su gobierno no representaba opciones de partido, sino que se constituía en «gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos». Así actuaría hasta alcanzar, como «meta última», que los gobiernos del futuro fueran «el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles». Tal afirmación indicaba un propósito democrático que podía no ser creído y quedaba, por tanto, pendiente de confirmación, pero a estas alturas, después de la experiencia Arias, no levantó ya la oposición entre los sectores conservadores que podría haberse producido en 1975 y, al mismo tiempo, fue bien recibida por los antifranquistas. Suárez, además, se mostró propicio a colaborar con otras fuerzas políticas y esbozó, desde el primer momento, lo que sería su estrategia fundamental respecto de los diferentes sectores políticos: si afirmó que «todo gobierno que aspire a ser útil en servicio de la paz civil tiene que respetar las leyes», inmediatamente añadió que debía también «esforzarse porque en ellas se reconozca la realidad del país». Finalmente, Suárez hizo una apelación a la necesidad de considerar España como una tarea común —«Vamos a intentarlo juntos»— en la que debía presumirse la recta intención de todos los grupos y en la que el diálogo debía ser el presupuesto esencial de toda convivencia. No hubo otra concreción, sin embargo, que la de celebrar elecciones antes de fines de junio de 1977, devolviendo la soberanía al pueblo español.
El talante distendido y realista, con ese horizonte final democrático, del nuevo presidente logró un cambio importante del ambiente político en un plazo relativamente corto de tiempo, desde el mes de julio al de septiembre de 1976. De entrada, la mayor parte de los encuestados recibieron bien el mensaje. Si la crispación había sido la principal característica de la política nacional en las semanas finales del gobierno Arias y si la perplejidad o la irritación habían presidido la acogida del nuevo gabinete, el verano de 1976 estuvo caracterizado por la distensión. Ya a mediados de julio se había hecho público un programa gubernamental en que se ratificaban los propósitos presidenciales: reconciliación, colaboración de todos y admisión de la soberanía nacional. La amnistía aprobada a finales del mes fue incompleta, pero se extendió a todos los delitos que no implicaran el uso de la violencia, aunque subsistieron problemas políticos, como el de la legalidad de la ikurriña vasca. Coincidiendo con la amnistía, se devolvieron los puestos docentes a los profesores universitarios que los habían perdido como consecuencia de los incidentes estudiantiles de 1965. Todas estas medidas provocaron ya resistencias en el seno mismo del Gobierno. Sobre todo, cambió radicalmente el talante con el que fue tratada la oposición. En los comienzos del verano se iniciaron los primeros contactos, que llegaron hasta el PSOE. No hubo verdadera negociación, pero sí diálogo. Paradójicamente, esta beligerancia concedida a la oposición no tuvo otro resultado que el de hacer disminuir su protagonismo político, que pasó ahora al gobierno. Mientras que, hasta el momento, la oposición había solicitado insistentemente un gobierno provisional para realizar la transición ahora, en un manifiesto redactado por personalidades procedentes de sus sectores moderados, se pidió tan sólo un gabinete de «amplio consenso democrático», mostrando la satisfacción ante el nuevo lenguaje adoptado por las autoridades. Es significativo que una gran parte de quienes firmaron ese documento figuraron, con el tiempo, en el partido fundado por el Presidente del Gobierno.
Éste, una vez sustituido el tenso clima en las relaciones con la oposición por otro mucho más cordial, pudo pilotar de forma decidida el proceso de transición durante los meses de septiembre a diciembre de 1976. La policía recibió instrucciones de ampliar el ámbito de la tolerancia, graduándolo según el grado de izquierdismo de los partidos, para no despertar excesivos temores en los dirigentes del régimen. Todos estos meses tuvieron como protagonistas esenciales al frente de las responsabilidades del Estado, en actuación muy estrecha y coordinada, al Rey, Fernández Miranda y Suárez.
En este tiempo apuntó ya lo que podía convertirse en peligro esencial para la naciente democracia española: una parte del Ejército. Las reticencias del general Fernando de Santiago acerca de la amnistía y la declaración de respeto a la soberanía popular se desbocaron luego ante los contactos con la oposición sindical (Comisiones Obreras) que mantuvo el ministro Enrique de la Mata; tras una tensa conversación con Suárez, Fernando de Santiago abandonó la cartera de Defensa y su responsabilidad vicepresidencial, a caballo entre el cese y la dimisión. Santiago fue jaleado por la extrema derecha, pero el gobierno lo pasó a la reserva inmediatamente, sin tan siquiera seguir los requisitos legales establecidos. Su sustituto fue el general Gutiérrez Mellado, al que cabe atribuir un papel decisivo en la actuación gubernamental en las cuestiones militares, lo que le valió la inquina del sector más reaccionario del Ejército. De momento, sin embargo, como inmediatamente veremos, el mismo procedimiento seguido por el proceso de transición hacia la democracia sirvió para protegerlo del sector más aferrado a la permanencia de las instituciones heredadas, puesto que se basó en un cambio desde la legalidad misma del régimen anterior.