La crisis del semestre Arias

Las dificultades esenciales del gobierno Arias Navarro derivaron, desde luego, de su incoherencia y de las limitaciones de quien lo presidía, pero además existían también otros problemas que alcanzaron repercusión sobre el ambiente de la vida pública y acentuaron la sensación de desorientación gubernamental. Había conflictos de orden público, derivados en parte de la crisis económica pero producto parcial también de las circunstancias políticas del momento. Persistía, además, el problema del terrorismo, que era un factor multiplicador de unas tensiones políticas permanentes.

Ya se ha mencionado la oleada de huelgas en toda la península a comienzos de 1976, en especial en Madrid. Si, como hemos advertido, fueron la demostración que las reivindicaciones puramente políticas eran incapaces de movilizar la protesta de masas, al mismo tiempo no puede negarse que en la extensión de la conflictividad jugaba un papel de no escasa importancia la sensación de liberación en los trabajadores dotados de mayor conciencia reivindicativa. Como veremos más adelante, la política económica prácticamente no existió. Los intentos de Villar Mir de realizar un ajuste, estimular la inversión y realizar la reforma fiscal estaban bien enfocados, pero claramente alejados de las posibilidades de un gobierno como el de Arias Navarro, caracterizado por la desunión y la debilidad. También debe tenerse en cuenta que los cauces hasta entonces empleados para resolver la conflictividad laboral estaban gravemente deteriorados y que, a menudo, las autoridades de cualquier tipo carecían de legitimidad, con lo que el simple intento de intervenir, incluso de forma bienintencionada, lejos de contribuir a la solución de los problemas más bien tendía a agravarlos. Rodolfo Martín Villa cuenta en sus Memorias los repetidos intentos que hizo para iniciar una reforma sindical paralela a la política; no llegó a llevarse a cabo y esto le hizo bordear la dimisión. Sin embargo, lo cierto es que una reforma sindical paralela no hubiera generado más que inconvenientes para un proceso que era fundamentalmente político. Además, había dificultades en el terreno sindical que no se daban en el terreno político: ni siquiera los sindicatos clandestinos estaban de acuerdo en la fórmula final a la que querían llegar. Comisiones Obreras quería, por ejemplo, un sindicato único, como la Intersindical portuguesa, pues suponía adquiriría la hegemonía en él, mientras que UGT quería mantener a ultranza la pluralidad sindical. Quizá fórmulas indirectas de elección hubieran permitido la permanencia de los cargos del sindicalismo oficial.

Hay que citar también una última realidad para explicar la creciente tensión social. Tras la muerte de Franco arreció la degeneración de los incidentes de orden público en batallas campales por la propia falta de preparación de las fuerzas de orden público para una situación de libertad o de tolerancia cuando, además, la protesta adquiría un carácter generalizado. Hay que tener en cuenta que muchas veces intervenían en los incidentes elementos incontrolados de extrema derecha de los que no se sabía hasta qué punto podían tener apoyos en medios paraoficiales.

Afortunadamente, la oleada de huelgas de enero de 1976 en el cinturón industrial madrileño se saldó sin muertos, pero en los meses siguientes hubo dos conflictos que concluyeron con derramamiento de sangre lo que hizo pensar que pudieran reproducirse situaciones semejantes a las de los años treinta. Ambos tuvieron repercusión en la situación política y expresaron a la perfección las circunstancias que se vivían en España en aquellos momentos. En marzo estalló un gravísimo conflicto social en Vitoria, que se saldó con un total de cinco muertos. Si los huelguistas, atizados por grupos de extrema izquierda, proponían reivindicaciones maximalistas, que no pudieron ser contenidas por los dirigentes sindicales más moderados —todavía en la clandestinidad—, al mismo tiempo una parte muy considerable de la culpa le correspondió a las autoridades gubernativas, y no sólo por la actuación de la policía. En la capital alavesa la huelga, más o menos generalizada, duraba ya dos meses, las autoridades —presidente de la Diputación, Alcalde, Gobernador Civil— habían dimitido, las fuerzas policiales eran escasas (lo que contribuyó a su acción desmesuradamente violenta) e incluso el propio ministro de la Gobernación estaba ausente de España en el momento en que tuvo lugar el estallido. Fraga luego ha afirmado que eso prueba su falta de responsabilidad en lo sucedido, pero ésta le alcanza al menos por omisión y, en cualquier caso, demuestra los peligros de un candidato al reformismo político cuando tiene al mismo tiempo que ser el guardián del orden público. Arias, por su parte, estuvo a punto de declarar el estado de excepción. Con un talante muy distinto en la gestión de los acontecimientos, se mostró muy positiva la acción de Adolfo Suárez, ministro de Gobernación interino, y de Martín Villa, responsable de Relaciones Sindicales. Frente a quienes querían algún tipo de actuación excepcional y drástica, el diagnóstico de estos dos ministros fue que las circunstancias (y no una conspiración) eran las que habían provocado los hechos. En cuanto a los sucesos de Montejurra, en el mes de mayo, no fueron otra cosa que el enfrentamiento entre las dos facciones, integrista y seudo socialista, en que había quedado dividido el movimiento carlista. Fue el sector integrista, armado quizá por sus contactos en medios oficiales, quien provocó las dos muertes, pero, de nuevo, la responsabilidad recaía en quienes se mostraban incapaces de mantener el orden público.

Los hechos narrados testimonian una situación que quizá puede equipararse al vacío político y cabe preguntarse si éste podía ser cubierto por la oposición; si ésta, en definitiva, estaba en condiciones de convertirse en poder social o político alternativo en un momento en que parecía evidente la impotencia del poder. La respuesta a este interrogante es, sin duda, negativa, y el intento de explicarlo nos lleva a tratar, globalmente y con alguna extensión, de la oposición durante este período.

Ante todo, es preciso señalar que en ningún momento la oposición pudo enlazar con sectores importantes del estamento militar; en este sentido la situación fue muy distinta de la que se dio en Portugal. Incluso puede decirse que la Unión Militar Democrática, cuyos miembros militaban en las filas de la izquierda, sirvió para ratificar la conciencia profesional de los militares y para llevarlos a alejarse del escenario político. En adelante, todas las intervenciones en este terreno —también las derechistas— se consideraron mayoritariamente como casos de indisciplina sometidos a tratamiento reglamentario. Incluso en el 23-F alguno de los conspiradores —Armada— pretendió presentar el intento de golpe de Estado como un movimiento que tenía apoyo suprapartidista.

Si no logró apoyo en el mundo militar, la oposición política, en cambio, se benefició del aumento de la permisividad y del evidente deterioro de un régimen, ya condenado ante la opinión pública, aunque no fuera en absoluto claro cómo, cuándo y por qué iba a ser sustituido. La verdad es que la oposición fue también un importante motor del cambio y más lo hubiera podido ser de haber continuado en el poder un gobierno, como el de Arias, que carecía de iniciativa y de propósitos definidos. Sin embargo, sería exagerado convertirla en única protagonista de los acontecimientos: el mismo grito que entonces servía de eslogan en todas las manifestaciones («Juan Carlos, escucha») es un testimonio de la incapacidad de la oposición, por sí sola, para lograr el cambio de sistema político. La tolerancia le servía para aparecer en público y mostrar su voluntad de llegar a una senda de transición pacífica, pero también para demostrar su falta de unión y otros defectos, testimonio de que el régimen anterior no había creado tan sólo un problema con la imposible perduración de sus propias instituciones, sino también por la desertización del panorama político.

En enero de 1976 comenzaron las apariciones públicas de la oposición. Los demócrata-cristianos celebraron unas jornadas a comienzos de año y un congreso en abril y, en ese mismo mes, la UGT pudo celebrar también un congreso tolerado, bajo la denominación de «Jornadas de estudio». Esa presencia de la oposición en la arena pública si no demostraba, en sí misma, su fuerza, por lo menos contribuyó a dañar la solidez y las expectativas de pervivencia del régimen.

Sólo en marzo de 1976 se llegó a crear una organización unitaria de la oposición que, por la confluencia de la «Junta» y la «Plataforma» preexistentes, la prensa llamó «Platajunta». Sin embargo, este organismo era, a la vez, excesivamente amplio, por la acumulación de siglas que tenía tras de sí, e incompleto, pues ni siquiera sumaba todas ellas, resultando, por todo ello, incapaz de negociar con el Gobierno. Sin embargo, sus miembros empezaron a jugar con esta posibilidad. Como término alternativo a los indefinidos propósitos gubernamentales, identificados con la «reforma» desde la oposición, se había utilizado las «ruptura» para expresar la voluntad de modificación fundamental de las instituciones políticas vigentes. La «ruptura», sin embargo, sólo temporalmente y por algunos, fue concebida como una especie de deseo de disfrutar de una herencia conseguida sin esfuerzo y revertir el resultado de la Guerra Civil. En la inmensa mayoría de la oposición, incluso en grupos de izquierda, se quiso evitar cualquier tipo de trauma colectivo en el paso de un régimen dictatorial a otro democrático.

En consecuencia, muy pronto, desde ese mes de marzo de 1976, empezó a hablarse de «ruptura pactada». La oposición misma se daba cuenta de que el escenario ideal imaginado para la transición —un gobierno provisional de consenso o un referéndum previo antes de iniciar todo el proceso de transformación— distaba mucho de ser posible. Las verdaderas posibilidades en ese momento radicaban en un intento de reforma sustancial con el que llegar a la democracia, con la colaboración de la oposición o sin él, o una vuelta la dictadura. El único inconveniente era que, ya en la primavera de 1976, se había puesto de manifiesto que Carlos Arias Navarro no podía protagonizar ese intento: Tierno dijo, con razón, de su primer discurso, que había esperado que fuera conservador, pero no reaccionario. Se daban, pues, las mejores condiciones para que la oposición pudiera aceptar una reforma realizada desde arriba, siempre que fuera verdaderamente sustancial. Eso era tanto más viable cuanto que ya desde el final del franquismo había una zona intermedia entre el régimen y la oposición que facilitaba el contacto entre ambas. De todas formas, si la oposición, que había sido destinataria de la represión durante tanto tiempo, supo darse cuenta de la necesidad y la oportunidad de un cambio sin traumas, también demostró durante meses deficiencias no escasas. Aparte de lo tardío de su unión mostró una incapacidad casi enfermiza para presentar opciones que trascendieran el puro personalismo. Se dijo, con razón, que con las siglas de los numerosos partidos existentes se podía hacer una auténtica «sopa de letras» y que eran mucho más frecuentes los partidos de políticos, sin militantes, que los verdaderos partidos políticos que dispusieran de ellos. Otro defecto habitual, estrechamente relacionado con el anterior, fue el de la irresponsabilidad. Durante meses, por citar tan sólo un ejemplo, muchos partidos políticos mencionaron el término «autogestión», pero evitaron tomarse la molestia de explicar mínimamente qué querían decir con él. Todo ello hacía desaparecer el aspecto más positivo de los cambios experimentados por la oposición como, por ejemplo, que las relaciones entre socialistas y comunistas, antaño adversarios acérrimos, habían mejorado de forma considerable.

De cuanto se ha señalado se deduce que en el verano de 1976 la ruptura era imposible y la ruptura pactada también; incluso la reforma, de la que todo el mundo hablaba, resultaba casi irrealizable si seguía en manos de un presidente como Carlos Arias Navarro. Para completar el panorama hay todavía que mencionar otros dos aspectos de la situación que permiten explicar el posterior desarrollo de los acontecimientos: la mejora de la imagen pública del Rey y el descenso de las posibilidades de los reformistas de la generación de más años.

El monarca, cuando fue proclamado, no tenía una imagen positiva (aunque tampoco estrictamente negativa) en la mayor parte del país, y era tratado con ironía por la oposición. En los meses del gobierno Arias su popularidad creció en parte gracias a viajes oficiales a regiones difíciles (Asturias, Cataluña…), en los que supo romper el protocolo y pronunciar discursos que, aunque genéricos, conectaban con los deseos de los oyentes. Además, fue partidario de una actitud de diálogo con la oposición, mientras que el presidente quería reproducir a Franco no oyéndola. Los ministros reformistas lo convirtieron, en sus declaraciones, en una pieza imprescindible del tránsito en paz a la democracia y, en fin, su presencia en los Estados Unidos, en mayo y junio, lo dotó de una dimensión internacional y, además, permitió que ratificara el propósito que le guiaba: una democracia plena como las del mundo occidental con un régimen de sufragio universal. En definitiva, a su regreso de los Estados Unidos, el Rey estaba en condiciones de hacer aquello que no podía hacer seis meses antes. Fernández Miranda le había recordado la divisa de Fernando el Católico —«el tiempo y yo contra tres»— y ésta se había demostrado cierta.

Pero si el tiempo —mucho más el político que el cronológico— había modificado al alza sus posibilidades, en cambio las de los reformistas de la vieja generación habían mermado. Areilza, que nunca había tenido apoyo en el régimen en términos políticos personales, no sacó nada positivo de su permanencia en la gabinete (su diario no demuestra otra cosa que su creciente irritación) y lo mismo cabe decir de Garrigues. El caso de Fraga fue más patético. Tenía un propósito reformista, aunque mucho más limitado que aquél que se produjo en efecto, pero, aun así, lo había visto en dificultades ante la obstrucción del Consejo Nacional. Lo peor para él fue que la intemperancia de su carácter y el hecho de ocuparse de los problemas de orden público desbarataron gran parte de los apoyos que pudiera haber tenido al comienzo del reinado entre los elementos reformistas del régimen, sin por ello satisfacer a los más opuestos a la modificación del franquismo. En la práctica ya estaba condenado a ver cómo muchos de sus seguidores más jóvenes se incorporaban en los meses siguientes al centrismo suarista. Sus arrebatos de cólera le incapacitaban para mantener contactos con la oposición por mucho que, gracias a su inteligencia, se diera cuenta de que eran necesarios. En los incidentes de orden público no veía más que intentos de «volcar el barco», ante los que había que actuar con decisión y autoritarismo. «La calle es mía», les dijo a los organismos de la oposición que querían manifestarse. Su carácter, que no era el más propicio para una operación tan delicada como una transición política, resultó, además, enormemente autodestructivo. Para la comprensión del desenlace del gobierno Arias hay que tener en cuenta que las relaciones entre el monarca y el presidente, siempre invariablemente malas, se habían ido deteriorando más y más. La consecuencia fue que el presidente cada vez estaba más aislado y conectaba menos con los propósitos del monarca. Difícilmente éste podía aceptar que en la Comisión mixta el presidente dijera estar dispuesto a continuar el franquismo o prefiriera «asociaciones y tendencias» a los partidos. En abril hizo unas declaraciones televisivas en las que, si anunció para otoño un referéndum y elecciones para la primavera siguiente, al mismo tiempo mostró una agresividad innecesaria con respecto a la oposición. Estaba sordamente irritado contra alguno de los reformistas más conspicuos de su gobierno; en junio se mostró indignado cuando supo de la afirmación de Fraga en el sentido de que el PCE sería, al final, legalizado. Todavía debió tener más razones para sentirse aislado e indignado cuando conoció las declaraciones del Rey a un periodista norteamericano en la revista Newsweek. Para Don Juan Carlos I su presidente era nada menos que «un desastre sin paliativos» y decía el porqué: estaba polarizando a los españoles y ello sólo podía tener como consecuencia dificultar la transición. Arias no tuvo más remedio que censurar las declaraciones y darlas por no hechas.

Sin embargo, el monarca todavía esperó unas semanas. A comienzos de junio el Rey dijo a Areilza, según cuenta éste en sus Memorias, que «esto no puede seguir, so pena de perderlo todo». «El oficio de Rey —añadió— es a veces incómodo. Yo tenía que tomar una decisión, pero la he tomado. La pondré en ejecución de golpe, sorprendiendo a todos. Ya estás advertido y te callas y esperas». La decisión vino inmediatamente y Arias Navarro no ofreció verdadera resistencia al deseo del monarca.

De su abandono de la presidencia se dio la versión oficial de que se había producido a petición propia, oído el Consejo del Reino y previa aceptación regia, pero, como apunta Areilza, fue exactamente al revés. El Rey convocó al presidente tras una audiencia diplomática en el Palacio de Oriente; allí, vestido con uniforme militar, le pidió que renunciara a su puesto. Aunque en esta ocasión el presidente no reaccionó, se habían tomado las disposiciones oportunas —reunión inmediata del Consejo del Reino— para evitar cualquier intento de evitarlo.

El reformismo de Arias Navarro no sólo se había demostrado imposible en este momento sino que, en realidad, lo había sido desde sus mismos inicios. Sin embargo, tanto los historiadores como los mismos protagonistas de la vida política del momento, coinciden en señalar que el período Arias tuvo un papel importante en el conjunto del proceso de transición democrática. Ossorio ha descrito este primer gobierno de la Monarquía como «un gobierno colchón» entre dos períodos y Fraga Iribarne señala en sus Memorias que el gobierno estuvo en el poder «para romper monte». Un historiador británico (Preston) ha empleado la expresión «mal necesario» para el período en el que incluye la fase final del franquismo y otro (Powell) ha recalcado que también en esta etapa hubo un verdadero intento de reforma, aunque no fraguara. Este último, sin embargo, olvida que la democracia a la que Arias hubiera llegado habría sido, en todo caso, limitada y controlada. En suma, puede decirse que, desde el punto de vista histórico, lo más relevante de esta etapa fue, sin duda, que deterioró de modo definitivo las posibilidades de pervivencia del franquismo y, en definitiva, contribuyó a que una reforma a fondo se presentara como inevitable incluso para la mayor parte de la clase política del régimen precedente. Más importante todavía resultó el cambio experimentado en el seno de la propia sociedad española. Fue durante estos meses cuando se hizo abrumadoramente patente la necesidad de una reforma política que no fuera meramente cosmética, como se había venido pensando en los círculos gubernamentales durante el pasado inmediato. El desprestigio de las antiguas instituciones políticas creció exponencialmente, mientras que la opinión pública iniciaba la senda de una incipiente politización y comenzaba lentamente a alinearse con posturas semejantes a las de los países de Europa occidental. Las encuestas realizadas por entonces situaron a la mayor parte de los electores españoles en una posición de centro, con un peso grande todavía de la opinión derechista. Mientras tanto, en la tarea propiamente reformista, el semestre Arias no sólo avanzó poco, sino que probablemente arrancó de una premisa equivocada —la de que la reforma se podía hacer partiendo de las propias estructuras políticas del régimen, sin negociar con la oposición y sin consulta popular previa— y habría concluido en alguna forma de democracia incompleta que, a medio plazo, hubiera supuesto un mayor grado de conflictividad política y social. No tiene razón, por tanto, Manuel Fraga cuando asegura que la reforma proyectada por él se hubiera asentado en «bases más sólidas».

En cuanto a la sustitución en la Presidencia de Carlos Arias Navarro se daban ya las circunstancias más favorables para que el monarca pudiera influir en el Consejo del Reino y conseguir que fuera promovido su propio candidato. En este momento se demostró hasta qué punto resultaba fundamental el control de esta institución, hasta entonces irrelevante. El procedimiento seguido por Fernández Miranda, que lo presidía, tendió a facilitar la selección de un candidato adecuado. La terna entre la cual el Rey tenía que elegir el presidente se formó mediante agrupación en las diferentes familias del régimen franquista y un posterior proceso de eliminaciones sucesivas. De esta manera se posibilitó la candidatura de una persona no muy conflictiva y sin enemigos, como era la del Adolfo Suárez de la época, mientras que se perjudicó a quienes, teniendo una larga trayectoria previa —como Fraga—, se habían ganado enemigos.

Asimismo se dificultaba la selección de los reformistas que estaban en el poder (como Areilza o Garrigues) porque no tenían fuerza suficiente en la clase política del régimen. Sin embargo, no se debe olvidar que Suárez no consiguió el primer puesto en la terna: Silva Muñoz obtuvo más votos que él pero sin duda, a pesar de que llevaba mucho tiempo fuera del gobierno, recordaba mucho más al pasado. El tercero fue López Bravo, tampoco muy lejano a los proyectos reformistas —Fernández Miranda le colocó en una Comisión decisiva de las Cortes— pero persona de una generación anterior. Con posterioridad, Fraga hizo una afirmación sobre el resultado de la crisis que no deja de ser acertada: «Han jubilado anticipadamente a nuestra generación». Así fue, al menos, durante esta fase de la operación política de la transición.

Aunque sorprendido e indignado por el resultado de la crisis, Fraga acabó por aceptarlo; incluso trató de que se celebrara un almuerzo de los miembros del gobierno dimitido. Buena prueba de su falta de unidad es que no pudiera llevarse a cabo. Más perplejo e indignado estaba Areilza, a pesar de que en sus diarios afirma haber sentido el «palpito profundo» de que no podía ser elegido como presidente. Uno y otro incluso trataron de manifestar ante el Rey su oposición al desenlace de la crisis. Lo cierto es que Areilza hubiera carecido de cualquier posible apoyo en la clase dirigente del régimen.

En realidad, era un candidato imposible para ella y debía haberlo sabido con antelación. Quizá, sin embargo, se equivocó porque, de las personas de larga trayectoria previa, fue quien estuvo más cerca de poder pilotar la transición. Las notas de Fernández Miranda parecen probar que se pensó en él como candidato desde abril a junio. Al final, según éste, acabó por imponerse el hecho de que Suárez, «abierto y disponible», «garantizaba un gobierno del Rey». Suponía, en efecto, el menor grado imaginable de tutela sobre él, porque era un hombre de su propia generación.

Quienes, en efecto, tuvieron muchas mayores posibilidades de llevar a cabo la operación reformadora en profundidad fueron los políticos más jóvenes del gabinete saliente. Poco tiempo antes de la crisis, tres de ellos, Suárez, Ossorio y Calvo-Sotelo, llegaron a la conclusión de que sería uno de ellos quien llegaría a la Presidencia en un futuro inmediato. Al margen de los méritos de cada uno de ellos, no cabe la menor duda de que una decisión de este tipo tenía su coherencia. La nueva generación reformista no tenía los adversarios personales que recaían sobre los grandes patriarcas de la política del régimen, disponía de suficiente experiencia e influencia en el seno del Estado franquista y, al mismo tiempo, conectaba con mayor facilidad con los cambios producidos en el seno de la sociedad española en los últimos tiempos.

Pero eso, de momento, no fue entendido por los medios de comunicación ni por la opinión pública. Para todos los observadores políticos lo sucedido fue una enorme sorpresa, en especial teniendo en cuenta que el elegido había sido un hombre procedente de aquel sector (el Movimiento), que era la familia del régimen en principio menos apta para la labor reformadora (los otros componentes de la terna, López Bravo y Silva, lo parecían más). Las críticas que se hicieron entonces a la solución adoptada fueron durísimas. Hubo quien calificó la crisis de «oriental», aludiendo a esa tendencia de Alfonso XÍII a apoyarse en figuras de muy segunda fila por el simple hecho de que fueran cercanas a Palacio. Otro comentarista acusó al gobierno de ser el primer gabinete franquista del postfranquismo, dejando a la monarquía en la poca envidiable circunstancia de arriesgar su existencia apenas nacida. Hubo, en fin, un articulista que se limitó a indicar que aquello era un «inmenso error»; acabaría, sin embargo, siendo ministro con el propio Suárez. Un chiste de Forges de aquellos días presentaba al bunker regocijado porque el presidente se llamara precisamente Adolfo. Meliá, luego portavoz del gobierno Suárez, calificó su nombramiento como «un monumento veraniego a la soledad política». El propio autor de este libro reprodujo en un artículo el título de uno de los escritos por Ortega («En nombre de la nación, claridad»). Don Juan Carlos fue muy consciente de la sorpresa que causó su decisión, pero también estuvo convencido de su oportunidad. En cuanto a los reformistas de la vieja generación, ya hemos visto la actitud hosca de Fraga que, por lo menos, mantuvo el silencio; Areilza lo describe en sus Memorias adoptando la actitud de «un oso herido escondido en una cueva jugando al dominó hasta que llegue su hora». Hubo también quien, como Cabanillas, parece haberse indignado más, propugnando el aislamiento del nuevo presidente. En cualquier caso la interpretación más correcta de lo sucedido, desde la óptica de la vieja generación reformista, es la que ofrece Antonio Garrigues en sus Memorias. Cometieron un error —no colaborar con Suárez—, en parte por desconocer sus propósitos (y también el grado de determinación del monarca). Al menos, como también él mismo dice, «nuestra salida contribuyó a acelerar el proceso de reforma precisamente para paliar ante la opinión pública ese falso prejuicio». En realidad, todo resultó más claro a partir de este instante aunque, por el momento, las claves de lo sucedido sólo las tuvieran unos pocos. La etapa de gobierno de Arias Navarro fue la fase final del franquismo; a pesar de las apariencias lo que en ella se había decidido era la inviabilidad de la ruptura. Ahora se planteaba la posibilidad de una reforma y el grado de la misma.